domingo, 17 de enero de 2016

El mundo es una alcachofa




Italo Calvino


La realidad del mundo se presenta a nuestros ojos múltiple, espinosa, en estratos apretadamente superpuestos. Como una  alcachofa. Lo que cuenta para nosotros en la obra literaria es la posibilidad de seguir deshojándola como una alcachofa infinita, descubriendo  dimensiones de lectura siempre nuevas. Por eso sostenemos que, entre todos los autores importantes y brillantes de quienes se ha hablado en estos días, tal vez sólo Gadda merece el nombre de gran escritor.

El aprendizaje del dolor (La cognizione del dolore)  es aparentemente el libro más subjetivo que pueda imaginarse: casi el esfuerzo de una desesperación sin objeto; pero en realidad es un  libro atestado de significados objetivos y universales. El zafarrancho (Quer pasticciaccio brutto de via Merulana),  en cambio, es un libro absolutamente objetivo,  un cuadro de la pululación de la vida, pero al mismo tiempo es un libro profundamente lírico, un autorretrato escondido entre las líneas de un complicado dibujo, como en ciertos juegos para niños donde hay que reconocer en la maraña de un bosque la imagen de la liebre o del cazador.

De El aprendizaje del dolor, Juan Petit ha dicho una cosa muy justa: que el sentimiento clave del libro, la ambivalencia odio-amor por la madre, puede entenderse como odio-amor por el propio país y por el propio ambiente social. La analogía puede ir más allá. Gonzalo, el protagonista, que vive aislado en la finca que domina el pueblo, es el burgués que ve trastornado el paisaje de lugares y valores que le era caro. El motivo obsesivo del miedo a los ladrones expresa el sentimiento de alarma del conservador frente a la incertidumbre de los tiempos. Para contrarrestar la amenaza de los ladrones se organiza un servicio de vigilancia nocturna que devolvería seguridad a los amos de la finca. Pero este servicio es tan sospechoso, tan equívoco que termina por constituir para Gonzalo un problema más grave que el miedo a los ladrones. Las referencias al fascismo son constantes pero nunca tan precisas como para congelar la narración en una lectura puramente alegórica e impedir otras posibilidades de interpretación.

(El servicio estaría formado por veteranos de guerra, pero Gadda pone continuamente en duda los alabados méritos patrióticos de aquéllos. Recordemos uno de los núcleos fundamentales de su obra y no sólo de este libro: combatiente de la primera guerra mundial, Gadda ve en ella el momento en que los valores morales que habían madurado en el siglo XIX encuentran su expresión más alta, pero al mismo tiempo el principio del fin. Se puede decir que Gadda alimenta por la primera guerra mundial un amor celoso y al mismo tempo el miedo a un shock del que ni su interioridad ni el mundo exterior podrán recobrarse jamás.) La madre quiere abonarse al servicio de vigilancia, pero Gonzalo se opone obstinadamente. Sobre una disensión en apariencia formal como ésta, Gadda consigue fundar una tensión atroz, de tragedia griega. La grandeza de Gadda está en que lanza a través de la trivialidad de la anécdota relámpagos de un infierno que es al mismo tiempo psicológico, existencial, ético, histórico. Sólo entendiéndolo podemos ponernos en contacto con la complejidad de la obra.

El final de la novela, el hecho de que la madre se salga con la suya abonándose a la vigilancia nocturna, que la finca sea saqueada —al parecer— por los mismos guardias, y que en el asalto de los ladrones la madre pierda la vida, podría cerrar la narración en el círculo completo de un apólogo Pero es comprensible que a Gadda esa manera de cerrarla le interesase menos que crear una tremenda tensión a través de todos los detalles y divagaciones del relato.

He esbozado una interpretación en clave histórica quisiera intentar una interpretación en clave filosófica y científica. Hombre de formación cultural positivista, diplomado en ingeniería por el  Politécnico de Milán, apasionado por las problemáticas y la terminología de las ciencias exactas y de las ciencias naturales, Gadda vive el drama de nuestro tiempo también como el drama del pensamiento científico, desde la seguridad racionalista y progresista del siglo XIX hasta la conciencia de la complejidad de un universo nada tranquilizador y más allá de toda posibilidad de expresión. La escena central de El aprendizaje  es la visita del médico del pueblo a Gonzalo, un enfrentamiento entre una bonachona imagen decimonónica de la ciencia y la trágica autoconciencia de Gonzalo, de quien se traza un retrato fisiológico despiadado y grotesco.

En su vastísima obra editada e inédita, formada en gran parte por textos de diez o veinte páginas entre las cuales figuran algunas de sus páginas más bellas, recordaré una prosa escrita para la radio en la que el ingeniero Gadda habla de la edificación moderna. Empieza con la clásica compostura de la prosa de Bacon o de Galileo describiendo cómo se construyen las casas modernas de cemento armado; su exactitud técnica se vuelve cada vez más nerviosa y colorida cuando explica cómo las paredes de las casas modernas no consiguen aislar del ruido; después pasa al tratamiento fisiológico acerca de cómo los ruidos actúan en el encéfalo y en el sistema nervioso; y termina en una pirotecnia verbal que expresa la exasperación del neurótico víctima de los ruidos en un gran inmueble urbano.

Creo que esta prosa representa cumplidamente el abanico de las posibilidades estilísticas de Gadda; más aún, el abanico de sus implicaciones culturales, ese arco iris de posiciones filosóficas, desde el racionalismo técnico-científico más riguroso hasta el descenso a los abismos más oscuros y sulfurosos.

                                                                                             1967



Tomado de Por qué leer los clásicos, Tusquets, 1992; trad. Aurora Bernández. 


sábado, 2 de enero de 2016

John Horgan cargando a Stephen Hawking




Néstor Díaz de Villegas


Del arco a la glorieta habría treinta pasos.
La enfermera me dijo que lo llevara en brazos:
lo llevé entre mis brazos, afirmación sencilla
por neuromitológica. La senda amarilla
del otoño en Uppsala nos devolvió a Sevilla.

Pesaba mucho menos –comprobé anonadado–
que la Nada, que el cuenco de las hojas caídas;
que un jabón de Castilla envuelto en hojas pálidas
de diarios irlandeses. Incluso mucho menos
que un Die Naturwissenschaften viejo. La barbilla

reposaba en un nudo de corbatas y pelo.
La ráfaga de viento –ronroneaba la silla
eléctrica a lo lejos y parpadeaban cifras
de una ecuación hebraica– descongelaba el hielo.

Volvió los ojos blancos a lo alto del cielo.
La pantalla y el cuello marcados con un sello.
Abrió la boca amarga y me escupió la manga
y se mordió la lengua. Descorrimos el velo.

Atravesando el vado con el muñeco amado
como gris San Cristóbal en cósmica capilla
llegamos a la fuente del hueco perforado
en la tela del tiempo. Llegamos a la silla.

La enfermera me dijo: su risa es el regalo
de un demiurgo baldado, de un dios de pacotilla.
Tomamos Cocacola y comimos tortilla
mientras el firmamento lloraba, descifrado.




Tomado de Letras Libres, junio 2010. 


sábado, 19 de diciembre de 2015

¿Por qué escribo?





Giorgio Manganelli



¿Por qué escribo? Confieso no saberlo, no tener la mínima idea, y que la pregunta es a la vez cómica e inquietante. Como pregunta cómica, tendrá ciertamente respuestas cómicas: por ejemplo, que escribo porque no sé hacer otra cosa; o porque soy demasiado deshonesto para ponerme a trabajar. Cito a G. B. Shaw: "Muy cansado para trabajar, escribía libros". Escribir es ciertamente un modo astuto para evitar hacer algo; en torno a mí la gente se preocupa por vivir, tiene familia, percibe salarios, se enferma y muere. Oh, también yo percibo salarios, ¿pero se puede llamar salario a cuanto se obtiene a cambio de "escribir"? No digamos boberías. Probablemente escribir es el modo de medrar que tiene quien ha nacido ladronzuelo o estafador, pero le falta coraje para delinquir a gran escala. Si fuera honesto, fabricaría monedas falsas -debe ser un trabajo de gran artista- o chantajearía a ricas parejas con hijos desenfrenados, o esperaría simplemente de noche el regreso de gentilhombres aficionados a la vida: "O la bolsa o la vida", vieja y noble sentencia, llena de oscuras alusiones filosóficas, o tal vez concebida y dictada por una inteligencia no ignorante de la divinidad. Pero soy cobarde y claustrofóbico: no puedo tolerar la perspectiva de la galera, lugar tradicionalmente cerrado; sobre todo, tendría miedo de mis víctimas. Robar -¿a quién? Debería encontrar una víctima más indefensa y cobarde que yo: estoy seguro que sería un escritor; pero no se puede encontrar siempre y solo escritores. Hay también banqueros, ingenieros, albañiles y sastres; estaba por escribir "alquimistas": pero no estoy seguro de que no sean una variante del escritor, también ellos fraudulentos y fatuos.
Si un paciente investigador del alma me hiciese la pregunta por qué escribo, e insistiese en saber desde cuándo y por qué me dedico a cosa tan exigua y poco noble, respondería: no creo haber decidido nunca escribir, sin embargo es posible rastrear algún recuerdo, algún indicio que insinúe una respuesta. Y entonces excavo en mi adolescencia este recuerdo: no sabía abrocharme los cordones de los zapatos. Oh, sí, hacía los lazos correctamente, a mi manera; sólo que, tras diez minutos, estaban ya todos sueltos y yo comenzaba a pisarlos y a tropezar. Era una cosa humillante: parientes y amigos se reían afectuosamente de aquel jovenzuelo -risible palabra, como era yo- que no sabía abrocharse los zapatos. En realidad, yo nunca he aprendido a abrocharme los cordones de los zapatos de modo adecuado: tanto que tuve que adaptarme a calzar mocasines, que no tienen cordones, incluso en edad adulta y ya caduca. Pero mi incapacidad para hacer cosas simples era obvia y considerada bastante divertida: salía de casa con los pantalones desabotonados, no sabía hacerme el nudo de la corbata, me cortaba mientras me afeitaba y a medida que crecía encontraba más y más cosas que no sabía hacer. Pero el recuerdo más dramático es aquel que he mencionado primero: no sabía abrocharme los zapatos. Ahora, no sólo no es imposible sino del todo razonable suponer que entonces haya nacido lo que, por puro divertimiento, podría llamar la vocación del escritor. Las cosas que no sabía hacer, que no sé hacer, son innumerables: en suma, la vida misma; por tanto, debía hacer algo que me compensase de mi patente ineptitud. ¿No sé abrocharme los zapatos? Bien, escribiré libros.
Desde este punto de vista -la compensación de un jovenzuelo frustrado por la incapacidad de abrocharse los zapatos- creo que escribir sea la solución astuta y sutil, un "marchingegno" podríamos decir en italiano, una "drittata", esto es una argucia inventada por un señor de pocos escrúpulos.
Bien, habrá dicho mi alma, o aquella cualquiera máquina de aire que tengo dentro de la piel, ¿no sé hacer nada; se me desabrochan los zapatos? Magnífico, haré algo que no requiera ninguna habilidad manual (me olvidaba, nunca he sido capaz de abrir una lata, ni siquiera con el abridor; aunque sí descorchar botellas). Sé escribir, en el sentido literal que conozco el alfabeto y puedo mover la pluma hasta trazar las palabras; también sé -hoy, al menos- escribir a máquina, si bien mis naturales limitaciones me obligan a escribir con dos dedos, uno por cada mano (mi dotación de manos es la reglamentaria). Me bastan hojas de papel en número suficiente, una pluma o una máquina de escribir, y he ahí que ya no soy el muchacho y el hombre que no sabe abrocharse los zapatos: soy uno que escribe; en este punto, es sólo cuestión de insistir y, con el tiempo, "uno que escribe" se convierte en un "escritor": una palabra en vez de tres. No es que no vea las ventajas, pero debo reconocer que pasar de la condición de "uno que escribe" a aquella de "escritor" no es cosa fácil: porque el escritor es un señor que hace cosas de dudosa moralidad, y las hace de modo sistemático, por profesión. Encuentra gente que publica esas hojas que ha escrito, y también gente que le da dinero, no mucho, pero teniendo en cuenta que no ha aprendido a abrocharse los zapatos, no puede lamentarse. Sobre todo, hace un trabajo que no requiere ninguna capacidad manual, salvo aquella elemental de trazar letras o de golpear las teclas. Es por demás un trabajo que requiere ser desempeñado en soledad, y un señor frustrado naturalmente evita las muchedumbres, entre las cuales sus manquedades se harían patentes e intolerables. Por tanto, puedo ofrecer esta respuesta: porque no nunca aprendí a abrocharme los zapatos. Me doy cuenta que saber o no abrocharse los zapatos es un dilema: quien aprende a abrochárselos puede aspirar a una vida que los psicólogos llaman “realizada”. Hará familia, emprenderá una carrera tal vez brillante: generales, ministros, sociólogos e ingenieros civiles son reclutados entre aquellos que han resuelto el problema del modo justo. ¿Y los demás? Los demás hacen de escritores, astrólogos, alquimistas y otros menesteres astutos y deshonestos que se sustraen a cualquier valoración. Porque esta es una cualidad importante: habituado a ser juzgado con severidad, y consciente de merecer cualquier tipo de crítica, el escritor –al igual que el astrólogo o el alquimista– ha elegido para sí -digamos por pura broma– una profesión sobre la que nadie puede dar una valoración. ¿Existe el “buen” astrólogo, el alquimista “competente” y “bien informado”? Del mismo modo, un escritor no tiene idea, y nadie puede tenerla, de sus propias fortuitas cualidades: ¿existe el buen escritor? Gente que quiere escribir a la vez que trabajar ha inventado las historias de la literatura, donde se afirma que tal escritor es bueno y tal otro no lo es tanto o lo es menos. Tales afirmaciones acampan en el aire, pues el escritor es como el alquimista o el astrólogo, uno que engaña fabricando máquinas mentales que nadie puede juzgar.
“Uno que engaña” he dicho: pero ¿a quién engaña? Aquí la astucia del estafador se vuelve contra él: porque, como el alquimista y el astrólogo, el escritor se engaña sobre todo a sí mismo. Con frecuencia se ha dicho que genio y locura son parientes próximos: ciertamente la palabra “genio” es una superchería, la invención de uno que quería intimidar al prójimo, siendo del todo consciente de no tener ni el modo ni el derecho para intimidar a nadie. No tengo dudas: quien inventó la palabra es uno que no sabía abrocharse los zapatos: en breve, un escritor. Pero alguien –uno que había aprendido a abrochárselos– observó tranquilamente que aquél tal vez podía ser un genio, pero que tenía algunos rasgos típicos del loco. El loco viene antes del escritor, del astrólogo, del alquimista; es el arquetipo, el ejemplo que los demás imitan. Desde luego, a un loco no se le valora: no se dice “éste es un ‘buen’ loco”, no existen locos mejores que otros, un loco es una obra de arte inútil, y no hay nada más que decir al respecto. La imposibilidad de juzgar al loco engatusa a todo aquel que no sea capaz de abrocharse los zapatos; pero el loco ni siquiera puede juzgarse a sí mismo, y este es otro problema. El escritor no puede dejar de tener la oscura sensación de ser nada más que, ¿qué cosa? No lo sabría decir. Quizás, la transcripción de una voz, una cháchara sobre el papel. En todos los escritores, los alquimistas, los astrólogos se esconde la envidia, la ambición de ser como el loco. Alguno lo logra; alguno no lo logra y se muere de dolor; otros se resignan y siguen escribiendo. Es un trabajo, he dicho, no del todo noble, pero se puede hacer a solas, con poco papel y una pluma o una máquina de escribir. Un trabajo que es imposible juzgar. Un trabajo en nada diferente al que hacen alquimistas y astrólogos; una argucia, una asignatura. He dicho que era una pregunta –¿por qué escribe?– cómica e inquietante; pero la respuesta cómica no es distinta de la inquietante. Es decir: he escrito estas líneas. Por tanto, soy “uno que escribe”. Más exactamente, uno que no ha aprendido a abrocharse los cordones de los zapatos. ¿He aprendido a no abrochármelos? Temo que no.


Traducción: Pedro Marqués de Armas



Il rumore sottile della prosa, Milano, Adelphi, 1994. 


martes, 15 de diciembre de 2015

Barón Corvo: blasfemo y aspirante a Papa



Pietro Citati


Frederick Rolfe, el encantador y monstruoso demonio que amaba presentarse bajo el nombre de Barón Corvo, ejercitaba una grandísima fascinación sobre aquellos que lo conocían. Frecuentaba una familia: por ejemplo, los Pirie-Gordon. Toda la familia se enamoró de él, y por un verano entero estuvo invitado a su casa de campo. Rolfe vestía un esmoquin de terciopelo color topo, que le permitía aparecer como un personaje misterioso y elegante en los almuerzos y en las cenas de los Pirie-Gordon y en las de sus vecinos. Los invitados quedaban impresionadísimos con su personalidad: no tanto por su cultura, que podía ser caprichosa y superficial, como por su intensidad personal que despertaba un vasto enamoramiento interior. “Había en él algo muy atractivo y a la vez algo repelente, pero la atracción predominaba, cuando él quería”, agrega un canónico que lo conoció en aquella ocasión.

Casi siempre la astucia del Barón Corvo era doble: por un lado, fingía la ternura, la multiplicidad, la afectuosidad y el amor por la mentira de un joven de dieciocho años: por otro, ostentaba conocimiento y artes misteriosas como si fuese un demonio oculto en un cuerpo humano, parecido a Fausto o a Don Giovanni. Narraba con gracia aquello que había leído ávidamente en el British Museum o en la biblioteca más recóndita. Todo aquello que tocaba se volvía arcano o sacro: con particular competencia, trazaba horóscopos, vaticinando incluso cuando sería oportuno realizar un viaje o una especulación. Los nuevos amigos pendían de sus labios. Frederick Rolfe no solo tenía un nombre y un apellido, también un sobrenombre misterioso, inventado por su megalomanía narcisista: “Barón Corvo”, heredado según él, de una noble familia italiana.

Rolfe no se complacía con ser amado y admirado: quería ser mantenido suntuosamente, como un cortesano italiano del Renacimiento o un gentilhombre francés del siglo XVII; solo así sus amigos podían pagarle por el genio que él poseía y ellos no. En este punto, se producía un derrocamiento absoluto. Apenas se sentía amado y homenajeado, Rolfe sostenía, en contra de toda evidencia, haber sido “provocado, difamado, calumniado, malignamente abusado, tergiversado y falsificado”: echando a rodar un gigantesco complejo de persecución, mitad voluntario, mitad inconsciente.

Así nacía, en él, la vocación de ofender: arte en el que se convirtió en supremo maestro. Lleno de un desprecio satánico, se consideraba en guerra contra innumerables enemigos envidiosos de su talento. El complejo de persecución se transformaba en complejo de superioridad: la lengua se afilaba, se volvía cáustica, perversamente concisa, pronta a apresar y deformar las múltiples caras de sus enemigos. Prisionero de la obsesiva psicología que él mismo había construido, podrido miserablemente en sus propias cadenas: la vida se limitaba a lanzar una mirada desde la luneta de su cárcel y pasaba de largo: una coraza de gélida indiferencia o de activo disgusto lo circundaba: ninguno se esforzaba en penetrarlo; y él mismo impedía que nadie lo penetrase.

Según Rolfe, su vida descansaba sobre una triple escena arquetípica: la conversión al catolicismo, ocurrida cuando tenía veintisiete años (en 1886); la admisión en el colegio católico de Oscott, en 1887, como seminarista, del que fue expulsado dos meses después; y la nueva admisión como seminarista en el colegio escocés de Roma, marcada cinco meses más tarde por una nueva expulsión. Cuál fue el motivo preciso de esta expulsión no lo sabemos. En Desiderio e la ricerca del tutto, Nicholas Crabbe (la sombra de Rolfe) dice que “fue expulsado de improviso, con toda la carga de maltratos y de indignidad; lo arrojaron fuera, en el corazón de la noche, expuesto a la penuria y al hambre”. Por esto, reitera Rolfe: “Siento un desesperado terror por los católicos: nunca he conocido uno (con una sola excepción) que no fuese un calumniador o un opresor de los pobres o un mentiroso”; “Odio a todos los católicos y no me fío de ellos”.

Rolfe sostenía que la llave fundamental de su vida era la sacra Vocación al sacerdocio. Obedeciendo a esta vocación, proyectaba órdenes monásticas, constituidas, organizadas y consagradas, en las costumbres medievales, al servicio de Dios y en busca de la sapiencia. Pero mentía, aun cuando, probablemente no sabía mentir, pues la mentira habitaba profundamente y se escondía dentro de él.

No poseía ninguna vocación religiosa: en todos sus libros, aun cuando habla el papa, no existe una sola palabra que ofrezca un verdadero acento religioso. No poseía siquiera una vocación diabólica: o, al menos, su profundo instinto demoníaco no logró jamás presentarse al revés, como espíritu religioso de cualquier otra tradición. Rolfe amaba solo una cosa: la recitación religiosa; las gemas del rito católico; los ritos de la Semana Santa, que Nicholas Crabbe saboreaba como los baños en la laguna.

Rolfe tenía un sueño supremo: ponerse las sotanas blancas del papa; y representó su propio deseo en el más famoso (no el más bello) de sus libros: Adriano VII (1904: Superbeat, Neri Pozza, traducción de Aldo Camerino), donde George Arthur Rose, el portavoz de Rolfe, se convierte en papa luego de un accidente inverosímil ocurrido durante el Conclave. Entre Rolfe y Rose existía una fisura, a través de la cual Rolfe miraba a su doble con amor, exaltación y desprecio: como si fuese a la vez un santo y una máscara, un actor trágico genial y un canalla. No olvidaremos nunca la voz del papa: la voz proterva y balbuceante, desvergonzada, irreverente, caprichosa, deslumbrante, que da un movimiento teatral al libro. Escondido detrás de la figura de Adriano VII, Rolfe no logra contener su propio goce: mientras escribe el libro, siente ser el papa: vive su libro; y se divierte locamente en hablar y en oficiar como un papa, aparecer en el balcón del Vaticano a bendecir a la multitud, encender cigarrillos en el apartamento pontificio, recorrer Roma a pie, promulgar edictos y encíclicas, escribir cartas públicas a los pueblos y a los reyes, con un candor y una megalomanía casi conmovedoras.



En dos lugares, Rolfe se revela: “En verdad, me gustaría amar sin ser amado, pero hasta ahora he estado solo, solitario, y creo que habré de continuar así hasta el fin”. Cuando un sacerdote le pregunta: “Hijo mío, ¿amas a Dios?”, del silencio emana la respuesta: “No lo sé. En verdad no lo sé.” No habla nunca de amor, como le impondría su condición de papa. Habla casi exclusivamente, volublemente, de política exterior, en primer lugar de la pasión revolucionaria que está por abrumar a Rusia, Francia y el mundo civil. Ante la amenaza del socialismo y de la revolución, Adriano VII corre a los refugios. De un lado renuncia al poder temporal de la Iglesia: pero, del otro, se convierte en un Pontífice autocrático, un nuevo y más inflexible Bonifacio VIII, venido a traer orden y jerarquía, y a diseñar una nueva carta geográfica de la tierra. Así, proclama un nuevo imperio romano: con dos emperadores, uno del Norte y uno del Sur, Guglielmo de Prusia e Vittorio Emanuele III de Italia; y considera a este último, no se sabe bien porqué, uno de los “cuatro hombres más inteligentes de la tierra”. Especialmente esta parte suscita en el lector italiano una incontenible hilaridad: pero no debemos olvidar que Rolfe toma el propio libro terriblemente en serio, como testamento político-religioso de la Europa moderna.

En agosto de 1909, Rolfe partió para Venecia junto a R.M. Dawkins, director de la Escuela británica de arqueología de Atenas. Puso todas sus pertenencias y manuscritos en un cesto de lavandería, cerrado con una barra de hierro y un candado; llevaba en el cuello un crucifijo de plata grande y pesado. No tenía dinero: esperaba vivir a costa del amigo arqueólogo. Pero este abandonó Venecia, dejándole algunas libras esterlinas. Rolfe alquiló unas sandalias y aprendió a remar maravillosamente a la veneciana, como si siempre hubiese sido un gondolero.

“Me bañaba tres veces al día –escribió Rolfe– comenzando al alba hasta que el crepúsculo envolvía toda la laguna con llamas de amatista y de topacio. Me levantaba muchas veces en plena noche y me deslizaba silenciosamente en el agua para zambullirme por una hora en la reverberación de una gran luna dorada, o al trémulo palpitar de las estrellas. Imagínate un mundo crepuscular de cielo sin nubes y de mar sereno, un mundo todo hecho de heliotropo, de violeta y de lavanda… Había algo de sacro, algo solemnemente sacro en aquel silencio nocturno que hubiera querido no fuese turbado ni aun por el leve ruido de un remo… Tan indeciblemente bella era la paz de la laguna, que nació en mí el deseo de no hacer nada más que estar sentado absorbiendo mis impresiones, inmóvil”.

Muy pronto todo se precipitó: Rolfe quedó completamente sin dinero: los amigos ingleses le habrían enviado dinero si hubiese regresado a casa; pero se negó a regresar y cubrió de injurias a sus amigos. No quería dejar su paraíso terrenal, aquel paraíso de agua y luz, ahora que finalmente lo había encontrado. Se le veía por doquier con una inmensa pluma estilográfica y con sus extraños manuscritos: empeñaba sus cosas, una tras otra, al Monte di Pietà. En el otoño-invierno de 1909-1910, vivió en el rellano de una escalera de servicio. Más tarde anidó en una isla deshabitada de la laguna, en una barca que hacía aguas, toda cubierta de hierbas y mejillones acumulados en el verano: tan pesada que no lograba casi moverla con los remos. Si se quedaba en medio de la laguna, la barca podía hundirse; y él corría el riesgo de ser devorado vivo por los cangrejos que con la baja marea bullían entre el fango del fondo. Si echaba el ancla hacia la isla, debía permanecer despierto toda la noche, porque en el instante en que cesaba de moverse, lo asaltaba una banda de ratas nadadoras, que en invierno eran tan voraces que atacaban hasta a los hombres, y les mordían los dedos de los pies.

Se pasaba sin comer hasta seis días seguidos, o con dos panes (de tres céntimos) al día. De vez en cuando lograba que lo aceptasen como gondolero privado. Se hundió en la vileza y en el vicio: corrompía jóvenes, seducía inocentes, los vendía a sus cómplices. Cuando murió, el 25 de octubre de 1913, en su habitación de casa Marcelo, se encontró una gran colección de cartas y fotografías obscenas.

Escrito en los últimos años de vida, Il Desiderio e la ricerca del tutto (Longanesi, traducción de Bruno Oddera) es la única obra maestra de Frederick Rolfe: de una maravillosa libertad, riqueza, vastedad de ecos y profundidad simbólica. Como en el Adriano VII, hay muchas páginas inspiradas en el rencor y la manía de persecución: es necesario recortarlas con la mente, abolirlas, olvidarlas, dejando transpirar el luminoso “deseo del todo” y la tiernísima “búsqueda”. Lo singular es que en el periodo más abierto de la vida de Rolfe haya generado este libro profundamente puro, nacido de un aliento platónico. Recordemos una frase de Kafka: “Ninguno canta más puramente que aquellos que habitan en el más profundo de los infiernos: aquello que tomamos por el canto de los ángeles es su canto”.



Nacido bajo la constelación de cáncer, Nicholas Crabbe, la nueva contrafigura de Rolfe, era un cangrejo: durísimo por fuera, con su fría y desconcertante coraza y las tenazas listas a cerrarse, y a aferrar y herir a los otros; y, dentro, mórbido, tierno, dulce, una red de ramificaciones nerviosas más finas y sutiles que la de una telaraña, y más dolorosas al contacto de la carne viva. Como en el mito platónico del Simposio, el buscaba la propia mitad: la mitad perdida, la arrancada de él en una vida anterior. Esperaba al otro: el divino amigo, el David de su Goliat, el Patroclo de su Aquiles, la Eva de su Adán y, en torno, la patria, la familia, la amistad, la casa, el mundo finalmente recuperado. “Del todo abierto -escribe Rolfe- era su corazón, y extendidos los brazos, y desnudo el pecho, mientras con cada fibra del cuerpo y del alma bramaba, inflamado del ávido deseo de unirse al compañero que junto a él habría formado el Uno, al fundirse y disolverse en él”. El amor, mudo en Adriano VII, renació; y se cumplía y alcanzaba la propia cumbre.

Entre los restos de un pueblo calabrese destruido por un terremoto, Nicholas Crabbe salvó a una muchacha adolescente, Zilda, casi asexuada, blanco como leche y miel, con espesos y cortos cabellos castaño claro, ojos verde azulados, un rostro inexpresivo, sin pasiones, cándido e inocente. Zilda era el andrógino del mito y de la literatura. Reunía el misterio, la tranquilidad y la robustez del gato, el esplendor de la estatua griega de oro y marfil, lo suavidad de la virgen rafaelesca con los rubores y palideces de su ligera piel de miel. Crabbe adotó a Zilda como hijo, gondolero y esclavo: su naturaleza homosexual lo impulsaba a amar en el otro al muchacho, ocultando sus rasgos femeninos; Zilda debía convertirse en la más dócil de las ceras, enteramente modelada y plasmada por sus manos.

La parte final del Desiderio repite la suerte de Frederick Rolfe. Sin un lecho, sin una lira, con un pan viejo de tres céntimos en el bolsillo. Nicholas Crabbe caminaba por las calles y los puentes de Venecia: caminaba sin rumbo toda la noche, bajo la lluvia y la nevisca, mientras en el cielo castaño resonaban las horas. Si se tendía sobre la playa abierta del Lido, una hora bastaba para impregnar sus huesos de escarcha. Durante el día vagabundeaba de una iglesia en otra: o delirando lleva flores a las tumbas del Camposanto. Después de ocho días sin comer y cinco sin dormir, solo el agua lograba saciarlo. Si bien su cuerpo desmejora y la mente languidece, presentaba todavía al mundo un rostro desdeñoso y ofensivo.

En estos capítulos conclusivos, donde alienta la imitatio Christi, la abyección de Rolfe se transforma en una extraordinaria nobleza poética y moral. Así el libro conoce un encanto negado hasta el final a su autor. Nicholas Crabbe logra alcanzar la estancia cálida y fragante, el nido de amor de Zilda, y encuentra en él a la mujer que había rechazado conocer. Las dos mitades separadas se abrazan. “Oh mía, querida mía, mi querido, te he buscado toda la vida”. Los labios se funden y los ojos miran a los largamente. Los pechos se aprietan y un corazón bate sobre el otro. Las mitades, que se han encontrado, se disuelven una en la otra.

La otra gran criatura amada e idolatrada, la criatura en la cual fundirse y disolverse nos parece una unión natural e imposible, es Venecia: esta Venecia de canales cerrados y mar abierto, de techos y de terrazas, esta Venecia de barcas ligeras y veloces, de la cual todos conocemos las horas, los colores, los perfumes, las lluvias, las nieves, las noches, los veranos sofocantes y los clamorosos días primaverales. Alguna vez reencontramos los crepúsculos, las lavandas y las lunas muertas de Turner y de Ruskin. Pero es solo una nota. La Venecia de Rolfe es todavía la Venecia antigua, paralizada en el tiempo, radiante, vital, triunfal, azul y violeta. La ciudad de Tiziano y de Veronese, que aparece por última vez a un hombre que está por hundirse en la muerte.



Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas




“Barón Corvo: Ensayista blasfemo y aspirante a Papa” apareció en el Corriere della Sera, el 14 de mayo de 2014.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Cementerio canino




Predrag Matvejevic


Cementerio canino


En el jardín del palacio que hoy ocupa el Museo de Arte Moderno se encuentra un diminuto cementerio canino. La dueña enterraba allí a sus perros. Los quería y los lloraba. En una lápida de granito están grabados sus nombres y apodos, con la fecha de su nacimiento y de su muerte. Una persona anónima deposita rosas y las recoge cuando empiezan a marchitarse. El museo es público, el cementerio privado. Muchas personas pasan por delante sin verlo. No he logrado descubrir dónde entierran a sus perros los venecianos, ni si tan siquiera los entierran. En el lazareto viejo, en el lugar donde antes se alzaba la pequeña iglesia de Santa María de Nazaret, hay un refugio para perros vagabundos, perdidos o abandonados, pero no hay ni tumbas ni lápidas. La propietaria del palacio Guggenheim afirmaba que para los habitantes de esta ciudad, los entierros sin lágrimas no son verdaderos entierros. Venía de lejos. La enterraron cerca del palacio en el que vivió con sus perros, que tan fieles y leales le eran.




San Servolo


En la pequeña isla de San Servolo había antaño un hospital psiquiátrico. Lo han trasladado a otro lugar. En la isla ya no hay enfermos, pero sus huellas perduran. Por este sendero caminaba el furioso Anzolo, llamado Ciabatta (Chancleta), por aquel, el orgulloso Zorzi, sin apodo alguno. En el cruce, al lado del pozo ceñido por una vera, se reunían y charlaban un buen rato mirando hacia Santa Elena y Giudecca. La brisa era el único testigo de sus encuentros. Nunca consiguieron atraer a nadie aunque lo desearon ardientemente. Los habitantes de esa casa, según las crónicas, se reprochaban mutuamente no estar en su sano juicio y se burlaban unos de otros. Cada enfermo buscaba a otro más enfermo que él, cada loco a otro más loco. La historia de Venecia recoge estos episodios también fuera de la isla. Las viejas gaviotas, que con grandes esfuerzos consiguen volar hasta su cementerio, al oeste de la Laguna, cerca de los pantanos, llamados de Los Siete Muertos (Fondi dei Sette Morti), se comportan de manera diferente. Cada una permite que la otra sufra y muera en paz.



Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek



Tomado de La otra Venecia, editorial Pre-textos, 2004.