Néstor Díaz de Villegas
Del arco a la glorieta habría treinta pasos.
La enfermera me dijo que lo llevara en brazos:
lo llevé entre mis
brazos, afirmación sencilla
por neuromitológica. La senda amarilla
del otoño en Uppsala nos devolvió a Sevilla.
Pesaba mucho menos –comprobé anonadado–
que la Nada, que el cuenco de las hojas caídas;
que un jabón de Castilla envuelto en hojas pálidas
de diarios irlandeses. Incluso mucho menos
que un Die
Naturwissenschaften viejo. La barbilla
reposaba en un nudo de corbatas y pelo.
La ráfaga de viento –ronroneaba la silla
eléctrica a lo lejos y parpadeaban cifras
de una ecuación hebraica– descongelaba el hielo.
Volvió los ojos blancos a lo alto del cielo.
La pantalla y el cuello marcados con un sello.
Abrió la boca amarga y me escupió la manga
y se mordió la lengua. Descorrimos el velo.
Atravesando el vado con el muñeco amado
como gris San Cristóbal en cósmica capilla
llegamos a la fuente del hueco perforado
en la tela del tiempo. Llegamos a la silla.
La enfermera me dijo: su risa es el regalo
de un demiurgo baldado, de un dios de pacotilla.
Tomamos Cocacola y
comimos tortilla
mientras el firmamento lloraba, descifrado.
Tomado de Letras
Libres, junio 2010.
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