Pietro Citati
Frederick Rolfe, el encantador y
monstruoso demonio que amaba presentarse bajo el nombre de Barón Corvo,
ejercitaba una grandísima fascinación sobre aquellos que lo conocían.
Frecuentaba una familia: por ejemplo, los Pirie-Gordon. Toda la familia se
enamoró de él, y por un verano entero estuvo invitado a su casa de campo. Rolfe
vestía un esmoquin de terciopelo color topo, que le permitía aparecer como un
personaje misterioso y elegante en los almuerzos y en las cenas de los
Pirie-Gordon y en las de sus vecinos. Los invitados quedaban impresionadísimos
con su personalidad: no tanto por su cultura, que podía ser caprichosa y
superficial, como por su intensidad personal que despertaba un vasto enamoramiento
interior. “Había en él algo muy atractivo y a la vez algo repelente, pero la
atracción predominaba, cuando él quería”, agrega un canónico que lo conoció en
aquella ocasión.
Casi siempre la astucia del Barón Corvo
era doble: por un lado, fingía la ternura, la multiplicidad, la afectuosidad y
el amor por la mentira de un joven de dieciocho años: por otro, ostentaba
conocimiento y artes misteriosas como si fuese un demonio oculto en un cuerpo
humano, parecido a Fausto o a Don Giovanni. Narraba con gracia aquello que
había leído ávidamente en el British Museum o en la biblioteca más recóndita.
Todo aquello que tocaba se volvía arcano o sacro: con particular competencia,
trazaba horóscopos, vaticinando incluso cuando sería oportuno realizar un viaje
o una especulación. Los nuevos amigos pendían de sus labios. Frederick Rolfe no
solo tenía un nombre y un apellido, también un sobrenombre misterioso,
inventado por su megalomanía narcisista: “Barón Corvo”, heredado según él, de
una noble familia italiana.
Rolfe no se complacía con ser amado y
admirado: quería ser mantenido suntuosamente, como un cortesano italiano del
Renacimiento o un gentilhombre francés del siglo XVII; solo así sus amigos
podían pagarle por el genio que él poseía y ellos no. En este punto, se
producía un derrocamiento absoluto. Apenas se sentía amado y homenajeado, Rolfe
sostenía, en contra de toda evidencia, haber sido “provocado, difamado,
calumniado, malignamente abusado, tergiversado y falsificado”: echando a rodar
un gigantesco complejo de persecución, mitad voluntario, mitad inconsciente.
Así nacía, en él,
la vocación de ofender: arte en el que se convirtió en supremo maestro. Lleno
de un desprecio satánico, se consideraba en guerra contra innumerables enemigos
envidiosos de su talento. El complejo de persecución se transformaba en
complejo de superioridad: la lengua se afilaba, se volvía cáustica,
perversamente concisa, pronta a apresar y deformar las múltiples caras de sus
enemigos. Prisionero de la obsesiva psicología que él mismo había construido,
podrido miserablemente en sus propias cadenas: la vida se limitaba a lanzar una
mirada desde la luneta de su cárcel y pasaba de largo: una coraza de gélida
indiferencia o de activo disgusto lo circundaba: ninguno se esforzaba en
penetrarlo; y él mismo impedía que nadie lo penetrase.
Según Rolfe, su vida descansaba sobre una
triple escena arquetípica: la conversión al catolicismo, ocurrida cuando tenía
veintisiete años (en 1886); la admisión en el colegio católico de Oscott, en
1887, como seminarista, del que fue expulsado dos meses después; y la nueva
admisión como seminarista en el colegio escocés de Roma, marcada cinco meses
más tarde por una nueva expulsión. Cuál fue el motivo preciso de esta expulsión
no lo sabemos. En Desiderio e la ricerca del tutto, Nicholas Crabbe (la
sombra de Rolfe) dice que “fue expulsado de improviso, con toda la carga de
maltratos y de indignidad; lo arrojaron fuera, en el corazón de la noche,
expuesto a la penuria y al hambre”. Por esto, reitera Rolfe: “Siento un
desesperado terror por los católicos: nunca he conocido uno (con una sola
excepción) que no fuese un calumniador o un opresor de los pobres o un
mentiroso”; “Odio a todos los católicos y no me fío de ellos”.
Rolfe sostenía que la llave fundamental de
su vida era la sacra Vocación al sacerdocio. Obedeciendo a esta vocación,
proyectaba órdenes monásticas, constituidas, organizadas y consagradas, en las
costumbres medievales, al servicio de Dios y en busca de la sapiencia. Pero
mentía, aun cuando, probablemente no sabía mentir, pues la mentira habitaba
profundamente y se escondía dentro de él.
No poseía ninguna
vocación religiosa: en todos sus libros, aun cuando habla el papa, no existe
una sola palabra que ofrezca un verdadero acento religioso. No poseía siquiera
una vocación diabólica: o, al menos, su profundo instinto demoníaco no logró
jamás presentarse al revés, como espíritu religioso de cualquier otra
tradición. Rolfe amaba solo una cosa: la recitación religiosa; las gemas del
rito católico; los ritos de la Semana Santa, que Nicholas Crabbe saboreaba como
los baños en la laguna.
Rolfe tenía un sueño supremo: ponerse las
sotanas blancas del papa; y representó su propio deseo en el más famoso (no el
más bello) de sus libros: Adriano VII (1904: Superbeat, Neri Pozza,
traducción de Aldo Camerino), donde George Arthur Rose, el portavoz de Rolfe,
se convierte en papa luego de un accidente inverosímil ocurrido durante el
Conclave. Entre Rolfe y Rose existía una fisura, a través de la cual Rolfe
miraba a su doble con amor, exaltación y desprecio: como si fuese a la vez un
santo y una máscara, un actor trágico genial y un canalla. No olvidaremos nunca
la voz del papa: la voz proterva y balbuceante, desvergonzada, irreverente,
caprichosa, deslumbrante, que da un movimiento teatral al libro. Escondido
detrás de la figura de Adriano VII, Rolfe no logra contener su propio goce:
mientras escribe el libro, siente ser el papa: vive su libro; y se divierte
locamente en hablar y en oficiar como un papa, aparecer en el balcón del
Vaticano a bendecir a la multitud, encender cigarrillos en el apartamento
pontificio, recorrer Roma a pie, promulgar edictos y encíclicas, escribir
cartas públicas a los pueblos y a los reyes, con un candor y una megalomanía
casi conmovedoras.
En dos lugares, Rolfe se revela: “En
verdad, me gustaría amar sin ser amado, pero hasta ahora he estado solo,
solitario, y creo que habré de continuar así hasta el fin”. Cuando un sacerdote
le pregunta: “Hijo mío, ¿amas a Dios?”, del silencio emana la respuesta: “No lo
sé. En verdad no lo sé.” No habla nunca de amor, como le impondría su condición
de papa. Habla casi exclusivamente, volublemente, de política exterior, en
primer lugar de la pasión revolucionaria que está por abrumar a Rusia, Francia
y el mundo civil. Ante la amenaza del socialismo y de la revolución, Adriano
VII corre a los refugios. De un lado renuncia al poder temporal de la Iglesia:
pero, del otro, se convierte en un Pontífice autocrático, un nuevo y más
inflexible Bonifacio VIII, venido a traer orden y jerarquía, y a diseñar una
nueva carta geográfica de la tierra. Así, proclama un nuevo imperio romano: con
dos emperadores, uno del Norte y uno del Sur, Guglielmo de Prusia e Vittorio
Emanuele III de Italia; y considera a este último, no se sabe bien porqué, uno
de los “cuatro hombres más inteligentes de la tierra”. Especialmente esta parte
suscita en el lector italiano una incontenible hilaridad: pero no debemos
olvidar que Rolfe toma el propio libro terriblemente en serio, como testamento
político-religioso de la Europa moderna.
En agosto de 1909,
Rolfe partió para Venecia junto a R.M. Dawkins, director de la Escuela británica
de arqueología de Atenas. Puso todas sus pertenencias y manuscritos en un cesto
de lavandería, cerrado con una barra de hierro y un candado; llevaba en el
cuello un crucifijo de plata grande y pesado. No tenía dinero: esperaba vivir a
costa del amigo arqueólogo. Pero este abandonó Venecia, dejándole algunas
libras esterlinas. Rolfe alquiló unas sandalias y aprendió a remar
maravillosamente a la veneciana, como si siempre hubiese sido un gondolero.
“Me bañaba tres veces al día –escribió
Rolfe– comenzando al alba hasta que el crepúsculo envolvía toda la laguna con
llamas de amatista y de topacio. Me levantaba muchas veces en plena noche y me
deslizaba silenciosamente en el agua para zambullirme por una hora en la
reverberación de una gran luna dorada, o al trémulo palpitar de las estrellas.
Imagínate un mundo crepuscular de cielo sin nubes y de mar sereno, un mundo todo
hecho de heliotropo, de violeta y de lavanda… Había algo de sacro, algo
solemnemente sacro en aquel silencio nocturno que hubiera querido no fuese
turbado ni aun por el leve ruido de un remo… Tan indeciblemente bella era la
paz de la laguna, que nació en mí el deseo de no hacer nada más que estar
sentado absorbiendo mis impresiones, inmóvil”.
Muy pronto todo se precipitó: Rolfe quedó
completamente sin dinero: los amigos ingleses le habrían enviado dinero si
hubiese regresado a casa; pero se negó a regresar y cubrió de injurias a sus
amigos. No quería dejar su paraíso terrenal, aquel paraíso de agua y luz, ahora
que finalmente lo había encontrado. Se le veía por doquier con una inmensa
pluma estilográfica y con sus extraños manuscritos: empeñaba sus cosas, una
tras otra, al Monte di Pietà. En el otoño-invierno de 1909-1910, vivió en el
rellano de una escalera de servicio. Más tarde anidó en una isla deshabitada de
la laguna, en una barca que hacía aguas, toda cubierta de hierbas y mejillones
acumulados en el verano: tan pesada que no lograba casi moverla con los remos.
Si se quedaba en medio de la laguna, la barca podía hundirse; y él corría el
riesgo de ser devorado vivo por los cangrejos que con la baja marea bullían
entre el fango del fondo. Si echaba el ancla hacia la isla, debía permanecer despierto
toda la noche, porque en el instante en que cesaba de moverse,
lo asaltaba una banda de ratas nadadoras, que en invierno eran tan voraces que
atacaban hasta a los hombres, y les mordían los dedos de los pies.
Se pasaba sin comer hasta seis días
seguidos, o con dos panes (de tres céntimos) al día. De vez en cuando lograba
que lo aceptasen como gondolero privado. Se hundió en la vileza y en el vicio:
corrompía jóvenes, seducía inocentes, los vendía a sus cómplices. Cuando murió,
el 25 de octubre de 1913, en su habitación de casa Marcelo, se encontró una
gran colección de cartas y fotografías obscenas.
Escrito en los últimos años de vida, Il
Desiderio e la ricerca del tutto (Longanesi, traducción de Bruno Oddera) es
la única obra maestra de Frederick Rolfe: de una maravillosa libertad, riqueza,
vastedad de ecos y profundidad simbólica. Como en el Adriano VII, hay muchas
páginas inspiradas en el rencor y la manía de persecución: es necesario
recortarlas con la mente, abolirlas, olvidarlas, dejando transpirar el luminoso
“deseo del todo” y la tiernísima “búsqueda”. Lo singular es que en el periodo
más abierto de la vida de Rolfe haya generado este libro profundamente puro,
nacido de un aliento platónico. Recordemos una frase de Kafka: “Ninguno canta
más puramente que aquellos que habitan en el más profundo de los infiernos:
aquello que tomamos por el canto de los ángeles es su canto”.
Nacido bajo la constelación de cáncer,
Nicholas Crabbe, la nueva contrafigura de Rolfe, era un cangrejo: durísimo por
fuera, con su fría y desconcertante coraza y las tenazas listas a cerrarse, y a
aferrar y herir a los otros; y, dentro, mórbido, tierno, dulce, una red de
ramificaciones nerviosas más finas y sutiles que la de una telaraña, y más
dolorosas al contacto de la carne viva. Como en el mito platónico del Simposio,
el buscaba la propia mitad: la mitad perdida, la arrancada de él en una vida
anterior. Esperaba al otro: el divino amigo, el David de su Goliat, el Patroclo
de su Aquiles, la Eva de su Adán y, en torno, la patria, la familia, la
amistad, la casa, el mundo finalmente recuperado. “Del todo abierto -escribe
Rolfe- era su corazón, y extendidos los brazos, y desnudo el pecho, mientras
con cada fibra del cuerpo y del alma bramaba, inflamado del ávido deseo de
unirse al compañero que junto a él habría formado el Uno, al fundirse y
disolverse en él”. El amor, mudo en Adriano VII, renació; y se cumplía y
alcanzaba la propia cumbre.
Entre los restos
de un pueblo calabrese destruido por un terremoto, Nicholas Crabbe salvó a una
muchacha adolescente, Zilda, casi asexuada, blanco como leche y miel, con
espesos y cortos cabellos castaño claro, ojos verde azulados, un rostro
inexpresivo, sin pasiones, cándido e inocente. Zilda era el andrógino del mito
y de la literatura. Reunía el misterio, la tranquilidad y la robustez del gato,
el esplendor de la estatua griega de oro y marfil, lo suavidad de la virgen
rafaelesca con los rubores y palideces de su ligera piel de miel. Crabbe adotó
a Zilda como hijo, gondolero y esclavo: su naturaleza homosexual lo impulsaba a
amar en el otro al muchacho, ocultando sus rasgos femeninos; Zilda debía
convertirse en la más dócil de las ceras, enteramente modelada y plasmada por
sus manos.
La parte final del Desiderio repite
la suerte de Frederick Rolfe. Sin un lecho, sin una lira, con un pan viejo de
tres céntimos en el bolsillo. Nicholas Crabbe caminaba por las calles y los
puentes de Venecia: caminaba sin rumbo toda la noche, bajo la lluvia y la
nevisca, mientras en el cielo castaño resonaban las horas. Si se tendía sobre
la playa abierta del Lido, una hora bastaba para impregnar sus huesos de
escarcha. Durante el día vagabundeaba de una iglesia en otra: o delirando lleva
flores a las tumbas del Camposanto. Después de ocho días sin comer y cinco sin
dormir, solo el agua lograba saciarlo. Si bien su cuerpo desmejora y la mente
languidece, presentaba todavía al mundo un rostro desdeñoso y ofensivo.
En estos capítulos conclusivos, donde
alienta la imitatio Christi, la abyección de Rolfe se transforma en una
extraordinaria nobleza poética y moral. Así el libro conoce un encanto negado
hasta el final a su autor. Nicholas Crabbe logra alcanzar la estancia cálida y
fragante, el nido de amor de Zilda, y encuentra en él a la mujer que había
rechazado conocer. Las dos mitades separadas se abrazan. “Oh mía, querida mía,
mi querido, te he buscado toda la vida”. Los labios se funden y los ojos miran
a los largamente. Los pechos se aprietan y un corazón bate sobre el otro. Las
mitades, que se han encontrado, se disuelven una en la otra.
La otra gran criatura
amada e idolatrada, la criatura en la cual fundirse y disolverse nos parece una
unión natural e imposible, es Venecia: esta Venecia de canales cerrados y mar
abierto, de techos y de terrazas, esta Venecia de barcas ligeras y veloces, de
la cual todos conocemos las horas, los colores, los perfumes, las lluvias, las
nieves, las noches, los veranos sofocantes y los clamorosos días primaverales.
Alguna vez reencontramos los crepúsculos, las lavandas y las lunas muertas de
Turner y de Ruskin. Pero es solo una nota. La Venecia de Rolfe es todavía la Venecia
antigua, paralizada en el tiempo, radiante, vital, triunfal, azul y violeta. La
ciudad de Tiziano y de Veronese, que aparece por última vez a un hombre que
está por hundirse en la muerte.
Traducción: Dolores
Labarcena y Pedro Marqués de Armas
“Barón Corvo: Ensayista blasfemo y aspirante a Papa” apareció
en el Corriere della Sera, el 14 de mayo de 2014.
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