martes, 15 de diciembre de 2015

Barón Corvo: blasfemo y aspirante a Papa



Pietro Citati


Frederick Rolfe, el encantador y monstruoso demonio que amaba presentarse bajo el nombre de Barón Corvo, ejercitaba una grandísima fascinación sobre aquellos que lo conocían. Frecuentaba una familia: por ejemplo, los Pirie-Gordon. Toda la familia se enamoró de él, y por un verano entero estuvo invitado a su casa de campo. Rolfe vestía un esmoquin de terciopelo color topo, que le permitía aparecer como un personaje misterioso y elegante en los almuerzos y en las cenas de los Pirie-Gordon y en las de sus vecinos. Los invitados quedaban impresionadísimos con su personalidad: no tanto por su cultura, que podía ser caprichosa y superficial, como por su intensidad personal que despertaba un vasto enamoramiento interior. “Había en él algo muy atractivo y a la vez algo repelente, pero la atracción predominaba, cuando él quería”, agrega un canónico que lo conoció en aquella ocasión.

Casi siempre la astucia del Barón Corvo era doble: por un lado, fingía la ternura, la multiplicidad, la afectuosidad y el amor por la mentira de un joven de dieciocho años: por otro, ostentaba conocimiento y artes misteriosas como si fuese un demonio oculto en un cuerpo humano, parecido a Fausto o a Don Giovanni. Narraba con gracia aquello que había leído ávidamente en el British Museum o en la biblioteca más recóndita. Todo aquello que tocaba se volvía arcano o sacro: con particular competencia, trazaba horóscopos, vaticinando incluso cuando sería oportuno realizar un viaje o una especulación. Los nuevos amigos pendían de sus labios. Frederick Rolfe no solo tenía un nombre y un apellido, también un sobrenombre misterioso, inventado por su megalomanía narcisista: “Barón Corvo”, heredado según él, de una noble familia italiana.

Rolfe no se complacía con ser amado y admirado: quería ser mantenido suntuosamente, como un cortesano italiano del Renacimiento o un gentilhombre francés del siglo XVII; solo así sus amigos podían pagarle por el genio que él poseía y ellos no. En este punto, se producía un derrocamiento absoluto. Apenas se sentía amado y homenajeado, Rolfe sostenía, en contra de toda evidencia, haber sido “provocado, difamado, calumniado, malignamente abusado, tergiversado y falsificado”: echando a rodar un gigantesco complejo de persecución, mitad voluntario, mitad inconsciente.

Así nacía, en él, la vocación de ofender: arte en el que se convirtió en supremo maestro. Lleno de un desprecio satánico, se consideraba en guerra contra innumerables enemigos envidiosos de su talento. El complejo de persecución se transformaba en complejo de superioridad: la lengua se afilaba, se volvía cáustica, perversamente concisa, pronta a apresar y deformar las múltiples caras de sus enemigos. Prisionero de la obsesiva psicología que él mismo había construido, podrido miserablemente en sus propias cadenas: la vida se limitaba a lanzar una mirada desde la luneta de su cárcel y pasaba de largo: una coraza de gélida indiferencia o de activo disgusto lo circundaba: ninguno se esforzaba en penetrarlo; y él mismo impedía que nadie lo penetrase.

Según Rolfe, su vida descansaba sobre una triple escena arquetípica: la conversión al catolicismo, ocurrida cuando tenía veintisiete años (en 1886); la admisión en el colegio católico de Oscott, en 1887, como seminarista, del que fue expulsado dos meses después; y la nueva admisión como seminarista en el colegio escocés de Roma, marcada cinco meses más tarde por una nueva expulsión. Cuál fue el motivo preciso de esta expulsión no lo sabemos. En Desiderio e la ricerca del tutto, Nicholas Crabbe (la sombra de Rolfe) dice que “fue expulsado de improviso, con toda la carga de maltratos y de indignidad; lo arrojaron fuera, en el corazón de la noche, expuesto a la penuria y al hambre”. Por esto, reitera Rolfe: “Siento un desesperado terror por los católicos: nunca he conocido uno (con una sola excepción) que no fuese un calumniador o un opresor de los pobres o un mentiroso”; “Odio a todos los católicos y no me fío de ellos”.

Rolfe sostenía que la llave fundamental de su vida era la sacra Vocación al sacerdocio. Obedeciendo a esta vocación, proyectaba órdenes monásticas, constituidas, organizadas y consagradas, en las costumbres medievales, al servicio de Dios y en busca de la sapiencia. Pero mentía, aun cuando, probablemente no sabía mentir, pues la mentira habitaba profundamente y se escondía dentro de él.

No poseía ninguna vocación religiosa: en todos sus libros, aun cuando habla el papa, no existe una sola palabra que ofrezca un verdadero acento religioso. No poseía siquiera una vocación diabólica: o, al menos, su profundo instinto demoníaco no logró jamás presentarse al revés, como espíritu religioso de cualquier otra tradición. Rolfe amaba solo una cosa: la recitación religiosa; las gemas del rito católico; los ritos de la Semana Santa, que Nicholas Crabbe saboreaba como los baños en la laguna.

Rolfe tenía un sueño supremo: ponerse las sotanas blancas del papa; y representó su propio deseo en el más famoso (no el más bello) de sus libros: Adriano VII (1904: Superbeat, Neri Pozza, traducción de Aldo Camerino), donde George Arthur Rose, el portavoz de Rolfe, se convierte en papa luego de un accidente inverosímil ocurrido durante el Conclave. Entre Rolfe y Rose existía una fisura, a través de la cual Rolfe miraba a su doble con amor, exaltación y desprecio: como si fuese a la vez un santo y una máscara, un actor trágico genial y un canalla. No olvidaremos nunca la voz del papa: la voz proterva y balbuceante, desvergonzada, irreverente, caprichosa, deslumbrante, que da un movimiento teatral al libro. Escondido detrás de la figura de Adriano VII, Rolfe no logra contener su propio goce: mientras escribe el libro, siente ser el papa: vive su libro; y se divierte locamente en hablar y en oficiar como un papa, aparecer en el balcón del Vaticano a bendecir a la multitud, encender cigarrillos en el apartamento pontificio, recorrer Roma a pie, promulgar edictos y encíclicas, escribir cartas públicas a los pueblos y a los reyes, con un candor y una megalomanía casi conmovedoras.



En dos lugares, Rolfe se revela: “En verdad, me gustaría amar sin ser amado, pero hasta ahora he estado solo, solitario, y creo que habré de continuar así hasta el fin”. Cuando un sacerdote le pregunta: “Hijo mío, ¿amas a Dios?”, del silencio emana la respuesta: “No lo sé. En verdad no lo sé.” No habla nunca de amor, como le impondría su condición de papa. Habla casi exclusivamente, volublemente, de política exterior, en primer lugar de la pasión revolucionaria que está por abrumar a Rusia, Francia y el mundo civil. Ante la amenaza del socialismo y de la revolución, Adriano VII corre a los refugios. De un lado renuncia al poder temporal de la Iglesia: pero, del otro, se convierte en un Pontífice autocrático, un nuevo y más inflexible Bonifacio VIII, venido a traer orden y jerarquía, y a diseñar una nueva carta geográfica de la tierra. Así, proclama un nuevo imperio romano: con dos emperadores, uno del Norte y uno del Sur, Guglielmo de Prusia e Vittorio Emanuele III de Italia; y considera a este último, no se sabe bien porqué, uno de los “cuatro hombres más inteligentes de la tierra”. Especialmente esta parte suscita en el lector italiano una incontenible hilaridad: pero no debemos olvidar que Rolfe toma el propio libro terriblemente en serio, como testamento político-religioso de la Europa moderna.

En agosto de 1909, Rolfe partió para Venecia junto a R.M. Dawkins, director de la Escuela británica de arqueología de Atenas. Puso todas sus pertenencias y manuscritos en un cesto de lavandería, cerrado con una barra de hierro y un candado; llevaba en el cuello un crucifijo de plata grande y pesado. No tenía dinero: esperaba vivir a costa del amigo arqueólogo. Pero este abandonó Venecia, dejándole algunas libras esterlinas. Rolfe alquiló unas sandalias y aprendió a remar maravillosamente a la veneciana, como si siempre hubiese sido un gondolero.

“Me bañaba tres veces al día –escribió Rolfe– comenzando al alba hasta que el crepúsculo envolvía toda la laguna con llamas de amatista y de topacio. Me levantaba muchas veces en plena noche y me deslizaba silenciosamente en el agua para zambullirme por una hora en la reverberación de una gran luna dorada, o al trémulo palpitar de las estrellas. Imagínate un mundo crepuscular de cielo sin nubes y de mar sereno, un mundo todo hecho de heliotropo, de violeta y de lavanda… Había algo de sacro, algo solemnemente sacro en aquel silencio nocturno que hubiera querido no fuese turbado ni aun por el leve ruido de un remo… Tan indeciblemente bella era la paz de la laguna, que nació en mí el deseo de no hacer nada más que estar sentado absorbiendo mis impresiones, inmóvil”.

Muy pronto todo se precipitó: Rolfe quedó completamente sin dinero: los amigos ingleses le habrían enviado dinero si hubiese regresado a casa; pero se negó a regresar y cubrió de injurias a sus amigos. No quería dejar su paraíso terrenal, aquel paraíso de agua y luz, ahora que finalmente lo había encontrado. Se le veía por doquier con una inmensa pluma estilográfica y con sus extraños manuscritos: empeñaba sus cosas, una tras otra, al Monte di Pietà. En el otoño-invierno de 1909-1910, vivió en el rellano de una escalera de servicio. Más tarde anidó en una isla deshabitada de la laguna, en una barca que hacía aguas, toda cubierta de hierbas y mejillones acumulados en el verano: tan pesada que no lograba casi moverla con los remos. Si se quedaba en medio de la laguna, la barca podía hundirse; y él corría el riesgo de ser devorado vivo por los cangrejos que con la baja marea bullían entre el fango del fondo. Si echaba el ancla hacia la isla, debía permanecer despierto toda la noche, porque en el instante en que cesaba de moverse, lo asaltaba una banda de ratas nadadoras, que en invierno eran tan voraces que atacaban hasta a los hombres, y les mordían los dedos de los pies.

Se pasaba sin comer hasta seis días seguidos, o con dos panes (de tres céntimos) al día. De vez en cuando lograba que lo aceptasen como gondolero privado. Se hundió en la vileza y en el vicio: corrompía jóvenes, seducía inocentes, los vendía a sus cómplices. Cuando murió, el 25 de octubre de 1913, en su habitación de casa Marcelo, se encontró una gran colección de cartas y fotografías obscenas.

Escrito en los últimos años de vida, Il Desiderio e la ricerca del tutto (Longanesi, traducción de Bruno Oddera) es la única obra maestra de Frederick Rolfe: de una maravillosa libertad, riqueza, vastedad de ecos y profundidad simbólica. Como en el Adriano VII, hay muchas páginas inspiradas en el rencor y la manía de persecución: es necesario recortarlas con la mente, abolirlas, olvidarlas, dejando transpirar el luminoso “deseo del todo” y la tiernísima “búsqueda”. Lo singular es que en el periodo más abierto de la vida de Rolfe haya generado este libro profundamente puro, nacido de un aliento platónico. Recordemos una frase de Kafka: “Ninguno canta más puramente que aquellos que habitan en el más profundo de los infiernos: aquello que tomamos por el canto de los ángeles es su canto”.



Nacido bajo la constelación de cáncer, Nicholas Crabbe, la nueva contrafigura de Rolfe, era un cangrejo: durísimo por fuera, con su fría y desconcertante coraza y las tenazas listas a cerrarse, y a aferrar y herir a los otros; y, dentro, mórbido, tierno, dulce, una red de ramificaciones nerviosas más finas y sutiles que la de una telaraña, y más dolorosas al contacto de la carne viva. Como en el mito platónico del Simposio, el buscaba la propia mitad: la mitad perdida, la arrancada de él en una vida anterior. Esperaba al otro: el divino amigo, el David de su Goliat, el Patroclo de su Aquiles, la Eva de su Adán y, en torno, la patria, la familia, la amistad, la casa, el mundo finalmente recuperado. “Del todo abierto -escribe Rolfe- era su corazón, y extendidos los brazos, y desnudo el pecho, mientras con cada fibra del cuerpo y del alma bramaba, inflamado del ávido deseo de unirse al compañero que junto a él habría formado el Uno, al fundirse y disolverse en él”. El amor, mudo en Adriano VII, renació; y se cumplía y alcanzaba la propia cumbre.

Entre los restos de un pueblo calabrese destruido por un terremoto, Nicholas Crabbe salvó a una muchacha adolescente, Zilda, casi asexuada, blanco como leche y miel, con espesos y cortos cabellos castaño claro, ojos verde azulados, un rostro inexpresivo, sin pasiones, cándido e inocente. Zilda era el andrógino del mito y de la literatura. Reunía el misterio, la tranquilidad y la robustez del gato, el esplendor de la estatua griega de oro y marfil, lo suavidad de la virgen rafaelesca con los rubores y palideces de su ligera piel de miel. Crabbe adotó a Zilda como hijo, gondolero y esclavo: su naturaleza homosexual lo impulsaba a amar en el otro al muchacho, ocultando sus rasgos femeninos; Zilda debía convertirse en la más dócil de las ceras, enteramente modelada y plasmada por sus manos.

La parte final del Desiderio repite la suerte de Frederick Rolfe. Sin un lecho, sin una lira, con un pan viejo de tres céntimos en el bolsillo. Nicholas Crabbe caminaba por las calles y los puentes de Venecia: caminaba sin rumbo toda la noche, bajo la lluvia y la nevisca, mientras en el cielo castaño resonaban las horas. Si se tendía sobre la playa abierta del Lido, una hora bastaba para impregnar sus huesos de escarcha. Durante el día vagabundeaba de una iglesia en otra: o delirando lleva flores a las tumbas del Camposanto. Después de ocho días sin comer y cinco sin dormir, solo el agua lograba saciarlo. Si bien su cuerpo desmejora y la mente languidece, presentaba todavía al mundo un rostro desdeñoso y ofensivo.

En estos capítulos conclusivos, donde alienta la imitatio Christi, la abyección de Rolfe se transforma en una extraordinaria nobleza poética y moral. Así el libro conoce un encanto negado hasta el final a su autor. Nicholas Crabbe logra alcanzar la estancia cálida y fragante, el nido de amor de Zilda, y encuentra en él a la mujer que había rechazado conocer. Las dos mitades separadas se abrazan. “Oh mía, querida mía, mi querido, te he buscado toda la vida”. Los labios se funden y los ojos miran a los largamente. Los pechos se aprietan y un corazón bate sobre el otro. Las mitades, que se han encontrado, se disuelven una en la otra.

La otra gran criatura amada e idolatrada, la criatura en la cual fundirse y disolverse nos parece una unión natural e imposible, es Venecia: esta Venecia de canales cerrados y mar abierto, de techos y de terrazas, esta Venecia de barcas ligeras y veloces, de la cual todos conocemos las horas, los colores, los perfumes, las lluvias, las nieves, las noches, los veranos sofocantes y los clamorosos días primaverales. Alguna vez reencontramos los crepúsculos, las lavandas y las lunas muertas de Turner y de Ruskin. Pero es solo una nota. La Venecia de Rolfe es todavía la Venecia antigua, paralizada en el tiempo, radiante, vital, triunfal, azul y violeta. La ciudad de Tiziano y de Veronese, que aparece por última vez a un hombre que está por hundirse en la muerte.



Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas




“Barón Corvo: Ensayista blasfemo y aspirante a Papa” apareció en el Corriere della Sera, el 14 de mayo de 2014.

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