Tomado de Días de un cámara, Seix Barral, 192, pp. 35-37.
martes, 30 de junio de 2015
martes, 23 de junio de 2015
Informe
Czeslaw Milosz
Oh,
señor, quisiste hacer de mí un poeta, y ahora es el momento de
hacer el informe.
Mi
corazón está lleno de agradecimiento, aunque haya conocido el
infortunio de este oficio.
Al
practicarlo, llegamos a conocer demasiado sobre la extravagante naturaleza
del hombre.
A
quien cada día, cada hora y cada año le domina la fantasía.
La
fantasía, cuando construye fortalezas de arena y colecciona sellos,
y se admira a sí mismo en el espejo.
Y
se concede la primacía en el deporte, en el poder y en el amor, y
al atesorar dinero.
En
la frontera, en la frágil frontera tras la que se extiende un país
de quejas y de balbuceos.
Porque
en cada uno de nosotros se agita un conejo loco y aúlla una
manada de lobos hasta que tememos que otros lo vayan a
oír.
De
la fantasía surge la poesía, que reconoce su tara.
Aunque
sólo al recordar los poemas que escribió su autor siente toda
la vergüenza de la fantasía.
Y,
con todo, no puede soportar otro poeta a su lado si sospecha que
es mejor que él, y le envidia todos los elogios.
Dispuesto
no sólo a matarlo, sino también a destrozarlo y a borrarlo
de la faz de la tierra.
Hasta
que quede él solo, magnánimo y benévolo con sus subordinados, que
persiguen pequeñas fantasías.
Así,
¿cómo puede ser que de unos inicios tan viles nazca la excelsitud
de la palabra?
He
acumulado libros de poetas de varios países, los tengo ahora conmigo
y estoy asombrado.
Y
es dulce pensar que fui su compañero en esta expedición que nunca
se detiene, aunque transcurran los siglos.
Una
expedición no del vellocino de oro de la forma perfecta, aunque
necesaria como el amor.
Bajo
presión del anhelo amoroso para llegar a la esencia del roble y
de la cima montañosa, y de la avispa y de la flor de la capuchina.
Porque,
en su duración, confirmen nuestra himnicidad frente a
la muerte.
Confirmen
nuestro pensamiento cordial sobre todos los que, como
nosotros, existieron, llegaron a alcanzarlo y no pudieron nombrarlo.
Porque
existir en la tierra ya es demasiado para cualquier denominación.
Nos
apoyamos fraternalmente, olvidando el daño, traduciéndonos unos
a otros en otras lenguas, realmente miembros de una
tripulación errante.
¿Cómo
pues, no podría estar agradecido, si pronto recibí la llamada y
la incomprensible contradicción no me ha arrebatado
mi
asombro?
A
cada salida del sol renuncio a las dubitaciones de la noche y
saludo el nuevo día de una valiosa fantasía.
Traducción: Xavier Farré
Tomado de “A la orilla del río”, TIERRA
INALCANZABLE, Galaxia
Gutenberg, pp.331
viernes, 12 de junio de 2015
Severo Sarduy: una necesaria relectura
Juan Goytisolo
A los quince años de la muerte de
su autor, la obra de Severo Sarduy parece haber caído si no en el olvido, en
una especie de prolongada hibernación. Varias razones, atribuibles unas al
propio Severo, y otras al descuido e inepcia de la crítica, tanto en Francia y
España como en Hispanoamérica, explican, ya que no justifican, esta deplorable
negligencia. La personalidad de Sarduy y su brillo estelar en la agitada y
voluble intelectualidad parisiense del período que abarca desde mediados de los
sesenta al comienzo de los ochenta del pasado siglo desdibujó en efecto la
frontera entre la figura pública y su escrupulosa creación novelística. El
autor ocurrente y mundano, asiduo de los cafés y cenáculos de la Rive Gauche, se puso de moda,
exponiéndose con ello a su fatídica consecuencia: pasar de ella, con esa
reiteración de las olas que orillan y mueren en la arena de un sistema tan bien
descrito por su amigo Roland Barthes. Lo efímero de la actualidad —¡la nouvelle vague!— ocultó de este
modo lo perdurable de su modernidad. Desaparecidos algunos de sus mentores, los
que sobreviven han mostrado con su oportunismo, y a veces chaqueteo, una
lamentable ingratitud con quien alzaron y llevaron en hombros en vida.
Severo Sarduy, becado en París
por el gobierno cubano al principio de la Revolución y alejado no sólo
físicamente de ésta en razón de su credo artístico y de su no disimulada
homosexualidad, entró en contacto con la vanguardia literaria francesa de la
mano de François Wahl tras la publicación de su primera novela, Gestos,
editada en España por Seix Barral. Con la sonada ruptura entre Pekín y Moscú a
causa del denostado «revisionismo» Jruschoviano, el núcleo de escritores
aglutinados en torno a la revista Tel Quel se entregó con inconmovible fervor a la defensa del
maoísmo. Las inolvidables jornadas del Mayo francés, en las que Severo
participó festivamente en el happening de la ocupación de
Odeón, abrieron las compuertas a una especie de culto de latría a la persona y
obra del Gran Timonel y a las perspectivas del Mañana Luminoso que
supuestamente abrían (espejismo al que yo mismo cedí durante un lapso por
fortuna brevísimo). A alguien que, como Severo, sabía a qué atenerse por el
ejemplo cubano, le tocó vivir una experiencia insólita: la de hallarse
atrapado, en una sociedad libre, en un círculo de inexorable rigor doctrinal.
En una excelente entrevista publicada en la revista Espiral, el
pintor Ramón Alejandro, amigo de Sarduy y de sus compadres de medineo por los
lugares poco santos de Tánger, evoca sus precauciones y autocensura de aquellos
años. Su testimonio no tiene desperdicio.
La antinomia existente entre el
libérrimo autor de De donde son los cantantes y el intelectual
asociado exteriormente con el núcleo de Sollers, Foucault y François Wahl, no
perjudicó no obstante su aventura creativa. Fuera de la excesiva sobrecarga
teórica de Cobra —toda propuesta literaria nueva implica una
dimensión experimental pero aquella, para cuajar, no debe mostrar la hilaza—,
su novelística posterior revela un admirable proceso de madurez y decantación:
la sabia conjugación de su triple herencia hispano-chino-africana
representativa del singular mestizaje de la isla. Maitreya, Colibrí,
Cocuyo entremezclan la gozosa tradición del choteo con la elaboración
refinada de quien se toma su obra muy a pecho: su relectura hoy no decepciona;
conserva, al revés, todo su acicate para el amante de la dimensión artística de
la literatura.
Bajo su apariencia de frivolidad
y mariposeo cultural, Severo fue un gran artista, dotado, como García Lorca, de
notables facultades de poeta, dramaturgo y pintor. Una muestra de esta última
faceta de su talento en una conocida galería del bulevar Saint-Germain —la
última vez que lo vi en persona— evidenciaba la capacidad del autor de asumir y
sincretizar las diversas raíces de su cultura. Me sospechaba ya de que era
víctima del «monstruo de las dos sílabas» y, por espacio de unos meses, nuestra
relación amistosa se redujo a una mera comunicación telefónica. Si la noticia
de su muerte me afectó, la impresión fue todavía mayor cuando leí el texto
póstumo titulado «El estampido de la vacuidad», en el que el poeta gongorino y
lezamiano alcanza la difícil y nítida desnudez de un San Juan de la Cruz; la
lucidez y el desarrimo de un místico.
He escrito varios ensayos sobre
la labor creativa de mi amigo desde que le dediqué un cursillo —junto a su
compatriota Lezama Lima y Cabrera Infante— en la New York University a
comienzos de los setenta del siglo que quedó atrás —amén del homenaje que le
rindo en un capítulo de mi Carajicomedia—, pero no quiero
desaprovechar la oportunidad de añadir estas líneas a la publicación de este
libro después de tantos años de injusto silencio.
Tomado de Centro Virtual Cervantes
martes, 26 de mayo de 2015
El llanto de la excavadora (I y II)
Pier Paolo Pasolini
I
Solo
el amar, solo el conocer
cuenta,
no el haber amado,
no
el haber conocido. Angustia
vivir
de un amor acabado.
El
alma no crece más.
Aquí
en el encantado calor
de
la noche que plena acá abajo
entre
las curvas del río y las aturdidas
visiones
de la ciudad regada de luces
resuena
todavía con mil vidas,
desamor,
misterio y miseria
de
los sentidos, haciéndome enemigas
las
formas del mundo que hasta ayer
eran
mi razón de existir.
Aburrido,
cansado, regresar a casa
por
negras plazuelas de mercados,
tristes
calles junto al puerto fluvial,
entre
barracas y almacenes que alcanzan
los
últimos prados. Allí el silencio
es
mortal, pero abajo, en avenida Marconi,
en
la estación de Trastévere, la tarde resulta
todavía
dulce. A sus distritos,
a
sus suburbios regresan, en motos,
de
overol o en pantalones de trabajo,
mas
impulsados por un festivo ardor,
los
jóvenes con sus compañeros en los sillines,
riendo,
sucios. Los últimos clientes
charlan
de pie en voz alta, en la noche,
aquí
y allá, en las mesas de los locales
aún
luminosos y semivacíos.
Estupenda
y mísera ciudad,
que
me enseñaste eso que los hombres,
alegres
y feroces, aprenden de niños,
las
pequeñas cosas en las que se descubre
en
paz, la grandeza de la vida, como el andar
firmes
y presurosos entre el gentío
de
las calles, dirigirse a otro hombre
sin
temblar, no avergonzarse
de
mirar el dinero contado
con
dedos perezosos por el dependiente
que
suda a la carrera ante las fachadas
con
su eterno color de verano;
a
defenderme, a ofender, a tener
el
mundo delante de los ojos
y
no solamente en el corazón,
a
comprender que pocos conocen
las
pasiones en las que he vivido,
que
no me son fraternos, pero
sí
hermanos en el poseer pasiones
de
hombres que alegres,
inconscientes,
enteros,
viven
de experiencias
para
mí ignotas. Estupenda y mísera
ciudad
que me obligaste
a
experimentar aquella vida
desconocida,
hasta hacerme descubrir
eso
que era, en cada uno, el mundo.
Una
luna moribunda en el silencio,
que
de sí misma vive, palidece entre ardores
violentos,
que miserablemente sobre la tierra
muda
de vida, con bellas avenidas,
viejas
callejuelas, sin dar luz deslumbra,
y
refleja, en todo el mundo,
allá
arriba, un poco de las cálidas nubes.
Es
la noche más bella del verano.
Trastévere,
con un olor de paja
de
viejos establos, de vaciadas
hosterías,
todavía no duerme.
Las
esquinas oscuras, las plácidas paredes
resuenan
con encantados rumores.
Hombres
y muchachos regresan a casa
-ya
solos bajo festones de luces-
hacia
sus callejones atestados de oscuridad
y
basura, con ese paso blando
que
invadía más el alma
cuando
verdaderamente amaba, cuando
verdaderamente
quería comprender.
Y,
como entonces, desaparecen cantando.
II
Pobre
como un gato del Coliseo,
vivía
en una barriada todo cal
y
polvareda, lejos de la ciudad
y
del campo, apretujado cada día
en
un autobús agonizante,
y
cada ida, cada vuelta,
era
un calvario de sudor y de ansias.
Largas
caminatas en la cálida calígene,
largos
crepúsculos ante los papeles
amontonados
en la mesa, entre calles
fangosas,
muritos y casitas bañadas de cal,
desbaratadas,
con cortinas por puertas…
Pasan
el aceitunero, el trapero,
viniendo
de cualquier otra barriada,
con
la polvorienta mercancía que parecía
fruto
de un robo, y la cara cruel
de
jóvenes avejentados entre los vicios
de
quien tiene una madre dura y hambrienta.
Renovado
por el nuevo mundo, libre,
–una
llamarada, un aliento
que
no sé expresar- daba a la realidad
humilde
y sucia, confusa e inmensa,
hormigueante
en la periferia meridional,
un
sentido de serena piedad.
Un
alma en mí, que no solo era mía,
una
pequeña alma en aquel mundo
sin
confines, crecía, nutrida de la alegría
de
quien amaba aun sin ser amado.
Y
todo se iluminaba de este amor.
Quizás
de muchacho, heroicamente,
pero
madurado en esa experiencia
que
nacía a los pies de la historia.
Estaba
al centro del mundo, en aquel mundo
de
barriadas tristes, beduinas,
de
praderas amarillas arrasadas
por
un viento siempre brutal,
viniera
del cálido mar de Fiumicino,
o
de la tierra, donde se perdía
la
ciudad entre tugurios; en aquel mundo
que
solamente podía dominar,
cuadrado
espectro amarillento
en
la calima amarillenta,
agujerada
por mil filas iguales
de
ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre
viejos campos y casuchas dormidas.
Los
papeluchos y el polvo que ciego
el
vientecillo arrastraba de aquí para allá,
las
pobres voces sin eco
de
mujercitas llegadas de los montes
Sabini,
del Adriático, y aquí
acampadas
ya con montones
de
depauperados y rudos chiquillos,
escandalosos,
en raídas camisetas,
en
grises, quemados calzoncillos,
los
soles africanos, las lluvias agitadas
que
convertían en torrentes de fango
los
caminos, los autobuses del paradero
atascados
en un ángulo
entre
una última franja de hierba blanca
y
algún áspero, ardiente vertedero…
era
el centro del mundo, tal como
mi
amor por todo eso estaba al centro
de
la historia, y en esta madurez
que
por ser naciente
era
todavía amor, todo estaba
por
aclararse -¡estaba
claro!
Aquel barrio desnudo al viento,
no
romano, no meridional,
no
obrero, era la vida
en
su luz más actual:
vida,
y luz de la vida, plena
en
el caos todavía no proletario,
como
la quiere el burdo periódico
de
la célula, el último
revuelo
de la prensa: hueso
de
la existencia cotidiana,
pura,
para ser incluso demasiado
próxima,
absoluta para ser
incluso
demasiado míseramente humana.
Traducción de Pedro Marqués de Armas
Tomado de Potemkin ediciones, núm. 9, octubre-diciembre, 2014
sábado, 16 de mayo de 2015
El largo brazo del regreso
J. J. Armas Marcelo
El largo brazo del regreso ya está aquí, cuando declina lentamente
la brillantez que la luz agostina extiende sobre nosotros. Todos hablan ya de
una vuelta que, para algunos, resulta precipitada, lentos y perezosos como se
han vuelto después del calor del estío y la galbana que no cesa. Casi todos (ácratas,
libertinos, acerados críticos, liberales ascetas, profesores socialdemócratas
—que es más una conducta, un talante,
que una ideología—, novelistas, compositores, surrealistas, feministas,
periodistas y reporteros) se han dado una vuelta por La Magdalena, han soltado
sus cuartillas (su epistemología escrita) en alta voz, se han observado y
sentido satisfechos porque reconocen y los reconocen. La clase intelectual
veranea casi siempre sin sacar los pies del tiesto, el estilo de quienes no
saben hacer otra cosa que la misma (sea cual sea la estación en la que se
mueven).
Disolutos hay, por
supuestos (civiles), que se han quitado del ojo la tormenta, que evitan que se
hable de ellos aunque sea mal y que prefieren el silencio vaporoso del verano
para anclarse en las ficciones, en las novelas, en los poemas que no escribieron
durante el otoño y el invierno pasados porque la movida no les dejó libre un
momento de sosiego y soledad, que es lo que fundamental y prioritariamente se
necesita para escribir. Otros han decidido seguir navegando a vela, ciñendo,
oreando o tumbando cada vez que haga falta, como si no estuviéramos exactamente
en verano, sino en una estación distinta en la que la libre respiración los
hace creerse almirantes en lugar de simples marineros de agua dulce que es lo
que han sido y seguirán siendo siempre.
El largo brazo del regreso, con todo su tráfago de rumores,
episodios y actuaciones múltiples (insólitas y vulgares), está ya a la vuelta
de la esquina. No ha esperado ni siquiera a que lleguen los dos primeros días de
septiembre para estrenar la «polémica película» El crimen de Cuenca, con lo que Pilar Miró sé mantendrá por
espacio de algunas semanas más como vedette
necesaria del papel impreso. Sus opiniones, sus ojos de niña que no ha
roto nunca un plato, sus ingenuas muecas, servirán de desayuno para quienes, en
un acto digno de todo elogio, seguimos leyendo diariamente varios periódicos e,
incluso, nos aventuramos con los informativos de Televisión.
He cenado este verano dos veces con Fernando Castedo, y me he
visto algunas veces más, con Jesús Picatoste, el hombre-tanque del actual equipo rector de RTVE. Nerviosos (o
crispados) pero firmes en sus resoluciones y con una conciencia por encima de la
mediocridad que los atosiga como un banco de calamares que han copiado de su
patrón la seriedad ficticia del calamar de fondo, sonríen corno si también
estuvieran dando cursos en la
Menéndez y Pelayo. Como si nada estuviera ocurriendo.
Una amiga me dice que, efectivamente, está (estuvo) leyendo
«El río de la luna, de J. M. Guelbenzu
y que le extraña mucho el silencio que la crítica española guarda
siempre ante las obras mayores. Le recuerdo que lo mismo; o algo parecido,
ocurrió con Teoría del conocimiento,
de Luis Goytisolo. Una excepción (con nombre y apellido el crítico también) la
constituye el insólito hecho de que alguien se haya acordado de Reinaldo
Arenas, que ha publicado en España en muy escaso tiempo tres de sus más
importantes obras (El mundo alucinante,
Termina el desfile y El Central). Los
críticos, con las debidas excepciones, van al trapo, como cualquier lector
que se precie. Les interesa fundamentalmente la propaganda que reportarle la
propaganda de las obras que comentan. Les interesa seguir, en mayor o menor
medida, configurando un mundo de confusionismo, porque a río revuelto ganancia
de pescadores. Las obras mayores, comentan sin sonrojo, son sólo para los estudiantes
y doctorandos. Así vamos pasando el verano, hasta alcanzar el lento brazo del
regreso. Ese es nuestro sino un año más
Mientras tanto, en la lejanía, se avizoran congresos y reuniones
internacionales de escritores en general. Venezuela (II Congreso Internacional
de Escritores de Lengua Castellana) y Madrid (Congreso Mundial de Poetas) están ya ahí
delante, a la vuelta de la esquina. Perro de este asunto, del que de todos
modos La Vanguardia ha dado cumplida noticia, hablaremos en las próximas
semanas, cuando el sol baje más rápido y las novedades de septiembre devuelvan
la normalidad a los biorritmos de la intelectualidad española.
La Vanguardia, 20 de agosto de 1981.
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