martes, 26 de mayo de 2015

El llanto de la excavadora (I y II)



Pier Paolo Pasolini                                         


I
    
Solo el amar, solo el conocer
cuenta, no el haber amado,
no el haber conocido. Angustia
    
vivir de un amor acabado.
El alma no crece más.
Aquí en el encantado calor
  
de la noche que plena acá abajo
entre las curvas del río y las aturdidas
visiones de la ciudad regada de luces
    
resuena todavía con mil vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos, haciéndome enemigas

las formas del mundo que hasta ayer
eran mi razón de existir.
Aburrido, cansado, regresar a casa
    
por negras plazuelas de mercados,
tristes calles junto al puerto fluvial,
entre barracas y almacenes que alcanzan
 
los últimos prados. Allí el silencio
es mortal, pero abajo, en avenida Marconi,
en la estación de Trastévere, la tarde resulta

todavía dulce. A sus distritos, 
a sus suburbios regresan, en motos,
de overol o en pantalones de trabajo,
    
mas impulsados por un festivo ardor,
los jóvenes con sus compañeros en los sillines,
riendo, sucios. Los últimos clientes

charlan de pie en voz alta, en la noche,
aquí y allá, en las mesas de los locales
aún luminosos y semivacíos.

Estupenda y mísera ciudad,
que me enseñaste eso que los hombres,
alegres y feroces, aprenden de niños,
    
las pequeñas cosas en las que se descubre
en paz, la grandeza de la vida, como el andar
firmes y presurosos entre el gentío
    
de las calles, dirigirse a otro hombre
sin temblar, no avergonzarse
de mirar el dinero contado

con dedos perezosos por el dependiente
que suda a la carrera ante las fachadas
con su eterno color de verano;

a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos
y no solamente en el corazón,

a comprender que pocos conocen
las pasiones en las que he vivido,
que no me son fraternos, pero

sí hermanos en el poseer pasiones
de hombres que alegres,
inconscientes, enteros,
    
viven de experiencias
para mí ignotas. Estupenda y mísera
ciudad que me obligaste
       
a experimentar aquella vida
desconocida, hasta hacerme descubrir
eso que era, en cada uno, el mundo.

Una luna moribunda en el silencio,
que de sí misma vive, palidece entre ardores
violentos, que miserablemente sobre la tierra
    
muda de vida, con bellas avenidas,
viejas callejuelas, sin dar luz deslumbra,
y refleja, en todo el mundo,
    
allá arriba, un poco de las cálidas nubes.
Es la noche más bella del verano.
Trastévere, con un olor de paja
    
de viejos establos, de vaciadas
hosterías, todavía no duerme.
Las esquinas oscuras, las plácidas paredes

resuenan con encantados rumores.
Hombres y muchachos regresan a casa
-ya solos bajo festones de luces-

hacia sus callejones atestados de oscuridad
y basura, con ese paso blando
que invadía más el alma
    
cuando verdaderamente amaba, cuando
verdaderamente quería comprender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.


II
    
   
Pobre como un gato del Coliseo, 
vivía en una barriada todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad
 
y del campo, apretujado cada día
en un autobús agonizante,
y cada ida, cada vuelta,
    
era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en la cálida calígene,
largos crepúsculos ante los papeles

amontonados en la mesa, entre calles
fangosas, muritos y casitas bañadas de cal,
desbaratadas, con cortinas por puertas…

Pasan el aceitunero, el trapero, 
viniendo de cualquier otra barriada,
con la polvorienta mercancía que parecía
 
fruto de un robo, y la cara cruel
de jóvenes avejentados entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambrienta.

Renovado por el nuevo mundo, libre,
–una llamarada, un aliento
que no sé expresar- daba a la realidad
    
humilde y sucia, confusa e inmensa,
hormigueante en la periferia meridional,
un sentido de serena piedad.
      
Un alma en mí, que no solo era mía, 
una pequeña alma en aquel mundo
sin confines, crecía, nutrida de la alegría
    
de quien amaba aun sin ser amado.
Y todo se iluminaba de este amor.
Quizás de muchacho, heroicamente,  
    
pero madurado en esa experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba al centro del mundo, en aquel mundo
    
de barriadas tristes, beduinas,
de praderas amarillas arrasadas
por un viento siempre brutal,
    
viniera del cálido mar de Fiumicino,
o de la tierra, donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en aquel mundo
    
que solamente podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la calima amarillenta,
  
agujerada por mil filas iguales
de ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre viejos campos y casuchas dormidas.

Los papeluchos y el polvo que ciego
el vientecillo arrastraba de aquí para allá,
las pobres voces sin eco
    
de mujercitas llegadas de los montes
Sabini, del Adriático, y aquí
acampadas ya con montones
    
de depauperados y rudos chiquillos, 
escandalosos, en raídas camisetas,
en grises, quemados calzoncillos,
   
los soles africanos, las lluvias agitadas
que convertían en torrentes de fango
los caminos, los autobuses del paradero

atascados en un ángulo
entre una última franja de hierba blanca
y algún áspero, ardiente vertedero…
    
era el centro del mundo, tal como
mi amor por todo eso estaba al centro
de la historia, y en esta madurez
   
que por ser naciente
era todavía amor, todo estaba
por aclararse -¡estaba
    
claro! Aquel barrio desnudo al viento,
no romano, no meridional,
no obrero, era la vida
 
en su luz más actual:
vida, y luz de la vida, plena
en el caos todavía no proletario,
    
como la quiere el burdo periódico
de la célula, el último
revuelo de la prensa: hueso
    
de la existencia cotidiana,
pura, para ser incluso demasiado
próxima, absoluta para ser   

incluso demasiado míseramente humana. 




Traducción de Pedro Marqués de Armas


Tomado de Potemkin ediciones, núm. 9, octubre-diciembre, 2014


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