domingo, 8 de marzo de 2015

Una cierva en el crepúsculo




D. H. Lawrence



En los pantanos
una cierva surgió del campo
y se perdió en la colina
abandonando a su cría. 

Desde la ladera
se dio vuelta a mirar: 
delgada mancha negra 
contra el cielo. 

La contemplé, sintiendo
que su mirada 
me volvía extraño. 
Pero tenía derecho
a estar allí con ella todavía. 

Su sombra ágil trotaba
a contraluz, echando atrás
la equilibrada y fina
cabeza. Y la reconocí. 

¿No pesa, masculina, cargada de astas, mi cabeza?
¿No son mis patas ligeras?
¿No corrimos juntos en el mismo viento?
¿Mi miedo, acaso, no cubrió su pavor?



Traducción de Juan José Saer



sábado, 7 de marzo de 2015

Las fotografías del exilio




Giovanni Macchia



La tarde de aquel terrible 18 de julio de 1898, cuando la Audiencia de lo Criminal de Versalles confirmó su condena a un año de prisión, Zola no tuvo siquiera el tiempo de regresar a su casa para besar por última vez a su adorado perro Pimpin. Incitado por sus amigos Clemenceau y Labori, de incógnito, con una pequeña maleta que contenía unos pocos objetos y su máquina fotográfica, Zola tomó el tren en la Gare du Nord y partió para Gran Bretaña.
  
"Exilio" es una palabra ligeramente áulica que puede leerse en los textos escolares. Es como la muerte. Son siempre los otros los que mueren, decía Duchamp. Pero el exilio de Zola estuvo desprovisto de memorables gestos y de toda grandeza. Era uno de los tantos exiliados modernos que escapan para no terminar en la cárcel. Solo, en un país al que no amaba, sin conocer una palabra de inglés, viajaba con nombres falsos, haciéndose llamar Pascal, o Beauchamp o Richard. Inmerso en un silencio inhumano, tras el bullicio parisino, el proceso y las vulgares caricaturas, siempre temió ser reconocido, arrestado. Comenzó a cambiar de residencia en zonas cada vez más lejanas o deshabitadas. Los pocos amigos, con sus excesivos miramientos hacia su persona, sin duda no lo tranquilizaban. Si en los momentos de calma se reaseguraba diciéndose que los agentes franceses no tenían el derecho de actual en  territorio extranjero, allí estaban, no obstante, los afectuosos amigos para aconsejarle que usara toda posible precaución para huir de las investigaciones, para recordarle que el peligro existía y podía provenir de las cartas o de las personas que llegaban a él desde Francia.

Las fotografías que también en Inglaterra, cediendo a su insuperable manía, logró sacar, son ante todo un singular documento vital. Respiran la atmósfera de aquel exilio: el silencio, el miedo, la sospecha y ninguna gracia hacia el país que lo acogía. Se condensa más desesperación en estas imágenes que en las declaraciones abiertas de sus cartas o de sus notas.

La fotografía se conviene casi en una confesión indirecta. Inscribió Cecchi que nadie expresó mejor la tristeza de un despertar londinense como Mallarmé cuando recuerda el crujido de la antracita que la criada madrugadora vertía en el cubo de hierro. Un sus tímidas y modestas vistas, nadie expresó mejor que Zola la melancolía de ciertas calles anónimas de Londres, distintas e iguales, tan cercanas y tan lejanas a la vez, alegradas por pequeños hoteles tristes y por la sombra sin belleza de los campanarios de las iglesias.

Quizás fueron tomadas los domingos. De Nittis había pintado los desiertos domingos londinenses. También en éstas, el caminar de unos pocos viandantes, el chillido de un carretón, el trote lento de un caballo, despiertan ecos prolongados y profundos de hora estival. A menudo incluso los caballos están quietos, en reposo. El cochecito de un niño o de una anciana paralítica transcurre con dificultad por la acera desvencijada. Hay en todo ello una gran circunspección, casi como si el fotógrafo quisiera ver sin ser visto. Lejanos están el gran Londres y los maravillosos paisajes industriales.

"Je vis au désert. Je ne vois absolument personne, je passe trois ou quatre jours sans méme ouvrir les lévres, servi par des muets". La fotografía, hija de ese silencio, sirve para ponerse en comunicación con la pequeña humanidad muda y sin sonrisas que transcurre por esas calles. En raras ocasiones la compacidad de las imágenes se disuelve como para revelar un secreto. Entonces se trata de la súbita resurrección del mundo que ha dejado atrás, el tranquilo mundo familiar de afectos, de trabajo, de dulces hábitos. Detrás de los cristales, entre las cortinillas abiertas, en un interior a la manera de Vuillard, se percibe a una dama que lee. Cuatro "vírgenes británicas", cuatro compungidas damiselas inglesas en bicicleta le traen el recuerdo de Jeanne. Permanente y fiel está en Zola el amor abrasador por la intimidad familiar. Lloró como un niño cuando le escribieron que su Pimpin había muerto. Y no es un azar que en medio de aquella "détresse morale absolue", en aquella "grande angoisse" de Londres, haya comenzado a escribir la novela de la familia, de la grandeza y eternidad de la familia: Fécondité.

Para nosotros que las vemos ninguna fotografía es contemporánea. Incluso si ha sido tomada dos minutos antes, nos habla ya de un tiempo révolu. Pero las fotografías tomadas en Francia por  Zola eran como el "borrador" de sus creaciones. Eran el documento de una realidad que ofrecía, en la diversidad de perspectivas, lo que podía escapar a un ojo inseguro. Casi imponían las directrices para la descripción, devastada hasta la alucinación por el amor del detalle, por la precisión, por la voluntad de comprender el secreto de lo que existe. En el espacio que operaba Zola como fotógrafo se desplegaba entre lo que era la pintura de su época (los amados impresionistas) y lo que vendrá a ser el cine (imágenes de una realidad en movimiento). Las fotografías londinenses, en cambio, nacieron como apuntes de la memoria, sin ningún propósito de ser utilizadas. Incluso cuando Zola tendría todas las razones para ambientar su Angeline en el paisaje inglés, porque en Inglaterra, viviendo en casa de "Penn", se sintió atraído, durante sus frecuentes paseos en bicicleta, por una pequeña mansión abandonada, según se decía por los espíritus, incluso en ese caso piensa en Francia. El relato Angeline fue ambientado "du cote d’Orgeval, au-dessus de Poissy".

No obstante, existía un Londres al que debería haber amado. Muchos años antes, entusiasmado por las telas de Jongking y de Monet, había formulado sus declaraciones de amor hacia las grandes ciudades de inmensos horizontes, cuyas vistas conmovían más que los Alpes o el azul mar de Nápoles. ¿Qué ciudad más que Londres había dado vida a nuevas formas arquitectónicas en las que el conocimiento de los principios y de la práctica de la mecánica se había difundido tanto, aunando en sus amplias estructuras el cristal y el hierro? En París, donde no obstante permanecía fiel en la decoración de su casa a una mescolanza de estilo Luis XIII y de bizantino o neogótico, se había hecho  fotografiar con complacencia al pie de la Torre Eiffel y se había detenido largo rato a contemplar el palacio de la electricidad. ¿Por qué no quiso fotografiar las estaciones de Paddington o de King's Cross y no entró en la Goal Exchange o en uno de los grandes templos ingleses de la industria? Nosotros sólo sabemos que no quiso regresar a Francia sin conservar en sus archivos para futuras empresas la imagen de la más famosa de esas construcciones: el Palacio de Cristal, creado casi medio siglo atrás por el gran jardinero paisajista que fue James Paxton. Cuatro fotografías circunscriben los tiempos y los grados de la visión.



En una primera fotografía, las líneas del palacio, con la gran cúpula central, se dibujan sobre el horizonte: difuminado en la niebla, inmenso, agazapado como un dinosaurio que avanza, con su calma amenazadora, en medio de la naturaleza circundante: la pobre naturaleza enferma de la periferia, destinada a morir. Zola observa aquella gran sombra desde una pequeña calle  fangosa, en la que las alquerías desastradas están cercadas a duras penas por estacas medio arrumbadas.

En la segunda fotografía, el objetivo se aproxima. Ya no es la calle fangosa sino dos rieles que se pierden en la naturaleza, como una profunda herida entre los árboles negruzcos; el Palacio de Cristal, menos distante, canta en medio del desorden circundante la infinita y exacta letanía de sus vértebras de hierro. Los  traslúcidos espacios de cristal sólo se ven interrumpidos por penachos de verde, y gracias a esas interrupciones el palacio se distiende en la imaginación. Podría no acabar jamás. En la tercera fotografía Zola se encuentra ya a dos pasos del enorme edificio. El dinosaurio sueña su sueño dominical, entre pequeños hoteles, entre caballos de tiro somnolientos y hombres de levita o de chaqueta blanca, entre algunos árboles desmedrados. Sólo la última fotografía, a pocos metros de distancia, en un amplio espacio y en medio de gran soledad, se asiste a la revelación, con cierto espanto, como ante la fachada de una gran catedral; una catedral de cristal y hierro, con su transepto, sus prolongadas naves, sus viguerías metálicas dispuestas a regular distancia unas de otras y el entramado de los montantes: imponente expresión de una estética del hierro, que clamaba a la eternidad y que en cambio, como es sabido, se derrumbó y desapareció algunas décadas después como un espectro en una hoguera dantesca.



Las ruinas de París, Versal travesías S.A, Barcelona, 1990.






viernes, 6 de marzo de 2015

De pie sobre la estatua






Guillermo Cabrera Infante



La foto es de un curioso simbolismo. Señala el fin de una tiranía militar al tiempo que entroniza a un soldado. Todos los puntos de la foto convergen hacia el soldado, que está de pie sobre la estatua de un león al inicio de un paseo capitalino. Está el soldado erguido, el rifle en alto sostenido por su mano derecha, mientras su mano izquierda se extiende hacia un lado, tal vez tratando de conservar el equilibrio. Tiene la cabeza alta y erguida, celebrando el momento del triunfo, que es, aparentemente, colectivo.

En el extremo izquierdo de la foto uno de los manifestantes se ha quitado su sombrero de pajilla y saluda hacia lo alto, hacia el soldado. A la derecha y al centro otro manifestante más modesto (está en mangas de camisa) se quita la gorra mientras vitorea al soldado. Todos están cercados por una pequeña turba exaltada por el triunfo de su causa, según parece.

Detrás del soldado se ven unos balcones bordados en hierro y unas ventanas de persianas francesas abiertas de par en par. Más lejos, en la esquina, hay un anuncio de una línea de aviación, en inglés. La foto ha sido reproducida en todas partes como testimonio de su época -o más bien de su momento.




miércoles, 4 de marzo de 2015

El Olocanto




Juan Perucho  



El “olocanto” es un árbol que anda, de instintos terribles y destructores, muy peligroso, pues ataca especialmente al hombre mediante un aguijón retráctil y veloz de unos tres metros de longitud. Fue descubierto por san Jerónimo, cuando hacía penitencia en el desierto, un día de mucho calor y en el que resultaba una bendición del cielo hallar un poco de sombra, fresca y rumoreante. De la desconocida existencia e imagen del “olocanto” se ha aprovechado, recientemente, el escritor inglés John Wyndham montando, en su novela “The day of the triffids”, la peregrina y fantástica figura del “trífido”, planta que vejatoriamente reputa industrial, pero que, no obstante, llega a dominar al mundo. Salimos al paso de esta vulgar invención para restablecer el verdadero origen de esta gran planta o arbusto, cuyo nombre histórico, como hemos dicho, es el de “olocanto”.
Crónicas bizantinas muy antiguas pretenden que Simón el Mago tenía ya un “olocanto” para su uso particular, al que llevaba atado al extremo de una pértiga, notablemente más larga que el aguijón del fiero vegetal, y dichas crónicas pretenden que, con él, Simón el Mago tenía amedrentado al emperador Nerón, el cual, el día que, por vez primera, lo vio, tuvo un susto tan grande que se atragantó con el hueso de una ciruela que se estaba comiendo, y ello con tan mala fortuna que casi se ahoga miserablemente a no ser por el médico griego Philotetes, que desobturó rápida y hábilmente la regia garganta. Nerón, que como ustedes saben, además de refinado, era un reprimido sexual —sea esto dicho con la venia del padre Jordi Llimona-, juró vengarse cuando se terciara, con un lujo delicado y elegante.
Sin embargo, como ya he adelantado al principio, fue san Jerónimo quien, por primera vez, se encontró cara a cara con un “olocanto” que vagaba distraídamente por el desierto de Chalcis, en donde el santo ejercía de anacoreta. La sorpresa fue mutua. El horrible vegetal, que se sustentaba sobre tres raíces-patas y andaba con un movimiento de vaivén —hacia atrás y hacia delante— verdaderamente abominable, se detuvo, y algo debió prevenirle de la excepcional condición del santo, pues se arrastró humildísimo a sus pies. Jerónimo le alargó un cuenco de leche de camella, que fue ingurgitado con precipitada delectación, tras lo cual el “olocanto” desapareció velozmente más allá de una colina, después de hacer tres corteses reverencias. A san Jerónimo le dio mucho que pensar esta extraña aparición, y quedó marcado por ella toda su vida, como es posible observar en la “Altercatio Luciferiani et Orthodoxi” y, sobre todo, en su polémica con Rufino a propósito de Orígenes, traducida en su “De Principiis” y en la célebre y vehemente carta que dirigió a Rufino tratándole de mentiroso, doblado, perjuro y aun hereje.
Por las noticias que tenemos, el “olocanto” se dirigió después a Antioquía, lugar donde realizó una espeluznante matanza con su mortífero aguijón. Los eruditos estiman que es a esta catástrofe a la que se refiere el poeta Meropius Pontius Paulinus, más conocido como Paulino de Nola, cuando escribe:
“Ecce repente mis estrepitum pro postibus audit
et pulsas resonare fores, quo territus amens
exclamat, rursum sibi fures adfore credens...
ser nullo fine manebat
liminibus sonitus...”
Parece ser que muchos magos malvados han utilizado el “olocanto” para fines execrables, como lo son los asesinatos a mansalva, provocar la locura frenética, etc. Lo cierto es que el “olocanto” aparece muy de tarde en tarde, o lo máximo en grupos de tres, y en sitios muy distantes unos de otros. Apenas se sabe nada de su naturaleza, salvo que le gusta la música y, modernamente, el fútbol, pues en 1932 se vio surgir, por encima de las graderías del estadio San Siro de Milán la cresta de un “olocanto”, mientras se celebraba el encuentro entre el Arsenal de Londres y el Inter. La policía lo buscó y lo rebuscó sin resultado alguno, y la prensa internacional criticó duramente a las autoridades fascistas, cuya falta de previsión y diligencia había estado a punto de provocar una hecatombe. Sin duda, el “olocanto” se disimuló en un jardín o un parque público, mientras pasaban las patrullas de policía, bomberos, camisas negras y “balillas” entonando épicamente la “giovinezza”, en espera de que llegara la noche para salir al campo. 
Aparte de las salidas históricas del “olocanto” (hundimiento del imperio de Occidente, el “saco de Roma” por Carlos V, derrota de Napoleón en Waterloo, etc.), hace unos días se ha señalado su presencia en París, a raíz de las huelgas revolucionarias. Su espantable imagen se localizó en los barrios de Menilmontant y en Saint Germain des Prés, sin duda dispuestos a todo. Las desgracias pudieron evitarse merced a la reacción conjunta de los estudiantes y las fuerzas del orden — único momento de colaboración—, lo cual puso en fuga a los árboles asesinos. Por cierto que uno de ellos, al parecer de carácter melancólico y sensible, fue hallado en el vestíbulo del cine “Boul-Mich” cuando contemplaba los procaces fotogramas de una película muy “sexy” japonesa. Se produjo entonces una gran confusión, debido a la cual el “olocanto” pudo huir disfrazado de policía. Hay quien asegura que incluso se apoderó de un coche celular, lanzándose vertiginosamente a través de las barricadas. Si ello es cierto, tendremos una prueba de que el “olocanto”, además de peligroso, es un ser dotado de una alarmante y superior inteligencia. 



lunes, 2 de marzo de 2015

¡Pobre Casey!





Muy lejos estaba de sospechar la cruel coincidencia, el despiadado tiro, de que aquella mañana, justamente (vete a saber si a la hora misma, acaso uno de aquellos acompañamientos), en ese humilladero del verano daban tierra a un escritor con quien esperaba encontrarme. Casi un compatriota, pese al nombre y apellido ostrogodos, que en Roma lucraba el pan —pasados los entusiasmos revolucionarios— como traductor de la FAO.

Calvert Casey, el nombre de pila, por el apellido de uno de los fundadores de Baltimore, su cuna; el apellido, por la sangre irlandesa de su padre, un pingüe guarnicero de aquel paraíso de la hípica que fue el Maryland, luego metido en el ramo de la maquinaria agrícola y con negocios en Cuba, donde casó con una española. Y así Calvert Casey, un cuarentón moreno, flaco y alto, reunía los modales nórdicos, aliviados con el humor irlandés, y una campechanía de cordial marca hispana. Porque la temprana muerte del padre le ancló, desde niño, a Cuba y su ulterior carrera neoyorquina no conseguiría borrar (y él estaba lejos de proponérselo) esta componente de su carácter. Y en Cuba —mientras el aceptado exilio le traía a Europa— seguía la adorada madre española. Diré más: la noticia del fallecimiento de ésta, recibida durante un breve viaje ginebrino, fue la gota que colmó el cáliz del tan voluntario como insufrible destierro. Perdido el último gusto de la vida, nada más regresar de Ginebra se la quitó en su casa de Roma, uno de aquellos días de agobiante e improvisto calor del pasado mes.

Con aquel nombre que parecía desmentirlo, ya que no por su aspecto y talante, Calvet Casey era un escritor, un cumplido narrador y ensayista, en nuestro idioma. Un estupendo escritor de una Cuba que es realidad y mito a un tiempo, blandamente nostálgica del fino europeísmo de sus últimos días españoles, prosaizada por el alud comercial y turístico yanquis, hundida en el concusionario desgobierno y exultante, un momento, a la aurora de la libertad y al prometerse un papel misionero.

Ese complejo y bullente mundo es el de los libros de Casey. Ustedes recordarán la docena de espléndidos y tristes relatos que forman El regreso, como las recientes Notas de un simulador, volúmenes publicados, ambos, por Seix Barral. Cuba, y la nostalgia de Cuba, por poético y humanísimo trasunto de un Paraíso definitivamente perdido: no por próximo, menos inalcanzable. Crecido en el clima de guerras y carrera nuclear, reclamado por dos mundos antagónicos a fuer de hombre partido, abrazando ora una, ora la opuesta ideología, que se le agostaban de inmediato: en denodada e inalcanzable procura de sí mismo, Cuba (la idiosincrasia cubana) aprontaba el escenario ideal para el mundo de sus historias. Esa turbamulta en que la ostentada y próspera modernidad se conjuga con vivencias de arcaicas civilizaciones; donde las esperanzas siempre fallidas, o sólo realizadas con pro para terceros; donde la obsesión de la destrucción total, cruz de unos pocos, se diluye en la indiferencia de los más. Acabada imagen de un mundo en disolución que —al acendrado mirar del melancólico escritor— no invoca otro remedio que revoluciones, matanzas, confinamientos, ley del hambre. Y, de postre, la atómica. Metamórfica virtud del escritor, que de tan negros ingredientes compone un canto a los entrañables valores del linaje humano. Preciosa prenda, ¡pobre Casey!, de esperanza. — M.




 La Vanguardia, 12 de junio de 1969