viernes, 6 de marzo de 2015

De pie sobre la estatua






Guillermo Cabrera Infante



La foto es de un curioso simbolismo. Señala el fin de una tiranía militar al tiempo que entroniza a un soldado. Todos los puntos de la foto convergen hacia el soldado, que está de pie sobre la estatua de un león al inicio de un paseo capitalino. Está el soldado erguido, el rifle en alto sostenido por su mano derecha, mientras su mano izquierda se extiende hacia un lado, tal vez tratando de conservar el equilibrio. Tiene la cabeza alta y erguida, celebrando el momento del triunfo, que es, aparentemente, colectivo.

En el extremo izquierdo de la foto uno de los manifestantes se ha quitado su sombrero de pajilla y saluda hacia lo alto, hacia el soldado. A la derecha y al centro otro manifestante más modesto (está en mangas de camisa) se quita la gorra mientras vitorea al soldado. Todos están cercados por una pequeña turba exaltada por el triunfo de su causa, según parece.

Detrás del soldado se ven unos balcones bordados en hierro y unas ventanas de persianas francesas abiertas de par en par. Más lejos, en la esquina, hay un anuncio de una línea de aviación, en inglés. La foto ha sido reproducida en todas partes como testimonio de su época -o más bien de su momento.




miércoles, 4 de marzo de 2015

El Olocanto




Juan Perucho  



El “olocanto” es un árbol que anda, de instintos terribles y destructores, muy peligroso, pues ataca especialmente al hombre mediante un aguijón retráctil y veloz de unos tres metros de longitud. Fue descubierto por san Jerónimo, cuando hacía penitencia en el desierto, un día de mucho calor y en el que resultaba una bendición del cielo hallar un poco de sombra, fresca y rumoreante. De la desconocida existencia e imagen del “olocanto” se ha aprovechado, recientemente, el escritor inglés John Wyndham montando, en su novela “The day of the triffids”, la peregrina y fantástica figura del “trífido”, planta que vejatoriamente reputa industrial, pero que, no obstante, llega a dominar al mundo. Salimos al paso de esta vulgar invención para restablecer el verdadero origen de esta gran planta o arbusto, cuyo nombre histórico, como hemos dicho, es el de “olocanto”.
Crónicas bizantinas muy antiguas pretenden que Simón el Mago tenía ya un “olocanto” para su uso particular, al que llevaba atado al extremo de una pértiga, notablemente más larga que el aguijón del fiero vegetal, y dichas crónicas pretenden que, con él, Simón el Mago tenía amedrentado al emperador Nerón, el cual, el día que, por vez primera, lo vio, tuvo un susto tan grande que se atragantó con el hueso de una ciruela que se estaba comiendo, y ello con tan mala fortuna que casi se ahoga miserablemente a no ser por el médico griego Philotetes, que desobturó rápida y hábilmente la regia garganta. Nerón, que como ustedes saben, además de refinado, era un reprimido sexual —sea esto dicho con la venia del padre Jordi Llimona-, juró vengarse cuando se terciara, con un lujo delicado y elegante.
Sin embargo, como ya he adelantado al principio, fue san Jerónimo quien, por primera vez, se encontró cara a cara con un “olocanto” que vagaba distraídamente por el desierto de Chalcis, en donde el santo ejercía de anacoreta. La sorpresa fue mutua. El horrible vegetal, que se sustentaba sobre tres raíces-patas y andaba con un movimiento de vaivén —hacia atrás y hacia delante— verdaderamente abominable, se detuvo, y algo debió prevenirle de la excepcional condición del santo, pues se arrastró humildísimo a sus pies. Jerónimo le alargó un cuenco de leche de camella, que fue ingurgitado con precipitada delectación, tras lo cual el “olocanto” desapareció velozmente más allá de una colina, después de hacer tres corteses reverencias. A san Jerónimo le dio mucho que pensar esta extraña aparición, y quedó marcado por ella toda su vida, como es posible observar en la “Altercatio Luciferiani et Orthodoxi” y, sobre todo, en su polémica con Rufino a propósito de Orígenes, traducida en su “De Principiis” y en la célebre y vehemente carta que dirigió a Rufino tratándole de mentiroso, doblado, perjuro y aun hereje.
Por las noticias que tenemos, el “olocanto” se dirigió después a Antioquía, lugar donde realizó una espeluznante matanza con su mortífero aguijón. Los eruditos estiman que es a esta catástrofe a la que se refiere el poeta Meropius Pontius Paulinus, más conocido como Paulino de Nola, cuando escribe:
“Ecce repente mis estrepitum pro postibus audit
et pulsas resonare fores, quo territus amens
exclamat, rursum sibi fures adfore credens...
ser nullo fine manebat
liminibus sonitus...”
Parece ser que muchos magos malvados han utilizado el “olocanto” para fines execrables, como lo son los asesinatos a mansalva, provocar la locura frenética, etc. Lo cierto es que el “olocanto” aparece muy de tarde en tarde, o lo máximo en grupos de tres, y en sitios muy distantes unos de otros. Apenas se sabe nada de su naturaleza, salvo que le gusta la música y, modernamente, el fútbol, pues en 1932 se vio surgir, por encima de las graderías del estadio San Siro de Milán la cresta de un “olocanto”, mientras se celebraba el encuentro entre el Arsenal de Londres y el Inter. La policía lo buscó y lo rebuscó sin resultado alguno, y la prensa internacional criticó duramente a las autoridades fascistas, cuya falta de previsión y diligencia había estado a punto de provocar una hecatombe. Sin duda, el “olocanto” se disimuló en un jardín o un parque público, mientras pasaban las patrullas de policía, bomberos, camisas negras y “balillas” entonando épicamente la “giovinezza”, en espera de que llegara la noche para salir al campo. 
Aparte de las salidas históricas del “olocanto” (hundimiento del imperio de Occidente, el “saco de Roma” por Carlos V, derrota de Napoleón en Waterloo, etc.), hace unos días se ha señalado su presencia en París, a raíz de las huelgas revolucionarias. Su espantable imagen se localizó en los barrios de Menilmontant y en Saint Germain des Prés, sin duda dispuestos a todo. Las desgracias pudieron evitarse merced a la reacción conjunta de los estudiantes y las fuerzas del orden — único momento de colaboración—, lo cual puso en fuga a los árboles asesinos. Por cierto que uno de ellos, al parecer de carácter melancólico y sensible, fue hallado en el vestíbulo del cine “Boul-Mich” cuando contemplaba los procaces fotogramas de una película muy “sexy” japonesa. Se produjo entonces una gran confusión, debido a la cual el “olocanto” pudo huir disfrazado de policía. Hay quien asegura que incluso se apoderó de un coche celular, lanzándose vertiginosamente a través de las barricadas. Si ello es cierto, tendremos una prueba de que el “olocanto”, además de peligroso, es un ser dotado de una alarmante y superior inteligencia. 



lunes, 2 de marzo de 2015

¡Pobre Casey!





Muy lejos estaba de sospechar la cruel coincidencia, el despiadado tiro, de que aquella mañana, justamente (vete a saber si a la hora misma, acaso uno de aquellos acompañamientos), en ese humilladero del verano daban tierra a un escritor con quien esperaba encontrarme. Casi un compatriota, pese al nombre y apellido ostrogodos, que en Roma lucraba el pan —pasados los entusiasmos revolucionarios— como traductor de la FAO.

Calvert Casey, el nombre de pila, por el apellido de uno de los fundadores de Baltimore, su cuna; el apellido, por la sangre irlandesa de su padre, un pingüe guarnicero de aquel paraíso de la hípica que fue el Maryland, luego metido en el ramo de la maquinaria agrícola y con negocios en Cuba, donde casó con una española. Y así Calvert Casey, un cuarentón moreno, flaco y alto, reunía los modales nórdicos, aliviados con el humor irlandés, y una campechanía de cordial marca hispana. Porque la temprana muerte del padre le ancló, desde niño, a Cuba y su ulterior carrera neoyorquina no conseguiría borrar (y él estaba lejos de proponérselo) esta componente de su carácter. Y en Cuba —mientras el aceptado exilio le traía a Europa— seguía la adorada madre española. Diré más: la noticia del fallecimiento de ésta, recibida durante un breve viaje ginebrino, fue la gota que colmó el cáliz del tan voluntario como insufrible destierro. Perdido el último gusto de la vida, nada más regresar de Ginebra se la quitó en su casa de Roma, uno de aquellos días de agobiante e improvisto calor del pasado mes.

Con aquel nombre que parecía desmentirlo, ya que no por su aspecto y talante, Calvet Casey era un escritor, un cumplido narrador y ensayista, en nuestro idioma. Un estupendo escritor de una Cuba que es realidad y mito a un tiempo, blandamente nostálgica del fino europeísmo de sus últimos días españoles, prosaizada por el alud comercial y turístico yanquis, hundida en el concusionario desgobierno y exultante, un momento, a la aurora de la libertad y al prometerse un papel misionero.

Ese complejo y bullente mundo es el de los libros de Casey. Ustedes recordarán la docena de espléndidos y tristes relatos que forman El regreso, como las recientes Notas de un simulador, volúmenes publicados, ambos, por Seix Barral. Cuba, y la nostalgia de Cuba, por poético y humanísimo trasunto de un Paraíso definitivamente perdido: no por próximo, menos inalcanzable. Crecido en el clima de guerras y carrera nuclear, reclamado por dos mundos antagónicos a fuer de hombre partido, abrazando ora una, ora la opuesta ideología, que se le agostaban de inmediato: en denodada e inalcanzable procura de sí mismo, Cuba (la idiosincrasia cubana) aprontaba el escenario ideal para el mundo de sus historias. Esa turbamulta en que la ostentada y próspera modernidad se conjuga con vivencias de arcaicas civilizaciones; donde las esperanzas siempre fallidas, o sólo realizadas con pro para terceros; donde la obsesión de la destrucción total, cruz de unos pocos, se diluye en la indiferencia de los más. Acabada imagen de un mundo en disolución que —al acendrado mirar del melancólico escritor— no invoca otro remedio que revoluciones, matanzas, confinamientos, ley del hambre. Y, de postre, la atómica. Metamórfica virtud del escritor, que de tan negros ingredientes compone un canto a los entrañables valores del linaje humano. Preciosa prenda, ¡pobre Casey!, de esperanza. — M.




 La Vanguardia, 12 de junio de 1969


sábado, 28 de febrero de 2015

Simone Boué compañera de Cioran





Fernando Savater 




Simone Boué, profesora de Liceo y compañera de E.M. Cioran durante más de 50 años, falleció ahogada en una playa francesa el pasado verano. Dice Stendhal: "Hacen falta al menos 10 líneas en francés para alabar a una mujer con delicadeza". Yo necesitaría muchas más en español para hacer medianamente justicia a Simone en esta despedida. Era inteligente, vivaz, irónica, discreta. Sobre todo era la elegancia misma, la encarnación de ese chic parisiense que puede pasarse de pasarelas y que no se adquiere derrochando dinero en casa de los modistas. A ella le bastaba -tenía que bastarle porque eran pobres- con un pañuelo, una sencilla rebeca, con cambiar de sitio una flor. En la casa minúscula de la rue de l'Odeon todo era perfecto y humilde, como pintado por Vermeer. "¡Agáchese!", me decía Cioran al entrar. "¡Cuidado con la cabeza, la puerta es muy baja!". Parte del gozo de su hospitalidad generosa y cordial era oírles contar las anécdotas a medias, lanzándose tiernas puyas: él criticando a Francia sin la cual no podía vivir; ella, francesa a más no poder. Al final, cuando Cioran empezaba a perder la cabeza, ella completaba, sin que se notaran sus balbuceos, y hacía ambos papeles, el censor acerbo y la amable réplica. La vi por última vez en junio, en el primer aniversario de la muerte de Cioran. "Por favor, cuidado con la cabeza", me dijo al entrar. Me contó su amargura por una biografía reciente de Cioran, no tanto por la insistencia escandalosa en sus veleidades fascistas juveniles como por la pedante bobada de compararle ¡con Wittgenstein! Luego nos despedimos y era para siempre. No sé quién será el próximo inquilino del pequeño apartamento en el corazón del barrio latino; no sé si sabrá que en esas tres habitaciones se vivió una tan larga y preciosa historia de amor. Por favor, agachen la cabeza; y descúbranse-




El País, 30 septiembre de 1997



martes, 24 de febrero de 2015

A un joven






Carlos Drummond de Andrade



Estimado Alipio:


Ayer por la noche, al salir usted de mi departamento, adonde vino en busca de sabiduría griega y sólo encontró un coñac y un gato llamado Crispín, decidí pasar por escrito lo que le dijera. ¿Lección de escepticismo? No. Eso uno lo aprende solo. La única cosa que se puede remotamente concluir de lo que conversamos es: no vale la pena practicar la literatura, si ella contribuye a agravar la falta de caridad que traemos desde la cuna.

Por eso, y porque no adelantaría nada, no le doy consejos. Le doy anticonsejos, hijo mío. Y si lo llamo hijo perdone: es costumbre de la gente madura. Podría llamarle hermano, tan semejante somos, a pesar del tiempo y de los pormenores físicos: ambos cultivamos lo real ilusorio, que es un bien y un mal para el alma. Poco queda por hacer cuando no nacemos para los negocios ni para la política ni para el oficio de las armas. Nuestro negocio es la contemplación de la nube. Que por lo menos ello no nos torne demasiado antipáticos a los ojos de los coetáneos absorbidos por preocupaciones más seculares. Recoja pues estos apuntes. Alipio, y sepa que lo estimo:

I. Sólo escriba cuando del todo no pueda dejar de hacerlo. Y siempre se puede dejar.
II. Al escribir, no piense que va a derribar las puertas del misterio. No derribará nada. Los mejores escritores consiguen apenas reforzarlo, y no exija de sí tamaña proeza.
III. Si permanece indeciso entre dos adjetivos, deje fuera ambos, y use el sustantivo.
IV. No crea en la originalidad, está claro. Pero no vaya a creer tampoco en la banalidad, que es la originalidad de todo el mundo.
V. Lea mucho y olvide lo más que pueda.
VI. Anote las ideas que tenga en la calle, para evitar desarrollarlas. La casualidad es mal consejero.
VII. No se sienta orgulloso si le dicen que su nuevo libro es mejor que el anterior. Quiere decir que el anterior no era bueno.
VIII. Pero si le dicen que su nuevo libro es peor que el anterior, puede ser que le digan la verdad.
IX. No responda a los ataques de quien no tiene categoría literaria: sería perder el tiempo. Y si el atacante tuviera categoría, no ataque, pues tiene otras cosas que hacer.
X. ¿Cree que su infancia fue maravillosa y merece ser recordada en todo momento en sus escritos? Sus compañeros de infancia ahí están, y tienen opinión diferente.
XI. No salude con humildad al escritor famoso, ni al escritor oscuro con soberbia. A veces ninguno de ellos vale nada, y en la duda lo mejor es ser atento para con el prójimo, incluso si se trata de un escritor.
XII. El portero de su edificio probablemente ignora la existencia, en el inmueble, de un escritor excepcional. No juzgue por eso que todos los asalariados modestos sean insensibles a la literatura, ni que haya obligatoriamente escritores excepcionales en todos los edificios.
XIII. No saque copias de sus cartas, pensando en el futuro. El fuego, la humedad y las polillas pueden inutilizar su cautela. Es más simple confiar en la falta de método de esos tres críticos literarios.


                                                         II


Aquí le mando, joven Alipio, otras grageas de supuesta sabiduría, para completar así la instrucción que le suministré.

XIV. Procure hacer que su talento no ofenda el de sus compañeros. Todos tienen derecho a presumir genialidad exclusiva.
XV. Haga fichas de lectura. Las papelerías aprecian ese hábito. Las fichas absorberán su exceso de vitalidad y, no usadas, son inofensivas.
XVI. Si siente propensión hacia el gang literario, instálese en el seno de su generación y ataque. No hay policía para ese género de actividad. El castigo son sus compañeros y luego el tedio.
XVII. No se juzgue más honesto que su amigo porque sabe identificar un elogio falso, y él no. Tal vez usted sea apenas más duro de corazón.
XVIII. Evite disputar premios literarios. Lo peor que puede suceder es que los gane, otorgado por jueces a los que usted y su sentido crítico jamás premiarían.
XIX. Su vanidad asume formas tan sutiles que llega a confundirse con la modestia. Haga una prueba: proceda conscientemente como vanidoso, y verá cómo se siente.
XX. Sea más tolerante con el fanfarronismo de su amigo; casi siempre esconde una deficiencia, y sólo impresiona a otros fanfarrones.
XXI. En cuanto a su propio fanfarronismo, éste se enfriará si usted observa que, en la hipótesis más cristalina, es objeto de tolerancia ajena.
XXII. Antes de reproducir en la solapa de su libro la opinión del cofrade, piense, primero, que él no autorizó su divulgación; segundo, que la opinión puede ser mera cortesía; tercero, que usted no admira tanto a su cofrade.
XXIII. Procure ser justo con los otros; si fuera muy difícil, bondadoso; en el peor de los casos, elusivo.
XXIV. Opinión duradera es la que se mantiene válida por tres meses. No exija mayor coherencia de los otros ni se sienta obligado intelectualmente a tanto. Y proceda a la revisión periódica de sus admiradores.
XXV. Procure no mentir, a no ser en los casos indicados por la cortesía o por la misericordia. Es arte que exige gran refinamiento, y usted será recibido allí dentro de diez años, si llega a ser famoso; y si no llega, no habrá valido la pena.
XXVI. Déjese fotografiar con placer, sin llamar a los fotógrafos; no rechace dar autógrafos i se mortifique si no se los piden. Homero no dejó cartas ni retratos, Baudelaire dejó unos y otros. Lo esencial sucede con otros papeles.
XXVII. Usted tiene un diario para explicarse: ¿se encuentra tan confundido? Para justificarse: ¿su conciencia anda medio turbia? Para proyectarse en el futuro: ¿se juzga tan extraordinario?
XXVIII. Trate a las corporaciones con cortesía, pues algún día puede ingresar en una; con indiferencia, pues lo más probable es no ingresar nunca.
XIX. Aplíquese a no sufrir con el éxito de su compañero, incluso admitiendo que él sufra por el suyo. Por egoísmo, ahórrese cualquier especie de sufrimiento.
XXX. Una buena combinación moral es la del orgullo y la humildad; ésta nos absuelve de nuestras flaquezas, aquél nos impide caer en otras. En cuanto a los santos escritores, es de suponer que fueran canonizados a pesar de su condición literaria.
XXXI. Sea discreto. Es lo más cómodo.



Traducción: Inti García Santamaría



 El poeta y su trabajo / 17 –otoño 2004.