sábado, 21 de febrero de 2015

El perro de Pergolesi



Guy Davenport



Hace unos doce años, en medio de una de esas conversaciones que en un momento pueden referirse al asma de Proust y enseguida al tamaño de las barras de chocolate en estos tiempos perversos, Stan Brakhage—el más avanzado guardia de los cineastas—me preguntó si yo sabía algo del perro de Pergolesi.
“Nada de nada”, respondí confiado, y añadí que no sabía que hubiera tenido uno. ¿Qué era lo que había que saber sobre el perro de Pergolesi? He allí el misterio, replicó él. Justo antes de esa conversación, Brakhage había estado haciendo una película bajo la dirección de Joseph Cornell, el excéntrico artista que juntaba delicados objetos en estrechos marcos de madera para lograr un tipo de arte norteamericano maravilloso e inolvidable, en parte surrealista y en parte casero. Cornell pasó toda su vida adulta más o menos recluido en la Avenida Utopía, en Flushing, husmeando en sus cajas de recortes y rarezas hasta hallar la mágica combinación de cosas que pudiera ordenar en un cajón vitrina—un perico de celuloide de Woolworth’s, un mapa estelar, una pipa de arcilla, una estampilla griega.
Cornell también hizo collages y lo que podría llamarse esculturas—como muñecas en un lecho de ramas—, además de películas. Para éstas necesitaba un camarógrafo; eso explica la presencia de Brakhage en la Avenida Utopía. Los dos se llevaban muy bien, dos genios inventando una extraña poesía de imágenes—calados de la era Victoriana, lámparas con ventiladores, sombrías habitaciones de ventanas melancólicas. Brakhage estaba fascinado con el erudito y tímido Cornell, cuyos pasatiempos incluían la preparación de vastos archivos de ballerinas francesas del siglo diecinueve, las enseñanzas de Mary Baker Eddy, y baratijas de todas las épocas y todos los continentes.
En una de sus charlas surgió el tema del perro de Pergolesi. Brakhage preguntó qué importancia podía tener la tal mascota del compositor. Cornell se puso tieso. Luego levantó los brazos con profunda sorpresa. ¿Qué? ¿Cómo no iba a saber del perro de Pergolesi? Él había asumido, dijo con frialdad y desilusión, que conversaba con un hombre sofisticado y culto. Si el señor Brakhage no comprendía esa alusión al perro de Pergolesi, ¿tendría la amabilidad de retirarse de inmediato y no volver?
Brakhage se marchó. Así concluyó la colaboración entre el cineasta más poético de la república y uno de sus artistas más imaginativos. La pérdida es enorme, y fue el perro de Pergolesi la causa del conflicto.
Hice todo lo que pude para ayudar a Brakhage a encontrar ese perro tan importante y elusivo. Él mismo le preguntó a la gente que en su opinión podría tener noticia. Yo pregunté también. Aquellos a quienes preguntamos a su vez preguntaron a otros. Ni las biografías ni los libros de historia fueron de utilidad. Nadie tenía ni idea de un perro que hubiera pertenecido a Giovanni Battista Pergolesi o que hubiera tenido tratos con él. Durante diez años sondeé a las personas que creí idóneas, y cada vez que me topaba con Brakhage sacudía la cabeza, y él igual: no habíamos encontrado el P. de P.
Nunca se nos ocurrió que Cornell desconociera tanto como nosotros sobre el fulano perro de Pergolesi. En los Cuadernos de Samuel Butler se halla esta aleccionadora entrada: “El escultor Zeffirino Carestia me dijo que en Inglaterra contábamos con un gran escultor llamado Simpson. Me entró la duda y le pregunté por el trabajo del susodicho. Al parecer, era el autor de un monumento a Nelson en la Abadía de Westminster. Me di cuenta, por supuesto, de que aludía a Stevens, quien hizo el monumento a Wellington en la Abadía de San Pablo. Le pregunté de nuevo y resultó que yo tenía razón”.
Nunca tenemos tanta certeza de nuestro conocimiento como al estar totalmente equivocados. La seguridad con la que Chaucer incluyó a Alcibíades en una lista de bellas mujeres, o con la que Keats enumeró en un soneto inmortal los erróneos descubridores del Pacífico, debería ser una lección para nosotros.
La ignorancia alcanza grandes cosas. La más reciente Enciclopedia Británica nos informa que el libro El castillo de Axel, de Edmund Wilson, es una novela (en realidad es un libro de ensayos); que Eudora Welty escribió Reloj sin manecillas (la novela de Carson McCullers); y que la fotografía de Julio Verne que acompaña la entrada sobre él es el retrato de un ave paseriforme de cabeza amarilla(Auriparus flaviceps). La New York Review of Books aludió una vez a Los papeles de Petrarca, de Charles Dickens, y un somnoliento corrector del Times Literary Supplement en una ocasión le atribuyó a Margery Allingham la creación de un detective llamado Albert Camus.
La vaguedad tiene el encanto del color local. En un himnario Shaker, una nota al pie identifica a George Washington como “uno de nuestros primeros presidentes”.
Cuando le entró la loquera con el asunto del perro de Pergolesi, Cornell sobrepasó la mera imprecisión y entró en el terreno de la pifia total. Tarde o temprano la suerte me iba a hacer encontrar a la persona correcta, que resultó ser alguien que estaba al tanto de las veleidades de Cornell en relación con los temas triviales. Se trataba de John Bernard Myers, crítico y comerciante de arte. Él estaba seguro de que Cornell se refería al perro de Borgese. Me quedé mudo, lo mismo que Brakhage en aquella ocasión fatal. ¿Qué? ¿Cómo no iba a saber del perro de Borgese?
Elisabeth Mann Borgese—hija de Thomas Mann, profesora de ciencias políticas en la Universidad de Dalhousie, ecologista y conservacionista distinguida—en los años cuarenta había entrenado un perro para que respondiera preguntas usando una máquina especial que se adaptaba a sus patas. El éxito de esa labor aún resulta dudoso en círculos científicos, pero a Cornell se le grabó el espectáculo del animal con el teclado como si fuera uno de los eventos del siglo, y suponía que cualquier persona bien informada tendría noticia de ello. Lo hacía llorar el hábito de la consumada bestia de la señora Borgese de escribir PERRA MALA cada vez que fallaba una respuesta. Cornell tenía un archivo de recortes de prensa sobre el tema, y a pesar del cambio radical que su imaginación había ejecutado, no tenía escrúpulos a la hora de rechazar a la gente tediosamente ignorante de tan espléndidas cosas.



*Publicado en Every Force Evolves a Form (San Francisco: North Point Press, 1987).






miércoles, 18 de febrero de 2015

Ecos de la prensa



Bruno Schulz


Sin el aplauso del mundo, trabaja (en Drohonycz) con una ensimismada y serena pasión benedictina un extraño artista, enamorado de las leyendas de siglos pasados, que estudia los antiguos documentos, escruta los archivos de la alcaldía e investiga los amarillecidos papeles de la parroquia; se trata del señor Lachawicz, que hace revivir el pasado de nuestra ciudad.

El señor Lachawicz, estudiando con ejemplar esmero los antiguos misales, los libros sagrados y códices, penetró tan a fondo en el estilo de esas obras del arte iluminista que lo conoce al dedillo. El señor Lachawicz tiene un exquisito gusto decorativo. Al parecer –sin ningún esfuerzo e instintivamente- sabe armonizar texto, ornamento e imagen. Como si este artista hubiese descubierto una riquísima vena inventiva que apenas puede controlar. Sin duda alguna, nos encontramos ante un extraordinario fenómeno de epigonismo o atavismo artístico, una reencarnación del antiguo arte iluminista y su traslación a los tiempos modernos.

En esta época agitada y transitoria representa un caso excepcional.

El señor Lachawicz debería ser más conocido en el ámbito de la gráfica contemporánea, puesto que parece no tener competencia. Confiamos que los gestores de nuestra ciudad no dejen escapar la posibilidad de adquirir ese excepcional trabajo de un artista que ha sabido convocar a través de su obra la memoria de Drohobycz.



Primera edición: Przeglad Podkarpacia, Nº 12, 1934
Reimpresión: Jerzy Ficowski, Oklolice…p. 40.


Tomado de Ensayos críticos, 2004. 




sábado, 14 de febrero de 2015

Leche de Underwood





Juán José Saer


Por delicadas que sean, las mañanas
envilecen; lo destructible vacila
y lo que pareciera, frente a nosotros, perdurar,
no nos acoge, menos cruel que indiferente. Animal
anónimo, por más que grites, nadie escucha,
y ni por lejos la lengua es la que conviene.
Existe, tal vez, en alguna parte, un idioma,
nadie niega, pero habría que desandar,
salir, si fuese posible, del centro de la noche,
y empezar de nuevo con otra clase de balbuceo.
Tantas tardes que resbalan:
ya no se sabe
en qué mundo se está, y sobre todo si se está
en un mundo. Se muerde
un fantasma de manzana, mientras sigue merodeando,
como desde un principio, lo oscuro. Destellos
de un sol de invierno en la ciudad
transparente; brillos, rápidos o lentos,
que algunos blanden como pruebas
abandonándose, soñadores, su tibieza. Entre tantas
estrellas, esperanzas: relentes
de un reino animal.



jueves, 12 de febrero de 2015

Vademécum del Cordianismo




Magdalena Duany



Motín del 47

Aún se conservan documentos, cartas, certificados de defunción de ambos bandos. Julio Cesar Cordero de León, biógrafo oficial de Cordia, da fe de ello en Un Líder, un camino: que fue Cordia y no Echemendía quien incitó a los barequianos a lanzar cócteles molotov en cines, fábricas y hoteles y, a asaltar por último la radio y la televisión. El hecho se conoció en Barequia como La Revolución de los Colonios.


Sobre el carácter de los colonios

Aunque recelosos y un tanto nostálgicos, los colonios son  resistentes a las inclemencias del tiempo; taimados y a la vez pachangueros, aman empedernidamente el arroz, la tuberina (especie de ñame azul o violáceo) y las bebidas destiladas. Tienen aptitudes extraordinarias para camuflarse, aprender lenguas, improvisar discursos, cantar y bailar. Pero no para trabajar la tierra, tal vez por lo fácil que resulta.


¿No es verdad que suena bonito?

“Todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos”. En esta cita se apoyó Cordia cuando instauró penas como la ejecución por apaleamiento, la horca express y el paredón... Léase Suplicio en las Islas de Tawanda Dawn.


Quinto Tratado de la Era de la Rectificación

(Puntos decisivos)

1-Habiendo venido a nuestra tierra con intenciones divisionistas, oscuras y mercenarias, cumpliremos el protocolo internacional de enjuiciamiento por alta traición.
2- No habrá linchamientos ni arbitrariedades por parte de colonios sin rango militar. Ofreceremos al enemigo todas las garantías legales.
3-La pena capital será ejecutada en hora y lugar reservados sin presencia de testigos ni prensa.
4- Los cuerpos de los ajusticiados no tendrán derecho a sepultura. Sus restos no mancillarán a nuestros sagrados y honoríficos muertos.


Particularidades de los Fosos del Silencio

Después de la invasión de Playa Caguao, donde los muertos pacían en las cunetas, Colon Cordia firmó un decreto que llamó “Derechos del invasor a sepultura en suelo nacional”. En la misma especificaba que pasadas las 24 horas de exposición a la intemperie, y con el fin de no comprometer la higiene ni el erario público, el cadáver debía ser trasladado a los Fosos del Silencio.

De estos Fosos hay de sobra en todo lo largo y ancho de Barequia. Solo alrededor de Ciudad Barequia, la antigua capital de los barequianos, ahora Coloni Sur, existen veintinueve. Lugar encantador, rodeado de aguas y de una vegetación lujuriante, dispone de plazas, efigies de próceres, plataformas de observación, rampas para misiles y tanques de guerra.

Los Fosos del Silencio están escoltados por espléndidos jardines que los turistas pueden apreciar desde la terraza de la Torre Cordia, la más emblemática de Barequia. Allí se alza, a 68 años de la liberación, el Fuego de la Libertad. 

Pero los Fosos no son otra cosa que inmensos macizos de hormigón armado, cuya misión es desafiar el rigor del tiempo. Todos revestidos de una capa de cal que se retoca de tanto en tanto. La profundidad de dichas construcciones, de aspecto piramidal, varía entre los cincuenta metros a cien de diámetro, por quince a treinta de alto. Según Stvenson Kent, no hay tumbas ni osarios en su interior, sino un pozo circular al que se lanzan los despojos humanos.

La putrefacción no es problema para nadie, ya que al no tener cubierta, esto es, techos, las legiones de buitres hacen su labor de higienización.

Todo en Barequia es comedidamente planificado. Por lo que señala el autor de Rebelión o política en las postrimerías del siglo XX: “Cada Foso del Silencio está resguardado por parapetos de veinte metros de altura que impiden la vista de aquel formidable y repugnante interior. Y aunque aseguran que no hay un solo nativo traidor, allí se acumulan, como por ensalmo, generaciones y generaciones de barequianos o colonios convertidos en montañas de hueso y pelo. No obstante lo arcaico que pueda parecer el Cordianismo en la Era de la globalización, Colon Cordia tiene el mérito de haber sido el primer mandatario del hemisferio en erradicar la pena de muerte por garrote vil, sustituyéndola por otras más expeditas o modernas”.




Magdalena Duany (Quito, 1981). Doctora en Antropología. Profesora adjunta del American Samoa Community College, donde desarrolla un proyecto sobre eco-economía sostenible y biodiversidad. Radica en Samoa desde 2014. 




martes, 10 de febrero de 2015

Chinesias




Rolando Sánchez Mejías


El Barrio Chino de la Habana –situado alrededor de la calle Zanja, que en sus viejos tiempos fue eso: una zanja-, en los años que me gustaba caminarlo, no fue en busca de algo asiático, sino más bien búsqueda de un lugar que carecía de identidad; o más exacto lugar cuya identidad, por extraña, por ligeramente amenazante, conminaba al paseito, a mis no menos deplorables correrías por una Habana que también, por aquellos años –hablo de la década de 1990-, se me volvía ligeramente amenazante. Hoy, remendado el barrio, remedado en lo que pudo ser,  es un Asia de cartón.
 
Y dije paseito porque no quiero ofrecer la idea de que yo era un paseante o flâneur al estilo Baudelaire; ni siquiera al estilo de los paseos esquizo-románticos de un Robert Walser; ni, mucho menos de los paseos de tritón trotón, del inmenso –en obra y gordura- poeta cubano José Lezama Lima, vasco con ojitos de chino acriollado, acrisolado. (Aún queda gente que se pasea, en la Habana, por la Habana, como si la Habana fuera una Ruina gratificante, una Ruina Elegante; de Baudelaire, les queda la cáscara, o la cascarilla [cascarilla: polvo blanco de la cáscara del huevo que se utilizaba para talco y afeites y luego para “limpiezas y resguardos y otros oscuros menesteres”. Porque Baudelaire era lo suficientemente moderno -así son los románticos de pura cepa- para querer ver, lo antiguo-y-nuevo, de un único y súbito coup d´oeil. Mirón trocado en visionario.
 
En realidad, yo no sirvo para pasear. O avanzo muy rápido dando zancadas y zancadillas de desconcierto, o muy lento haciendo “cruzas” de rostros y animales (en Barcelona la gente suele pasearse con perros, incluso he visto a uno que otro gato halado, alado por correa) y pedazos de fachadas, recortado, todo esto, contra un cielito lindo mediterráneo.
 
Así, caminoteando, en 1997, fue que vi, apenas a un mes de mi llegada, a mi primer chino barcelonés. Yo iba por “Joaquín Costa”, y en el cruce de “Ferlandina” con “Joaquin Costa”, vi a mi chino. Es curioso, porque yo ya había intentado ver chinos en lo que aún, a veces, como en lapsus linguae o lapsus topológico, se denomina Barrio Chino de Barcelona. Y no había visto ni uno de tales chinos, cuando los chinos, los asiáticos, los otros, casi por definición, deberían ser legión. 
 
Supongo que para un barcelonés o un payés que jamás hubiera visto en vida a un chino, el ejercicio o experiencia de definirlo –ya no digo describirlo – como chino habría sido, qué duda cabe, extremadamente arduo, complicado, laborioso. A diferencia de un negro (excepto los indianos, muchos en Cataluña no sabían qué cosa, bestia o bestiola, era un negro), de un marroquí, o de un paquistaní (experiencias de conocimiento o reconocimiento que en su momento histórico han sido también laboriosas para un payés o un barcelonés), un chino puede correr la suerte, o desgracia, de no ser reconocido, ni siquiera conocido, a primera vista. Se le con-funde con filipino, o se le hunde en las lindes mogólicas o mongólicas de la estepa rusa, o se trastoca en homo japonicus o, como le pasa a un joveneto y amigo poeta cubano mío –usaba, en los 90, en la Habana, bigotes torcidos hacia arriba-, se le atribuía –a él, cruce de mulata y cantonés- la etnia chino-malaya, como uno de esos personajes de Salgari que se mal oculta entre las lianas de un árbol de malanga.

Volviendo al chino de marras, debo confesar que me detuve alborozado, por no decir alborotado. No era, exactamente, mi chino, como los chinos que yo había visto, conocido o frecuentado en Cuba; aunque tampoco era tan diferente como para excluirlo de aquello que yo entendía por ser o parecer chino. 

No voy a decir que portaba ojos rasgados porque sería abundar en detalles probablemente inocuos para definir a un chino que –coloquémonos en su oblicuo punto de vista-, serían detalles anodinos, digamos poco… chinos. ¡Porque, para hablar en plata, y no dar la lata, como quieren los nuevos y viejos confucianos, el chino de marras llevaba gafas! ¡Oscuras y relucientes gafas Armani que reflejaron por un instante -¡y sólo por un instante!-, los ojos míos que le miraban!

Y ahora voy a citar de golpe y en seguidilla, cinco preciosos “haikus” de Antonio Machado (“Proverbios y cantares”), para que no digan que no quiero remachar la idea, harto brumosa, que tengo, o me tiene suspendido, in mente:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.

Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario.

Busca en tu prójimo espejo;
pero no para afeitarte,
ni para teñirte el pelo.

  
Por otra parte -y nunca mejor dicho por otra parte- ya algunos alemanes “ilustrados”, como el pícaro Lichtenberg (Aforismos), habían oído o leído o visto, imágenes-compuestas como las siguientes, que habría suscrito el mismo Voltaire y, por qué no, buena porción de jesuitas misioneros:

En invierno, los chinos se ponen a menudo de 13 a 14 prendas de vestir una sobre otra, y, en vez de manguito, llevan en la mano una codorniz viva.

Ya Aristóteles –nuestro primer gran jesuita del pensamiento- había llegado –antes que yo ante mi chino-, a una idea brumosa, pero harto cadenciosa como para no ser tomada en cuenta: nadie sabe qué cosa sea lo que no es. 

Y, sin embargo: ¿a quién que sea, o que quiera ser, proyecto de hombre u homínido, más o menos ilustrado, no le atormentan ideas malas, incluso ideas buenas, todas en un mismo saco? Imaginación, Espíritu Secular y prosa de la vida, no siempre son buenos compañeros –como el gato y la zorra de Pinocho- pero quizás son, por ahora, nuestros mejores compañeros de viaje -si logramos añadir (esfuerzo des-Comunal) la corazonada que casi, casi, podemos sentir ante ese otro que es el “otro”: amigo o enemigo. 

En Papá Goriot, Balzac (adjudicándole a Rousseau una idea de Diderot acerca de la tiránica y trágica relación entre lejanía y sentimientos morales), le hace decir a Rastignac, que le habla a un amigo:

-Me atormentan ideas malas. ¿Has leído a Rousseau? 
-Sí.
-¿Recuerdas aquel pasaje en que le preguntaba al lector qué haría si pudiera enriquecerse matando en China, con su sola voluntad, a un anciano mandarín, sin moverse de París?
-Sí.
-¿Y entonces?
-¡Bah! Yo ya voy por el trigésimo tercero mandarín.
-Coño, no hagas bromas. Veamos, si se te demostrara que el asunto es posible, y que bastara con un gesto de la cabeza, ¿tú lo harías?
-¿Es muy viejo el mandarín? Bah, joven o viejo, paralítico o sano, a fe mía… ¡Caramba! ¡Pues no lo haría!





Tomado de La Habana Elegante, no 54, otoño-invierno de 2013.