jueves, 5 de febrero de 2015

Alexis o la Dianética



                                  
Dolores Labarcena


Cuando Sara descolgó el teléfono y una voz familiar le informó que había descuartizado a su hija y arrojado sus miembros al río (“bracitos y piernas flotando corriente abajo”, dijo), corroboró de inmediato su dictamen. Su marido y padre de la criatura, el escritor y maestro de Cienciología Ron Hubbard, siempre lo dio por hecho, era un loco de atar; estaba segura, sin embargo, que la había secuestrado. Aunque la policía al final consideró el asunto “desavenencias domésticas”, Sara no sólo sostuvo el recurso de hábeas corpus sino que se fue al condado de Los Ángeles donde, a público y subasta, le planteó el divorcio, develando a los medios que su matrimonio era una farsa: Hubbard ya estaba casado.

No me detendré en el escándalo mediático en que se vio envuelto Hubbard, ya entonces suficientemente famoso, ni en la promiscua trayectoria de Sara desde sus tiempos de ocultista en el Templi Orientis bajo el liderazgo de Aleister Crowley, sino en Alexis, la niña. Según el padre, y a ojos de muchos acólitos, Alexis fue el primer “bebé dianético” del mundo, protegido desde el nacimiento contra cualquier disturbio o conflicto. Al contrario de un bebé común, había hablado a los tres meses, a los cuatro gateó, y a los once, mantenía un diálogo con cualquier adulto. Por estas dotes que la hacían envidiablemente única y que tanto la emparentaban a él, alegando “lavados de cerebro” por parte de la madre, un celoso y despechado Hubbard la secuestró. 

El camino de huida o salvación pasaba por Chicago, donde se presentó ante un psicólogo a fin de contrarrestar la acusación de su mujer de que era un esquizofrénico de primer orden. El psicólogo le realizó varios exámenes, entre ellos el test de Rorschach, y concluyó que se trataba de una persona creativa, cuyos bandazos nerviosos se explicaban por problemas en el seno familiar. Contento con el resultado efectuó la referida llamada y se dirigió luego a la sede central de la Fundación Dianética, en Elizabeth, New Jersey, donde hizo un alto para proseguir a Florida, pues tenía la intención de escribir su próximo libro y requería de un clima más agradable. Sin embargo, después de algunos días en Tampa y todavía muy tenso por su delicada situación, pensó: por qué no a Cuba.

Claro que no le importaban el calor ni los cocoteros; la elección fue netamente geográfica, Cuba es una isla. ¿A quién se le ocurriría buscarlo allí? Así que al llegar a La Habana en febrero de 1951, junto a su ayudante Mille y la pequeña Alexis, se hospedó en un hotel del Paseo del Prado, no sin antes alquilar una máquina de escribir. Allí permanecieron solo dos noches en las que Hubbard trabajó de corrido, entre el ruido de las tuberías, las vitrolas y el llanto de Alexis, en lo que a la postre sería La ciencia de la supervivencia, obra que terminó semanas más tarde en un cómodo apartamento del Vedado con ayuda de una y otra botella de ron. En cuanto a Alexis, se encargaron un par de niñeras jamaicanas.

Al parecer, poco debió tentarlo la ciudad. Un hombre que lucha contra Xenu, tirano galáctico gobernante de la Confederación Galáctica con sede en la estrella Markab, podía darse el lujo de plantarse un casco, metafóricamente hablando, contra las interferencias externas. De modo que concluyó sus apuntes sobre la “Escala de Tonos”, teoría según la cual el ser humano debía liberarse pasando por diversos niveles, dejando atrás el odio, la ira y las ambiciones hasta llegar al Thetan Operativo, o TO, algo que ni siquiera Buda o Jesucristo  alcanzaron.

Sin embargo, ya en “busca y captura” por el FBI y viendo perseguidores apostados en todas partes, decidió escribirle a Sara comunicándole su paradero. En la carta decía algo así: “Estoy en un hospital militar en Cuba a punto de ser repatriado a los Estados Unidos como científico clasificado inmune a cualquier clase de interferencia”. Había terminado allí supuestamente por una parálisis del lado derecho, que adjudicaba a actos de magia negra por parte de sus enemigos. Añadía que Alexis estaba recibiendo excelentes cuidados y en postdata agregaba: “La Dianética durará 10.000 años”.

Al salir del hospital se presentó en la embajada de su país y alegó que estaba siendo objeto de persecución por los comunistas, quienes querían apropiarse de su manuscrito. El agregado consular, sumamente escéptico, envió de inmediato un telegrama al FBI en Washington pidiendo instrucciones sobre un visitante al que describía, entre otros rasgos, con “ojos bien desorbitados”. La réplica fue escueta pero de algún modo quitaba hierro al asunto: “Que regrese…”.   Y en efecto, eso hizo. Pero valiéndose de sus relaciones con el poderoso magnate Mr. Purcell, aviesamente interesado en la Dianética, quien fletara un avión que lo llevó hasta el aeropuerto de Wichita, donde aterrizó vestido con una guayabera color crema y lo esperaba una multitud de simpatizantes. A poco, escribiría una carta al fiscal general en la que se autotitula “científico del campo de los fenómenos atómicos y moleculares”, y en la cual, aprovechándose del apogeo del macartismo acusa a Sara de infiltrada comunista en la fundación Dianética, así como a su amante Miles Hollister, y a Gregory Hemingway, hijo del escritor. “¿Cuándo, cuándo tendremos una buena redada?”



El divorcio se llevó a término. Sara retiró los cargos de “estrangulaciones y experimentos científicos” e incluso las acusaciones de esquizofrénico, calificándolo ahora de “hombre fino y brillante” y, en cambio, Hubbard le entregó a Alexis. El trato consistía en que si la custodia le pertenecía a la madre, Hubbard la desheredaría de por vida, y así lo hizo.   

Según sus biógrafos (y esto explica, diría cualquier psicólogo, su identificación narcisista con Alexis) ya a los tres años Hubbard domaba caballos, a los cuatro se postulaba “hermano de sangre” de los indios pies negros y a los doce era el Eagle Scout más joven de Estados Unidos. Entre 1925 y 1929 estudió en China, India y el Tíbet, aprendiendo de los más altos maestros, gnósticos y gurús las enseñanzas del jainismo, zoroastrismo, bahaísmo, sijismo y budismo. Habría combatido, además, en la Segunda Guerra Mundial, sufriendo graves lesiones por las que ganó honrosamente la medalla al valor. Pero sin embargo ninguno alude a sus tempranos cambios de humor, ni encaran aquella frase de su juventud: “Me gustaría comenzar una religión. ¡Ahí es donde está el dinero!” Se saltan sus biográficos, igualmente, su homofobia, la que arrastró a Quentin, uno de sus hijos, al suicidio. Tras haberle expresado al padre que deseaba ser bailarín, y que dejaba la Cienciología, Quentin conectó una manguera al tubo de escape de su automóvil.  Pero lo que más llama mi atención al leer su biografía es el “Electrómetro”, un aparato que inventó en 1968 y que según Hubbard podía calcular el sufrimiento al que es sometido un tomate cuando se corta en rebanadas. Actualmente se expone en el Nonseum de Herrnbaumgarten, un pueblito cerca de Viena, donde comparte espacio con la Sub-ametralladora M3 de cañón curvo y el Escarba Nariz mecánico.




miércoles, 4 de febrero de 2015

El día en que murió Lady



Frank O'Hara


Son las 12:20 en Nueva York un viernes
tres días después del día de la Bastilla, sí
es 1959 y voy a que me limpien los zapatos
porque a las 7:15 me apearé del tren de las 4:19
en Easthampton y luego me iré directamente a cenar
y no conozco la gente que me dará de comer

camino por la calle bochornosa que empieza a asolearse
y me tomo una hamburguesa con un batido de malta y compro
un horrible New World Writing para ver lo que los poetas
de Ghana están haciendo hoy en día

sigo hasta el banco y la señorita
Stillwagon (una vez oí que su nombre de pila es Linda)
por primera vez en su vida ni siquiera se fija en mi saldo
y en el Golden Griffin consigo un pequeño Verlaine
para Patsy con dibujos de Bonnard aunque también
pienso en Hesíodo, trad. Richmond Lattimore o
la nueva obra de Brendan Behan o Le Balcon o Les Nègres
de Genet, pero no, me hago con el Verlaine
después de quedarme prácticamente dormido ante el dilema

y sólo por Mike curioseo en la tienda de licores de
Park Lane y pido una botella de Strega y
luego vuelvo por donde vine hasta la Sexta Avenida
y la tabaquería en el teatro Ziegfield y pido
como por casualidad un cartón de Gauloises y un cartón
de Picayunes, y un New York Post con la cara de ella

y para entonces estoy sudando cantidad y me acuerdo
apoyado en la puerta de los lavabos en el 5 Spot
mientras ella susurraba una canción en el teclado
para Mal Waldron y todo el mundo y yo conteníamos el aliento




Traducción de Jorge Ordaz



martes, 3 de febrero de 2015

Para Holly Andersen





Frederick Seidel


¿Qué podría ser más agradable que hablar de personas que agonizan,
Y los doctores realmente empeñándose,
En una tarde de invierno,
En el Carlyle Hotel, en nuestro capullo?
Nosotros también vamos a agonizar un día de estos.

La doctora Holly Andersen toma un cosmopolitan de vodka,
Y toma otro, y se convierte verdaderamente en napolitana,
La luna gorjea una canción sobre el sol,
Sentada en un sofá en el Carlyle,
Permanece elegantemente viva, por el momento.

Su espirituosa gracia
Causa, la verdad, cierta angustia.
Hace que mi urbanidad se desvista.
Presento síntomas que expresan
Una subyacente felicidad ante la hermosa vaciedad.

Perdió un paciente muy enfermo especialmente importante para ella.
El hombre murió en la mesa. No era cuestión de sentir alguna culpa o duda.
Algo sobre un doctor que puede curar, o al menos lo puede intentar,
Pero también puede llorar,
Es una suerte de último arrorró, y descansa.




Versión de Jorge Aulicino




domingo, 1 de febrero de 2015

El consejo de Tolstói





Ricardo Piglia

Lunes
Había dejado de tomar alcohol y tenía pequeñas perturbaciones que me producían efectos extraños. No lograba dormir y en las noches de insomnio salía a caminar por las calles vacías. El pueblo parecía deshabitado y yo me internaba en los barrios oscuros, como un espectro. Veía las casas en la claridad de la noche, los jardines iguales; oía el rumor del viento entre los árboles.
Martes
Salgo de esos estados medio encandilado como quien ha pasado demasiado tiempo mirando la luz de una lámpara. Me despierto con una rara sensación de lucidez, recuerdo vívidamente algunos detalles aislados -una cadena rota en la vereda, un pájaro congelado en la nieve, la frase de un libro-. Es lo contrario de la amnesia: las imágenes están fijas con la claridad de una fotografía.

Últimamente han aparecido lo que podríamos llamar utopías defensivas. ¿Cómo podríamos escapar del control?


Sólo mi médico en Buenos Aires sabe lo que está pasando y, de hecho, en diciembre, me prohibió viajar. Imposible, voy a dar clase.
Si me seguían los síntomas tenía que hacerme ver. Es un gran clínico y un hombre afable; siempre está sereno. Según él, yo padecía una rara dolencia llamada Cristalización arborecente. El cansancio acumulado y un leve disturbio neurológico me producían pequeñas alucinaciones.
Jueves
Hay un mendigo que pasa la noche en el estacionamiento del restaurant Blue Point, al fondo de Nassau Street. Tiene un cartel en el pecho que dice: "Soy de Orión" y viste un piloto blanco abotonado hasta el cuello. De lejos parece un enfermero o un científico en su laboratorio. Ayer, cuando volvía de una de mis caminatas nocturnas, me detuve a conversar con él. Ha escrito que es de Orión por si aparece alguien que también es de Orión. Necesita compañía, pero no cualquier compañía. "Sólo personas de Orión, Monsieur", me dice. Cree que soy francés y no lo he desmentido para no cambiar el curso de la conversación. Al rato se queda en silencio y después se recuesta en el alero y se duerme. Tiene un carrito de supermercado en el que lleva todas sus pertenencias.
Viernes
Cuando me siento encerrado voy a Nueva York y paso un par de días en medio de la multitud de la ciudad, sin llamar a nadie, sin hacerme ver, visitando lugares anónimos y evitando los bares. Paro en Leo House, una residencia católica, atendida por monjas. Fue creada como hospedaje para los familiares que visitaban a los enfermos de un hospital cercano pero ahora es un pequeño hotel abierto al público (aunque tienen prioridad los sacerdotes y los seminaristas).
En Chelsea, encontré un videoclub Films noir especializado en películas policiales. El dueño es bastante simpático; lo llaman Dutch porque es hijo de holandeses. Tiene algunas joyas inhallables, por ejemplo Detour de Edgar Ulmer, una película extraordinaria, superserie B, filmada en una semana, casi sin plata; largos primeros planos de un viaje en auto, conversaciones en off, luces en la noche. Cuenta la historia de un hombre desesperado que hace autostop y se pierde en los desvíos del camino. Parece una versión psicótica de On the road de Kerouac. Todo lo que encuentra por azar en la ruta es destructivo y mortal.
En realidad estoy buscando Sección: Desaparecidos del director francés Pierre Chenal, basada en la novela de David Goodis, y filmada en Buenos Aires en los años cuarenta. Un film mítico que nadie ha visto. El Holandés me aseguró que puede localizarlo pero tengo que darle tiempo, cree que hay una copia en uno de los sitios piratas del Perú, Polvos azules, donde se encuentran las réplicas de todas las películas que se han filmado en el mundo.
Lunes
Ayer cuando llegué de vuelta a casa era cerca de la medianoche. Encontré correspondencia atrasada en el buzón, pero nada importante, facturas sin pagar, folletos de publicidad. Miré un rato televisión, los Lakers vencían a los Celtics, Obama sonreía con su aire artificial y campechano, un auto se hundía en el mar en un aviso de Toyota, en un canal estaban proyectando Possessed de Curtis Bernhardt, una de mis películas favoritas. Joan Crawford aparece en medio de la noche en un barrio de Los Ángeles y deambula por las calles extrañamente iluminadas.
Creo que me adormecí porque me despertó el teléfono y alguien que conocía mi nombre y me llamaba Profesor con demasiada insistencia, se ofreció a venderme cocaína.
Al sonar el teléfono creí que era un amigo que me llamaba desde Buenos Aires y bajé el sonido del televisor. Cuando el dealer se dio a conocer, pensé que todo era tan insólito que seguro era cierto. Me negué y corté la comunicación. Podía ser un chistoso, un imbécil o un agente de la DEA que estaba controlando la vida privada de los académicos de las Ivy League. ¿Cómo conocía mi apellido?
En la pantalla las figuras silenciosas de Geraldine Brooks y de Van Heflin se abrazaban bajo la claridad pálida. Del otro lado de la ventana, vi la casa iluminada de mi vecino y, en la sala de abajo, una mujer con jogging que hacía ejercicios de Tai Chi, lentos y armoniosos, como si flotara en el aire.
Miércoles
Últimamente han aparecido lo que podríamos llamar las utopías defensivas. ¿Cómo podemos escapar del control? Una estrategia de huida imposible porque no hay lugar de llegada. Hace unos meses hicimos una antología en Buenos Aires y le pedimos a veinte narradores de distintas generaciones que escribieran un relato situado en el futuro. Los textos, más que apocalípticos, eran ficciones defensivas, definidas por la soledad y la fuga. Son utopías que tienden a la invisibilidad, intentan producir un sujeto fuera de control.
Sábado
Las mujeres que salen a fumar a los portales de los edificios de Nueva York tienen un aspecto furtivo, me dice ella, son inquietantes. Se ven pocos hombres, cada vez menos, fumando en la calle. Las mujeres salen de sus empleos y encienden un cigarrillo bajo el aire helado, determinadas por la urgencia y la gracia seductora de la adicción. Un vicio débil, si se puede llamar así. Los yonquis todavía se esconden. Siento haber dejado de fumar, al verlas, me dice. Luego, como si continuara lo que ha dicho antes, dice: En esta época, por primera vez en la historia, hay más escritores que lectores de literatura.
Jueves
Después de tantos años de escribir en estos cuadernos he empezado a preguntarme en qué tiempo de verbo hay que situar los acontecimientos. Un Diario registra los hechos mientras suceden, no los recuerda, ni los organiza narrativamente. Tiende al lenguaje privado, al ideolecto. Por eso cuando uno lee un Diario, encuentra bloques de existencia, siempre en presente, y sólo la lectura permite reconstruir la historia que se despliega invisible a lo largo de los años. Los Diarios aspiran al relato y en ese sentido están escritos para ser leídos (aunque nadie los lea).
Martes
Trabajo en el prólogo a una edición de los últimos relatos de Tolstói. Los escribía en secreto, escondido de sí mismo, y son, desde luego, excelentes, mucho mejores que los cuentos de Chéjov.
Luego de la conversión que lo ha llevado a abandonar la literatura, Tolstói decide dedicar su vida a los campesinos, convertirse en otro, ser más puro y más sencillo. Renuncia a sus propiedades, quiere vivir del trabajo manual. Resuelve aprender a hacer zapatos, porque un par de botas bien hechas son, según dice, más útiles que Anna Karenina. El zapatero del pueblo le enseña -con temor ante las incomprensibles excentricidades del conde- su viejo oficio.
Tolstói anotó en su diario. Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir. Esa frase tendría que ser la consigna de la literatura contemporánea.




Tomado de El País, 11 de marzo de 2011



V. HAMBRE





Anne Carson



Cuando se declaró la hambruna, Lev se movió como un león
de pueblo en pueblo, distribuyendo pan,
durmiendo en una choza mísera. En el curso de dos años
levantó 248 comedores de beneficencia. Le preguntó
a este vasto país,
¿no somos el custodio de nuestro hermano?

(El gobierno consideró la posibilidad de confinarlo en una fortaleza,
lo que le hubiera encantado.)

Ahora empujaba un arado y el mundo le observaba.
Tolstoi arando (de Repin) le muestra
doblado sobre la tierra ocre, sin carne a la vista.

Sus terneros suaves como nutrias.




Traducción de Jordi Doce