domingo, 11 de enero de 2015

Nabokov o el destierro como estilo




 Fernando Savater



Los múltiples exilios de VIadimir Nabokov remiten metonímicamente a su verdadero destierro, a su desplazamiento esencial: el que le aleja de su lengua. Expulsado de Rusia, de Alemania, de Francia, acosado por los simétricos totalitarismos nazi y bolchevique, Nabokov resbala fundamentalmente sobre las lenguas europeas, desgarrándose de ese ruso del que Sholzenitsyn le proclama prosista incomparable hacia un imposible damero maldito de idiomas estructurado sobre el basamento del inglés. De algún modo, Nabokov ha renunciado a convertirse en un buen escritor anglosajón, como logró ser Conrad, pues esto supondría desistir de su condición de exiliado y asimilarse definitivamente a su lingüística, patria adoptiva; por eso conserva en sus novelas fragmentos en diversos idiomas, descoyunta los significados trasladándolos de una lengua a otra, traduce y retraduce cada párrafo como el malabarista que trastoca fulminantemente la posición de las cáscaras de nuez hasta que somos incapaces de decir dónde se oculta el esquivo guisante. Parece como si el inglés fuera en lo idiomático lo que Estados Unidos en lo nacional, una abstracta estructura en la que se hacen compatibles diversidades europeas de las que recibe su vitalidad: así al menos parece verlo el exiliado Nabokov. En cierta ocasión, Mircea Eliade preguntó a Saint John Perse por qué había elegido Washington DC para vivir, a lo que el poeta -repuso: «Porque es una ciudad que no existe, una simple ficción administrativa; es vivir en lo indeterminado». Algo así pareció encontrar Nabokov en el inglés-americano, cuando recibió de Estados Unidos dos irónicas identidades: un idioma base, que le permitiera, potenciar al máximo la diversidad de los que posee, y una nacionalidad que le ha permitido exiliarse de nuevo tranquilamente a la muy abstracta Suiza. Nabokov sólo quería un idioma fijo para exhibir mejor la irreductible diferencia de los otros y un pasaporte americano para conquistarse sin disputa el derecho a no estar en ningún sitio. Tal es la ética de ese destierro que Nabokov ha decidido transformar en estilo. Representante demasiado lúcido de los ciudadanos de naciones que ya no son patrias, de los hablantes de lenguas de impura vitalidad mezclada, de quienes renuncian a toda palabra con mayúscula para que les dejen seguir jugando a lo que les gusta, Nabokov es el más contemporáneo de los novelistas. Y quizá también el más grande. La novela titulada Barra siniestra, que acaba de aparecer en castellano, es la primera en que Nabokov asumió su exilio lingüístico y se decidió a escribir en inglés. Un inglés esmaltado de ruso, de alemán, hasta de latín, una especie de volapük de envidiable maestría barroca. El largo, conscientemente autoirónico prólogo nos instala desde la entrada en la pura reflexión sobre el estilo. Nabokov insiste en que se trata de escribir y nada más: no hay mensaje, no hay alegoría, no hay ideas... La delegación vienesa no está invitada. «No me interesa la sátira,- ni la política ni la economía; no me preocupan la bomba atómica ni el futuro de la humanidad». ¿Qué pensar de estas declaraciones tajantes, de esta apología sin rebozo del más descarnado art pour,l'art? Me atrevo a prestar un testimonio dubitativo a título personal: me fastidia soberanamente todo experimentalismo literario, toda novela que exige para ser gozada afición a la semiología o un número extraordinario deTel Quel, pero nada me divierte y me hace disfrutar tanto como los libros de Nabokov. Nada mejor urdido que sus tramas, nada tan permanentemente inteligente como sus ideas, lanzadas al acaso, como el helado y terrible humor con que analiza las situaciones creadas. Leyendo a Nabokov se paladea sin duda el triunfo de un estilo fulgurante, pero también -tanto monta...- un, concienzudo desarraigo de los tópicos morales, que rigen el mundo, una visión implacable de lo que los hombres han hecho con los otros hombres o el destino con todos ellos, un áspero anhelo sólo a medias admitido de libertad y sinceridad de ánimo. Barra siniestra es una novela antitotalitaria en ese sentido eficaz que los escritores directamente testimoniales o panfletarios no alcanzan jamás. Es también el poema de ternura atroz que narra el despedazamiento de dos seres que se aman por la repugnante razón de Estado.





Tomado de El País, mayo, 1976



Plan rataplán




Kurt Vonnegut



Rataplán, plan, plan; Rataplán, plan, plan.
¡Plan, rataplán! ¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
TAMBORES DE MARTE


Los hombres se habían encaminado a la pista de desfile al son de un tambor. El tambor les decía:

Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan,
¡Plan, rataplán!
¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.

Era una división de infantería de diez mil hombres formados en un cuadrado hueco sobre una pista natural para desfiles, de hierro, y de un kilómetro y medio de espesor. Los soldados, en posición de firmes, estaban en una superficie de herrumbre anaranjado. Se estremecían rígidamente, porque eran todo lo férreos que podían, tanto oficiales como soldados. Los uniformes eran de una textura áspera, de un verde escarchado, del color de los líquenes.
Los soldados se habían puesto en posición de firmes en profundo silencio. No se había dado ninguna señal audible o visible. Lo habían hecho como un solo hombre, como por una pasmosa coincidencia.
El tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de Infantería de Asalto era un soldado raso que había sido degradado tres años antes, siendo teniente coronel. Hacía ocho años que estaba en Marte. Cuando un hombre en un ejército moderno es degradado a soldado raso, es probable que como soldado sea viejo y que sus camaradas de armas, una vez habituados a que no sea un oficial, por respeto a sus perdidas insignias lo llamen algo así como Pops, o Gramps, o Unk*.
El tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de Infantería de Asalto respondía al apodo de Unk. Unk tenía cuarenta años. Era un hombre bien plantado, peso mediano pesado, de piel morena, labios de poeta, suaves ojos castaños en las profundas órbitas sombreadas por un entrecejo de hombre de Cromagnón. Una calvicie incipiente dejaba aislado un dramático mechón.
Una anécdota ilustrativa sobre Unk: Una vez que la sección de Unk estaba tomando una ducha, Henry Brackman, sargento de la sección de Unk, le pidió a un sargento de otro regimiento que eligiera el mejor soldado de la sección. El sargento de visita, sin ninguna vacilación, eligió a Unk, porque era un hombre compacto, bien musculoso e inteligente.
Brackman abrió grandes ojos.

—Cristo... ¿te parece? —dijo—. Es el boludo de la sección.
—¿Me estás tomando el pelo? —dijo el sargento.
—Carajo, no te estoy tomando el pelo —dijo Brackman—. Míralo, hace diez minutos que está ahí, y todavía no ha tocado el jabón. ¡Unk! ¡Despierta, Unk!
Unk se estremeció, dejó de soñar bajo las salpicaduras de la ducha. Miró interrogante a Brackman, vacío, bien intencionado.
—¡Usa el jabón, Unk! —dijo Brackman—. ¡Usa el jabón, carajo!
Ahora, en la pista de hierro, Unk estaba en posición de firme en el cuadrado vacío, como todos los demás.
En el centro del cuadrado vacío había un pilar de piedra con aros de hierro. Habían pasado chirriantes cadenas a través de los anillos, las habían ajustado alrededor de un soldado pelirrojo parado contra un poste. Era un soldado limpio, pero no impecable, puesto que le habían arrancado del uniforme todas las insignias y condecoraciones, y no tenía cinturón, ni corbata, ni inmaculadas polainas.
Todos los demás, incluso Unk, resplandecían. Todos los demás lucían primorosos.
Algo desagradable iba a ocurrirle al hombre del poste, algo de lo cual el hombre hubiera deseado con toda el alma escapar, algo de lo cual no escaparía a causa de las cadenas.
Y todos los soldados mirarían.
Se había dado gran importancia al acontecimiento.
Hasta el hombre del poste estaba en posición de firme; dadas las circunstancias no podía hacer realmente otra cosa.
De nuevo, sin orden audible o visible, los diez mil soldados ejecutaron el movimiento de descanso como un solo hombre.
Lo mismo hizo el hombre del poste.
Los soldados se mantuvieron en fila, aunque les hubieran dado orden de descanso. Su obligación era descansar pero sin moverse del lugar y guardando silencio. Ahora los soldados eran libres de pensar un poco, y de mirar alrededor y enviar mensajes con los ojos, si tenían mensajes y alguien podía recibirlos.
El hombre del poste tironeó de las cadenas, estiró el pescuezo para juzgar la altura del poste al que estaba encadenado. Era como si creyese que podía escapar aplicando un método científico, con sólo que pudiera averiguar la altura del poste y de qué estaba hecho.
El poste tenía casi seis metros de alto, sin contar los tres metros y medio encastrados en el hierro. El diámetro medio era de unos sesenta centímetros pero con variaciones que llegaban a más de veinte. Estaba hecho de cuarzo, álcali, feldespato, mica, y huellas de turmalina y hornablenda. Para información del hombre sujeto al poste: estaba a doscientos veintisiete millones setecientos cincuenta y seis mil ciento sesenta y ocho kilómetros del Sol, y no tenía ayuda posible. El hombre pelirrojo sujeto al poste no emitió ningún sonido, porque a los soldados en posición de descanso no les estaba permitido hacerlo. Pero envió un mensaje con los ojos, para que se supiera que hubiera querido llorar. Envió el mensaje a alguien cuyos ojos se encontraran con los suyos. Confiaba en que el mensaje llegara a una persona en particular, a su mejor amigo, a Unk. Estaba buscando a Unk. No pudo encontrar la cara de Unk. De haber encontrado la cara de Unk, no habría habido ni un atisbo de reconocimiento y piedad en ella. Unk acababa de salir del hospital de la base, donde había sido tratado por enfermedad mental, y su mente estaba casi en blanco. Unk no reconocía a su mejor amigo en la picota. Unk no reconocía a nadie. No habría sabido siquiera que su nombre era Unk, no habría sabido siquiera que era un soldado, si no se lo hubiesen dicho al salir del hospital.
Había pasado directamente del hospital a la formación que integraba en ese momento. En el  hospital le habían dicho una y otra vez que era el mejor soldado de la mejor sección del mejor pelotón de la mejor compañía del mejor batallón del mejor regimiento de la mejor división del mejor ejército.
Unk conjeturó que uno podía enorgullecerse de eso. En el hospital le dijeron que había estado muy enfermo, pero que ahora se había repuesto del todo. Parecía una buena noticia.
En el hospital le dijeron el nombre de su sargento, qué era un sargento y cuáles eran los símbolos de las jerarquías, los grados y las especialidades.
Tanto habían blanqueado la memoria de Unk, que habían tenido que enseñarle inclusive a mover los pies y a manejar nuevamente las armas.
En el hospital habían tenido que explicarle qué eran las Raciones Respiratorias de Combate o R.R.C.; tuvieron que decirle que tomara una cada seis horas para no asfixiarse. Eran píldoras de oxígeno necesarias porque faltaba ese elemento en la atmósfera marciana.
En el hospital tuvieron que explicarle incluso que tenía una antena radial instalada en la coronilla y que le dolería cada vez que hiciera algo que un buen soldado no debe hacer jamás. La antena le daría además órdenes y le proporcionaría música de tambores para marchar. Le dijeron que no sólo él, Unk, sino también todos los demás tenían una antena así, incluidos los médicos, las enfermeras y los generales de cuatro estrellas. Era un ejército muy democrático, dijeron.
Unk sospechó que era bueno que un ejército fuese así.
En el hospital le dieron un pequeño ejemplo del dolor que le produciría la antena si alguna vez hacía algo malo.
El dolor era horrible.
Unk se vio obligado a admitir que un soldado tenía que estar loco para no cumplir siempre con su deber.
En el hospital habían dicho que la regla más importante de todas era ésta: obedece siempre una orden directa, sin un momento de vacilación.
Allí, en formación, en la pista de hierro, Unk comprendió que tenía mucho que reaprender. En el hospital no le habían enseñado todo lo que se podía saber sobre la vida.
En la cabeza de Unk la antena dio de nuevo una señal de atención y la mente le quedó en blanco. Luego la antena volvió a ordenarle descanso, luego de nuevo firme, luego presentar armas, luego descanso de nuevo.
Empezó a pensar otra vez. Tuvo otro atisbo del mundo que lo rodeaba.
La vida era así, se dijo Unk cautelosamente: blancos y atisbos, y de vez en cuando quizá ese terrible relámpago de dolor por haber hecho algo malo.
Una pequeña luna baja se movió rápidamente en el cielo violeta. Unk no sabía por qué, pero pensó que la luna se movía demasiado rápido. No parecía correcto. Y el cielo, pensó, debería ser azul y no violeta.
Unk sintió frío, también, y deseó que hiciera más calor. El frío interminable parecía tan equivocado, tan injusto en cierto modo como la rápida luna y el cielo violeta.
El comandante de división de Unk hablaba ahora con el comandante del regimiento. El comandante del regimiento de Unk se dirigió al comandante del batallón. El comandante del batallón de Unk se dirigió al comandante de la compañía. El comandante de la compañía de Unk se dirigió al jefe del pelotón, que era el sargento Brackman.
Brackman se acercó a Unk y le ordenó que marchara militarmente hasta el hombre sujeto a la picota y lo estrangulara hasta matarlo.
Brackman le dijo a Unk que era una orden directa. Entonces Unk la cumplió.
Caminó hasta el hombre sujeto al poste. Caminó al ritmo de la musiquita seca de un tambor. El sonido del tambor estaba realmente dentro de su cabeza, saliendo de la antena:

Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan.
¡Plan rataplán!
¡Plan rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, plan.

Cuando Unk llegó hasta el hombre en la picota, vaciló justo un segundo, porque el hombre pelirrojo en la picota parecía muy desdichado. Entonces hubo una leve advertencia dolorosa en la cabeza de Unk, como el primer arañazo de un torno de dentista.
Unk apoyó los pulgares en la tráquea del hombre pelirrojo, y el dolor se detuvo en seco. Unk no apretaba porque el hombre estaba tratando de decirle algo. Unk estaba desconcertado por el silencio del hombre, y entonces comprendió que la antena del hombre debía ordenarle silencio, así como las antenas ordenaban silencio a todos los soldados.
Heroicamente, el hombre en la picota venciendo la voluntad de su antena, habló rápidamente, retorciéndose.
—Unk... Unk... Unk... —dijo, y los espasmos de la lucha entre su propia voluntad y la voluntad de la antena le hacían repetir estúpidamente el nombre—. Piedra azul, Unk — dijo—. Barraca doce... carta.
Unk sintió de nuevo machacar en su cabeza la advertencia dolorosa. Unk estranguló al hombre en la picota, apretó hasta que la cara del hombre se puso violeta y se le salió afuera la lengua.
Unk retrocedió, se puso en posición de firme, dio una elegante media vuelta y volvió a su lugar en las filas, acompañado de nuevo por el tambor en su cabeza:

Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan.
¡Plan rataplán!
¡Plan rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, plan.

El sargento Brackman le hizo un gesto con la cabeza a Unk, y un guiño afectuoso.
De nuevo los diez mil se pusieron en posición de firmes.
Horriblemente, el hombre muerto en el poste luchó por llamar la atención, demasiado, arrastrando las cadenas. Fracasó —no logró ser un perfecto soldado— no porque no quisiera serlo, sino porque estaba muerto.
Ahora la gran formación se dividió en sectores rectangulares. Caminaron, sin pensarlo, cada uno con el sonido del tambor en la cabeza. Un observador no hubiera oído nada salvo las pisadas de las botas.
Un observador se hubiera quedado perplejo sin saber quién era el responsable, porque hasta los generales se movían como marionetas, siguiendo el ritmo estúpido del:

Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan.
¡Plan rataplán!
¡Plan rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, plan.






* Papi, abuelo, tío.


Fragmento de Las sirenas de Titán 



Traducción de Aurora Bernárdez


El beso de la muerte y del exilio





Josefina Ludmer


Este homenaje –In memoriam Puig: Sarduy‐ lleva un título literario que forma un espejo con los dos puntos entre los dos escritores. Ese espejo de nombres se refiere también a las escrituras de Puig y Sarduy, acosadas de dobles y reflejos. El título trasciende las inquietudes literarias al presentarlo como un homenaje a la memoria de dos escritores latinoamericanos que no solo cambiaron la representación en América latina, sino que además murieron de sida y en el exilio.

Quisiera unirme a homenaje y al título en espejo del congreso con algunos recuerdos personales de estos escritores que se asocian para mí con el espíritu de los ’60 y los ’70, con la transgresión y la revolución de los ’60 y los ’70. O sea con la modernización literaria en América latina. Con Puig fuimos bastante amigos a principios de los ’70: cultivábamos lo viejo y salíamos a vagar de noche por las zonas viejas de Buenos Aires, y veíamos películas viejas y fuimos juntos a brujos y tarotistas. Vivía con sus padres. Las paredes de su cuarto estaban tapizadas de fotos de estrellas y eso me fascinaba y me hacía revivir mis 13 años. Nunca hablábamos de literatura, sino de nuestros nombres o nuestra presencia pública en la sección literatura. Puig pudo ver claramente la relación directa entre los medios y la literatura que se abrió en América latina en ese mismo momento. Escribía de mañana, iba todos los mediodías al correo y a la tarde visitaba sistemáticamente, cada dos o tres días, a los amigos de las redacciones de los diarios y revistas de moda en aquellos años. Les llevaba su foto estilo Tyrone Power y alguna novedad sobre su obra.

En Buenos Aires, en esos años, Puig era no solo el escritor de vanguardia, sino también “el pesado” de las redacciones.



Unos años más tarde bailé tangos con Sarduy en la Boca, que es el viejo barrio napolitano y proletario de Buenos Aires transformado en lugar kitsch, turístico y pintoresco. El había dado ese día una conferencia donde enunció el ranking literario definitivo. Dijo Sarduy: “Primero Góngora, segundo Lezama, tercero yo”.

Puig y Sarduy no hablaron conmigo de literatura sino de su presencia material en la literatura. Por eso, y por su literatura, los ubicaría en la vanguardia de uno de los momentos más importantes de modernización cultural de América latina en este siglo. Representaron esa modernización desde su vanguardia, y por lo tanto no dejaron de representar la transgresión. En los ’60 se elaboró la equivalencia metafórica entre la violación de los tabúes sexuales y la violación de las normas discursivas que hoy asociamos con la teoría de la textualidad. La transgresión en literatura, las representaciones de la transgresión, casi siempre acompañan los movimientos de modernidad textual y cultural en América latina.

Puig y Sarduy fueron los escritores que representaron la transgresión en todas sus formas: transgresión discursiva, erótica, subversión cultural, literaria y política. Fueron escritores escandalosos, pero yo los reivindicaría hoy como escritores políticos. Fueron acosados por la censura latinoamericana. En el caso de Puig (que es el que más conozco) desde el comienzo mismo de su escritura: La traición fue censurada en España y en la Argentina. Triunfó en Francia, con la edición de Gallimard. En 1973, The Buenos Aires Affair fue secuestrada por la censura porque se representaba allí la masturbación de una mujer. El beso de la mujer araña, prohibida en 1976 por la dictadura militar, ganó en 1982 en Italia el premio a la mejor novela latinoamericana. Allí se representa directamente, sexualmente, la relación transgresiva entre dos revoluciones y sus discursos y cuerpos. La revolución política, la revolución, tenía que unirse íntimamente con la revolución sexual y literaria.

Puig y Sarduy, con sus transgresiones, no solo muestran la nueva relación entre la literatura latinoamericana y los medios, sino toda una configuración literaria nueva, un nuevo modo de representación, y o que eso significó en la cultura latinoamericana, un cambio total, una revolución literaria.

Escribieron textos sobre los signos y la circulación, y también inventaron nuevos tonos y ritmos literarios. Experimentaron con géneros diferentes, y también inventaron nuevos modos de narrar y nuevas subjetividades. Trabajaron con la cultura popular, con su mezcla de localismos y de imperialismos. Y experimentaron con las fronteras y el espacio, con temporalidades múltiples que coexisten, con barbaries o minorías, nacionalidades y voces diversas, posiciones dominantes, márgenes, resistencias y enfrentamientos, exilios y diásporas.



Texto leído en In Memoriam‐ Puig: Sarduy First Yale University Graduate Conference on Spanish and Portuguese Literatures Saturday, February 26, 1994, Clarín, Buenos Aires, jueves 21 de abril de 1994. 



jueves, 8 de enero de 2015

¡Ay! Vejamen




Pedro Marqués de Armas



De todos los perros, literarios o gráficos, inscritos o estampados en cualquier página o celaje, prefiero al perro de Goya. Solo lo hermano a un mastín sin nombre, renegrido, que sale por un agujero en unos versos de Zequeira y Arango; y, desde luego, a ese perro plegado y desplegado, pura forma maleable, que es el “Perro sin plumas” de Cabral de Melo Neto. Conste que no siento simpatía alguna por los canes, salvo estas excepciones, sino todo lo contrario: desprecio. Como diría Martínez Rivas: un magnífico desprecio. Nada me dice el perro de Vallejo, muerto a no sé qué altura; y me resultan repelentes tanto el perro de Pavlov como la perrita Laika, por no hablar de Sharik, el de Bulgákov. A lo más, experimento cierta curiosidad por el Bichón habanero, y por determinados pérfidos de Bacon y Koudelka, más desguazados y elásticos que meramente cínicos. Pero por el perro de Goya siento otra cosa, algo que ya no se siente por casi nada: respeto. ¿Cómo no respetar a quien no consiente noblezas, ni liberalismos, y realiza de modo tan franco semejante llamado al hundimiento; a quien, a pesar de cagarse de miedo, saca la cabeza y soporta tamaño vejamen?

El perro de Goya es, para empezar, un perro inaudible. Sus alaridos se apagan en esos niveles de barro o arena, lo mismo que si le dieran con una llave picoloro. Ese grito es, además, impresentable. Su silencio deserta incluso a la música; ni la Nada, ni el desierto, pueden contenerlo. Perro así, pare al mundo de nuevo y dignifica, incluso, sus desechos. Pone otra vez en función las ruinas y hace que se repita la historia para volver al mismo punto. Y en ello consiste su carácter hipnótico; en ese remanso de tiempo y ese descaro de hacerle bajar la testuz al Gran Arquitecto, circulando una y otra vez. Y sin embargo, pese a las vueltas interminables, nunca deja de sentirse, como no puede ser de otro modo, su olor. Su olor y su dolor, nunca su ladrido. Su peste y su ¡ay! insoportables. Este ¡ay! se lo traga en cada repujo, como mismo se lo van tragar a él esos niveles, esas capas de excremento que tal vez salgan de su propio cuerpo –a fin de cuentas la planta de reciclaje, y no la pintura, mejor montada del mundo. Un perro que no se oye pero que huele a través de la eternidad; un perro que no se pliega pese a sus retornos, pero que al despedirse, despide cada vez ese olor del río Manzanares donde los madrileños, contemporáneos de Goya, y tal vez los de hoy mismo, arrojaban sus inspirados paquetes. Perro sordo a las inclemencias, no cree en nada, salvo en persistir.

Algunos antimetafísicos creyeron ponerse los guantes, hace algunos años, cuando un experto en las pinturas negras de Goya divulgó que el Perro semihundido no era, siquiera, una alegoría y carecía de significados enigmáticos o profundos. Simplemente observaba el vuelo de unos pajaritos que habían sido borrados. En cualquier caso, no sería más que un dato técnico. Meras muescas, esos pajaritos fueron sepultados con rigor, enterrados como si se tratara de asteriscos. Un brochazo aquí, una paletada allá. Al librarnos de tal ensoñación, nos libramos de otras tesis intrusas, mientras se despeja, con más fuerza, la materialidad de la obra. En cuanto a los perspectivistas, lo mismo: no hay vacío por encima, ni por debajo, y la inmovilidad e inclinación son solo aparentes. Lo que importa es el cogote y los ojos húmedos de perro apaleado, siempre al límite; esa resistencia, cuanto más temblorosa más tensa, casi tetánica. Condición nerviosa del que está a punto de ahogarse y lucha contra la corriente, a sabiendas de que aquello lo engulle.

¿No esperaba nuestro amigo A., de una a otra visita al Museo del Prado, que se hundiera de una vez? Pero no… Este perro se hunde permanentemente, lo que hace más exquisito su vejamen, más larga su agonía y más cósmica su soledad. Su muerte no alivia; pues es, por esencia, adversativa. Una muerte que antes de consumarse, lo invade todo con su barro, como mismo los pigmentos y las espiroquetas invadieron los oídos de Goya. Solo así podía retratarse lo inaudible: ese ¡ay! que destroza los nervios. Porque en definitiva se trata, como ha dicho Ceronetti, de un autorretrato “animalesco”. “Goya, en las Grandes Aguas, en las profundidades de la sordera total, buscaba el sonido, la elevación, la riqueza humana”. Pero la voz ex alto de que habla el ensayista italiano -si es que alguna vez existió- a esas alturas había sido interrumpida. Y de existir, sería una agravante. Con los chillidos también inaudibles de los locos del manicomio de Zaragoza, Goya resuelve pintar la sordera colectiva. Ni más ni menos, la conditio hominis –con ese abandono, esa inoperancia tan suyas. Pero no le demos más cranque al perro. Su repetición, sobre una esterilla, es el mayor vejamen.  



miércoles, 7 de enero de 2015

Una fábula rusa





Zbigniew Herbert


Viejo se hizo el padrecito zar, viejo se hizo. Ya ni a los palomos podía estrangular con sus propias manos. Áureo y frío se sentaba en el trono. Sólo la barba le crecía hasta el suelo.  Y la iba arrastrando.

Gobernaba entonces algún otro, no se sabe bien quién. Los curiosos escudriñaban el palacio a través de las ventanas, pero Krivonosov tapó las ventanas con horcas. Así, sólo los ahorcados podían ver alguna cosa.

Al final se murió el padrecito zar de una vez. Las campanas repicaron, pero el cuerpo no fue retirado. El zar se había quedado pegadito a su trono. Las patas del trono se habían fundido con las piernas del zar. Su brazo se había quedado fundido con el brazo del trono. No había forma de arrancarlo de allí. Y enterrar al zar con su tronito de oro, ay, qué pena.




1957



Traducción de Xaverio Ballester