lunes, 1 de diciembre de 2014

Aguas tiñosas





Guillermo Cabrera Infante



Dice Cuba en la mano: "Aura tiñosa (Cathartes Aura, familia Vulturidas): Ave de rapiña, diurna, de aspecto repugnante, plumaje negro, cabeza desprovista de plumas, con arrugas detrás del cuello y sobre el occipucio, pico rosado amarillento en la base, ojos de color carmín con un cerco azul alrededor de las pupilas y pies rosados. Afirma el doctor Gundlach que no ha visto otra ave que vuele de un modo más perfecto. Cuando busca alimento, el Aura vuela en todas direcciones o en línea recta, describiendo grandes círculos, sin dar aletazos. Al distinguir el cadáver de un animal, desciende achicando los círculos cada vez más, y entonces aletea hasta posarse a poca distancia de su inmóvil presa".
Pero hay tiñosas políticas. Una muestra temprana de aura tiñosa fue Roberto Fernández Retamar (a quien Pablo Neruda en sus memorias llamó "el sargento Retamar") entrevistado por la televisión de cable americana. Cuando le preguntaron por mí dijo que yo era un contrarrevolucionario visceral olvidando que el corazón es también una víscera. Preguntado por qué mis libros estaban prohibidos en Cuba respondió con un proyecto de Aura: "Cuando se muera", aseguró, "entonces lo publicaremos". Las otras auras tiñosas lo imitaron. Después de todo, todos no hacían más que copiar el método soviético: allá publicaron a Nabokov y a Stravinsky después de muertos. Antes, mencionarlos siquiera era una actividad condenada por el Estado.
Ernesto Lecuona, el eminente pianista y compositor cubano, murió en el exilio de Islas Canarias, pero pidió que no lo enterraran en Cuba bajo Fidel Castro. Está enterrado en Nueva York. Durante años su música no fue oída en Cuba, hasta que descubrieron que los derechos de autor de Lecuona daban múltiples beneficios para las arcas cubanas. Lecuona está todavía enterrado en Nueva York pero su música se toca y se oye y se silba en Cuba castrista.
El caso de Lydia Cabrera es más singular. Exiliada temprana (ya estaba establecida en el exilio en 1960) Lydia era una contraria formidable. Cuando murió se editó en Cuba su obra maestra El monte, un libro capital de la religión afrocubana y una muestra impecable de antropoesía. El libro fue impreso y sus ejemplares guardados en el almacén de la imprenta -de donde desaparecieron de la noche a la mañana-. Todos. Se supo que los habían robado ladrones ocultos pero se podían comprar ejemplares que se vendían a precio de dólares en los rincones oscuros de La Habana Vieja. El libro era un tesoro que los practicantes de la santería querían tener. No hubo una segunda edición.
Labrador Ruiz tenía una lengua afilada que practicaba como un florete en su esgrima contrarrevolucionaria. Cuando murió en Miami no se publicaron los hechos de su vida, sino que uno de esos miñones del ministerio de Cultura escribió un perfil de Labrador en el exilio que era una obra maestra -de la mendacidad-. Allí se decía que Labrador y su mujer Cheché vivían en la penuria más extrema. Sucede que la verdad es contrarrevolucionaria. Labrador y Cheché vivían en un confortable apartamento pagado por el municipio de Miami y recibía todos los días una cantina con su comida favorita cocinada por un restaurante modelo.
Carroña temprana fue la de Jorge Mañach. Ensayista y un demócrata ejemplar, había llegado en su oposición a Batista a escribirle a Fidel Castro el discurso que ofreció al tribunal, que lo condenó, y al pueblo de Cuba. Esa pieza oratoria tenía como nombre una cita directa de Hitler, tomada del Mein Kampf: "La historia me absolverá". La misma historia condenó a Mañach a un exilio temprano. Toda su biblioteca fue confiscada y sus libros hechos picadillo de papel. Al poco tiempo de morir se podía citar a Mañach como un ejemplo de intelectual equivocado pero estimable.
Lino Novas Calvo es, quizás, el más grande cuentista cubano, aunque nacido en Galicia. Durante su juventud desempeñó los más variados oficios (entre ellos chofer de taxi habanero) y se hizo comunista y fue un temprano ejemplo de intelectual comprometido: llegó a ser redactor del diario comunista Hoy. Su exilio fue también temprano y ejerció en Estados Unidos como profesor en una universidad americana. Por un tiempo fue silenciado y ninguneado y hecho desaparecer del panorama literario cubano que una vez prestigió. Cuando murió en Nueva York se hizo una edición cubana de su novela Pedro blanco, el negrero y se publicaron volúmenes con sus cuentos maestros. Hasta se hizo una frase: "Regresa, Lino. Todo está perdonado".
El caso de Manuel Moreno Fraginals no es sui generis pero sí es ejemplar. Moreno Fraginals estuvo escribiendo por más de diez años una monografía que sería su opus magnum. Titulada El central era un estudio total del azúcar desde la plantación o cañaveral hasta el azúcar blanca. El central tenía una dedicatoria que era un contrasentido: decía "a... Che Guevara". Sucede que Guevara fue el enemigo acérrimo del azúcar. Antes había un lema, "Sin azúcar no hay país", que declaraba cuánto debía Cuba al azúcar como producto de exportación. Guevara se dio a la tarea de demostrar que sin azúcar sí había país y en su empeño destruyó la industria azucarera. El libro de Moreno Fraginals, publicado en Cuba cuando el autor residía en la isla, casi un coffee table book por sus excelentes ilustraciones, fue recibido con elogios dentro y fuera de Cuba. Pero sucedió que Fraginals decidió exiliarse en Miami y su libro cayó en un olvido voluntario: no aparecía por ningún lado en Cuba- hasta que Fraginals murió y su obra maestra fue rescatada del olvido a que la habían condenado en la isla-. Fue casi un renacer de El central. El autor murió y con su muerte hizo volver a la vida a su libro.
El caso más reciente y más extremo fue el de Reinaldo Arenas. Como saben los que han leído su testamento político o hayan visto su biografía fílmica, Antes que anochezca, Reinaldo fue un exiliado combativo (y combatido desde Cuba con el silencio) y un vocero contrarrevolucionario. Tanto que es su testamento político (que la película omitió) y allí declara culpable de su suicidio no al régimen sino a Fidel Castro directamente. Antes que anochezca tiene como epílogo una visión de PM, el corto metraje que hicieron Saba Cabrera, mi hermano, y Orlando Jiménez. Allí, después de la fiesta de colores que es la película, era una esquela en blanco y negro, la peliculita siempre una obra maestra. El éxito de Antes que anochezca, la película, se reflejó en las ventas de las memorias de Arenas y ha sido vista en todas partes como su testamento y su memoria póstuma.
Ahora viene la última edición de rescate de Arenas. Hay que recordar que Reinaldo en Cuba sólo mereció el silencio y la calumnia y la cárcel y que era un enemigo acérrimo del régimen de Castro y una víctima histórica y, lo que es más flagrante, literaria también. Pero hay una coda que es un festín para las auras. Acaba de aparecer en Cuba una entrevista ¡con la madre de Arenas! Esta pobre señora fue una madre que Reinaldo veneraba. Ahora es una buena revolucionaria que ha perdido a su hijo que deviene, en sus palabras, un revolucionario equivocado, a punto de regresar a Cuba, después de fugado y calumniado y odiado como ninguno. La madre ejemplar ha recibido un premio y Fidel Castro le ha dado un apartamento en un edificio dedicado a alojar a escritores y artistas del régimen. A cambio sus palabras hieren la memoria de Arenas de una manera abominable. Hay que hacerse, sin embargo una pregunta, ¿quién de los poetas y pintores y escritores desaparecidos en el exilio y ausente de la historia revolucionaria reaparecerá como una carroña digestible? Puedo proponer varios, el eminente historiador Levi Marrero, muerto en Puerto Rico hace dos años, el poeta Eugenio Florit, muerto nonagenario en Miami (noticia de último minuto: ya se prepara en La Habana una antología del poeta que nunca mencionaron en Cuba vivo) y, ¿por qué no decirlo, para volver a la proposición de Retamar, yo mismo? La costumbre me hace poner al pie de página un aviso de copyright, que el régimen comunista no reconoce, y no se salta porque me exalta.





Tomado de El País, 2004.




domingo, 30 de noviembre de 2014

Treinta proposiciones




Leonardo Sinisgalli


1. La poesía no se desarrolla: se edifica.
2. La poesía está completamente cerrada por todos lados.
3. La sustancia de la poesía es inalterable.
4. No hay devenir para la poesía; está completa desde su nacimiento.
6. La poesía está acabada tan pronto como existe. Se cierra sobre sí misma en todos sus puntos.
7. Para la poesía, el crecimiento es indiferente. 
5. La poesía está excluida del tiempo, en el que no se mueve. Su naturaleza le impone un reposo absoluto.
8. La poesía tiene simpatía por ciertos números y por ciertas figuras.
9. En el curso de su formación, la poesía no se deja desviar.
10. La poesía tiende a volverse como inanimada.
11. La poesía necesita el sostén de leyes perfectas: no puede subsistir laboriosamente.
12. la poesía es pensamiento vuelto sensible.
13. Solo la poesía existe sin la menor interrupción de su modo de ser.
14. Eternamente aislada, la poesía no conoce otra cosa que ella misma. Es forma, es memoria, es conciencia.
15. Es imposible determinar el instante en que nace la poesía; su nacimiento mismo no es pensable.
16. En un poema las palabras se ignoran, aunque tengamos la impresión de que una arrastra a otra en cierta dirección.
17. La poesía no es nacimiento: es un accidente, es un desastre.
18. La poesía está ligada al tiempo por algo abrupto: una cortadura, una amputación, un sobresalto, un chorro, algo que llega enteramente en un instante incalculable, de un solo golpe, sin progresión.
19. La poesía nace de una gran voluntad de conservación.
20. En alguna medida puede sostenerse que todos los hombres tienden a expresarse en verso.
21. Una sola cosa le importa a la poesía: el estado último de su formación; si no lo alcanza, es como si estuviera arruinada, negada.
22. Puede decirse sin temor a exagerar que la historia de los hombres se edifica sobre las ruinas de los versos.
23. Cuando la poesía pierda el control de la naturaleza, la naturaleza se hundirá.
24. La poesía, desde el soneto hasta las palabras en libertad, se degrada hacia la prosa para dar alimento y cuerpo a la vida que, sin esa poesía, es decir sin su ruina, nunca habría sido.
25. Si la vida no hubiera nacido nunca, el mundo habría permanecido en el deseo de las palabras.
26. La poesía es una forma severa, inaccesible, incompatible con la vida. Sin embargo, desfallece constantemente por volverse vida.
27 La poesía nunca se deja plegar: la naturaleza nunca puede ejercer sobre ella una acción decisiva.
28. La poesía no puede reconocer nada fuera de sí, ni siquiera a su semejante.


Los anillos de esta cadena de proposiciones fueron transcritos del bellísimo tratado sobre los cristales de J. Killian. La transcripción por substitución, procedimiento caro a Lautréamont, sigue siendo muy útil para deducir de una ley de medida, una ley de posición.





Versión de Aurelio Asiain


Tomado de Vuelta, México, marzo de 1991.


sábado, 29 de noviembre de 2014

Poemas de Almelio Calderón Fornaris



Fugacidad

Soy un pequeño loco de estación gris
vivo en la soledad yo la he visto
el bisturí que muy pronto cortará los dedos
de mi corazón creado tres veces por los mecánicos del alma
no tengo enigmas para mis deseos
sólo este silencio que uso como gatillo
defiendo mi emblema de estrella
mi historia que no se llama salvación
me muerdo y desmuerdo
como un sueño que se repite y se repite
en este mundo donde el espejo es lo sagrado
la imagen del es
la gloria del fue
los peldaños del será
la vida en una selva con destino
me clava sus peces
pero yo soy uno solo
ése que se enfrenta al ciego tren de estas ferreterías.


Dialéctica

Los que quieran saber la historia
que sepan la historia.
Los que quieran aprender a saltar
que aprendan de saltos.
Los que quieran decir que su corazón
es de arena que lo digan.
Los que quieran decir como Anaximandro
que el hombre nació de un pez
-cuidado con los pescadores.


Balnearios

La balanza cree en su templo aunque esté despoblada de promesas.
Sólo el azar de sus llamas hace de los signos puertas que son atlas
hacía la sabiduría. La paciencia se desliza como archipiélago que
devora el tiempo.

¿Qué alas hay para otro vuelo, para otra marea? Las alas quieren
alejarse de la finitud del hombre. Escucho como caen los dioses en
estos balnearios donde la ola es una hebra más del muro.

                                                        
                                                         ...  
     

Antes era un homeless. Dormía en la calle, cerca de una Iglesia.
No puedo asentir que me influya la opinión del mundo.
Su mala prosa me provoca náuseas.
Sigo expuesto a la intemperie.



miércoles, 26 de noviembre de 2014

Homofobia y Lacras Sociales





Juan Goytisolo


Decir que he leído de un tirón, con apasionamiento, Mapa dibujado por un espía, de Guillermo Cabrera Infante, publicado por Galaxia Gutenberg en una cuidada edición a cargo de Antoni Munné, es quedarme corto. La inmersión en sus páginas ha sido para mí retroceder en el tiempo, un salto vertiginoso de medio siglo para vivir entre personajes que fueron mis amigos y otros muchos que frecuenté u oí hablar de ellos durante mis dos viajes de “turista revolucionario” a una Cuba que parecía encarnar la utopía de una sociedad libre, justa e igualitaria. Mi librito Pueblo en marcha, publicado en París en 1962, da buena cuenta de ello.
Durante mi segunda estancia en La Habana, en plena crisis de los cohetes, con miras a un guion de cine para Tomás Gutiérrez Alea que nunca se llevó a cabo, Cabrera Infante no estaba en Cuba. Había sido nombrado agregado cultural de la embajada de su país en Bruselas y allí residía cuando en junio de 1965 recibió la noticia de la grave enfermedad de su madre y llegó a La Habana justo para asistir a su entierro. Tras unos días de duelo, cuando se disponía a coger el avión de regreso, una llamada telefónica del ministro de Asuntos Exteriores se lo impidió. Raúl Roa quería hablar con él y no pudo embarcarse con los demás pasajeros.
Mapa dibujado por un espía abarca el periodo de cuatro meses entre esta salida frustrada y su costosa autorización para dejar la isla con destino a España en donde su novela Tres tristes tigres había sido galardonada con el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral: un periodo lleno de tensiones e incidentes que desembocaron en su decisión de expatriarse con la amarga verificación de que Cuba ya no era Cuba y de que aquel país no era su país.
Ante el rumbo inquietante de la revolución hacia un sistema totalitario que alarmaba incluso a viejos militantes comunistas como el poeta Nicolás Guillén a quien Fidel Castro había tildado de “haragán” en una charla con los estudiantes (“¡Este tipo es peor que Stalin! Por lo menos Stalin está muerto pero este va a vivir 50 años más y nos va a enterrar a todos”, dijo Guillén a Cabrera Infante), los escritores cubanos llamados al orden desde el famoso encuentro con Fidel en 1961 y el cierre posterior del magacín Lunes de Revolución dirigido por Guillermo, se habían dividido entre quienes se atrevían a criticar abiertamente la deriva autoritaria del régimen como Walterio Carbonell y Martha Frayde, los críticos cautos como Carlos Franqui y Gutiérrez Alea (cuyo filme Fresa y chocolate fue un prudente ejercicio de disidencia) y los que se doblegaron a los imperativos doctrinales del “socialismo real” en el que, como dijo un libertario de Mayo del 68, todo era real excepto el socialismo.
Dada la imposibilidad de resumir aquí la pleamar represiva que afectaba a intelectuales, escritores y artistas reflejada en el libro, me detendré en uno de los elementos más significativos de lo que se conoce hoy como la Década Ominosa: la obsesión enfermiza del régimen contra los culpables o sospechosos de homosexualismo, calificados de “delincuentes sexuales”, obsesión que desembocó en el envío de decenas de millares de ellos a los campos de trabajo de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) poco después de la salida de Cabrera Infante de la isla.
La creación de un departamento del Ministerio del Interior, el de Lacras Sociales, era el vértice de una vasta pirámide de espionaje y control que a partir de los Comités de Defensa de cada barrio elaboraba casa por casa un censo de los sospechosos de desviación. Obviamente, los medios literarios y artísticos se convirtieron en el punto de mira de los celadores del orden y las buenas costumbres impuestos por la Revolución. El Teatro Estudio, el grupo cultural El Puente, los círculos intelectuales marginados por la línea oficial comenzaron a sufrir las consecuencias de esa manía persecutoria. El director de la revista Casa de las Américas, Antón Arrufat, había sido destituido de su cargo por haber publicado un poema de José Triana con alusiones homoeróticas e invitado a Cuba al icono de la Beat Generation Allen Ginsberg. En cuanto a Virgilio Piñera, detenido ya en 1961 en la primera redada organizada por los guardianes de la ortodoxia a ultranza y liberado gracias a la intervención de Carlos Franqui, vivía aterrorizado y con esa valentía suya que brotaba del miedo había discutido con sus amigos la idea de una manifestación ante el palacio presidencial para denunciar el acoso que sufrían por parte de Lacras Sociales y su jauría de malsines. Dicha manifestación que anticipaba la de los actuales activista gais en regímenes autoritarios y que en el contexto cubano de 1965 era inútilmente suicida no se realizó y el ministro del Interior, el comandante Ramiro Valdés y su adjunto Manuel Piñeiro siguieron con las suyas contra las “desviaciones y extravagancias” tanto de la santería africana de los lucumíes y abakuás como de los estigmatizados sodomitas.
El episodio más revelador de esa atmósfera paranoica que refleja el libro es tal vez el referido al autor por Tomás Gutiérrez Alea, mi amigo Titón: el del “juicio” al que asistió casualmente con dos colegas en la Federación de Estudiantes Universitarios contra dos alumnos acusados de contrarrevolucionarios, sentados en un estrado con el juez y sus acusadores ante una asamblea vociferante que no les concedía la palabra y exigía su expulsión. Las víctimas de aquella siniestra farsa eran un muchacho motejado de “raro” y una chica, de “egoísta y exquisita”. Los dos jóvenes y un asistente al acto que no alzó el brazo como los demás (“¡ojo, aquí hay uno que no votó!”) fueron excluidos de la universidad y después de aquel linchamiento purificador el raro, un alumno eminente de la escuela de Arquitectura, se arrojó del último piso del edificio en el que vivía. La epidemia de suicidios que diezmó las filas de la intelectualidad y la clase política cubanas durante aquellos años, epidemia analizada por Cabrera Infante en su obra Mea Cuba, se cobró una víctima más.
No quiero concluir estas líneas sin mencionar la digna y eficaz intervención de Lezama Lima para quitar hierro a las palabras del Walterio Carbonell ante un grupo de empresarios franceses salvándole así momentáneamente de la máquina represiva que se abatiría sobre él dos años más tarde acusado de fomentar un Poder Negro en la isla y el ostracismo y castigo de algunos fieles de Che Guevara como el embajador de Cuba en Bruselas Alberto Mora a quien su excompañero de lucha antibatistiana Ramiro Valdés visitaría más tarde en su celda de La Cabaña exhortándole a que confesara sus imaginarios crímenes contrarrevolucionarios, y Enrique Oltuski, enviado cuatro meses al penal de Isla de Pinos por haber pronosticado con acierto el fracaso de uno de los grandiosos planes agrícolas de Fidel.
La transformación del “desviacionismo” sexual en político y de ambos en una forma inicua de delincuencia constituye una de las páginas más sombrías de una Revolución que Cabrera Infante, como la inmensa mayoría de intelectuales cubanos, acogió con entusiasmo hasta que las sucesivas experiencias recogidas en el libro sobre su última estancia en la isla le convirtieron en este gran escritor de dentro desde fuera de Cuba que todos sus lectores admiramos.




14/12/2013

Tomado de El País




domingo, 23 de noviembre de 2014

Viaje a La Habana en la máquina de Wells




Fernando Vallejo


Por lo demás no es mi único regreso en sueños. Por años soñé que regresaba a La Habana a concluir una remota historia que se me había quedado inconclusa: la del muchachito de la noche del malecón, pero infructuosamente; bajaba del avión, dejaba el aeropuerto, tomaba un taxi, y a un paso de su casa y de encontrarlo, cuando tan sólo nos separaba una vía férrea, el sueño se interrumpía con un profundo dolor.
Para información del doctor Flores Tapia y colegas psicoanalistas anoto de pasada que en uno de esos disparates oníricos (¿pero cuáles no, si son la quintaesencia de la realidad?) estuve a punto de regresar a La Habana en una montaña rusa altísima; desde lo alto ya divisaba las olas rompiéndose contra el malecón y empezaba a bajar, pero en el vértigo del descenso el sueño se disipaba. Llegué a La Habana por primera vez en esta realidad (la de aquí, la de este lado desde el que escribo, la de este mundo que por lo visto es distinta a la de los sueños si bien yo cada día las distingo menos o las confundo más) con una compañía de cómicos de la legua mexicanos que regresaba a México tras una larga gira, gris cuanto inútil, por América. La víspera de mi partida de La Habana, al anochecer, cuando ya me despedía para siempre de la ciudad y sus miserias, en el hall del viejo Hotel Hilton, corazón del espionaje en un país de espías y tiburones, lo conocí. En el Hilton, al que le habían cambiado el nombre pero no las alfombras ni las cortinas raídas cual se estila en las revoluciones, muy dadas a apoderarse de lo que construyeron y trabajaron los otros para destruirlo como las ratas. Jesús, el muchachito, que en algún lado me había visto pasar entre los mexicanos, venía ahora a mi hotel a buscarme, en cumplimiento de los pronósticos engañosos de una gitana, más falsa que el comunismo, que le había prometido amor y felicidad. ¿Pero todavía quedaban gitanas en Cuba? Perros, por lo menos, yo no vi, los acabó la Revolución. Sombras, si acaso, de humanos, espectros deambulando por una ciudad semiderruida, despintada, desvaída, cortada del mundo, detenida en el pasado, fantasmal. Espectros espiándose. Le agradezco, eso sí, al comunismo, que al haber sacado a Cuba de los cauces del tiempo me hubiera permitido, por fin, satisfacer mi gran capricho de tomar la máquina de Wells para regresar al pasado a conocer a Jesús y su inocencia antediluviana, y ver de paso, como cualquier turista de antes con camisa de colores chillones a cuadros, el show del Tropicana en el esplendor de su momento pero años y años después, décadas que habían ido acumulando sobre la isla mágica capas de polvo y polvo y más polvo. Espejeando entre las lentejuelas polvosas del Tropicana, la Cuba que yo conocí era un espejismo del pasado, del ayer insidioso. Barba Jacob, que estuvo cuatro veces en ella tantísimos años antes que yo, la habría encontrado muy familiar; se habría extrañado, si acaso, de los colores de La Habana, idos, desvaídos por falta de pintura capitalista, y un poco también de las casas desmoronándose en ruinas, pero apuntaladas con los sólidos pilotes de la ideología que hacían prácticamente innecesarios los de madera, cansada, carcomida, vieja madera. Ah, y un edificio alto que dejó Batista en construcción y así se quedó diez años, veinte, treinta, mirando como pendejo al cielo. ¿Y los cubanos? Los cubanos, «el pueblo», pues comiéndose su sopita espesa de dialéctica condimentada con la sal del mito que le da sabor riquísimo. En cuanto al «comandante Fidel», el señor don Castro, elévese simplemente a la décima potencia a Machado, el «burro con garras» que dijo Mella, y ahí lo tienen, ahí tienen al tirano de los tiranos en este continentucho de tiranos, al máximo criminal, el energúmeno, el granuja, el carcelero, el cancerbero. Con esta simple operación matemática habría comprendido Barba Jacob por qué la isla bella se había trocado en una cárcel que era a la vez convento: por obra y gracia del dúplice señor don Castro, un sargentón que fusilaba y una madre superiora (con barbas blancas) que impedía pecar. Y eso sí que no, compañeros y compañeras, pero no, pero no, pero no porque no porque no puede ser, el mundo sin pecado no es mundo, es el infierno. A mí prohibirme cosas era apretarme el tubo de la respiración, taponarme el gaznate. Que la farsa esa sangrienta, la dizque «revolución» me impidiera llevarme al angelito que me llovió del cielo adonde se me antojara a hacer lo que se nos diera la gana me revolvía las tripas. Y ese maldito Hotel Hilton o Habana Libre o como lo quieran llamar (que no construyeron ellos, que construyó Batista) atestado de espías y esbirros del tirano –en el hall, en los elevadores, en los pasillos, en los cuartos, en los closets, bajo las camas, en la escalera y hasta en el polvo mismo que flotaba en el aire espejeando al sol– era para el pecado mortal con hombre o mujer, con burra o quimera, una fortaleza de la pureza. Cómo la vencí yo, cómo la burló el antipapa, ya lo conté en otro libro que hay que leer y comprar pues no me pienso repetir como Cuevas pintando siempre las mismas caritas, ¡siempre los mismos monigotes que lleva adentro! ¿Por qué más bien no los vomita en el inodoro? En fin, en fin, en fin, señorita, tache lo dicho de ese señor que me simpatiza y ponga en su lugar dos puntos: de tanto soñar que volvía a Cuba tuve que regresar. Bajé del avión, dejé el aeropuerto, y en el taxi archiconocido me dirigí a la dirección archisabida que tantas veces me había indicado el sueño: ahí, en esa casa, cruzando la vía del ferrocarril. Crucé la vía del ferrocarril y en la casa señalada llamé a la puerta. El tiempo, con lentitud perversa, se dio a arrastrarse inflándose. Débiles foquitos alumbraban la calle en la noche habanera y me recordaron las barriadas de Buenos Aires, y vaya Dios a saber por qué asociación de ideas, de sensaciones, me sentí feliz. ¿Acaso porque mi tío Iván había estudiado en Buenos Aires y su recuerdo me alegraba? La noche palpitaba, intemporal, en su tibieza. La misma tibieza de otra vaga noche, indistinta, en la finca Santa Anita que hacía tanto se había quedado atrás, con mi niñez, empantanada en el lodazal del tiempo. ¿Iría a despertar? Aún no, abrieron. Abrió ella, la madre, por quien Jesús jamás había pensado siquiera huir de Cuba, una pobre mujer mestiza, anodina, en los huesos, que me inspiró compasión: casi sin materia agente, se diría el mero espíritu del hambre, y lo más lejano que se pudiera imaginar usted, usted y Chucho Lopera, de la turbadora belleza de su hijo. Que Jesús estaba por llegar, me informó, que pasara… Al pasar pensé que iba a despertar, pero el sueño continuaba. Seguimos a la habitación del muchacho: en un alambre tendido de pared a pared colgaba humildemente su ropa; entonces advertí, entre sus camisas planchadas, pulcrísimas, la de cuadros y colores, ya apagándose, que yo le había regalado diez años antes y gracias a la cual, a su incontrovertible verdad extranjera, pudimos engañar a los guardias del elevador y del pasillo y entrar a mi cuarto haciéndoles creer que Jesús, como yo, era un huésped del hotel. La avalancha del tiempo se me vino encima y sentí que ahora sí iba a despertar, que hacía mucho el sueño debía haberse terminado. –Él cuida mucho su ropa–me dijo ella.
Entonces apareció «él», en el umbral de la puerta: más alto, hecho un hombre, muy cambiado, pero con la misma sonrisa triste de antaño. El sueño, por fin, era la realidad, había regresado. Al día siguiente, caminando solos por el malecón, entendí perfectamente cuanto me contó y explicó. De la Universidad lo habían expulsado por no pertenecer a las juventudes comunistas, y ahora trabajaba de albañil reparando ruinas. En cuanto a mí, me había reemplazado por otros en vista de que no regresaba. Que no podía vivir sin el amor, me dijo, cosa que acepté sin reproches. Sé que así pasa en las cárceles, sin fútbol, sin discotecas, sin cine, sin televisión, viendo siempre las mismas películas rusas, basura, y oyendo día y noche a la lora alharaquienta de Fidel chillando, perorando, como un viejo disco rayado, sin parar… ¿Qué queda entonces sino el amor? También entendí que me hubiera escrito con regularidad, y en clave, durante esos diez largos años, y que yo le hubiera contestado ídem, igual: él por desocupado, y yo por pendejo. ¿Pero por qué no me advirtió claro lo esencial, que nuestra ilusa historia de amor se había acabado, que sólo duró esa noche? –Así me hubieras evitado este regreso a Cuba, a nada, a ver ruinas de ruinas…



Fragmento de Entre fantasmas