miércoles, 19 de noviembre de 2014

Dos poemas de Miroslav Holub





El cabo que apuñaló a Arquímedes


De intrépido impacto
mató la tangente, el círculo
y la intersección de líneas paralelas
en el infinito.

Bajo pena
de descuartizamiento
prohibió los números
del tres para arriba.

En Siracusa ahora
acaudilla una escuela de filósofos,
lleva dos milenios
sentado en la alabarda
y escribe:

un dos

un dos

un dos

un dos.






Mosca


Posada en el tronco de un sauce
observaba
un trozo de la batalla de Crécy,
rugidos,
resuellos,
gemidos,
taconazos y caídas.

Durante la decimocuarta carga
de la caballería francesa
se apareó con un mosco ojopardo
de Vadincourt.

Se frotaba las patas
a los lomos de un caballo destripado,
reflexionando
sobre la inmortabilidad de las moscas.

Se posó, aliviada,
en la lengua azul
del duque de Clairvaux.

Cuando hubo caído el silencio
y sólo el susurro putrefacto
rodeaba los cuerpos
y un par de brazos y piernas,
respingando,
se fajaban aún bajo un haya,
comenzó a poner huevos
en el único ojo
de Johann Uhr,
armero del rey.

Y en esas
la devoró un vencejo
que huía
de Estrées en llamas.





Traducción de Carlos Cid Abasolo y Šárka Grauová




La vida en un sistema totalitario




Philip Roth



Entre 1972 y 1977 fui a Praga todas las primaveras; pasaba allí una semana o 10 días en los que me reunía con un grupo de escritores, periodistas, historiadores y profesores que por aquel entonces vivían perseguidos por el régimen checo, totalitario y respaldado por la Unión Soviética.
Durante mi estancia, solía seguirme a todas partes un policía vestido de paisano, había micrófonos en la habitación de mi hotel y tenía pinchado el teléfono. Pero no pasó nada más hasta 1977: ese sexto año, cuando salía de un museo al que había ido a ver una ridícula exposición de realismo socialista soviético, la policía me detuvo. La intervención me dejó inquieto y al día siguiente decidí hacer caso de su sugerencia y abandoné el país.
Aunque me mantuve en contacto por correo —a veces, cartas escritas en clave— con varios de los escritores disidentes a los que había conocido y de quienes me había hecho amigo en Praga, no obtuve un visado para regresar a Checoslovaquia hasta 12 años después, en 1989. El año en el que los comunistas cayeron derrocados y el gobierno democrático de Vaclav Havel llegó al poder con toda legitimidad, como el general Washington y su gobierno en 1788, mediante el voto unánime de la Asamblea Federal y con un respaldo abrumador del pueblo checo.
En Praga pasé muchas horas con el novelista Ivan Klima y su esposa, Helena, que es psicoterapeuta. Tanto Ivan como Helena hablaban inglés y, junto con otros amigos —entre ellos, los novelistas Ludvik Vaculik y Milan Kundera, el poeta Miroslav Holub, el profesor de literatura Zdenek Strybyrny, la traductora Rita Budinova-Mylnarova, a la que Havel designó después como primera embajadora en Estados Unidos, y el escritor Karel Sidon, que después de la Revolución de Terciopelo se convirtió en gran rabino de Praga y más tarde de la República Checa—, me educaron de forma exhaustiva sobre la tremenda represión del gobierno en Checoslovaquia.
Parte de esa educación consistió en ir con Ivan a los lugares en los que sus colegas, a quienes, como a él, las autoridades habían desposeído de sus derechos, desempeñaban los trabajos no cualificados que con toda malicia les había asignado el omnipresente régimen. Después de expulsarles de la Unión de Escritores, tenían prohibido publicar, dar clase, viajar, conducir un coche, ganarse dignamente la vida con su verdadera profesión. Además, sus hijos, los hijos del sector pensante de la población, no estaban autorizados a estudiar en centros oficiales.
Algunos de esos escritores con los que hablé vendían cigarrillos en quioscos callejeros, otros manejaban una llave inglesa en la planta depuradora de aguas, otros hacían repartos yendo en bicicleta de una panadería a otra, otros limpiaban ventanas o agarraban escobas en sus puestos de ayudantes de conserjes en algún museo desconocido de Praga. Estas personas, como he dicho, eran la flor y la nata de la intelectualidad nacional.
Así era aquella vida, así es la vida en un sistema totalitario. Cada día trae una nueva angustia, un nuevo estremecimiento, un nuevo sentimiento de impotencia y una nueva reducción de las libertades y la libertad de pensamiento en una sociedad censurada, atada y amordazada.
Con los ritos de degradación habituales: el ataque contra la identidad personal que la arrastra a la deriva, la supresión de la autoridad personal, la eliminación de la seguridad personal, el deseo de solidez y de ecuanimidad ante una incertidumbre constante. La imprevisibilidad como norma y la inquietud permanente como perniciosa consecuencia.
Y la ira. Los desvaríos obsesivos de un ser maniatado. Los arrebatos de furia inútil que no hacían daño más que a uno mismo. Y a su cónyuge, y a sus hijos, que absorbían la tiranía junto con el café matutino. El precio de la ira.
La maquinaria despiadada y traumática del totalitarismo que sacaba lo peor de todas las cosas, y todas las cosas que, con el tiempo, acababan siendo más de lo que uno podía soportar.
Una anécdota divertida de una época nada divertida, siniestra, y con ella acabo.
La tarde del día siguiente de mi encuentro con la policía, cuando, en una muestra de prudencia, me apresuré a salir de Praga y volver a mi país, los agentes fueron a casa de Ivan a detenerle y, como ya habían hecho otras veces, le interrogaron durante horas. Salvo que, en esa ocasión, no le acosaron durante toda la noche para que confesara las actividades sediciosas y clandestinas que llevaban a cabo Helena, él y su cohorte de molestos disidentes y alborotadores de la paz totalitaria. Esa vez, como novedad que a Ivan le resultó curiosa, le preguntaron sobre mis visitas anuales a Praga.
Según me contó Ivan más tarde en una carta, durante el largo interrogatorio nocturno no les dio más que una respuesta —una sola— a todas sus preguntas de por qué iba yo a la ciudad cada primavera.
“¿Es que no leen sus libros?”, replicó Ivan a los policías.
Como es de imaginar, la cuestión les desconcertó, pero Ivan se apresuró a aclarársela.
“Viene por las chicas”.


2013



Tomado de El País

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia





martes, 18 de noviembre de 2014

El genio




Eugenio Montale



El genio por desgracia no habla
por su boca

El genio deja rastros de patas
como la liebre en la nieve

La naturaleza del genio es que si deja
de caminar sus mecanismos
se paralizan

Entonces se detiene el mundo a la espera
que alguna liebre corra sobre improbables
nevadas

Inmóvil y veloz en su ruedo
no puede leer huellas arrasadas
por el tiempo,
indescifrables.



Il genio

Il genio purtroppo non parla
per bocca sua.

Il genio lascia qualche traccia di zampetta
come la lepre sulla neve.

La natura del genio è che se smette
di camminare ogni congegno è colto
da paralisi.

Allora il mondo è fermo nell'attesa
che qualche lepre corra su improbabili
nevate.

Fermo e veloce nel suo girotondo
non può leggere impronte
sfarinate da tempo,
indecifrabili.




Traducción de Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas





Máscaras antigás para gallinas





Dolores Labarcena


                                                                A Rito Ramón Aroche


El oficial China Daily informó en su momento que, “unos médicos en la localidad de Yexuan, extrajeron 10 metros de pequeñas tuberías de plástico alojadas en el estómago de un hombre que al parecer mordía y devoraba estos objetos como remedio contra la ansiedad”. El hombre, que más tarde averigüé se apellidaba Cao, cada vez que se veía en apuros se zampaba aquellos canalillos de unos 30 centímetros, dieta particular que, según pensaba (y esto durante unos tres años), su organismo podía digerir sin problemas. Esta pasión por lo dúctil, no la adquirió Cao para presentarse a los récords Guinness. No, tuvo un origen al margen de lo excéntrico, digamos más bien sentimental, al fallecer sus padres.

Ary Weddle, profesor de un Instituto de Washington, prometió, poco después del 11 de septiembre de 2001, no afeitarse la barba hasta que capturaran, vivo o muerto, al señor Bin Laden. Diez años después, y con el cadáver del terrorista más buscado de los últimos tiempos servido en bandeja al cancerbero del infierno, o a los tiburones de esa parte del mar, por fin se la podó; medía 38 centímetros de largo. “Me horrorizó ver cómo aquel día miles de personas estaban siendo aplastadas”, dijo el profesor a los medios. “Y no quería olvidarlo. No iba a olvidarlo”, añadió. Poner término a este sacrificio, no es difícil imaginarlo, fue para muchos un alivio, y en particular para su mujer, quien se alegró de ver a su cónyuge más rejuvenecido y pimpante. “No resultaba sencillo -como luego explicó a las emisoras locales- esquiar, o jugar baloncesto”. Al ritual de la poda asistieron, cámara en mano, todos los vecinos del barrio.

Kurt Vonnegut, autor de El francotirador, Cuna de Gato, Dios le bendiga, Mr. Rosewater, entre otras novelas, fue uno de los norteamericanos que sobrevivió al bombardeo de Dresde. Y lo logró gracias a estar guarecido en un sótano destinado a empaquetar carne, llamado “Matadero Cinco”; lugar que le sirvió para titular una novela casi autobiográfica. Siendo prisionero de guerra, los nazis le dieron la tarea de apilar cadáveres para luego enterrarlos en fosas comunes. Pero según Vonnegut, "había demasiados cuerpos que enterrar, así que los nazis prefirieron enviar a unos tipos con lanzallamas”. Es obvio que su experiencia fue atroz; es por eso un áspero censor de la estupidez, la violencia y la deshumanización.  

Hilarante, combinando la realidad con la ciencia ficción, Vonnegut dota a sus personajes de lo que podría denominarse un despiste ancestral. Por haberlos, “haylos”. En El francotirador, por ejemplo, un adolescente acostumbrado a las armas de fuego como si fuesen tirapiedras, mata sin querer a un ama de casa el día de las madres. En Cuna de Gato aparecen todas las respuestas de la vida en una república bananera del Caribe, donde conviven un dictador demente, los herederos del Dr. Hoenikker, Premio Nobel e inventor de hielo-nueve (un cristal que causaría los mismos efectos que la bomba atómica), y hasta el Bokononismo, religión concebida por Bokonon, quien promueve la disolución de la identidad entre sus propios fanáticos y seguidores.  

Llegados a este punto, cabe interrogarnos: ¿qué diferencia hay entre Cao, el comedor de plástico, Ary Weddle, el de la barba como cola de caballo, Bin Laden, el terrorista, y los personajes “ficticios” de Vonnegut? Siempre ligado al catastrofismo y la caricatura, su humor, más allá de entretener, alerta.

¡Elegid! Con esta acción termina La muerte heroica de los cuatrocientos soldados de Pforzheim, memorable canto de Büchner; orgulloso de ser alemán. También Vonnegut hizo su canto en Matadero Cinco, pero al antihéroe. Y a otro (no pude rastrear el nombre) se le ocurrió en plena guerra, e igualmente por la patria, confeccionar máscaras antigás para gallinas, con el único fin de que pusieran huevos.

 

 




lunes, 17 de noviembre de 2014

12





Kurt Vonnegut



Una vez fui propietario y director de un concesionario de coches llamado Saab Cape Cod en West Barnstable, Massachusetts. El concesionario y yo nos quedamos sin trabajo hace treinta y tres años. El Saab era, igual que hoy, un coche sueco, y ahora estoy convencido de que mi fracaso como vendedor en aquella época explica lo que de otro modo sería un misterio insondable: por qué los suecos nunca me han dado un Premio Nobel de Literatura. Un antiguo proverbio noruego dice: “Los suecos tienen la picha corta pero la memoria larga.”

Ahora bien: en aquella época, Saab tenía un solo modelo, un escarabajo parecido al Volkswagen, un sedán de dos puertas aunque con el motor delante. Tenía unas puertas suicidas que se iban abriendo en medio de la estela que dejaba el coche. A diferencia de otros coches, pero igual que un cortacésped o un fueraborda, tenía un motor de dos tiempos y no de cuatro. Por eso, cada vez que llenabas el depósito de gasolina tenías que meterle también una lata de aceite. No sé por qué, las señoras heterosexuales no querían hacerlo.

El principal argumento de venta era que un Saab podía dejar atrás a un Volkswagen en cualquier semáforo. Sin embargo, si usted o su persona amada no habían metido el aceite al llenar el depósito, el coche y sus ocupantes se convertían entonces en fuegos artificiales. También tenía tracción delantera, lo que resultaba muy útil en superficies deslizantes o al acelerar en curva. También tenía otra cosa, como me comentó un posible cliente: “Hacen los mejores relojes. ¿Por qué no iban a hacer también los mejores coches?” No pude menos que darle la razón.

En aquella época, el Saab estaba muy lejos de ser el emblema yuppie, elegante, potente y de cuatro tiempos que es ahora. Era más bien el sueño húmedo, por así decirlo, de los ingenieros de una fábrica de aviones que nunca habían fabricado un coche. ¿He dicho sueño húmedo? No se lo pierdan: había una anilla en el salpicadero conectada por poleas a una cadena del compartimento del motor. Al tirar de ella, en el otro extremo se alzaba una especie de cortinilla montada en un rodillo de resorte detrás de la rejilla delantera. Servía para que no se enfriara el motor mientras hacías una pequeña parada. De este modo, cuando volvías, si no habías estado fuera mucho tiempo, el motor arrancaba al momento. Pero si tardabas demasiado en volver, con cortinilla o sin ella, el aceite se separaba de la gasolina y se hundía hasta el fondo del depósito. Entonces, cuando volvías a arrancar, soltabas más humo que un destructor en un combate naval. Fue así como dejé a oscuras a toda la población de Woods Hole en pleno mediodía, tras haber dejado un Saab en un aparcamiento de allí durante cerca de una semana. Me han dicho que los viejos del lugar todavía se preguntan en voz alta de dónde salió aquel humo. Después de aquello empecé a hablar pestes de la ingeniería sueca, y por hacer el tonto me quedé sin Premio Nobel.





Fragmento de Un hombre sin patria, Editorial Planeta, S.A, 2006;  pp 149-152.

Traducción de Daniel Cortés Coronas