lunes, 10 de noviembre de 2014

El viaje de invierno




Georges Perec


En la última semana de agosto de 1939, mientras los rumores de guerra invadían París, un joven profesor de Letras, Vincent Degraël, fue invitado a pasar unos días en una casa de campo de los alrededores de Le Havre que pertenecía a los padres de un colega suyo, Denis Borrade. La víspera del día de regreso, explorando la biblioteca de sus anfitriones en busca de uno de esos libros que se ha prometido siempre leer, pero que por lo general apenas se tiene tiempo de hojearlos negligentemente junto a la chimenea antes de echar la cuarta partida de bridge, Degraël cayó sobre un delgado volumen titulado El viaje de invierno, cuyo autor, Hugo Vernier, le era absolutamente desconocido, pero cuyas primeras páginas le produjeron una impresión tan fuerte que le faltó tiempo para pedir disculpas a su amigo y a los padres de éste antes de subir a leerlo a su habitación.
El viaje de invierno era una especie de relato escrito en primera persona, y situado en una región medio imaginaria cuyos cielos pesados, bosques umbríos, suaves colinas y canales cortados por esclusas verdinadas evocaban con una insistencia insidiosa paisajes de Flandes o de las Ardenas. El libro estaba dividido en dos partes. La primera, la más corta, describía sibilinamente un viaje de cariz iniciático, cada una de cuyas etapas parecía estar marcada por un fracaso, al término del cual el héroe anónimo, un hombre de quien todo hacía suponer que fuera joven, llegaba a las orillas de un lago sumergido en una bruma espesa; un barquero lo aguardaba allí para conducirlo hasta un islote escarpado, en medio del que se elevaba un caserón alto y sombrío; apenas el joven había puesto el pie sobre el estrecho pontón que constituía el único acceso a la isla, hacía su aparición una extraña pareja: un viejo y una vieja, ambos envueltos en largas capas negras; parecían surgir de la niebla, se colocaban a cada lado de él, lo asían por los codos, y lo estrechaban lo más posible contra sus flancos; casi soldados los unos a los otros, ascendían por un sendero que se desmoronaba, penetraban en la casona, trepaban por una escalera de madera y llegaban hasta una habitación. Allí, tan inexplicablemente como habían aparecido, los viejos desaparecían, dejando al joven solo y en mitad de la estancia. Ésta estaba someramente amueblada: una cama cubierta por una cretona de flores, una mesa y una silla. Un fuego flameaba en la chimenea. Encima de la mesa habían dispuesto una comida: sopa de habas y carne de lomo. Por la alta ventana de la habitación, el joven miraba cómo la luna llena emergía de entre las nubes; luego él se sentaba a la mesa y empezaba a comer. Y con esa cena solitaria acababa la primera parte.
La segunda parte constituía ella sola casi los cuatro quintos del libro y enseguida fue evidente que el corto relato que la precedía tan sólo era su pretexto anecdótico. Se trataba de una larga confesión de un lirismo exacerbado, entremezclada con poemas, máximas enigmáticas y encantamientos blasfemos, Al poco de haber empezado la lectura, Vincent Degraël experimentó una sensación de inquietud que le fue imposible definir de modo concreto, pero que se acentuó a medida que pasaba las páginas del volumen con una mano cada vez más temblorosa: era como si las frases que tenía ante sus ojos se volviesen súbitamente familiares e irresistiblemente le recordasen a algo; como si después de la lectura de cada una de esas frases se impusiera, o mejor dicho se superpusiera, el recuerdo, preciso y vago a la vez, de una frase casi idéntica y que él hubiese leído ya en otra ocasión; como si aquellas palabras, más tiernas que una caricia o más pérfidas que el veneno, aquellas palabras sucesivamente claras o herméticas, obscenas o cálidas, deslumbrantes, laberínticas, que oscilaban sin cesar como la aguja alocada de una brújula entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, esbozasen la configuración confusa en la que se creyese encontrar un barullo de Germain Nouveau y Trintan Corbière, de Villiers y Banville, de Rimbaud y Verhaeren, de Charles Cros y Léon Bloy.
Vincent Degraël, cuyo campo de preocupaciones abarcaba precisamente a esos autores -desde hacía varios años preparaba una tesis sobre "la evolución de la poesía francesa de los Parnasianos a los Simbolistas"-, creyó en un primer momento que había podido, efectivamente, leer ya ese libro de manera casual en una de sus muchas investigaciones, pero luego, más verosímilmente, se sintió víctima de una ilusión de lo conocido en la que, como cuando el simple sabor de un sorbo de té le traslada a uno de golpe a Inglaterra treinta años atrás, había bastado una pequeñez, un sonido, un olor, un gesto -quizás ese breve titubeo que había sentido antes de sacar el libro de la balda en que estaba clasificado entre Verhaeren y Vielé-Griffin, o bien el modo tan ávido con que había hojeado las primeras páginas- para que el recuerdo falaz de una lectura anterior viniera en sobreimpresión a perturbar, hasta hacerla imposible, la lectura que estaba haciendo justo en ese instante. Pero muy pronto la duda desapareció y Degraël hubo de rendirse a la evidencia: tal vez su memoria le jugaba una mala pasada, tal vez no fuese más que algo azaroso el que Vernier pareciera tomar prestado a Catulle Mendés su frase "chacal solitario que frecuenta sepulcros de piedra", tal vez habría que tener en cuenta los encuentros fortuitos, las influencias ostentosas, los homenajes voluntarios, las copias inconscientes, la voluntad de pastiche, el gusto por las citas, las coincidencias felices, tal vez habría que considerar que expresiones tales como "la fugacidad del tiempo", "nieblas del invierno", "oscuro horizonte", "grutas profundas", "vaporosas fuentes", "luces inciertas de salvajes malezas", pertenecían a todos los poetas, y que, por consecuente, era tan normal toparse con ellas en un parágrafo de Hugo Vernier como en las estrofas de Jean Moréas, pero en cambio era del todo imposible no reconocer, palabras por palabra o casi, al azar de la lectura, un fragmento de Rimbaud por aquí ("Veía con claridad una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores hecha por ángeles") o de Mallarmé ("invierno lúcido, estación del arte sereno"), o por allá uno de Lautréamont ("Miré en un espejo esta boca homicida por mi propia voluntad") o de Gustave Kahn ("Deja expirar la canción... mi corazón llora / Un humo negro se arrastra en torno a claridades. Solemne/El silencio ha subido lentamente, amedrenta/A los ruidos familiares del vacío personal") o, apenas modificado, de Verlaine ("en el interminable hastío de la llanura, la nieve lucía como arena. El cielo era de color cobrizo. El tren se deslizaba sin un murmullo..."), etc.
Eran las cuatro de la madrugada cuando Degraël acabó la lectura de El viaje de invierno. Había señalado una treintena de préstamos. Desde luego, había muchos más. El libro de Hugo Vernier parecía ser una prodigiosa compilación de los poetas de finales del siglo XIX, un centón desmesurado, un mosaico en el que se podía decir que cada pieza era la obra de algún otro. Pero en el momento en que se esforzaba en imaginar a ese autor ignoto que había querido extraer de los libros de los demás la materia de su propio texto, en el momento en que trataba de representarse hasta sus últimas consecuencias ese proyecto insensato y admirable, Degraël sintió que en su interior nacía una sospecha enloquecedora: acababa de recordar que al coger el libro de su estante, había anotado maquinalmente la fecha, movido por ese reflejo de joven investigador que no consulta nunca una obra sin apuntar los datos bibliográficos. Tal vez se hubiera equivocado, pero estaba seguro de haber creído leer: 1864. Lo verificó, con el corazón palpitando. Había leído bien: ¡eso quería decir que Vernier había "citado" un verso de Mallarmé con dos años de antelación, plagiado a Verlaine diez años antes de sus "Arias olvidadas", escrito lo mismo que Gustave Kahn cerca de un cuarto de siglo antes que él! Eso quería decir que Lautréamont, Germain Nouveau, Rimbaud, Corbière y bastantes más eran simple y llanamente los copistas de un poeta genial e ignorado que, en una obra única, había sabido reunir la sustancia toda de la que iban a nutrirse después de él tres o cuatro generaciones de autores.
A menos, claro, que la fecha de impresión que figuraba en la obra estuviese equivocada. Pero Degraël rechazaba afrontar esta hipótesis: su descubrimiento era demasiado bello, demasiado evidente, demasiado necesario para no ser cierto, y ya se imaginaba las consecuencias vertiginosas que iba a provocar: el escándalo prodigioso que iba a entrañar la revelación pública de esa "antología premonitoria", la amplitud de sus efectos, el enorme replanteamiento de todo lo que los críticos y los historiadores de la literatura habían enseñado imperturbablemente por los años de los años. Y su impaciencia era tal que, renunciando definitivamente al sueño, se precipitó a la biblioteca para tratar de conocer un poco más acerca de ese Vernier y de su obra.
No encontró nada. Los diversos diccionarios y repertorios presentes en la biblioteca de los Borrade ignoraban la existencia de Hugo Vernier. Ni los Borrade padres ni Denis pudieron informarle de nada más: el libro había sido comprado con ocasión de una subasta en Honfleur, y de eso hacía diez años; lo habían hojeado sin prestarle ninguna atención.
Durante todo el día, con la ayuda de Denis, Degraël procedió a un examen sistemático de la obra, yendo a buscar en decenas de antologías y de colecciones los fragmentos que surgían por doquier: llegaron a hallar unos trescientos cincuenta, repartidos entre casi treinta autores: tanto los más célebres como los más oscuros poetas de fin de siglo, y en ocasiones incluso algunos prosistas (Léon Bloy, Ernest Hello), parecían haber hecho de El viaje de invierno la biblia de donde habían sacado lo mejor de sí mismos: Banville, Richepin, Huysmans, Charles Cros, Léon Valade se codeaban con Mallarmé y con Verlaine, y también con otros en el presente caídos en el olvido, que se llamaban Charles de Pomairoles, Hippolyte Vaillant, Maurice Rollinat (el ahijado de George Sand), Laprade, Albert Mérat, Charles Morice o Antony Valabrègue.
Degraël apuntó cuidadosamente en un carné la lista de los autores y la referencia de sus préstamos literarios, y regresó a París, decidido en firme a proseguir desde el día siguiente sus investigaciones en la Biblioteca Nacional. Pero los acontecimientos no se lo permitieron. En París le esperaba su hoja de ruta militar. Movilizado en Compiègne, se encontró, sin haber tenido en verdad tiempo de comprender por qué, en San Juan de Luz, pasó a España y desde allí a Inglaterra, de donde volvió a Francia al acabar 1945. Durante toda la guerra, había llevado consigo su carné de notas y milagrosamente había logrado no perderlo nunca. Sus investigaciones, como era lógico suponer, no habían avanzado mucho, pero no obstante había hecho un descubrimiento para él capital: en el British Museum había podido consultar el Catálogo general de la librería francesa y la Bibliografía de Francia, y pudo confirmar su formidable hipótesis: El viaje de invierno, de Vernier (Hugo), había sido editado sin ninguna duda en 1864, en Valenciennes, por Hervé Frères, Impresores-Libreros, y, sometido al depósito legal como todas la obras publicadas en Francia, se ingresó en la Biblioteca Nacional, en donde le atribuyeron la signatura Z-87912.
Nombrado profesor en Beauvais, Vincent Degraël consagró desde entonces todos sus ratos libres a El viaje de invierno.
Investigaciones exhaustivas en los diarios íntimos y en las correspondencias epistolares de la mayoría de los poetas de finales del siglo XIX, le persuadieron rápidamente de que Hugo Vernier, en su tiempo, había conocido la celebridad que merecía: anotaciones como "he recibido hoy una carta de Hugo", o "he escrito una larga carta a Hugo", "leído a V.H. toda la noche", o la célebre "Hugo, sólo Hugo" de Valentin Havercamp, no se referían en absoluto a "Victor" Hugo, sino a ese poeta maldito cuya obra breve había prendido, al parecer, en todos aquellos que la habían tenido entre sus manos. Contradicciones clamorosas que ni la crítica ni la historia literaria habían podido explicar nunca hallaban así su única solución lógica, y por eso, evidentemente, pensando en Hugo Vernier y en lo que le debían a su Viaje de invierno, Rimbaud había escrito "Yo es otro" y Lautréamont "La poesía debe ser hecha por todos y no por uno".
Pero cuanto más ponía de relieve el lugar preponderante que Hugo Vernier debía ocupar por derecha en la historia literaria de la Francia del último siglo, menos estaba en condiciones de aportar pruebas tangibles: en realidad, no pudo nunca más volver a tocar con sus manos ningún ejemplar de El viaje de invierno. Aquel que había consultado fue destruido -al mismo tiempo que la villa entera- cuando los bombardeos de Le Havre; el ejemplar depositado en la Biblioteca Nacional no estaba en su puesto cuando él lo pidió y sólo al cabo de largas gestiones consiguió saber que ese libro había sido enviado en 1926 a un encuadernador que nunca lo había llegado a recibir. Todas las pesquisas que mandó hacer a decenas y centenas de bibliotecarios, de archiveros y de libreros se revelaron inútiles, y Degraël se convenció entonces de que los quinientos ejemplares de la edición fueron destruidos adrede por aquellos mismos que se inspiraron tan directamente en ellos.
Sobre la vida de Hugo Vernier, Vincent Degraël no averiguó nada o casi nada. Por una apostilla inesperada, descubierta en una oscura Biografía de hombres notables del Norte de Francia y de Bélgica (Verviers, 1882) supo que había nacido en Vimy (Pas-de-Calais) el 3 de septiembre de 1836. Pero las actas de estado civil de la municipalidad de Vimy habían ardido en 1916, a la vez que sus copias remitidas a la prefectura de Arras. Ninguna acta de defunción se levantó jamás, por lo visto.
Durante cerca de treinta años, Vincent Degraël se esforzó en vano por reunir pruebas de la existencia de ese poeta y de su obra. Cuando él murió, en el hospital psiquiátrico de Verrières, algunos de sus antiguos alumnos se propusieron clasificar el inmenso montón de documentos y manuscritos que dejaba: entre ellos figuraba un grueso libro de registro encuadernado en tela negra y en cuya etiqueta, cuidadosamente caligrafiado, se leía: El viaje de invierno: las ocho primeras páginas describían la historia de esas estériles investigaciones; las trescientas noventa y dos restantes estaban en blanco.




Traducción de Adolfo García Ortega


domingo, 9 de noviembre de 2014

Balada de la loca alegría




Porfirio Barba Jacob



Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...
Ciñe el tirso oloroso, tañe el jocundo címbalo.

Una bacante loca y un sátiro afrentoso
conjuntan en mi sangre su frenesí amoroso.

Atenas brilla, piensa y esculpe Praxiteles,
y la gracia encadena con rosas la pasión.

¡Ah de la vida parva, que no nos da sus mieles
sino con cierto ritmo y en cierta proporción!

Danzad al soplo de Dionisos que embriaga el corazón...

La Muerte viene, todo será polvo
bajo su imperio: ¡polvo de Pericles,
polvo de Codro, polvo de Cimón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-

a beber y a danzar al son de mi canción...

De Hispania fructuosa, de Galia deleitable,
de Numidia ardorosa, y de toda la rosa
de los vientos que beben las águilas romanas,
venid, puras doncellas y ávidas cortesanas.

Danzad en delitosos, lúbricos episodios,
con los esclavos nubios, con los marinos rodios.

Flaminio, de cabellos de amaranto,
busca para Heliogábalo en las termas
varones de placer... Alzad el canto,
reíd, danzad en báquica alegría,
y haced brotar la sangre que embriaga el corazón.

La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Augusto, polvo de Lucrecio,
polvo de Ovidio, polvo de Nerón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...

Aldeanas del Cauca con olor de azucena;
montañesas de Antioquia, con dulzor de colmena;
infantinas de Lima, unciosas y augurales,
y princesas de México, que es como la alacena

familiar que resguarda los más dulces panales;
y mozuelos de Cuba, lánguidos, sensuales,
ardorosos, baldíos,
cual fantasmas que cruzan por unos sueños míos;

mozuelos de la grata Cuscatlán-¡oh ambrosía!-
y mozuelos de Honduras,
donde hay alondras ciegas por las selvas oscuras;

entrad en la danza, en el feliz torbellino:
reíd, jugad al son de mi canción:
la piña y la guanábana aroman el camino
y un vino de palmeras aduerme el corazón.

La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,
polvo en la urna, y rota ya la urna,
polvo en la ceguedad del aquilón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...

La noche es bella en su embriaguez de mieles,
la tierra es grata en su cendal de brumas;
vivir es dulce, con dulzor de trinos;
canta el amor, espigan los donceles,
se puebla el mundo, se urden los destinos...

¡Que el jugo de las viñas me alivie el corazón!
A beber, a danzar en raudos torbellinos,
vano el esfuerzo, inútil la ilusión...


Historia de Oriana y Eloísa







Miguel Collazo


(Del espíritu y la carne)


De acuerdo con nuestra humana condición, y puesto que por algo fuimos reunidos en cuerpo y alma, Oriana y Eloísa deberían haber venido al mundo en un solo parto, constituyendo una sola entidad. Pero en lo primero que nos vemos obligados a pensar al comenzar esta historia es en lo inextricables que suelen ser a veces los «designios de la Providencia».

Oriana nació, pues, un veintinueve de octubre, de noche, y dos años más tarde, en una soleada mañana de abril, nació la linda Eloísa. Desde que dio los primeros pasos, Eloísa fue la seducción, el arrebato de todos. No quiere esto decir que Oriana no fuera bella y tuviera sus encantos. No se trata de eso. Creemos simplemente que cada una de ellas tenía su reino, pues se nos mostraban como dos naturalezas diferentes, maravillosas a su modo, sólo que opuestas e inconciliables entre sí.

Las dos hermanas vivían con sus padres en los altos de una casa de empeños de la calle Compostela. La casa de empeños era oscura y antigua, con paredes entabladas de cedro y caoba, de bellas molduras, llenas de anaqueles y vitrinas. Afuera, los dos pequeños escaparates mal alumbrados tenían algo de museo, de muestrario de reliquias. Desde muy pequeñas, las hermanas conocieron los rostros terribles de quienes iban allí a empeñar todavía más su pobreza, y con ello su alma, ya que este negocio era el de sus padres y de él vivían. Pero en realidad, para las niñas, estas criaturas eran ajenas, puras fantasías, gente que no tenía una existencia auténtica. En cambio, tanto la madre como el padre eran afectados a su manera por sus propios clientes. Pertenecían a esa clase de gente que aun haciendo de cada cosa un sagrado ceremonial, no lograba sentirse a gusto con los ritos y los azares de la vida; y no es que se sintieran excluidos o faltos de fe: eran sencillamente, y por así resumirlo, insustanciales. Por otra parte, nunca pudieron tomar, al modo que les correspondía, la desgracia ajena, no por piedad hacia los demás, sino por miedo al espejo que eran esos demás. En otras palabras, no podían vivir del prójimo, ni de sí mismos.

En consecuencia, el negocio y el hogar iban mal. La madre, en ocasiones, lloraba tras el biombo por las desgracias de sus clientes, y también los odiaba. El padre, con las manos abiertas sobre el mostrador, se quedaba tenso, como cuerda a punto de romperse; luego sus ojos, invariablemente, recorrían aquella suerte de cárcel que los alimentaba con un pan tan amargo. A veces, durante las noches de insomnio del padre, las niñas lo oían renegar y maldecir de aquella herencia, y escuchaban después los sosiegos tristes de la madre, su suave y tierna voz que hablaba de una posible venta, de cerrar y comenzar una nueva vida, de proyectos irreales, y sobre todo de resignación. Siempre esta palabra era el final, que se repetía como un eco distorsionado en la voz del padre hasta hacerle perder todo sentido. Entonces, en la oscuridad del cuarto, Oriana y Eloísa se buscaban las manos. En el fondo, como a todos los niños, las ideas de mudanzas, los futuros proyectos, todo aquello que, por incierto que fuera, tendiera en fin a la ruptura del orden conocido, las unía momentáneamente con la excitación de una sana alegría. En verdad, no se querían ni tampoco se odiaban como dos hermanas de su edad; era como si la sangre no contara, y los juicios y sentimientos dependieran más bien de algo que las regía y estaba por encima de ellas, algo inalcanzable e inimaginable. Pero en esas espaciadas ocasiones, reunidas en las tinieblas del dormitorio, Oriana sentía vergüenza por las ideas de íntima deslealtad que se había forjado alrededor de la conducta de su hermana. Eloísa, en cambio, sólo veía en ello el predominio que ejercía sobre Oriana, pues de alguna manera no muy clara, se atribuía a sí misma la virtud de ser el motor de todas las cosas.

Esos años eran los de crianza, los suaves años donde ni siquiera las tormentas familiares son auténticas tormentas, donde hasta la tristeza de los padres puede ser nuestra alegría, donde ni aun la muerte es la muerte que luego nos toca desnudar.

Los ojos de Oriana eran grandes, muy negros. Los de Eloísa eran verdes y brillantes, exactamente como espejos. Mientras los de la mayor mostraban esa oscuridad poblada de misterios propia de los abismos, los dos espejos verdes sólo nos devolvían el reflejo de las cosas tangibles. El pelo de Oriana caía por su peso, y el de Eloísa se encrespaba rebelde. Ciertamente la boca de la mayor tenía labios carnosos, dientes regulares, blancos y bellos; pero la boca de su hermana era grande, de labios encendidos y dientes irregulares, anchos y poderosos. Ambas poseían un cuerpo esbelto, bien proporcionado; solamente las caderas de la menor parecían tener tendencia a ensanchar. En general, las diferencias físicas eran sutiles; la cuestión estaba más bien en lo que esos cuerpos expresaban.

Las niñas pasaron sus trece, sus catorce y sus quince años moviéndose internamente en direcciones cada vez más acentuadamente opuestas. Hasta que un día, sentados todos al comedor, sostuvieron ambas una extraña conversación que dio bastante que pensar a sus padres. Por mucho que indagaron éstos, les fue completamente imposible penetrar en el significado de aquellas palabras. Podrían haber sido pequeños misterios de alcoba, tonterías y claves de niños... Pero lo cierto fue que a partir de ese momento notaron que las relaciones entre las hijas se habían enfriado hasta un punto que resultaba embarazoso para todos.

Los padres cruzaban entre ellas como fantasmas asombrados, con tiento, tal si caminaran sobre un terreno cuya naturaleza real se desconoce; y ellas a su vez transitaban, perfectamente tranquilas, cándidas... Eran hermosas y daba gusto mirarlas, uno sentía el deseo de abrazarlas y mimarlas. Las sentían buenas, y aun cuando las sabían malas no podían decir con exactitud qué era lo verdaderamente malévolo en su conducta. Había distancia, silencio, encuentros, tropiezos, repentinas llamaradas que parecían salir de la nada para terminar en la nada. Y los padres, naturalmente no muy conscientes de aquello, estaban entre las fuerzas de su instinto y una muralla irracional. El negocio cruel los reclamaba día tras día. A pesar de ser los dueños o quizá precisamente por eso, veíanse más empeñados que sus clientes. Hablaban a menudo entre sí sin entenderse, pues el mismo tema era incomprensible para ellos. Estaban de acuerdo en que las niñas distanciadas necesitaban más atención. Alguien debía velar continuamente por ellas. Pensaron en una criada que reuniera ciertas condiciones especiales. En la noche, sentados a la mesa mientras las niñas dormían, y tal si tuvieran entre las manos un libro abierto, pasaron y repasaron las hojas de la vida de todos sus conocidos. En verdad, esa persona ideal no aparecía, justo por eso mismo. Pero en carne y hueso surgió una cuarentona recia y bondadosa llamada Mabilia, antigua conocida de la casa, y se decidieron por ella. Ciertamente, la mujer les resultó muy útil para todos los menesteres domésticos, pero desde luego, fracasó desde el primer momento como conciliadora. Haber esperado otra cosa era exigirle demasiado a esta pobre mujer. Sin embargo, Mabilia se hizo pronto una idea bastante clara respecto a la conducta de las jóvenes. Esto le resultaba difícil de explicar a ella misma; y lo poco que pudo decirle a los padres, lo muy poco que ellos lograron entender, fue lo suficiente como para que la despidieran con los pretextos al uso. Pero las niñas, por su parte —y por separado— se habían encariñado con la señora. De manera que, contra la voluntad de los padres, la mujer regresó, y había en la expresión de su rostro algo de ese irremediable desaliento que produce la estupidez humana.

Oriana y Eloísa continuaron sin hablarse más allá de lo estrictamente necesario de acuerdo con el orden de la casa.

Lo desconcertante para los padres era que nada parecía haber ocurrido entre ellas. El absurdo hería a estos pobres espíritus más hondamente que la tragedia, pues en ningún momento pudieron notar la menor señal de rencores ni envidias, ni ningún otro sentimiento producto del desamor. Y por otro lado, tampoco podría decirse que había indiferencia. Nada de lo que a los seres humanos normales y corrientes pueda ocurrirles, parecía ser la causa de la conducta de sus hijas. A veces, al regresar de un corto paseo con ellas, el padre y la madre se miraban largamente, como tratando de comunicarse una sensación angustiosa que no podía ser expresada con palabras; era como si las niñas, una a cada lado de ellos, fueran en realidad una sola criatura dividida a la mitad por la espada del arcángel caído. Por supuesto, esto jamás llegó a configurarse en sus mentes porque no había espacio para ello.

El buen padre sucumbió finalmente a su débil naturaleza y trató de escapar al conflicto y al absurdo, atribuyéndoselo todo al cambio de edad de las jóvenes. Pero la madre persistió y esto fue lo que marcó toda su existencia. A punto de la quiebra total, el negocio fue malvendido. Tal vez con ello pensaban que se librarían de algo ominoso, probablemente de la causa de aquella desgracia a la que no alcanzaban siquiera a darle forma concreta en sus pensamientos.

Sobre el Arco de Belén, Oriana tenía bellos sueños podados de prodigiosos seres que confluían como las aguas diversas de los ríos, y se aunaban, ascendiendo hasta las regiones habitadas por los ángeles. Le gustaba levantarse temprano y cuidar de sus plantas, y ver las aves sedientas saciándose con el rocío de los capullos; entonces desmigajaba un trozo de pan y sentía que con ello ingresaba mágicamente en el mundo terrenal. A veces, estando allí un poco desatenta y como a punto de desfallecer, el aire de la mañana acariciaba sus cabellos como una mano buena y confortadora. Adentro el mundo no era bello ni feo, triste ni alegre...; adentro dormía Eloísa, y todo cuanto Oriana palpaba era pura ilusión. Abajo, la calle era un inmenso misterio fieramente cerrado en lo próspero y lo adverso, y ella no tenía brazos ni manos para alcanzarlo. A esas horas, la buena Mabilia se movía por la casa y colaba café. Qué placer este café traído al balcón, en ese instante en que todavía el mundo no ha despertado por completo y los seres y las cosas están como a la espera de un milagro. Porque el amanecer es siempre la promesa del milagro, el momento en que la vida parece tener toda su prístina pujanza. Pero, ¿qué podría ocurrir en un mundo dividido, guardado de una parte por el Maligno y de la otra por la impenetrable misericordia del Señor?

Papá y mamá, qué distantes; nada parecía unirla a ellos. En realidad, ella estaba en vilo como un pájaro que no puede posarse jamás. Y sin embargo, ni siquiera había angustia; había contemplación, tal vez solamente eso, ya que el sosiego, el verdadero sosiego, era algo imposible de definir para quien nunca sintió la desesperación.

Mabilia contaba historias de la vida. Era viuda; llevaba veinte años sirviendo en una casa y otra, siempre alrededor de este pequeño huerto donde nació. Las dos muchachas, sentadas en los extremos de la mesa, escuchaban, expresando en sus rostros cosas tan disímiles, que la señora Mabilia, en ocasiones, retenía sus palabras y estaba como a la espera de un conflicto. Pero las jóvenes violentaban su naturaleza y la miraban a los ojos. Estas miradas eran crueles. La pobre mujer, hecha a las cosas concretas y asibles, temblaba por dentro y sentía que de ella tiraban dos fuerzas opuestas. Era irresistible esta sensación casi física, como si dos poderosos caballos fueran los que tiraran de sus miembros y sus miembros crujieran dolorosamente. Por vía de esta señora entraron en la casa las hierbas exóticas y los extraños rituales; pero ni ella misma sabía lo que hacía; sólo experimentaba con ello esa bienhechora dulzura del que cumple con un deber. Amaba a estas dos muchachas embrujadas. En ocasiones, su inmensa ternura, y también la violencia de su carácter, la impulsaban a tomarles las manos y unírselas, abrazarlas y estrecharlas contra sí, desafiando con saña esas extrañas leyes que las desunían y contra las cuales nada parecía eficaz. Todo era inútil. Su desánimo la llevaba a alterar la mansedumbre de sus hábitos. Con el transcurso de los días tornóse exasperable; las cosas se le caían de las manos, mientras con más fuerzas las asía.

Eloísa comenzaba a salir. El mundo, este mundo terrenal, era bueno para ella, pero no lo entendía. Disfrutaba a la manera de los perros y los gatos. Era bella y gustaba; el placer venía fácilmente a ella, y sin embargo era un placer sin sentido, que no dejaba huellas. Se amaba a sí misma, cuidaba de su cuerpo; y el baño era algo maravilloso cuando, desnuda y perpleja, sentía el agua besarla por todas partes. Mas, ¿qué hacer con todo aquello? Nada da esto trascendía, nada rebasaba sus límites y perduraba en sueños. Las caricias de mamá, los fuertes y temblorosos abrazos de papá eran agradables y le llegaban, pero, nada más. Por alguna región remota que ella ni siquiera podía imaginar, se movía Oriana. No podía pensar; no podía, al menos, sentarse y preguntarse: ¿Qué es esto, Dios mío? Dios era un nombre, y el Diablo era otro nombre... Sólo las cosas tangibles carecían de nombre para ella. Todo lo material ingresaba a ella por los sentidos y no hallaba luego ninguna resonancia.

Los padres creían haber cumplido cada cual consigo mismo. Por una parte estaba la fe de la madre y el retorno a las disciplinas religiosas de la Iglesia; esta regresión, de alguna manera, la salvó. En definitiva, su condenación hubiera sido útil. En esencia, nadie puede ayudar a nadie; los hombres se hunden o se salvan solos... «Bendito sea el nombre del Señor», resumía la madre. El padre, por su parte, se aferró a la economía, a sus cuentas, a los diarios y al renacimiento de un antiguo pleito, perdido hacía años, sobre los bienes de su abuelo. Y todo ello para el futuro de las niñas, que pronto serían mujeres y asentarían casa. Pero en todo esto afloraba a ratos su natural endeblez, y había tensión, soterrada melancolía y los negros presagios, no siempre muy bien entendidos, de las parábolas de los sueños.

Oriana amaba su Arco de Belén; la curva de sus piedras encerraba para ella algo simbólico; la curva de esas piedras bajo las cuales corría una calle y transitaban los seres desconocidos, los seres tal vez imposibles de conocer... El Arco se tragaba a las personas y las devolvía diferentes. También esto era un juego para un alma encerrada. Veía asimismo, junto a los pilares del Arco, a quienes la vida había marginado por un misterio indescifrable, y que se movían por los alrededores con las manos en los bolsillos, o estaban reunidos allí, de pie, de la noche a la mañana. Salir a la calle no era fácil para ella, al menos no lo era en la medida en que lo era para su hermana. Oriana se limitaba a verla partir y cruzar bajo el Arco hacia su vía, sabiendo que en las aventuras terrenales de Eloísa le iba posiblemente a ella la realización de su espíritu.

Los padres, viejos y retirados, fueron generosos con ellas, pero esta generosidad a veces excesiva, por esquivez de Oriana, recaía justamente en quien más la necesitaba. De esta manera, Eloísa podía cumplir con casi todas las exigencias de su naturaleza. Oriana, en levitación, seguía desde arriba y sin azoro, el curso agitado y jubiloso que constituía la existencia de su hermana.

Ya no eran niñas, o sólo lo seguían siendo para sus padres. La vida está llena de amenazas y peligros y asedios para los que abandonan el nido de la infancia, y más para quienes no lo hacen voluntariamente. A la muerte de la madre, Oriana fue arrojada del paraíso por un pecado que no había cometido. Sin embargo, ¿qué era Oriana en sí misma? ¿Qué era Eloísa? Entre el bien y el mal está el hombre, como está entre el espíritu y la carne; pero ellas, ¿dónde estaban?

Por su parte, el padre, tenso, insomne, y ahora ajeno, obsesionado por el recuerdo y los fantasmas, terminó por no reconocer a ninguna de sus hijas. Es difícil decir que todo esto fue como un descanso; no el cese del conflicto, sino, más bien, la aceptación de él. Pero la agonía del padre fue larga en lo referente a su cuerpo, aunque para las jóvenes había muerto por anticipado. Mabilia estuvo allí, a la cabecera de su cama, en medio de un desorden que no le pertenecía y que sin embargo hacía suyo por desafío. Su lucha fue hasta el final, y fue conmovedora. A pesar de todo, cuando el padre dejó de existir, supo que había roto el último vínculo natural y que estaba de más en esa casa... y probablemente en este mundo también. Entonces, solas, a merced de sí mismas, Oriana y Eloísa se miraron a los ojos, y luego, arrebatadas por un impulso irracional, se abrazaron y se besaron con violencia. Pero había en todo aquello algo de ceremonial, de cosa que cumplir, de liquidación.




sábado, 8 de noviembre de 2014

La nouvelle ante la novela





José Luis Bobadilla


No me gusta el término novela corta o breve, porque a pesar de ser descriptivo, es desdeñoso. Prefiero la palabra francesa nouvelle, que no es la misma que roman (novela), y que distingue a las narraciones de una extensión mayor que la del cuento, pero que no alcanza el desarrollo de eso que llamamos novela. El cuento exige mediante pocos recursos narrativos, articular la expresión de una visión del mundo. La novela hace lo mismo, aunque extendiéndose demoradamente. Si el cuento es un deslizamiento fugaz, la novela pretende arraigarnos. En medio de estas dos formas, está la nouvelle. Cortázar la describió como el "género a caballo entre el cuento y la novela". Heredera formal del relato breve medieval, sentó probablemente sus bases hasta que Matteo Bandello, en su dialecto piamontés, escribió durante el Renacimiento los cuatro tomos con sus sobrias narraciones. Romeo y Julieta salieron de su pluma antes que Shakeaspere los inmortalizara.

Entre los siglos XVII y XIX, la novela ocupó el lugar preponderante de la narración. En muchos de sus ensayos, el excepcional escritor argentino Juan José Saer, opina que a partir de Flaubert, de Bouvard y Pécuchet, la narrativa importante del siglo XX -Henry James, Joyce, Proust, Musil, Woolf, Beckett, Rulfo, Borges, Onetti, los escritores del Nouveau Romain-, abandonaron la novela rebelándose contra ella. En cada uno de sus intentos de escritura generaron una nueva forma. La novela, circunscrita al ascenso de la burguesía, hoy sigue escribiéndose. Es un formato más o menos preciso, en donde anécdotas que varían muy poco unas de otras, dan a sus lectores la comodidad de decirles lo que esperan. Cumplen una promesa ateniéndose a los requerimientos del mercado editorial, ofreciendo según la ocasión o la moda, las novelas de vampiros jóvenes o las novelas "históricas", por ejemplo, de la independencia de México, para acompañar, por qué no, los festejos absurdos y nacionalistas de esa fecha. El "prestigio" de la novela, su relevancia por sobre el cuento y la nouvelle, ha propiciado además, un sinnúmero de obstáculos para quienes buscan practicar la narración desde otras perspectivas. Los concursos exigen un número de páginas casi siempre mayor a doscientos cincuenta. Las editoriales, las más poderosas, por su parte, salvo en los casos de escritores ya reconocidos, se rehúsan a publicar libros de extensiones menos abarcadoras. Si Henry James, maestro indiscutible de la nouvelle, diera a publicar hoy por primera vez Cuatro encuentros o cualquier otra de sus narraciones breves, seguramente sería despachado.

Dentro de la narrativa latinoamericana, la nouvelle ha dado prueba de su enorme flexibilidad y capacidad. Es una tradición ya infranqueable, que al igual que el cuento, permite articular sólidas narraciones donde la forma es todavía muy maleable. Desde Mariano Azuela, pasando por El juguete rabioso de Robert Arlt, Las hortensias de Felisberto Hernández, La amortajada de María Luisa Bombal, El pozoLos adiosesPara una tumba sin nombreTan triste como ella o La cara de la desgracia de Juan Carlos Onetti, La invención de Morel de Bioy Casares, incluso Pedro Páramo de Rulfo, La mujer desnuda de Armonía Somers, o más próximo en el tiempo a nosotros, El discurso vacío de Mario Levrero o Severina de Rodrigo Rey Rosa, publicado apenas hace unos meses, la nouvelle sigue siendo indiscutiblemente necesaria y habría que practicarla, promoverla y publicarla, así tuviera solamente sesenta y tres o noventa y un páginas. En una balanza hipotética, la novela carga su mayor peso, en el abuso de la inteligencia. Pero ésta, es solamente un elemento más entre muchos otros: "Narrar no es una operación de la inteligencia sola: es el cuerpo entero el que la realiza. Y la inteligencia no ocupa, en el todo, más que un lugar reducido. El medio natural de la narración es la somnolencia. En ese río espeso, la inteligencia, la razón, se abren a duras penas un camino, siempre fragmentario, tortuoso, arduo, entre las olas confusas de lo que James llamó the strange irregular rhythm of life. La somnolencia es positiva porque supone cierto abandono: abandono, sobre todo, de la pretensión de un sentido y, sobre todo, de un plan, rígidos, preexistentes".*

En México, la nouvelle también ha dado lo más propositivo de la narrativa. Los de abajo de Mariano Azuela y Pedro Páramo en la primera mitad del siglo XX, pero luego Farabeuf de Elizondo, La gaviota de Juan García Ponce, y en los últimos años la obra entera de Jesús Gardea (en imagen) y algunos libros de Héctor Manjarrez como El otro amor de su vida. El caso de Gardea es especial, pues no sólo se empeñó en escribir cuentos y nouvelles (no escribió una sola novela), sino que lo hizo singularizando en extremo cada una de las formas de sus narraciones, marcándolas al mismo tiempo con el hierro indeleble de su voz. De La canción de las mulas muertas (1981) a El biombo y los frutos (2001), publicada un año después de su muerte, cada una de sus nouvelles, fueron extremando su lenguaje aproximándose cada vez más a la poesía, desmarcando lo narrativo para darle un mayor espacio a la música de las palabras. Esto, desde luego, atomizó los sentidos, y como también dice Saer en algún otro texto, hizo que Gardea lograra conseguir la elaboración de un idioma inconfundiblemente personal dentro del territorio de nuestra lengua. Los últimos libros de Gardea no son fáciles para el lector. Buscan involucrarlo más allá de una anécdota. Le piden concentración y riesgo. Para leerlos se requiere de un esfuerzo de recreación, homólogo de algún modo al mismo acto de la escritura. Escribir y leer como un mismo ejercicio. Pero que sea alguien más elocuente, alguien como Juan Rulfo, quien dé la última patada a la novela de entretenimiento, la novela de consumo, la novela hecha para ganar dinero y engañar al lector haciéndolo sentir inteligente al decirle sencillamente lo que ya sabe, a lo largo de páginas y páginas: "Y cuando no pasa nada, para qué rellenar la nada. Muchos escritores lo hacen: se ponen a divagar, a hacer elucubraciones para rellenar los huecos de sus novelas; pero el resultado casi siempre es negativo y muy retórico. Luego vemos la causa de que muchas novelas se alargan y se alargan hasta convertirlas en verdaderos ladrillos. Eso es pura y simplemente falta de consideración al lector. Se le quiere entretener demasiado y como que se niegan a soltarlo, a dejarle su tiempo libre para que lea otros libros y a otros autores. Créame, a veces prefiero el cuento a la novela porque en este género el autor está obligado a sintetizar, a frenar el curso de la narración para no salirse de cauce. Igual hacen los poetas para no desbordarse; frenan y también tamizan las imágenes y van desprendiéndose de la viruta por el camino hasta dejar sólo el cogollo".** 



3 octubre 2011





*Saer, Juan José. "Narrathon". El concepto de ficción. México: Planeta, 1997. pp. 156 y 157.

**Vital, Alberto. Noticias sobre Juan Rulfo. México: Editorial RM y Universidad de Guadalajara, 2003. pp. 203


Tomado de La Tempestad



viernes, 7 de noviembre de 2014

Crónica. Un acontecimiento dentro de otro acontecimiento




Rolando Sánchez Mejías



El Yuma es el padre de uno de mis mejores amigos. El Yuma, como le llaman sus propios hijos, es un viejo que aguanta con severidad la acumulación y cuantificación de los años y la caída del pelo: su cabeza se alza hondamente despejada, como un hombre que hubiera pensado mucho. Su hijo me explica que el Yuma, ahí donde yo lo veo, viejo y pálido como una sombra anémica, nada adánica, se ha podido concentrar durante cuarenta años en distintos proyectos que anota cuidadosamente en sus libretas.

Al principio, durante la década de 1960, tenía esperanzas de que sus proyectos se llevarían a cabo, como la construcción de una vaquería que ordeñaba simultáneamente a la totalidad de sus vacas, la demanda no fue atendida y el Yuma dejó el proyecto al margen y se consagró al problema agrícola, inventando un tipo de arado de cincel que, además de no invertir los panes de tierra, abría grietas aún más angostas que los usuales arados de cincel, generando una infiltración más gratificante de lluvia y aire; la demanda fue atendida pero justo cuando se iban a fabricar en serie los arados de cincel para las provincias orientales, los tractores rusos cubrieron la demanda, y el proyecto del Yuma se engavetó como el anterior.

–Decididamente –nos dice el Yuma sentándose en la cama y moviendo un dedito en el aire– pensé que mis proyectos deberían concentrarse en un grado de abstracción e indeterminación tal, que yo no necesitase de la burocracia para su realización.

Entonces el Yuma avanzó un grado más en la especulación, adentrándose, con plena conciencia, en una noche oscura, y se guardó sus averiguaciones para sí mismo, y se fue volviendo un hombre orgulloso, de un orgullo sobrio pero sostenido; cuando el Yuma te abre la puerta es como si iniciase una ceremonia: sus ojos de metal gris, desvaído, y cabeceando, de arriba abajo, mirando, de la cabeza a los pies, a quien osa situarse ante él, no sabe uno si ante el Yuma se es paje o rey, si uno es invitado a pasar o a lanzarse por las escaleras. Siguiendo los pasos del científico francés André Voisin, que había visitado Cuba en la década de 1960 –inaugurando en la isla el método del pastoreo racional por división y uso gradual de los cuartones–, el Yuma pensó que ciertamente el pastoreo racional era lo mejor, tanto para las vacas como para el terreno, y tuvo su primera “iluminación” al respecto cuando dedujo que la hierba era el eje de aquellos dos polos –vaca y terreno–: eliminando la hierba de su ecuación, la Idea del Yuma se amplificaba. Pero se dio cuenta de que el problema no era eliminar, sino incluir, porque si la Idea se amplificaba en exceso, el conjunto se hacía Nulo o Vacío, según sus argumentos. Decía:

–Mientras unos hacen hincapié en el estacado, otros deberían hacer lo mismo, simultáneamente, en los demás ángulos del problema. Hay que mantener la misma actividad en todas partes.

También decía que los errores de la política económica cubana, más que nada de la agraria, estaban precisamente en la incapacidad de pensar el problema como una vasta construcción cuyos detalles no debían ser olvidados; y concentró sus esfuerzos en delimitar leyes de pastoreo aún más universales y a la vez más específicas que las de Voisin: al menos en el papel, sus dibujos, a escala, producían tal impresión. Según el Yuma, tanto Sartre como Voisin, “ese par de franchutes endemoniados”, le habían hecho daño a la Revolución: el primero al ver en la Revolución sólo un “problema de práctica y dialéctica”, además de haberle traído mala suerte a la Revolución cuando vino a la Habana (“¿qué hacía ese hombre de ojos extraviados en medio del cañaveral con un machete en la mano?”, argumentaba el Yuma), el segundo intentando vincularse a la Revolución sólo a través del pastoreo, sin saber, según el Yuma, que entre uno y otro contexto –pastoreo y Revolución–, el espacio era mínimo y a la vez inhabitable. La forma gradual en que Voisin había pensado el problema del pastoreo en Cuba estaba justificada desde la ciencia, pero fracasaría justo en el momento en que uno o más detalles del problema fueran olvidados por Voisin y por el gobierno “que le había hecho caso a un savant de mierda ninguneando la experiencia de los campesinos cubanos”.

El Yuma, cuyos abuelos eran de Castilla, creía que Voisin, “un bastardo de la Experiencia Ilustrada”, quería dejar en ridículo al sistema agrario cubano que tenía sus bases, según él, en la experiencia castellana. Los franceses, argumenta el Yuma, al no poder hacer una Revolución radical en su país, tratan de hacerla afuera, inventando, según el Yuma, Leyes Generales que aunque no sirvan en su país, habrían de servir en otros. El Comandante, dice el Yuma refiriéndose a Castro, aun haciendo referencia en el discurso por las honras fúnebres de Voisin en 1964 a “las leyes de la naturaleza como un conjunto”, nunca comprendió a fondo “la naturaleza total del cubano”, en cambio sí había comprendido a fondo “lo peor del cubano”, explotando, no sin eficacia “ciertas debilidades congénitas del cubano y de la Historia cubana”, sin embargo, al no comprender la Naturaleza de Cuba como un conjunto, a saber, argumenta el Yuma contando con los dedos, “el suelo, la humedad, el clima, la fauna, la flora”, no había calado hasta el fondo en la compleja dimensión del problema. Dice el Yuma que a diferencia del Comandante, Mao sí comprendió la Naturaleza de China, pues había aplicado cuatro o cinco ángulos y aristas del problema a la vez. Para el Yuma, sólo es posible “una política correcta” cuando se aplican simultáneamente “múltiples cuestiones del problema, no una sola, ni varias por separado”. Si vas a violar las Leyes de la Historia, argumenta el Yuma, tienes que violar también las Leyes de la Naturaleza. Para el Yuma, ése era el problema: que el Comandante conocía a fondo sólo algunos aspectos de la naturaleza del cubano, tales como su irresponsabilidad, su espíritu quijotesco, su cualidad de mentiroso y su agresividad inveterada; aspectos que astutamente utilizó, aunque sólo para crear destrucción. Según el Yuma, Mao, que era un taoísta en una parte de su yo, tenía en cuenta, incluso para fusilar a un centenar de personas, varios aspectos del Cielo y de la Tierra.

–¿Cómo vas a fusilar a cien personas –nos explica el Yuma– si el Cielo, cuando lo consultas, no te ha concedido esa gracia? Para fusilar hay que saber si lloverá o no lloverá.

Aseveraba, por otro lado, que Voisin y el Comandante hacían una buena pareja, el primero quería elevar las Leyes de la Naturaleza al altar de las leyes de la Historia, y el segundo quería invertir el proceso: de la Historia hacia la Naturaleza. Voisin, por otra parte, quería redimir primero a la tierra, luego a las vacas y por fin a los hombres. No es que la mentalidad de Voisin no fuera simultánea, en la cabeza de Voisin, la Redención atrapaba las tres cuartas partes del proceso en un solo conjunto, sin darse cuenta, explica el Yuma, que el conjunto es incompleto porque le faltan las demás partes de la Historia y de la Naturaleza, y ponía como ejemplo de antecesor legítimo de Voisin y de Fidel Castro al general mallorquín Valeriano Weiler, que en el siglo xix, para ganar la guerra contra el ejército cubano, encerró al 80% de la población dentro de alambradas.

–Encerró a las vacas y a la población –explica el Yuma–. Y junto al 60% de la población, murió un 25% de vacas.

Para el Yuma, Voisin se había encontrado en el Comandante al “loquito” que él siempre había buscado para llevar a Gran Escala las leyes del pastoreo intensivo y racional, y el Comandante, que no sabía nada de vacas ni de terrenos, había encontrado en el francés al “loquito” que sólo actuaría en una porción mínima del problema, como un ventrílocuo del Comandante, pero a pequeña escala.

–Porque al Comandante –dice el Yuma– no le gusta que la gente meta las narices en la resolución del Problema Completo.

 Voisin hizo “esfuerzos ingentes” en dirección al problema de cómo lograr que las vacas comieran más y mejor hierba explotando gradualmente la tierra, y su muerte en 1964, explica el Yuma, fue prematura mirándolo desde el punto de vista del Proceso General, pues no se sabe qué habría logrado Voisin si hubiera vivido diez años más, aunque el Yuma duda que hubiera logrado nada en una década más, porque el Comandante, al ver que el francés se habría vuelto loco queriendo meter las Leyes del Pastoreo en las Leyes de la Historia, sin contar con él, con el Comandante, lo habría eliminado.

 –¡Cataplum! –exclama el Yuma levantándose de la cama donde estamos sentados, y nos dice, tocándose la cabeza con un dedo:

 –¿Cómo se puede meter un acontecimiento dentro de otro acontecimiento? ¡En eso tenía razón el Comandante!





Tomado de Hotel Telégrafo