martes, 4 de noviembre de 2014

Madrigal para un general inglés




Umberto Saba




He visto en Florencia, en los primeros días de la ocupación aliada, a un general inglés. Estaba -caso raro- en pie y borracho. Era maravilloso. Alto, delgado, enjuto, casi excesivamente purasangre, andaba apoyando su vacilante persona en un bastoncito de empuñadura, según me pareció, preciosa. Cada viandante podía convertirse para él, sin quererlo, en un enemigo, hacerle –cosa grave para cualquiera; para un inglés, y un inglés de su rango, mortal- perder el equilibrio. Pero, incluso en aquellas condiciones, ¡qué porte, qué estilo! Apenas se sostenía, como el Imperio inglés. Pero se sostenía. 




Traducción de Ángel Crespo



Portugueses




Rodolfo Walsh



1)
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2)
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo no -dijo el primer portugués.
b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
c. Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3)
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4)
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5)
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6)
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo tampoco -dijo el primer portugués.
b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7)
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8)
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9)
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10)
a.. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11)
a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
c. No, señor -dijo Daniel Hernández.
d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández.

12)
-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.

Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.

"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero."

"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo."

"El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."

El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.




Sandías y otros productos de la huerta




Dolores Labarcena



“Hola, qué tal…”. Y acto seguido un mohín lo bastante creíble, sin exceso, para agradar al público. Esto sucede en Japón, donde una compañía de trenes decidió instalar, a modo de “sonrisómetros”, cámaras fotográficas para medir la calidad de la sonrisa de sus empleados. Y claro, los obligan a practicar hasta más no poder, en el retrete, o cualquier otro sitio donde se halle un espejo, la mueca adecuada. Qué pena imaginarse a esos individuos del levante, en un día fatal, de aquellos en los que difícilmente uno puede encajarse la careta, cuando el dichoso artefacto descubre que sus movimientos faciales (los de las comisuras de la boca y el rabillo del ojo, por ejemplo) no dan la “puntuación sonrisa”.

Si no fuera por la rueda, la imprenta y otros descubrimientos a los cuales debemos el progreso, estaríamos en pañales. Pero no todo es así, y en milenios, no ha sido el “sonrisómetro” el único aparato o invento absurdo que da al traste. La lobotomía, procedimiento popularizado en los Estados Unidos por Walter Freeman, quien ni siquiera era cirujano, tenía como objetivo curar, mediante la trepanación del cráneo, (y esto con un pica-hielo) la esquizofrenia y otras enfermedades mentales. Por citar, hay maletas con W.C., artefactos para fumar los veinte cigarrillos de una caja a la vez, jaulas para colgar niños al sol (lo mismo que pájaros en el balcón), máquinas para matar bibijaguas, y etc.

Bouvard y Pécuchet, obra de imprescindible lectura, es un himno a los fenómenos expuestos en el párrafo anterior. Flaubert, conocedor de las propensiones burguesas, y receloso de cuanto le rodeaba,  se burló a sus anchas de la mediocridad y el materialismo. En esta novela inconclusa, lo excéntrico de los personajes y la aspiración errónea del conocimiento absoluto, van de la mano. Pero en cuanto asoman las ínfulas, esas que dejan al descubierto las entretelas de la idiotez, te desternillas a mandíbula batiente. ¿Quién dijo que se es agrónomo, o astrólogo, de la noche a la mañana? Para estos oficinistas retirados, un producto ellos mismos del enciclopedismo y la vulgarización del saber, no existen límites. Cargados de una energía dantesca realizan un estudio tras otro y lo aplican al pie de la letra; derrumban teorías y teoremas; experimentan con vacas, vinos y conservas; profesan el espiritismo, la frenología y hasta la hipnosis. 

Flaubert no asimilaba la búsqueda frenética del triunfo; no perdonaba la falta de prudencia. Con estocada sarcástica despeña en cada capítulo al par de tarambanas hacia un fracaso sin fin. “Creo que sí mirásemos siempre al cielo acabaríamos por tener alas”, dijo este perfeccionista de la escritura, quién retrató con crueldad casi de verdugo lo superfluo del comportamiento humano. Su novela es una de las mejores odas a la tontería de la literatura universal. 
    
Pero saliendo de Bouvard y Pécuchet y entrando en el sonrisómetro, quizás el ejercicio de los empleados ferroviarios nos parezca algo forzado, si lo comparamos con la idea que tenemos de los asiáticos: perpetuamente sonrientes y ceremoniales. En cualquier caso, lo inútil sería asombrarnos, pues muchos de estos inventos terminan en el trastero; y los más añejos ya fueron obsequiados al museo o a una trituradora. Sin embargo, en Japón las guías turísticas alientan a comprar sandías. ¿Quién no ha probado una sandía? Sí, pero la diferencia es que allí prosperan cuadradas y triangulares. Y nada, también me mata la curiosidad.





Emma Bovary nunca muere




Antonio Paniagua


A Mario Vargas Llosa el personaje de Madame Bovary le persigue. De hecho la esposa del médico rural ha dejado en el autor de 'La ciudad y los perros' una huella más perdurable que muchas personas de carne y hueso. Como pago a esta deuda el premio Nobel dedicó todo un riguroso ensayo, 'La orgía perpetua', a analizar la novela universal de Flaubert. Para Vargas Llosa, a partir de 'Madame Bovary' cambiaron muchas cosas en la literatura.
Ya no bastaba el vuelo de la imaginación para seducir al lector: tan importante o más eran la técnica, el dominio de las palabras, la arquitectura narrativa o el empleo del tiempo, aspectos en los que Flaubert demostró su maestría. Fiel a esta devoción por una obra capital, Vargas Llosa firma el prólogo de una nueva edición de este clásico de la literatura que ahora recupera la editorial Siruela. La nueva versión, traducida por Mauro Armiño, incluye tres pasajes recientemente descubiertos en los manuscritos originales y que fueron expurgados para evitar el celo de las autoridades.
La novela, que fue publicada en 'La Revue de Paris' en 1856, era escandalosa para la época. Palabras como 'adulterio', 'concupiscencia' o 'concubina' eran tabúes para los editores. Flaubert se rebeló contra esa forma de censura patrocinada por sus propios amigos, Maxime du Camp y Louis Bouilhet, y exigió la aparición del texto completo. Con todo, el escritor hubo de ceder y consintió algunas supresiones. El miedo de los editores no era baladí. Al final acabaron cumpliéndose sus augurios y Flaubert y los editores fueron denunciados por «ofensa a la moral religiosa» y «ultraje a las buenas costumbres».
Si bien el padre de 'Madame Bovary' fue absuelto, no tuvo la misma suerte Charles Baudelaire, quien fue condenado por el mismo delito cuando entregó a los lectores 'Las flores del mal', toda una afrenta para los biempensantes. Ingredientes morbosos no escasean en la obra de Flaubert. De hecho, la novela es una sabia combinación de rebeldía, sexo, violencia y melodrama. Cuenta la historia de Emma Roualt, casada con el médico Charles Bovary y poseedora de un espíritu inquieto y romántico, azuzado por las aventuras galantes de las novelitas de amor que lee de manera voraz. Pero Emma tiene la desgracia de vivir en Yonville, un pueblo aburrido de Normandía incapaz de ofrecerle la elegancia, el refinamiento y el apetito de belleza que la protagonista anhela. Emma es desgraciada porque no se resigna a su suerte, no le compensan los paraísos aplazados que promete la religión y quiere una vida en plenitud en el momento presente.
¿Por qué esa saña de la censura? En la novela de Flaubert, aunque emboscado, está muy presente el sexo. Una sombra de sensualidad tiñe de malicia muchos episodios. Hay quien contempla con temblor las prendas íntimas de Emma, otro adora sus guantes, su marido desahoga su frustración reverenciando los objetos que a su esposa le hubiera gustado poseer. Es sabido que Flaubert era un fetichista contumaz. Entre cartas y prendas de su amante, Louise Colet, el escritor guardaba las chinelas que ésta había calzado en su primera noche de amor. Como le cuenta a ella en sus cartas, a menudo sacaba el calzado para acariciarlo y besarlo.
Más allá de estos chismes, el talento de Flaubert alcanza su cúspide con esta novela. «Para muchos, 'Madame Bovary' inaugura la novela moderna y sienta las bases de la gran revolución narrativa que protagonizarían años más tarde un Marcel Proust, un James Joyce, una Virginia Woolf, un Franz Kafka y un Thomas Mann», escribe Vargas Llosa, quien tras leer la novela tomó enseguida a Flaubert como modelo de escritor, además de seguir enamorado de Emma.
El autor francés se empeñó en hacer de cada frase una creación perfecta. Por eso sometía cada oración y cada palabra a la prueba del oído: si leída en voz alta la prosa no chirriaba, entonces merecía imprimirse. Pero si algo, si una cacofonía, un bache narrativa, una pausa estropeaba el conjunto, el escritor era implacable. Revisaba no solo las palabras, sino también las ideas. «Eso hace que 'Madame Bovary' nos parezca un objeto autosuficiente, en el que nada falta y nada sobra, como en una sinfonía de Beethoven, un cuadro de Rembrandt o un poema de Góngora», sostiene el escritor peruano.
Flaubert fue de los primeros en descubrir que para dar la impresión de que las historias tienen vida propia la ficción debe ser soberana, algo que logró mediante la invisibilidad del narrador y la precisión en el lenguaje. Resulta paradójico, pero el escritor llegó a odiar a la más perfecta de sus criaturas. Le enfurecía ser recordado sólo por ser el padre de 'Madame Bovary'. Le sublevaba tanto esa asociación automática que llegó a expresar en público su deseo de quemar todos los ejemplares de la novela para evitar que su fama fuera engullida por el personaje.




Tomado de El correo.com



lunes, 3 de noviembre de 2014

Cartas a Maupassant







                                                                            viernes,

Mi querido amigo,

En cuanto a lo que me concierne personalmente, seguiré sus instrucciones de cabo a rabo. Se lo agradeceré como mejor me sea posible, luego nos veremos.

Ni más tarde que ayer, he recibido una carta de la princesa, diciéndome que cuando regrese, se representará en su casa su Historia de Antaño. Ese día, claro está, se la presentaré. Puede usted enviar su ejemplar con estas palabras: «A S.A.I  Sra. princesa Mathilde»: es la fórmula. Lo demás como usted considere apropiado.

He escrito a Huysmans una carta a la que no ha respondido. Es decir que, aunque haciéndole elogios, le decía francamente mi opinión. Si hubiese recibido una carta semejante, se lo habría agradecido al autor. Ni una palabra. ¿Qué debo pensar?

¿Está molesto? ¡Tanto peor para él! He actuado honestamente y estéticamente.

Me sorprende también no haber recibido la nueva novela de Hennique: ¿Couronneau?

Fortin me ha dicho que podría ir a París a principios de mes. Así pues, querido, nos veremos dentro de cinco o diez semanas a lo sumo. Continúo haciendo metafísica. Mi capítulo VIII está preparado. Ahora veo el conjunto y me pondré a escribirlo en ocho o diez días cuando Caroline – a la que espero mañana – haya partido.

Pienso en este momento que a mediados de la próxima semana, tendré la visita de Charpentier y Zola.
Siempre olvido rogarle que vaya a casa de Ernest Daudet a buscar el manuscrito de la Comedia. Tengo razones para no dejarlo vagabundear por casa de extraños.

Laporte, que ahora me clasifica unas notas, me encarga que le diga que «llora sobre su prematuro agotamiento».

Lo abrazo.
                                                            
                                                             cuando usted tenga tiempo,
                                                             Gustave Flaubert




Traducción de J. M. Ramos