martes, 4 de noviembre de 2014

Sandías y otros productos de la huerta




Dolores Labarcena



“Hola, qué tal…”. Y acto seguido un mohín lo bastante creíble, sin exceso, para agradar al público. Esto sucede en Japón, donde una compañía de trenes decidió instalar, a modo de “sonrisómetros”, cámaras fotográficas para medir la calidad de la sonrisa de sus empleados. Y claro, los obligan a practicar hasta más no poder, en el retrete, o cualquier otro sitio donde se halle un espejo, la mueca adecuada. Qué pena imaginarse a esos individuos del levante, en un día fatal, de aquellos en los que difícilmente uno puede encajarse la careta, cuando el dichoso artefacto descubre que sus movimientos faciales (los de las comisuras de la boca y el rabillo del ojo, por ejemplo) no dan la “puntuación sonrisa”.

Si no fuera por la rueda, la imprenta y otros descubrimientos a los cuales debemos el progreso, estaríamos en pañales. Pero no todo es así, y en milenios, no ha sido el “sonrisómetro” el único aparato o invento absurdo que da al traste. La lobotomía, procedimiento popularizado en los Estados Unidos por Walter Freeman, quien ni siquiera era cirujano, tenía como objetivo curar, mediante la trepanación del cráneo, (y esto con un pica-hielo) la esquizofrenia y otras enfermedades mentales. Por citar, hay maletas con W.C., artefactos para fumar los veinte cigarrillos de una caja a la vez, jaulas para colgar niños al sol (lo mismo que pájaros en el balcón), máquinas para matar bibijaguas, y etc.

Bouvard y Pécuchet, obra de imprescindible lectura, es un himno a los fenómenos expuestos en el párrafo anterior. Flaubert, conocedor de las propensiones burguesas, y receloso de cuanto le rodeaba,  se burló a sus anchas de la mediocridad y el materialismo. En esta novela inconclusa, lo excéntrico de los personajes y la aspiración errónea del conocimiento absoluto, van de la mano. Pero en cuanto asoman las ínfulas, esas que dejan al descubierto las entretelas de la idiotez, te desternillas a mandíbula batiente. ¿Quién dijo que se es agrónomo, o astrólogo, de la noche a la mañana? Para estos oficinistas retirados, un producto ellos mismos del enciclopedismo y la vulgarización del saber, no existen límites. Cargados de una energía dantesca realizan un estudio tras otro y lo aplican al pie de la letra; derrumban teorías y teoremas; experimentan con vacas, vinos y conservas; profesan el espiritismo, la frenología y hasta la hipnosis. 

Flaubert no asimilaba la búsqueda frenética del triunfo; no perdonaba la falta de prudencia. Con estocada sarcástica despeña en cada capítulo al par de tarambanas hacia un fracaso sin fin. “Creo que sí mirásemos siempre al cielo acabaríamos por tener alas”, dijo este perfeccionista de la escritura, quién retrató con crueldad casi de verdugo lo superfluo del comportamiento humano. Su novela es una de las mejores odas a la tontería de la literatura universal. 
    
Pero saliendo de Bouvard y Pécuchet y entrando en el sonrisómetro, quizás el ejercicio de los empleados ferroviarios nos parezca algo forzado, si lo comparamos con la idea que tenemos de los asiáticos: perpetuamente sonrientes y ceremoniales. En cualquier caso, lo inútil sería asombrarnos, pues muchos de estos inventos terminan en el trastero; y los más añejos ya fueron obsequiados al museo o a una trituradora. Sin embargo, en Japón las guías turísticas alientan a comprar sandías. ¿Quién no ha probado una sandía? Sí, pero la diferencia es que allí prosperan cuadradas y triangulares. Y nada, también me mata la curiosidad.





Emma Bovary nunca muere




Antonio Paniagua


A Mario Vargas Llosa el personaje de Madame Bovary le persigue. De hecho la esposa del médico rural ha dejado en el autor de 'La ciudad y los perros' una huella más perdurable que muchas personas de carne y hueso. Como pago a esta deuda el premio Nobel dedicó todo un riguroso ensayo, 'La orgía perpetua', a analizar la novela universal de Flaubert. Para Vargas Llosa, a partir de 'Madame Bovary' cambiaron muchas cosas en la literatura.
Ya no bastaba el vuelo de la imaginación para seducir al lector: tan importante o más eran la técnica, el dominio de las palabras, la arquitectura narrativa o el empleo del tiempo, aspectos en los que Flaubert demostró su maestría. Fiel a esta devoción por una obra capital, Vargas Llosa firma el prólogo de una nueva edición de este clásico de la literatura que ahora recupera la editorial Siruela. La nueva versión, traducida por Mauro Armiño, incluye tres pasajes recientemente descubiertos en los manuscritos originales y que fueron expurgados para evitar el celo de las autoridades.
La novela, que fue publicada en 'La Revue de Paris' en 1856, era escandalosa para la época. Palabras como 'adulterio', 'concupiscencia' o 'concubina' eran tabúes para los editores. Flaubert se rebeló contra esa forma de censura patrocinada por sus propios amigos, Maxime du Camp y Louis Bouilhet, y exigió la aparición del texto completo. Con todo, el escritor hubo de ceder y consintió algunas supresiones. El miedo de los editores no era baladí. Al final acabaron cumpliéndose sus augurios y Flaubert y los editores fueron denunciados por «ofensa a la moral religiosa» y «ultraje a las buenas costumbres».
Si bien el padre de 'Madame Bovary' fue absuelto, no tuvo la misma suerte Charles Baudelaire, quien fue condenado por el mismo delito cuando entregó a los lectores 'Las flores del mal', toda una afrenta para los biempensantes. Ingredientes morbosos no escasean en la obra de Flaubert. De hecho, la novela es una sabia combinación de rebeldía, sexo, violencia y melodrama. Cuenta la historia de Emma Roualt, casada con el médico Charles Bovary y poseedora de un espíritu inquieto y romántico, azuzado por las aventuras galantes de las novelitas de amor que lee de manera voraz. Pero Emma tiene la desgracia de vivir en Yonville, un pueblo aburrido de Normandía incapaz de ofrecerle la elegancia, el refinamiento y el apetito de belleza que la protagonista anhela. Emma es desgraciada porque no se resigna a su suerte, no le compensan los paraísos aplazados que promete la religión y quiere una vida en plenitud en el momento presente.
¿Por qué esa saña de la censura? En la novela de Flaubert, aunque emboscado, está muy presente el sexo. Una sombra de sensualidad tiñe de malicia muchos episodios. Hay quien contempla con temblor las prendas íntimas de Emma, otro adora sus guantes, su marido desahoga su frustración reverenciando los objetos que a su esposa le hubiera gustado poseer. Es sabido que Flaubert era un fetichista contumaz. Entre cartas y prendas de su amante, Louise Colet, el escritor guardaba las chinelas que ésta había calzado en su primera noche de amor. Como le cuenta a ella en sus cartas, a menudo sacaba el calzado para acariciarlo y besarlo.
Más allá de estos chismes, el talento de Flaubert alcanza su cúspide con esta novela. «Para muchos, 'Madame Bovary' inaugura la novela moderna y sienta las bases de la gran revolución narrativa que protagonizarían años más tarde un Marcel Proust, un James Joyce, una Virginia Woolf, un Franz Kafka y un Thomas Mann», escribe Vargas Llosa, quien tras leer la novela tomó enseguida a Flaubert como modelo de escritor, además de seguir enamorado de Emma.
El autor francés se empeñó en hacer de cada frase una creación perfecta. Por eso sometía cada oración y cada palabra a la prueba del oído: si leída en voz alta la prosa no chirriaba, entonces merecía imprimirse. Pero si algo, si una cacofonía, un bache narrativa, una pausa estropeaba el conjunto, el escritor era implacable. Revisaba no solo las palabras, sino también las ideas. «Eso hace que 'Madame Bovary' nos parezca un objeto autosuficiente, en el que nada falta y nada sobra, como en una sinfonía de Beethoven, un cuadro de Rembrandt o un poema de Góngora», sostiene el escritor peruano.
Flaubert fue de los primeros en descubrir que para dar la impresión de que las historias tienen vida propia la ficción debe ser soberana, algo que logró mediante la invisibilidad del narrador y la precisión en el lenguaje. Resulta paradójico, pero el escritor llegó a odiar a la más perfecta de sus criaturas. Le enfurecía ser recordado sólo por ser el padre de 'Madame Bovary'. Le sublevaba tanto esa asociación automática que llegó a expresar en público su deseo de quemar todos los ejemplares de la novela para evitar que su fama fuera engullida por el personaje.




Tomado de El correo.com



lunes, 3 de noviembre de 2014

Cartas a Maupassant







                                                                            viernes,

Mi querido amigo,

En cuanto a lo que me concierne personalmente, seguiré sus instrucciones de cabo a rabo. Se lo agradeceré como mejor me sea posible, luego nos veremos.

Ni más tarde que ayer, he recibido una carta de la princesa, diciéndome que cuando regrese, se representará en su casa su Historia de Antaño. Ese día, claro está, se la presentaré. Puede usted enviar su ejemplar con estas palabras: «A S.A.I  Sra. princesa Mathilde»: es la fórmula. Lo demás como usted considere apropiado.

He escrito a Huysmans una carta a la que no ha respondido. Es decir que, aunque haciéndole elogios, le decía francamente mi opinión. Si hubiese recibido una carta semejante, se lo habría agradecido al autor. Ni una palabra. ¿Qué debo pensar?

¿Está molesto? ¡Tanto peor para él! He actuado honestamente y estéticamente.

Me sorprende también no haber recibido la nueva novela de Hennique: ¿Couronneau?

Fortin me ha dicho que podría ir a París a principios de mes. Así pues, querido, nos veremos dentro de cinco o diez semanas a lo sumo. Continúo haciendo metafísica. Mi capítulo VIII está preparado. Ahora veo el conjunto y me pondré a escribirlo en ocho o diez días cuando Caroline – a la que espero mañana – haya partido.

Pienso en este momento que a mediados de la próxima semana, tendré la visita de Charpentier y Zola.
Siempre olvido rogarle que vaya a casa de Ernest Daudet a buscar el manuscrito de la Comedia. Tengo razones para no dejarlo vagabundear por casa de extraños.

Laporte, que ahora me clasifica unas notas, me encarga que le diga que «llora sobre su prematuro agotamiento».

Lo abrazo.
                                                            
                                                             cuando usted tenga tiempo,
                                                             Gustave Flaubert




Traducción de J. M. Ramos



Epitafio




Charles Cros


Aquí yacen los mensajeros del rey,
leones del mar de la Patagonia.
Dios los condujo desde la Cruz del Sur a la Estrella Polar
por el camino del contra sentido.
Ellos no hicieron nada como nadie
porque ellos murieron al revés,
como los hombres del Ponant antaño,
cuando partían a morir al Cabo de Hornos.
Ellos no tenían nada que hacer aquí,
no más que los marinos de allá lejos,
sino encontrarle un sentido a la vida.
Porque no es necesario ser un hombre,
para descubrir al fin, moribundo,
dónde se encuentra la Patagonia.




Traducción de Jorge Teillier


La cuerda de Baudelaire



Jorge Edwards


El título de esta crónica es el de un texto en prosa de Charles Baudelaire, el poeta de Las flores del mal, uno de los más grandes precursores de la poesía moderna, maestro de figuras tan contradictorias y de tanta envergadura como el inglés T. S. Eliot y el chileno Pablo Neruda. Baudelaire escribió fragmentos sueltos, bautizados por él como “poemas en prosa” y reunidos en su libro El spleen de París. Pues bien, Baudelaire, además de poeta y autor de prosas diversas, fue uno de los mejores críticos de artes plásticas de su tiempo. Fue el que intuyó mejor, con más agudeza, con más sentido profético, el desarrollo que tendría la pintura moderna. Sus comentarios sobre Delacroix y sobre Edouard Manet, entre otros, son anticipaciones de la vanguardia estética del siglo XX. El poeta comprendió a fondo los gérmenes de modernidad que existían en la obra de estos dos maestros. Los comprendió, en ciertos aspectos, mejor que ellos mismos. Sus críticas de mediados del siglo XIX, aparecidas en revistas de la época, fueron grandes llamados de atención, grandes golpes a la cátedra.

Interviene aquí un detalle importante: el fragmento en prosa cuyo título se indica más arriba está dedicado a Edouard Manet. Y hace poco se ha publicado un nuevo libro sobre el pintor, Ver a Manet, obra de un escritor y crítico notable de estos días, Frédéric Vitoux, novelista, ensayista y miembro destacado de la Academia Francesa. Podríamos escribir un ensayo sobre Vitoux y otro sobre Manet, pero me limito a dar un fragmento, una chispa, una pista, consciente de que me salgo de la actualidad, de que no hablo, por ejemplo, de nuestros aniversarios, y no por evitarlos. Tener que escribir siempre de la actualidad es una forma de esclavitud, y no poder escribir nunca sobre ella es otra.

La historia de Baudelaire se basa en un episodio personal que Manet, su amigo, le había contado. A sus veinte y tantos años de edad, Manet, hijo de un magistrado, nieto por el lado materno de importantes hombres de empresa, trabajaba a un ritmo intenso, febril, como pintor desconocido, lleno de ambición, de voluntad férrea, en un modesto taller de la calle de la Victoria. Conoció a una familia vecina que se encontraba en la miseria, llena de hijos que no podía educar ni alimentar, y se hizo cargo de uno, Alejandro, de alrededor de quince años de edad. Alejandro barría, limpiaba los pinceles, corría con los mandados, a cambio de la comida, de un jergón donde dormir, de modestas propinas. Era, en general, en días normales, simpático, vivaracho, alegre. Sirvió de modelo para un célebre retrato suyo al óleo, El niño de las cerezas, que se encuentra ahora en la Fundación Gulbenkian de Lisboa. Sin embargo, como le había comentado alguna vez el pintor a su amigo el poeta, tenía un carácter algo extraño, cambiante, que atravesaba por momentos de tristeza, de melancolía profunda. Nosotros habríamos dicho que era un bipolar, un depresivo, pero los hechos y sus dos notables testigos son muy anteriores al desarrollo de la psiquiatría moderna. Manet alcanzó a contarle a su amigo el escritor que Alejandro se había aficionado en forma desmedida a los dulces y a los licores. Había notado, además, que hacía pequeños latrocinios, pequeñas trampas, a fin de satisfacer estas inclinaciones. Un día, el pintor descubrió una de estas jugadas del chico y lo increpó duramente. Lo amenazó, incluso, con devolverlo a la casa de sus padres, donde la vida era un infierno. El libro de Vitoux revela que Edouard Manet era un hombre meticuloso, ordenado, elegante y de mal carácter. Era susceptible y bastante cascarrabias, de manera que la escena de molestia con el muchacho debe de haber sido fuerte, probablemente violenta, salpicada de gritos y coscachos, quizá de bastonazos. El pintor estuvo ausente toda la tarde, regresó al anochecer y descubrió, espantado, horrorizado, que Alejandro se había colgado de una viga.

Cuando escribió la prosa de El spleen de París, Baudelaire agregó un detalle macabro. Se decía que las cuerdas de los ahorcados traían suerte y se vendían a buen precio. En la prosa baudelairiana, la madre del chico visita al pintor, al parecer por emoción, para conocer en detalle el final de su hijo, pero las últimas líneas del fragmento en prosa revelan que lo hace para pedirle las cuerdas y venderlas. Es una vuelta de tuerca en la sordidez, ¿otra flor del mal? Baudelaire vivía en esos años en una buhardilla, no tan lejos de la miseria completa. Su visión de la gran ciudad, de los derrotados de la urbe moderna, de sus tabernas sombrías, de sus suburbios, era negra. El relato de Manet le vino como anillo al dedo para las prosas que estaba coleccionando. La palabra spleen, en esos años del post romanticismo, del simbolismo, de los poetas malditos, estaba de moda. Era otra forma de la depresión, de la tristeza, del abatimiento. El autor se convirtió, a pesar de eso, en uno de los clásicos de la modernidad. Edouard Manet, en otro.

Los retratos y fotografías de Manet dan testimonio de un hombre alto, impecablemente vestido, de mirada entre severa y burlona. Usaba una cadena de reloj encima del chaleco, una barba bien cortada, corbatas gruesas, pantalones claros, y a veces se ponía un sombrero de copa. Así lo pintó su amigo Fantin-Latour en 1867. Abajo del cuadro, en el lado izquierdo, escribió con la más perfecta sobriedad: “A mi amigo Manet”. Eran costumbres y modos de otros tiempos, no se sabe si peores o mejores.