domingo, 21 de junio de 2020

Estado de la poesía francesa en 1889




Teodoro de Banville

I.

Lejos está ya el tiempo en que un volumen bastaba a Teófilo Gautier para resumir y describir el estado de la poesía, cuando en una Memoria dirigida al emperador Napoleón III sin timidez ni arrogancia, se atrevía a alabar a su maestro, el poeta de los Castigos. Actualmente tales acontecimientos se han sucedido, tales revoluciones se han desencadenado, tales cataclismos se han producido, que para hacer su historia serían menester veinticinco volúmenes y hasta una enciclopedia. Ahora bien, no pudiendo decirlo todo, debo atenerme a las principales indicaciones y a las líneas iniciales En esta confusión, en este tumulto, en este acumulamiento de ruinas, de vegetaciones, de despojos, de ramas y de hojas en desorden, hay que avanzar con el hacha en la mano, como en un bosque virgen. Pero lo esencial es avanzar, pasar adelante, siquiera tengamos que estropearnos los brazos y aun la cara.

Es repetir un lugar común reiterar esta verdad incontestable: ningún siglo fue tan grande como el nuestro en poesía. Sin contar los jóvenes cantores, los nuevos, los recién venidos, esta edad cuenta treinta poetas acaso, de los cuales uno solo hubiera bastado para ilustrar una época. Ábrese esta edad con Andrés Chenier, que nos muestra el cielo azul, los dioses, los puros horizontes; Lamartine se cierne, vuela, se lanza al infinito con las alas de la Inspiración y de la Plegaria; Musset canta con puro y divino acento el dolor humano. No hablo de Víctor Hugo todavía, porque muy luego he de hablar de él solo.

Así, grande por el sentimiento y por la idea, artista más puro sin duda ninguna que sus predecesores, Teófilo Gautier es un vidente, un sabio, un ingenuo, un cantor de la raza de Homero. Sainte-Beuve, que se le adelanta medio siglo, expresa ya los matices, los sentimientos delicados, las impresiones sutiles de que se preocupará más tarde la Poesía tan ardientemente. Sus Pensamientos tienen en sus alas ese polvo de azul y de púrpura que se ve en las alas de las mariposas y la Musa puede tocarlos sin que esta púrpura se pegue a las puntas de sus divinos dedos.

Y al lado de estos, ¡cuántos otros poetas excelentes y encantadores! Beranger, Houssaye, Hegesippe, Moreau, sonriendo y llorando, inclinado sobre la clara onda de Voulzie. Y al lado de ellos se oye también cantar y gemir con lágrimas de amor a esa ilustre princesa, a esa moderna Safo, a la gran Valmord.

II.

¿Y quién se atreverá, a decir que después de ellos se ha debilitado la poesía? Amplio, puro, inteligente, desplegando las grandes alas de su genio, Leconte de Lisle es un creador, ciertamente bien moderno, pero cuyos poemas tan seguros están de la inmortalidad, como si el poeta hubiera vivido en otro tiempo, teniendo en sí la varonil tristeza, la sublevación, el desgarro de la vida moderna con la precisión que le enseñaron Agripa de Aubigné y Regnier, sabiendo pintar con palabras la suntuosidad de las telas, la singularidad de la belleza femenil, la triste voluptuosidad en la calma y en el orden, el columpio de la agitada y halagüeña mar, un Baudelaire, ¿no sería por si solo toda el alma de un tiempo inquieto y complicado, ávido de emociones deliciosamente divinas y que no logran ya encantar las ficciones malamente llamadas clásicas?



Lo repito e insisto: no conozco época más magnífica y poderosa que la nuestra. Extraordinariamente chistoso y lírico y al mismo tiempo servido por una nulidad verdaderamente francesa, Augusto Bacquerie bebió en la fuente de Shakespeare y su Tragaldabas, una de las grandes comedias de este siglo, vivirá con la poesía además al lado de Robert Macaire y de los Saltimbanquis. José María de Heredia se hizo dueño del Soneto, se lo hizo suyo y dijo con su orgullo oriental: Este poema es mío; amalgamó sus metales en su ardiente fragua y este forjador de oro hace sus obras maestras con el entusiasmo y delicadeza de un Benvenuto.

Francisco Copee, el gran dramaturgo, es al mismo tiempo el que lleva la palabra por los que sufren, por los humildes, por los abandonados, por los pobres, y este pintor exquisito de las tristes calles, de los bulevares exteriores, de las niñas enamoradas, es también el brillante romántico del Passant y con ruda y violenta bravura ofrece sus labios al rojo, al sangriento beso de la historia.

Nada ha peligrado. Un paisaje, una escena doméstica de Andrés Lemoyne, con sus detalles minuciosamente estudiados, vale por los mejores cuadros de los flamencos. Sully Prudhomme, tan poéticamente filósofo, arroba las almas con su canto puro como el sonido de una flauta y armonioso como una voz de cristal. Entre los más jóvenes, he aquí a Francisco Fabié, animalista de la raza de Barye, pintor de los campesinos y de la naturaleza, de la familia de Millet. La lengua cómica del verso, que Racine buscaba ya en los Plaideurs, la voz que suena atrevida y valiente en la obra artística del llorado Alberto Glatigny y aun después las quejas de Valmore pudieron escuchar las de Malvina Blanchecotte que conmovían tiernamente a Lamartine.

III.

Y todavía pudiera citar otros cien poetas, todos ellos con invención, talento, habilidad de ejecución, el apetito de lo moderno y la nostalgia de los países lejanos y de las edades desvanecidas; y en primera línea, entre éstos, Juan Richepin y Mauricio Bouchor, ambos a dos jóvenes, bien que ya hayan hecho una carrera ilustre.

Pero ¡ah! mientras me deleito así en admirar nuestras riquezas, oigo alaridos, clamores, grandes gritos de dolor y desesperación. -¡Todo está perdido! ¡Todo se hunde! He aquí a esos revolucionarios, a esos jacobinos y nihilistas de la poesía, a los decadentes, a los delicuescentes, a los simbolistas, a los instrumentistas de todos los otros sublevados. Acabó el ritmo, la rima, todo lo que se adoraba: todo lo han roto y pisoteado; sí; han pisoteado las reglas, como los caballos de los bárbaros pisotearon la loba y sus cachorros. ¿Y quién tiene la culpa de todo esto?

El discreto, el audaz y paciente Víctor Hugo había renovado, refundido, creado de nuevo la poesía. Para llegar al progreso necesario e inevitable, bastaba que todos, amigos y adversarios, quisieran de buena voluntad seguirlo, aprovecharse de sus conquistas, hacer otras a sus huellas e imitar su espíritu pacificador. No sucedió así, por desgracia; mientras los jóvenes en su fogosa impaciencia, querían inmediatamente y sin demora los perfeccionamientos cuya realización exige años, la estúpida reacción clásica, de cuya inepcia puede aun juzgarse por escritos recientes, se obstinaba en combatir a Víctor Hugo.

Pero se me preguntará qué es lo que entiendo por la palabra clásico, y se tendrá razón, porque para entendernos bien, es preciso, ante todo, definir claramente los términos.

Los modelos que preconizan los clásicos persistentes y empedernidos, ¿son Corneille, Racine, Moliere, Boileau? De ninguna manera, porque estos hombres son grandes genios, es decir lo que execra muy particularmente el espíritu o la falta de espíritu académico y universitario. Lo que ellos alaban con insistencia, lo que adoran rencorosamente es la innoble, la abominable cola de Voltaire versificador, es la versificación de los trágicos, de los idílicos, de los didácticos del siglo XVIII, muelle, incolora, bivertebrada, sin sangre en las venas, y que se puede cortar impunemente en tantos pedazos como se quiera, como los infusorios y la galleta.

IV.

Ciertamente, no era menester más. Bastaba ¡en 1888! sustraerse a la tiranía de Le Notre, a la cual no obedecen ya los jardineros mismos. Las cosas han pasado en poesía, como habían pasado ya en política. Negándonos la adjunción de las capacidades, se nos dio el sufragio universal: de igual manera, rechazando las victorias de Hugo, el espíritu universitario ha desencadenado la anarquía. Y bien, la anarquía; en hora buena: todo vale más que la insulsez a que se llega por todos los caminos en nuestra lengua clara, pero fácilmente seca, y a la que nos anima Moliere, porque este gran combatiente aparenta ignorar que el énfasis forma parte de lo sublime y a menudo hiere la frente descubierta y divina de Esquilo pretendiendo herir sólo al marqués de Mascarilla.

Para destruir un pasado persistente, aunque podrido, los jóvenes lo atacaron brutal y violentamente, sin respetar nada; pero como dice Racine: Todo era justo entonces. Ello es cierto que, queriendo renovar la poesía fueron demasiado perfilados y sutiles; pero ¿no tenían razón en estar exasperados por la interminable revista de los bomberos clásicos, insoportables, aunque muertos? Como agua encerrada y comprimida, el genio poético rompió los tubos, los receptáculos, los diques: no vemos más que desorden, despojos y escombros; pero el agua volverá buenamente a su nivel y volverá a correr magnífica y limpia a los rayos del sol.

En suma, todas las reivindicaciones de los recién venidos eran justas y lo son. Las resumiré rápidamente. Toda poesía es música, y esta música, absolutamente ausente de la poesía clásica, es preciso que resucite con sus voces, sus gritos de triunfo, sus sollozos y sus murmurios. Todas las supuestas reglas que quieren cortar en el mismo punto el ritmo del verso y el sentido de la frase son estúpidas, porque la lengua de los versos existe desde el principio del mundo, y nunca se ha cortado la frase con el ritmo, excepto bajo la tiranía del jardinero Le Notre. En todos tiempos, salvo éste, el pensamiento y el canto han sido libres, independientes uno de otro. Ved los derechos de una sola letra, de un tercio de palabra, de media palabra en Píndaro. Ahora bien, para que un cocodrilo exista en esta cualidad es indispensable que sea semejante e idéntico a otro cocodrilo del tiempo de Amenolep o de Ramsés Sestesu-Ra. Por más que digáis ¡genio particular de la lengua francesa! este genio no hará nunca que las carpas galopen en la llanura, ni que los elefantes vuelen por los aires.

Una de las más justas reclamaciones tiene por base una verdad que la novela moderna ha desconocido en su daño, y es esta: Ahora que la imprenta existe desde hace siglos, y que cada ciencia tiene su lenguaje especial, preciso y técnico, la poesía no podría ya, por ningún título, ser didáctica, ni la ciencia ni la moral tienen que ver ya con las canciones. Pintar impresiones de la naturaleza, estados del alma, detalles infinitos del sentimiento, magnificencias de sonido y de luz, tal es el oficio de este gran arte, que gana en altura y profundidad lo que pierde en extensión.

El primer poeta moderno que ha sentido todo esto, solicitado por el alma musical, es Esteban Mallarmé. Después de él, el delicado Verlaine ha querido emancipar el canto de toda materialidad, habiendo proscrito hasta la rima, que es la vida, la idea, la energía del verso francés, y de que tenemos rigorosamente necesidad para huir de la insulsez no teniendo el recurso de las sílabas breves y largas.

No sin razón acusa Verlaine a la rima de haber servido para muchas infamias y no pocos crímenes; pero ¿no puede decirse lo mismo de todas las nobles armas? Sin embargo, la espada viene a ser divina, cuando Aquiles la hace resplandecer al sol para reconquistar a Elena, la de los hermosos cabellos; y el arco también es divino, cuando Apolo se sirve de él para exterminar las hidras de los apestados pantanos.


V.

No puede reprocharse a la Revolución de haber sido demasiado impaciente ni de haber sabido reprimir el enojo que le inspiraba el funesto y detestable espíritu universitario; y sin embargo, lo repito, hubiera valido más creer en Hugo, seguirlo, obedecerlo y confiar en él, como quiera que lo tenía todo hecho, todo trasformado y reunido en sus poderosas manos. El encontró con toda su amplitud, con todo su arranque y gracia esta música del verso que nuestra alma quiere y reclama. Es propio de la estrofa lírica llegar de un golpe a su perfección, y el Hugo de las Orientales es tan grande y completo como el de las últimas obras.

Mas para llegar a ser lo que es ahora el alejandrino, que entre nosotros reemplaza el hexámetro heroico y debe servir para la tragedia, para la comedia y el drama burlesco, exigía muchos otros esfuerzos. Materialmente demasiado corto con sus doce sílabas, sólo con el más prodigioso artificio llega a ser tan amplio como es necesario, y al mismo tiempo ligero, atrevido, rápido, ágil, prestándose a todas las libertades y a todos los cortes, debe, sin dejar de ser grande, plegarse a todos los sobresaltos, a todas las fantasías y a todas las gracias. Inspirándose en los antiguos, en los grandes franceses del siglo decimoquinto, y también en los maestros del renacimiento, hubo de invertir Víctor Hugo más de medio siglo en crear, en perfeccionar, en hacer superior a todo, este instrumento poderoso y extraordinario que hace todos los milagros y al que nada resiste.

El alejandrino era bello, sólido y rico en las Hojas de Otoño y Luz y sombra. ¡Cuánto más no lo sería en las Contemplaciones, donde se parece a un río caudaloso! En el Torquemada, y en el Fin de Satán, llega a una fuerza, a una majestad, a una flexibilidad que no se sospechaba; pero su expresión definitiva está en ese Teatro en libertad, donde es variado, diverso, inmenso, infinito como la naturaleza. Allí tiene la fuerza del gigante y la gracia infantil, la fronda de la encina secular y la gentileza de la florecilla recién abierta. Como la lengua de La Fontaine, hace hablar a todos los seres de la manera que les es propia.

Amigos y enemigos, nadie ha estudiado bastante, ni bastante conocido ni consultado a Víctor Hugo. Todo lo que queremos tenía para nosotros; todo lo que reclamamos, todo nos lo daba: conciliaba el esplendor y la regla, la libertad y la ley. No había más que fiarse de él; pero todavía es tiempo. Es menester, no imitar a aquella águila, lo que sería absurdo, sino seguirla también, hacia donde nos sea posible, y ya sería bastante para entrar en la verdad y en la luz.


La Ilustración Artística, Barcelona, Año 7, núm. 418, 30 de diciembre 1889, pp. 436-38.



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