Teodoro
de Banville
I.
Lejos
está ya el tiempo en que un volumen bastaba a Teófilo Gautier para resumir y
describir el estado de la poesía, cuando en una Memoria dirigida al emperador
Napoleón III sin timidez ni arrogancia, se atrevía a alabar a su maestro, el
poeta de los Castigos. Actualmente
tales acontecimientos se han sucedido, tales revoluciones se han desencadenado,
tales cataclismos se han producido, que para hacer su historia serían menester
veinticinco volúmenes y hasta una enciclopedia. Ahora bien, no pudiendo decirlo
todo, debo atenerme a las principales indicaciones y a las líneas iniciales En
esta confusión, en este tumulto, en este acumulamiento de ruinas, de
vegetaciones, de despojos, de ramas y de hojas en desorden, hay que avanzar con
el hacha en la mano, como en un bosque virgen. Pero lo esencial es avanzar, pasar
adelante, siquiera tengamos que estropearnos los brazos y aun la cara.
Es repetir un lugar común reiterar esta verdad
incontestable: ningún siglo fue tan grande como el nuestro en poesía. Sin
contar los jóvenes cantores, los nuevos, los recién venidos, esta edad cuenta
treinta poetas acaso, de los cuales uno solo hubiera bastado para ilustrar una
época. Ábrese esta edad con Andrés Chenier, que nos muestra el cielo azul, los
dioses, los puros horizontes; Lamartine se cierne, vuela, se lanza al infinito
con las alas de la Inspiración y de la Plegaria; Musset canta con puro y divino
acento el dolor humano. No hablo de Víctor Hugo todavía, porque muy luego he de
hablar de él solo.
Así, grande por el sentimiento y por la idea,
artista más puro sin duda ninguna que sus predecesores, Teófilo Gautier es un
vidente, un sabio, un ingenuo, un cantor de la raza de Homero. Sainte-Beuve,
que se le adelanta medio siglo, expresa ya los matices, los sentimientos
delicados, las impresiones sutiles de que se preocupará más tarde la Poesía tan
ardientemente. Sus Pensamientos
tienen en sus alas ese polvo de azul y de púrpura que se ve en las alas de las
mariposas y la Musa puede tocarlos sin que esta púrpura se pegue a las puntas
de sus divinos dedos.
Y al lado de estos, ¡cuántos otros poetas
excelentes y encantadores! Beranger, Houssaye, Hegesippe, Moreau, sonriendo y
llorando, inclinado sobre la clara onda de Voulzie. Y al lado de ellos se oye
también cantar y gemir con lágrimas de amor a esa ilustre princesa, a esa
moderna Safo, a la gran Valmord.
II.
¿Y quién se atreverá, a decir que después de
ellos se ha debilitado la poesía? Amplio, puro, inteligente, desplegando las grandes
alas de su genio, Leconte de Lisle es un creador, ciertamente bien moderno,
pero cuyos poemas tan seguros están de la inmortalidad, como si el poeta
hubiera vivido en otro tiempo, teniendo en sí la varonil tristeza, la
sublevación, el desgarro de la vida moderna con la precisión que le enseñaron
Agripa de Aubigné y Regnier, sabiendo pintar con palabras la suntuosidad de las
telas, la singularidad de la belleza femenil, la triste voluptuosidad en la
calma y en el orden, el columpio de la agitada y halagüeña mar, un Baudelaire,
¿no sería por si solo toda el alma de un tiempo inquieto y complicado, ávido de
emociones deliciosamente divinas y que no logran ya encantar las ficciones
malamente llamadas clásicas?
Lo repito e insisto: no conozco época más
magnífica y poderosa que la nuestra. Extraordinariamente chistoso y lírico y al
mismo tiempo servido por una nulidad verdaderamente francesa, Augusto Bacquerie
bebió en la fuente de Shakespeare y su Tragaldabas,
una de las grandes comedias de este siglo, vivirá con la poesía además al lado
de Robert Macaire y de los Saltimbanquis. José María de Heredia se
hizo dueño del Soneto, se lo hizo suyo y dijo con su orgullo oriental: Este
poema es mío; amalgamó sus metales en su ardiente fragua y este forjador de oro
hace sus obras maestras con el entusiasmo y delicadeza de un Benvenuto.
Francisco Copee, el gran dramaturgo, es al
mismo tiempo el que lleva la palabra por los que sufren, por los humildes, por
los abandonados, por los pobres, y este pintor exquisito de las tristes calles,
de los bulevares exteriores, de las niñas enamoradas, es también el brillante romántico
del Passant y con ruda y violenta
bravura ofrece sus labios al rojo, al sangriento beso de la historia.
Nada ha peligrado. Un paisaje, una escena
doméstica de Andrés Lemoyne, con sus detalles minuciosamente estudiados, vale
por los mejores cuadros de los flamencos. Sully Prudhomme, tan poéticamente
filósofo, arroba las almas con su canto puro como el sonido de una flauta y armonioso
como una voz de cristal. Entre los más jóvenes, he aquí a Francisco Fabié,
animalista de la raza de Barye, pintor de los campesinos y de la naturaleza, de
la familia de Millet. La lengua cómica del verso, que Racine buscaba ya en los Plaideurs, la voz que suena atrevida y valiente
en la obra artística del llorado Alberto Glatigny y aun después las quejas de
Valmore pudieron escuchar las de Malvina Blanchecotte que conmovían tiernamente
a Lamartine.
III.
Y todavía pudiera citar otros cien poetas,
todos ellos con invención, talento, habilidad de ejecución, el apetito de lo
moderno y la nostalgia de los países lejanos y de las edades desvanecidas; y en
primera línea, entre éstos, Juan Richepin y Mauricio Bouchor, ambos a dos jóvenes,
bien que ya hayan hecho una carrera ilustre.
Pero ¡ah! mientras me deleito así en admirar
nuestras riquezas, oigo alaridos, clamores, grandes gritos de dolor y
desesperación. -¡Todo está perdido! ¡Todo se hunde! He aquí a esos
revolucionarios, a esos jacobinos y nihilistas de la poesía, a los decadentes,
a los delicuescentes, a los simbolistas, a los instrumentistas de todos los
otros sublevados. Acabó el ritmo, la rima, todo lo que se adoraba: todo lo han
roto y pisoteado; sí; han pisoteado las reglas, como los caballos de los
bárbaros pisotearon la loba y sus cachorros. ¿Y quién tiene la culpa de todo esto?
El discreto, el audaz y paciente Víctor Hugo
había renovado, refundido, creado de nuevo la poesía. Para llegar al progreso
necesario e inevitable, bastaba que todos, amigos y adversarios, quisieran de
buena voluntad seguirlo, aprovecharse de sus conquistas, hacer otras a sus huellas
e imitar su espíritu pacificador. No sucedió así, por desgracia; mientras los
jóvenes en su fogosa impaciencia, querían inmediatamente y sin demora los
perfeccionamientos cuya realización exige años, la estúpida reacción clásica,
de cuya inepcia puede aun juzgarse por escritos recientes, se obstinaba en
combatir a Víctor Hugo.
Pero se me preguntará qué es lo que entiendo
por la palabra clásico, y se tendrá
razón, porque para entendernos bien, es preciso, ante todo, definir claramente
los términos.
Los modelos que preconizan los clásicos
persistentes y empedernidos, ¿son Corneille, Racine, Moliere, Boileau? De
ninguna manera, porque estos hombres son grandes genios, es decir lo que execra
muy particularmente el espíritu o la falta de espíritu académico y
universitario. Lo que ellos alaban con insistencia, lo que adoran rencorosamente
es la innoble, la abominable cola de Voltaire versificador, es la versificación
de los trágicos, de los idílicos, de los didácticos del siglo XVIII, muelle,
incolora, bivertebrada, sin sangre en las venas, y que se puede cortar
impunemente en tantos pedazos como se quiera, como los infusorios y la galleta.
IV.
Ciertamente, no era menester más. Bastaba ¡en
1888! sustraerse a la tiranía de Le Notre, a la cual no obedecen ya los
jardineros mismos. Las cosas han pasado en poesía, como habían pasado ya en
política. Negándonos la adjunción de las capacidades, se nos dio el sufragio
universal: de igual manera, rechazando las victorias de Hugo, el espíritu universitario
ha desencadenado la anarquía. Y bien, la anarquía; en hora buena: todo vale más
que la insulsez a que se llega por todos los caminos en nuestra lengua clara,
pero fácilmente seca, y a la que nos anima Moliere, porque este gran
combatiente aparenta ignorar que el énfasis forma parte de lo sublime y a
menudo hiere la frente descubierta y divina de Esquilo pretendiendo herir sólo
al marqués de Mascarilla.
Para destruir un pasado persistente, aunque
podrido, los jóvenes lo atacaron brutal y violentamente, sin respetar nada;
pero como dice Racine: Todo era justo entonces. Ello es cierto que, queriendo
renovar la poesía fueron demasiado perfilados y sutiles; pero ¿no tenían razón
en estar exasperados por la interminable revista de los bomberos clásicos,
insoportables, aunque muertos? Como agua encerrada y comprimida, el genio
poético rompió los tubos, los receptáculos, los diques: no vemos más que
desorden, despojos y escombros; pero el agua volverá buenamente a su nivel y
volverá a correr magnífica y limpia a los rayos del sol.
En suma, todas las reivindicaciones de los
recién venidos eran justas y lo son. Las resumiré rápidamente. Toda poesía es
música, y esta música, absolutamente ausente de la poesía clásica, es preciso
que resucite con sus voces, sus gritos de triunfo, sus sollozos y sus
murmurios. Todas las supuestas reglas que quieren cortar en el mismo punto el
ritmo del verso y el sentido de la frase son estúpidas, porque la lengua de los
versos existe desde el principio del mundo, y nunca se ha cortado la frase con
el ritmo, excepto bajo la tiranía del jardinero Le Notre. En todos tiempos,
salvo éste, el pensamiento y el canto han sido libres, independientes uno de
otro. Ved los derechos de una sola letra, de un tercio de palabra, de media
palabra en Píndaro. Ahora bien, para que un cocodrilo exista en esta cualidad
es indispensable que sea semejante e idéntico a otro cocodrilo del tiempo de
Amenolep o de Ramsés Sestesu-Ra. Por más que digáis ¡genio particular de la lengua
francesa! este genio no hará nunca que las carpas galopen en la llanura, ni que
los elefantes vuelen por los aires.
Una de las más justas reclamaciones tiene por
base una verdad que la novela moderna ha desconocido en su daño, y es esta:
Ahora que la imprenta existe desde hace siglos, y que cada ciencia tiene su
lenguaje especial, preciso y técnico, la poesía no podría ya, por ningún
título, ser didáctica, ni la ciencia ni la moral tienen que ver ya con las canciones.
Pintar impresiones de la naturaleza, estados del alma, detalles infinitos del
sentimiento, magnificencias de sonido y de luz, tal es el oficio de este gran
arte, que gana en altura y profundidad lo que pierde en extensión.
El primer poeta moderno que ha sentido todo
esto, solicitado por el alma musical, es Esteban Mallarmé. Después de él, el
delicado Verlaine ha querido emancipar el canto de toda materialidad, habiendo
proscrito hasta la rima, que es la vida, la idea, la energía del verso francés,
y de que tenemos rigorosamente necesidad para huir de la insulsez no teniendo
el recurso de las sílabas breves y largas.
No
sin razón acusa Verlaine a la rima de haber servido para muchas infamias y no
pocos crímenes; pero ¿no puede decirse lo mismo de todas las nobles armas? Sin
embargo, la espada viene a ser divina, cuando Aquiles la hace resplandecer al
sol para reconquistar a Elena, la de los hermosos cabellos; y el arco también
es divino, cuando Apolo se sirve de él para exterminar las hidras de los
apestados pantanos.
V.
No puede reprocharse a la Revolución de haber
sido demasiado impaciente ni de haber sabido reprimir el enojo que le inspiraba
el funesto y detestable espíritu universitario; y sin embargo, lo repito,
hubiera valido más creer en Hugo, seguirlo, obedecerlo y confiar en él, como
quiera que lo tenía todo hecho, todo trasformado y reunido en sus poderosas
manos. El encontró con toda su amplitud, con todo su arranque y gracia esta
música del verso que nuestra alma quiere y reclama. Es propio de la estrofa
lírica llegar de un golpe a su perfección, y el Hugo de las Orientales es tan grande y completo como
el de las últimas obras.
Mas para llegar a ser lo que es ahora el
alejandrino, que entre nosotros reemplaza el hexámetro heroico y debe servir
para la tragedia, para la comedia y el drama burlesco, exigía muchos otros
esfuerzos. Materialmente demasiado corto con sus doce sílabas, sólo con el más
prodigioso artificio llega a ser tan amplio como es necesario, y al mismo
tiempo ligero, atrevido, rápido, ágil, prestándose a todas las libertades y a todos
los cortes, debe, sin dejar de ser grande, plegarse a todos los sobresaltos, a
todas las fantasías y a todas las gracias. Inspirándose en los antiguos, en los
grandes franceses del siglo decimoquinto, y también en los maestros del
renacimiento, hubo de invertir Víctor Hugo más de medio siglo en crear, en perfeccionar,
en hacer superior a todo, este instrumento poderoso y extraordinario que hace
todos los milagros y al que nada resiste.
El alejandrino era bello, sólido y rico en
las Hojas de Otoño y Luz y sombra. ¡Cuánto más no lo sería en
las Contemplaciones, donde se parece
a un río caudaloso! En el Torquemada, y en el Fin de Satán, llega a una fuerza, a una majestad, a una flexibilidad que no se sospechaba; pero su expresión definitiva está en
ese Teatro en libertad, donde es variado, diverso, inmenso,
infinito como la naturaleza. Allí
tiene la fuerza del gigante y la gracia infantil, la fronda de la encina secular y la gentileza de la florecilla recién
abierta. Como la lengua de La Fontaine, hace hablar a todos los seres de la
manera que les es propia.
Amigos y enemigos, nadie ha estudiado
bastante, ni bastante conocido ni consultado a Víctor Hugo. Todo lo que
queremos tenía para nosotros; todo lo que reclamamos, todo nos lo daba: conciliaba
el esplendor y la regla, la libertad y la ley. No había más que fiarse de él;
pero todavía es tiempo. Es menester, no imitar a aquella águila, lo que sería
absurdo, sino seguirla también, hacia donde nos sea posible, y ya sería
bastante para entrar en la verdad y en la luz.
La
Ilustración Artística, Barcelona, Año 7, núm. 418, 30 de diciembre 1889, pp.
436-38.
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