miércoles, 10 de junio de 2020

A los pintores. Sobre los Estados Unidos considerados como un paisaje




Richard Howard



No un edificio, sino esta tierra; no una jaula,
estas aguas: el país es un cuerpo
y como tal hay que tratarlo:
cuando el tiempo está claro,
piensa en el pasado;
en el porvenir cuando turbio. Así hicieron los hombres
hasta lograr una metrópolis
a partir de residuos: hojas, paja, botellas
flotantes, cajas vacías, todo un continente
al que, como a toda otra cosa,
no se puede pedir que abandone de golpe sus harapos
para quedar desnudo,
a sol y sombra expuesto. Tiempo
-tiempo costó para juntar en los estanques vastos
hasta los comienzos, esqueleto
y cartílagos, arterias
y vesícula: si nuestro Sublime no va más allá
de algunas cosas como latas
de cerveza y tenedores plásticos, éso no es
todo lo que podemos decir, ni es ése
el Dios en que en verdad confiamos.
Quien crea transformando
conoce al fin esta alegría:
nosotros mismos -el Maestro
de la Aserción Calificada así lo quiso-,
nosotros mismos fuimos creados
por todo lo que hubo que soportar,
hasta dominar el pasado: un acuerdo
con la realidad no es
forzosamente agradable,
pero quizás haya en el mundo,
alrededor nuestro, ciertas cosas (¿es una playa una cosa?
¿un río entre farallones rojos ?) que apacigüen,
como cualquier ruina es capaz de hacerlo,
o como los ritos funerarios de Foción,
digamos así, en la distancia...
Quizás no haya diferencia
entre nosotros, entre el Dios
y su Templo -ése sería el triunfo,
la intacta cosa americana,
nuestro Maestro de Dogmática
Duda apela al valor para renovarse.

Tenemos otro Maestro, oíganlo –
no es, por cierto, ni calificado
ni dogmático, es simplemente un hombre que está allí,
en la escena: "Aquí, un buen día,
en medio de la arena y de la sal
una brisa constante sopla desde el mar,
brilla el sol, huele a junco, rumor
de olas, entre el silbido
y el rugido, se entrelazan,
blanco lácteo, las crestas. Ocioso
me bañé, un paseo desnudo por la costa,
tibia y gris, como antaño.
Mis compañeros a lo lejos,
en aguas más profundas (con amenazas
dignas de Júpiter contra los dioses
los llamé, como desde Homero)".
Porque hasta Walt requiere un dios
-requiere a Homero, al Homero de Pope,
para hacer de cada momento algo más que un hecho
simple, algo que perturba como una mosca,
que zumba y no canta.

¿Hemos dicho ya todo lo que teníamos que decir?
¿Estamos ya aquí como en nuestra casa,
nuestro lugar es éste? Siguiendo los límites
entre los Estados, una vista aérea dio a Gertrude
Stein su visión propia, "con razón
estuve siempre por el cubismo
y por todo lo que vino después."
Líneas rectas ("compáralas con las otras,
con esas que avanzan por donde quiera:
nada más limpio y nítido
que los mapas de América"); de los nombres indios
nadie sabe; sólo se reconocen;
de los latinos ¿quién se acuerda?
Ni siquiera nos recordamos
a nosotros mismos, sólo el barrio
en que vivíamos, lo que allí aprendimos
(¿un pantano, es una cosa? ¿y lo que el sol hace
con las ventanas del poniente cuando,
cristal por cristal, las va alumbrando?).
Hasta qué punto pertenecemos al pasado
lo sabemos sólo cuando hemos trabajado
para sobrevivir y prescindir de él.
A la altura del cuerpo,
hasta que caiga donde pueda, sabemos
cuál es la lección de nuestros esfuerzos:
Quien crea algo nuevo, tiene que aniquilar
algo viejo. En lo que construimos,
en lo ya construido, en el trabajo mismo
hay ya otro trabajo que trata de aflorar.
Lo ayudamos aniquilando; no estamos como en casa
en este clima literal,
terreno sin metáfora, sin
referencia a la preferencia:
las hojas son demasiado verdes, las rocas
demasiado rojas, el mar que nos rodea
es un mar de blasfemias silenciosas.
Todo es demasiado nuevo para nosotros,
y, de cierto modo, también demasiado viejo:
no estamos seguros: lo sabemos.
Conocer es nuestra esperanza, cuando miramos
por la ventana, a lo lejos, por encima
del farallón.
Cambiamos, y nuestro propio cambio
cambia lo que miramos: este cuerpo amado,
corrupto, que se extiende.


Traducción Severo Sarduy


Revista de la Universidad de México, junio 1984.


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