lunes, 7 de septiembre de 2015

En La Habana





   Raymond Roussel 


  En La Habana vivía en… una pareja de huérfanos, A… L…, de catorce años, y su hermana melliza M… 
 Descendientes de una familia de colonos españoles, los dos hermanos crecieron bajo la afectuosa tutela de una vieja señora, su tía abuela S…, persona simple y eficiente, suerte de marimacho entrenada para resolver por sí misma todos los asuntos. 
 Los dos mellizos, como suele suceder, habían crecido de manera desigual en el seno materno: M… había acaparado la mayor parte de los jugos vitales, en detrimento de A… quien, de una fragilidad sin remedio, había llegado a la adolescencia de milagro. 
  Entre A… y M… reinaba el fanático cariño propio a los dúos mellizos. Además A…, muy dotado, sabía ejercer sobre su entorno un saludable ascendente, que alcanzaba sin duda a su hermana. En el colegio reinaba en su clase y, ostentando un suplemento de prestigio por su título de veterano, fruto de una grave enfermedad que lo había obligado a repetir, aconsejaba a unos, defendía a otros o, con una palabra, dirimía una diferencia. 
  Dos ejemplos dan la medida de su autoridad. 
  Entre sus compañeros estaba el hijo de N… O… –un arribista famoso en todo el país– y el de R… V…, cuyo nombre recordaba un misterioso escándalo. 
  Simple doméstico de un terrateniente, N… O…, gracias a un buen billete de lotería, había podido, todavía jovencito, sentar los fundamentos de una fortuna que, avaro y dotado, se había, en un cuarto de siglo, vuelto considerable. 
  Pero sus orígenes le valían, por parte de los cubanos acomodados, una evidente frialdad – que quiso vencer a través de la compra de un título. 
  Viajó a Roma – y volvió Conde del papa. 
  Sin embargo, los snobs cubanos, para nada deslumbrados, consideraron los hechos como una provocación y se ofendieron. No solamente rechazaron al nuevo noble, sino que se organizaron para hacerle llegar anónimamente una carta, revestida de un rico encuadernamiento con una visible corona condal. Significaba acabar finalmente con las pretensiones aristocratizantes de un antiguo valet campesino. 
  El conde de O… comprendió – y se mantuvo tranquilo. 
  Sobre todo que prontamente lo iban a acaparar otras ocupaciones. 
  La Habana festejaba en ese tiempo a una troupe lírica italiana, que tenía como gran estrella a la bella y galante A…, llamada la “reina de la vocalización”. 
   El repertorio de canto no ofrecía nada suficientemente firme como para hacer plenamente valer su virtuosismo único, A… había hecho arreglar para su voz, sobre versos inspirados por el título, la pianística Fileuse de D… Allí se sucedían sin tregua, alcanzando sutiles efectos imitativos, episodios de naturaleza cromática, vedados para los talentos medios. Y, verdadera proeza digital, la ejecución de la obra, gracias a la garganta, se convirtió en una milagrosa hazaña. 
 Esa hazaña A… la llevaba a cabo sin aparente esfuerzo, alcanzando, en un perpetuo pianissimo, una velocidad extrema, que no hacía padecer jamás la singular puesta en valor de las notas agrupadas sobre la que se apoyaba cada sílaba. 
  Después de cada último acto, imperiosas aclamaciones forzaban a A… a cantar su Fileuse, que la llevaban siempre al triunfo. 
   La primera vez que O… vio a A… aparecer en escena, sintió frente al estallido de belleza un gozoso escalofrío, presto a sumarse al sonido de su voz. Su deseo, creciente de acto en acto, llegó al clímax cuando al final de la habitual Fileuse, dando el máximo de su prestigio, la hizo superarse como artista para iluminar una apoteosis. 
  Cuando después de una fácil conquista, O… escucha, en plena luna de miel, hablar de la partida de la troupe, su angustia muestra la fuerza de su pasión, y realiza, para que abandonara la escena que aún le quedaba, impresionantes ofertas a A…, quien, percibiendo su poder y teniendo que explotar a fondo la situación, las rechaza; excepto el casamiento – y se mantuvo así hasta que él cedió. 
 La intromisión en su existencia de una esposa con un pasado vergonzoso no hizo más que agravar el ostracismo que padecía O… –y contra el que decidió luchar una vez más. 
  Fue en las carreras, en honor de Cuba, donde pergeñó su plan. Participar le valdría una aceptación de elegancia –y relaciones en el mundo brillante del turf
   Funda una escudería y elige los colores, en honor de A…, verde, blanco y rojo de la bandera italiana, aprovechando cualquier oportunidad para honrarla gracias a visibles homenajes, pese a la desaprobación de las personas pudorosas. 
  Pero si la pareja tuvo en el hipódromo algunos éxitos deportivos, la indiferencia fue la única respuesta y O…, contrariado, no tarda en vender todos sus caballos. 
  A sus sinsabores le sigue una alegría: el nacimiento de un hijo. 
  Ahora bien, era precisamente ese hijo, S… d’O…, entonces de catorce años, que A… L… tenía como camarada. 
   Un compañero lo trató durante el estudio, en una pelea en voz baja, de hijo de valet y de ramera, S… entonces respondió desafiándolo. 
   Llegado el recreo, A…, a los primeros golpes de puños, se interpuso, y se informó de lo sucedido. Visto el carácter odioso del insulto quiso que S… recibiera públicas excusas –y fue como siempre deferentemente obedecido. 
  En cuando a V… hijo, sufría injustamente los efectos de ciertas sospechas que planeaban sobre su padre. 
 Este, huérfano desde temprano, había, a su mayoría de edad, malgastado rápido un modesto patrimonio y, de aspecto seductor, había entonces buscado… y encontrado una heredera. 
 Varios años de gran vida acabaron con la dote, y los suegros irritados pensionaron muy poco a la pareja – desde entonces alcanzada por dificultades que se acrecentaron con el nacimiento de un niño. Ahora bien, apenas hablaban de la bendición, que a la misma hora morían misteriosamente el padre y la madre del recién nacido. 
  La autopsia dio la prueba de un doble envenenamiento. 
  Una investigación fracasa buscando indicios en la alimentación. Obligatorio fue buscar en otra parte y se terminó sospechando de la goma de un stock de estampillas de origen conmovedor. 
 Dos años antes el Americano T… había intentado, en su navío El B…, un audaz reconocimiento polar. 
  Cuando fue largamente superado el tiempo de su retorno, una suscripción pública se abrió para que se puedan comenzar las investigaciones. 
  Una estampilla fue especialmente creada, la que, mostrando al B… perdido en los hielos, acompaña rápidamente las cartas que se envían. 
 A más de uno se le obligaba hábilmente, enviándole autoritariamente una hoja con cien estampillas –e inmediatamente pasaba a domicilio un cobrador pidiendo el pago. 
  Ahora bien, a los suegros de V… una hoja de este tipo les había llegado, usándola sin tardar, reservando una buena acogida al cobrador. 
   Murieron dos semanas después. 
   Quedaban seis estampillas –con goma envenenada, informó el análisis. 
  Como no se pudo encontrar el sobre, la investigación giró en vacío y abortó. Pero las sospechas cayeron brutalmente sobre el afortunado V… –sin alcanzar a su mujer, que gozaba de una universal estima. 
   Las cosas, sin embargo, no habían salido desde entonces del dominio del chismerío. 
  Sin embargo, curtido por el sentimiento de la semejanza en la vulnerabilidad, V… hijo había castigado con sus manos durante las excusas públicas dirigidas a S… d’O… 
  Fuera de sí, el agresor busca una venganza que no pudo, anónima, mas que valerle una nueva lección. 
  A una hora determinada, entra en el dormitorio vacío y, bien calificado en dibujo, hace en carbonilla en la pared, detrás de la cama del joven V…, un croquis insultante titulado “El doble golpe del Papa”, en donde dos coches fúnebres marchaban en fila, al lado de un ángulo encuadrado por una gran estampilla de la catástrofe polar. 
  Comenzó a odiar su obra cuando vio que su descubrimiento provocó un malestar general –y el llanto del interesado. 
 Pero de hecho, A… agrupa a todo el mundo –y reprueba doblemente una injuria que, cobardemente anónima, golpeaba al hijo en la persona de su padre. 
  Después se hizo crear tan bien la imagen de una rehabilitación por sus confesiones que llorando, a su turno, de culpabilidad, se arrodilla frente a su víctima, culpándose y pidiendo perdón. 
  Es fácil imaginar cuáles debían ser en una hermana –y melliza– los efectos de una potencia dominadora tan grande ya sobre simples camaradas. 
  Cada palabra de A… era para M… razón de fe, y gustosa hubiera dejado todo por el triunfo de una causa pedida por él. 
  Y justamente, lleno de inclinaciones por la bondad activa, el precoz adolescente no dejaba de abrazar, a veces, grandes sueños humanitarios –que proyectaba audazmente realizar algún día. 
 Especialmente, muy arraigado a su isla natal, hubiera querido que a partir de una imitación intensiva de Europa naciera un refinamiento civilizatorio. 
 En efecto, admiraba ardientemente a Europa –a la que lo ligaba por otra parte su sangre española– tierra de grandes recuerdos, de sólidas tradiciones, de obras maestras de arte, de mentes sublimes, despreciando en cambio el industrialismo de la nueva América. Y muy seguido en sus confidencias a M…, se apasionaba, por un futuro lejano, con sus planes inspirados por ese patriotismo especial. 
  ¡Pero ay, ese futuro! No iba a alcanzarlo. La muerte, que había, desde la cuna, sobrevolado, lo llamó a los veinte años, carcomido por un mal del pecho –bajo la mirada azorada de M…, para siempre desconsolada. 
   Sin embargo, el sentimiento de una misión sagrada a cumplir la sostenía en su desdicha. 
  A…, en su lecho de muerte, le había solemnemente invocado realizar en su reemplazo su sueño patriótico –y, con el brazo tendido, ella le había jurado obediencia. 
  Un año más tarde, pasada en años moría su tía abuela, dejándole una fortuna que iba a permitirle comenzar su campaña. 
  Sintiendo primero cuan poco podía sin colaboración, publica y reparte gratuitamente un folleto conteniendo un explícito llamado de ayuda. Allí se exponía el desiderátum de A… –y el proyecto de fundar, con los partidarios de sus ideas, un club mixto cuyos miembros se reunirían en la casa de M… 
 Afirmativamente comprensivos, numerosos intelectuales adhirieron con patriótico entusiasmo. 
   Todo club debe ser gobernado; una votación tuvo lugar y, en el primer escrutinio, M… fue unánimemente elegida presidente. 
  Decidieron entonces inventar alguna insignia para ella, que al portarla, en las sesiones, afirmara su autoridad. 
  Así reflexiona aguda y seriamente y, durante un tiempo, insatisfecha, termina, a fuerza de replanteos, por adoptar una idea audaz, rechazada de entrada por superar el objetivo planteado. 
 Se trataba, en efecto, no de un simple suplemento ornamental, sino de una prenda completa. 
  Entre las porcelanas exhibidas siempre en las vitrinas de su living, había un Secuestro de Europa. Una graciosa compostura, calcada de la de la historia, que completada con una polera rosa, se convirtió en el traje presidencial. 
  La sesión del estreno adquirió un tono de solemnidad inaugural. Por primera vez reinaba la actividad en la búsqueda de las decisiones a tomar. Y finalmente fue encargado a cada uno la misión de aportar características propias para demostrar la superioridad europea. 
  Pasaron algunas semanas, en las que M… recibió, como alegato por su causa, los treinta documentos siguientes… 


  Traducción Damián Tabarovsky


 En La Habana es un texto inconcluso que Raymond Roussel escribió entre 1928 y 1932 y sólo se publicó a principios de los 60 en la revista L’Arc con edición de John Ashbery. Damián Tabarovsky lo comentó y tradujo al castellano (Diario de poesía).

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