Pier Paolo Pasolini
V
Un
poco de paz basta para revelar
dentro
del corazón la angustia,
límpida
como el fondo del mar
en
un día de sol. En eso reconoces
sin
probarlo, el mal
allí,
en tu lecho, pecho, muslos
y
pies abandonados, como
un
crucifijo, o cual Noé
borracho,
soñando, ingenuamente ajeno
a
la alegría de los hijos que sobre él,
fuertes
y puros, se divierten…
El
día ya está sobre ti,
en
el cuarto, como un león dormido.
¿Por
qué caminos el corazón se encuentra
pleno,
perfecto incluso en esta
mezcolanza
de beatitud y dolor?
Un
poco de paz… Y lo que despierta en ti
es
la guerra, es Dios. Apenas se distienden
las
pasiones, se cierra la fresca
herida,
y te pones ya a gastar
el
alma, que parecía del todo agotada,
en
acciones de sueños que no aportan
nada..
Y he aquí que encendido
por
la esperanza -viejo león
maloliente
de vodka, Kruschov
impreca
al mundo por su ofendida Rusia-
de
pronto te das cuenta que sueñas.
Parece incendiar en el feliz agosto
de
paz, todas tus pasiones, todo
tu
interior tormento,
toda
tu ingenua vergüenza
de
no estar –sentimentalmente-
en
el punto donde el mundo se renueva.
Al
contrario, aquel nuevo soplo de viento
te
echa atrás, donde todo viento
cae;
y allí, tumor
que
se recrea, reencuentras
el
viejo crisol del amor,
el
sentido, el espanto, el placer.
Y
justo en aquel sopor
está
la luz… en aquella inconsciencia
de
infante, de animal o ingenuo libertino,
está
la pureza…los más heroicos
furores
de aquella fuga, el más divino
sentimiento
en aquel grosero acto humano
consumado
en el sueño matutino.
VI
En
la hoguera abandonada
del
sol matutino –que arde, de nuevo,
limando
las construcciones, sobre los marcos
recalentados
–desesperadas
vibraciones
raspan el silencio
que
perdidamente sabe de vieja leche,
de
plazotelas vacías, de inocencia.
Al
menos ya desde las siete, aquel vibrar
crece
con el sol. Pobre presencia
de
una docena de obreros ancianos
con
los harapos y las camisetas ardientes
por
el sudor, cuyas raras voces,
en
lucha contra los dispersos bloques
de
fango y desprendimientos de tierra,
parecen
deshacerse en aquel temblor.
Pero
entre los obstinados golpes
de
la excavadora, que parece ciega,
ciega
resquebraja, ciega aferra
como
si no hubiese meta,
un
grito imprevisto, humano,
nace,
y a trechos se repite,
tan
loco de dolor que de súbito
ya
no parece humano y deviene
muerto
clamor. Luego, despacio,
renace,
en la luz violenta,
entre
los edificios cegados, nuevo, igual,
grito
que solo quién está muriendo
puede,
en el último instante, arrojar
a
este sol que todavía cruel esplende
ya
endulzado por un poco de aire de mar…
Está
gritando, abrumada
por
meses y años de matutinos
sudores
–acompañada por la muda
cuadrilla
de sus picapedreros,
la
vieja excavadora: pero junto al fresco
descampado
revuelto, o en el breve
confín
del horrísono siglo veinte
se
halla la barriada… Es la ciudad,
hundida
en un claror de fiesta,
-y
es el mundo. Llora aquello que tiene fin
y
recomienza. Aquello que era área herbosa,
espacio
abierto, y deviene corral,
blanco
como cera,
cerrado
en un decoro que es el rencor;
aquello
que era casi una vieja fiera
de
frescos estucos desnivelados al sol,
y
se vuelve nuevo aislamiento, bullente
en
un orden que es apagado dolor.
Llora
aquello que cambia, incluso
para
hacerse mejor. La luz
del
futuro no cesa un solo instante
de
herirnos; es aquí, que quema
en
cada uno de nuestros actos cotidianos,
angustia
incluso en la confianza
que
nos da vida, en el ímpetu gobettiano
hacia
estos obreros que alzan, mudos,
en
los distritos del otro frente humano,
su
rojo trapo de esperanza.
1956
Traducción: Pedro Marqués de Armas
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