viernes, 21 de noviembre de 2025

Edna St. Vincent Millay: Euclid Alone



Solo Euclides miró la belleza desnuda.

Callen los charlatanes que hablan de la Belleza,

Y tiéndanse por tierra sin alzar la cabeza

Y cesen en su examen, con la mirada muda.

 

Contemplando la Nada, que en complicado esbozo

va trazando sus vanas formas con ligereza,

sus graznidos de ganso, que el héroe su grandeza

busque libre del polvo entre el aire luminoso.

 

¡Oh cegadora hora, santo, terrible día!

¡En sus ojos la saeta primera refulgía (¿)

De la luz desintegrada! Euclides solamente

 

vio la Belleza pura como dicha sobrehumana.

Del que con su sandalia afirmarse potente,

Sobre piedra una vez, y luego ya lejana. (¿)

 

(Traductor no identificado)

 


Nadie miró jamás la belleza desnuda

cual Euclides. Que callen los que hablan de belleza,

y humillando en el polvo la vacía cabeza

a la nada contemplen con gran mirada muda.

 

La nada, vana urdimbre de complicados trazos,

Digna de los graznidos del ganso. El generoso

Héroe quiere saltar al aire luminoso

Librándose del polvo y sus pesados lazos.

 

Oh, deslumbrante hora, santo, terrible día,

cuando por primera vez la belleza relucía

de fragmentada luz. Que Euclides elegido


fue para contemplar la belleza de frente.

Dichoso el que de lejos y un instante presente

su sandalia en la piedra oyó sobrecogido.

 

Traducción de Emilio Ballagas

 

 

Solo Euclides ha visto la belleza desnuda

Callen los charlatanes que hablan de la Belleza

Y a la hermandad del polvo humillen la cabeza

Cesando el divagar, con la mira aguda

 

Fija en la Nada, que mil formas muda

En complicada urdimbre trazada con presteza,

Sus gemidos dé el ganso, que el héroe su grandeza

Busque entre luz, librándose del polvo que lo anuda

 

Oh, deslumbrante hora, santo, terrible día,

Cuando la primera flecha de luz desintegrada

Refulgió ante sus ojos: ¡Solo Euclides vería

 

La Belleza desnuda! ¡Oh, gracia inigualada

Del que de su sandalia escuchó la armonía

Sobre piedra una vez, y luego, ya apagada.

 

Traducción de Amparo Rodríguez Vidal

 

 

Euclid Alone

 

Euclid alone has looked on Beauty bare.

Let all who prate of Beauty hold their peace,

And lay them prone upon the earth and cease

To ponder on themselves, the while they stare

 

At nothing, intricately drawn nowhere

In shapes of shifting lineage; let geese

Gabble and hiss, but heroes seek release

From dusty bondage into luminous air.

 

O blinding hour, O holy, terrible day,

When first the shaft into his vision shone

Of light anatomized! Euclid alone

 

Has looked on Beauty bare. Fortunate they

Who, though once only and then but far away,

Have heard her massive sandal set on stone.

 


Edna St. Vincent Millay, Collected Poems


sábado, 15 de noviembre de 2025

En la sala de espera


 

Elizabeth Bishop

 

En Worcester, Massachusetts,

acompañé a la tía Consuelo

a su turno con el dentista

y me senté a esperarla

en la sala de espera del consultorio.

Era invierno. Había oscurecido

temprano. La sala de espera

estaba llena de gente grande,

botas de goma y sobretodos,

lámparas y revistas.

Mi tía ya había pasado

su buen rato adentro, me pareció,

y mientras esperaba yo leía atenta

la National Geographic

(ya sabía leer) y estudiaba

con atención las fotografías:

el interior de un volcán,

negro, colmado de cenizas;

después se derramaba

en riachuelos de fuego.

Osa y Martin Johnson

con pantalones de montar,

borcegos y salacots.

Un hombre muerto que colgaba de un poste

–“Cerdo largo”, decía el pie de foto.

Bebés con las cabezas puntiagudas

enrolladas con vueltas y vueltas de cuerda.

Mujeres negras y desnudas con cuellos

enrollados con vueltas y vueltas de alambre

como los cuellos de los focos de luz.

Sus pechos eran horrorosos.

Lo leí todo, de punta a punta.

Era muy tímida para detenerme.

Después miré la tapa:

los márgenes amarillos, la fecha.

De repente, de adentro

De repente, de adentro

llegó un adolorido ¡oh!

(la voz de tía Consuelo)

ni muy fuerte ni muy largo.

No me sorprendió;

sabía ya que entonces que ella era

una mujer ingenua y tímida.

Bien pude haberme avergonzado.

No fue el caso. Lo que sí me tomó

completamente por sorpresa

fue que era yo:

era mi voz, en mi boca.

Sin haberlo pensado

yo era la tonta de mi tía,

Yo –nosotras – caíamos y caíamos,

nuestros ojos pegados a la tapa

de la National Geographic,

Febrero, 1918.


Me dije a mi misma: en tres días más

vas a cumplir siete años.

Me lo decía para detener

la sensación de que estaba cayendo

del mundo, redondo y en movimiento,

hacia el espacio azul, oscuro y frío.

Pero lo sentía: sos una yo,

sos una Elizabeth,

sos una de ellas.

¿Por qué tendrías que serlo?

Apenas me atrevía a mirar

para ver qué era yo.

Miré de reojo

(no me atrevía a levantar la vista)

el gris sombrío en las rodillas,

los pantalones y las polleras y las botas,

los diferentes pares de manos

que descansaban a la luz de las lámparas.

Supe que nunca había sucedido

nada más raro, que nada

más raro que esto iba a suceder nunca.

¿Por qué habría yo de ser mi tía,

o yo

o yo o cualquiera?

¿Qué cosas similares

–botas, manos, la voz familiar

que sentí en mi garganta, o incluso

la National Geographic

y todos esos colgantes pechos horribles–

nos reunían a todas

o nos hacían una sola?

Qué (no conocía otra

manera de nombrarlo) qué “incierto”…

¿Cómo fue que llegué a estar acá,

como ellas, para escuchar

un grito de dolor que pudo haber

sido cada vez más alto y peor,

pero que no lo fue?


La sala de espera era resplandeciente

y demasiado calurosa. Se deslizaba

bajo una ola grande y negra,

y otra, y otra.


Entonces volví a estar ahí.

La guerra continuaba. Afuera,

en Worcester, Massachusetts,

la noche, la nieve derretida, el frío,

y era todavía el cinco

de febrero, 1918.

 


Traducción en Nahuel Lardies



 

domingo, 2 de noviembre de 2025

Dos poemas de Léonie Adams

 


Léonie Adams


Río en las praderas 


Parte el cristal las praderas, 

un bote como un cisne lo remonta, 

tranquilo, bello, el lento cisne aléjase, 

y su brillante pecho el agua afronta. 


Aguas en plenitud, fluyente plata, 

que con la treboleda su nivel ahora aúna, 

y manchada será al hundir una estrella, 

y se desbordará cuando lleve la luna. 


Corriendo entre rociados terrenos recortados, 

baja el ganado hasta su orilla, 

y cada una garganta morena beberá 

agitando al compás su campanilla. 


Vi un bote que bogaba por un río 

con extasiado porte; parecía 

soltado de su amarra por un extraño hechizo, 

o algo que un timonero soñaría. 


Dicen que no llevara pasajero; 

pero que se hundiría la nave, 

si un pecho fuera de piedra, 

si el corazón que lleva tuviera el ala grave. 



Revelación crepuscular 


Esta hora marcó el tiempo, y la gloria desciende

hacia nosotros en ondas de aire grave,

el cielo, que es su asiento, por sobre nos se tiende,

cual cenizas violeta el azul suave;

tú allí, cerca de mí, en espacio azul duende,

y podríamos tocar a Héspero que se enciende.


Y te percibo ahora envuelto entre luz única

por ese azul que hunde planetas en su túnica,

colgar como esas altas joyas que dan fulgor,

en triste oro, tan alto, que no logra el amor;

y tú, pobre, menguante estrella que te hundes,

en ese río, medio que te abrillantas y hundes,


Y estas casi palpables horas maravillosas,

lucen cual la substancia de alas de mariposas,

cuando rompe el confín la azul noche eternal

y extrae la esencia de lo temporal.

Corazones fundidos puede así separar

el espacio, en cielo hondo, que interviene al bajar.

 


Traducción de Amparo Rodríguez Vidal

 

Atlántico. Revista de cultura contemporánea (Madrid, Casa Americana), Núm. 2., junio 1956, p. 98 y 112. 

 

Léonie Adams (1899-1988). Nació en Brooklyn, Nueva York. Estudió en el Barnard College y comenzó a publicar poemas siendo aún estudiante. Autora de cinco poemarios, recibió el Premio Bollingen en 1954 por su obra Poems: A Selection, así como la Beca de la Academia de Poetas Estadounidenses en 1974, la Guggenheim y el Premio Shelley Memorial. Impartió clases de inglés en diversas instituciones, entre ellas el Sarah Lawrence College y la Universidad de Columbia.


martes, 21 de octubre de 2025

Malva apagado



John Ashbery 



A veinte millas, en las más frías

aguas del Atlántico, miras anhelante

hacia la costa. ¿Alguna vez amaste a alguien

ahí? Sí, pero era apenas un gato, y yo,

un manatí, ¿qué podía hacer? No hay recompensas

en este mundo por haberse meado la vida, aún

si implica llegar a ver icebergs olvidados

de hace décadas separándose de la masa

para nadar bajo la superficie, levantando

una montaña de vidrio desbordante antes de abalanzarse erectos

para empezar el viaje peligroso desconocido

hacia el horizonte desolado.

                                                     Ése fue el modo

En que pensaba acerca de cada día, cuando era joven; un desprenderse,

a la vez suicida e imbuido de una cierta gracia ritual.

Después, hubo tantos protagonistas

que uno se perdía un poco, como en una selva de doppelgängers.

Muchas cosas estaban aconteciendo. Y la luna, balanceándose

sobre la loma como una toronja enorme y lisa, comprendió

la importancia de cada una, y no estaba dispuesta

a facilitar la tarea de nadie, aunque la amamos.



Traducción: Roberto Echavarren 



domingo, 12 de octubre de 2025

Dos poemas de Dylan Thomas



Dylan Thomas


Apostilla del traductor


Traducir, ya resulta pueril y ocioso recordarlo, es un arte difícil. Traducir a Dylan Thomas es doblemente difícil, porque en una poesía como la suya, en la que cada vocablo puede encerrar tantas tan misteriosas sugerencias, y decir mucho más de lo que expresa, hay que traducir primero el alcance esotérico que es fuerza descubrir en la concatenación de las palabras; y después traducir de un idioma a otro el significado de las palabras mismas, que no siempre es el más usual y vulgar.

Me he entretenido, a título de mero ensayo, en trasladar al idioma español dos breves poemas de Dylan Thomas. He querido ajustarme con estricta fidelidad al original, sin olvidar en un tanteo de equivalencias, el ritmo interior que da categoría de versos a los renglones de Dylan Thomas. Que la fidelidad rigurosa de los vocablos no conspire, al hacinarlos en otra lengua, contra la interna armazón rítmica: tal ha sido mi mayor empeño.


                                                                               Max Henríquez Ureña 


Amor en el asilo

 

Alguien, extraño, ha venido

a compartir mi alcoba en la casa que no está precisamente en la cabeza,

una muchacha loca como los pájaros

echando el cerrojo a la noche de la puerta con su brazo, su plumaje,

rígida en el envuelto lecho

mistifica con nubes fugaces la casa hecha a prueba de cielo,

y también mistifica con sus paseos la alcoba de pesadilla,

sin límite como el vacío,

o cabalga los imaginados océanos de hacinamientos masculinos.

Llegó aquí posesa,

como que recibe la ilusoria luz a través del fuerte muro,

poseída por los cielos

duerme en la estrecha artesa, aunque también pasea el polvo

delira con su voluntad

sobre los tablados del manicomio desgastados por mis 

                                                                          lágrimas ambulantes.

Y elevado a plena luz en sus brazos por tiempo duradero y grato,

podré sufrir infaliblemente

la primera visión que incendió las estrellas.

 


Y yo me siento mudo

 

La fuerza que armada de ver cuchilla se lleva la flor

se lleva mi verde edad;

la que hace volar en trozos las raíces de los árboles,

me aniquila y destruye.

Y yo me siento mudo para decir a la rosa hecha trizas

que mi juventud se quiebra con la misma helada fiebre.

 

La fuerza que hace pasar agua al través de las rocas

se lleva mi sangre roja;

la que agota y deja secos los estruendosos torrentes,

convierte el mío en cera.

Yo me siento mudo para gritar dentro de mis venas

cómo en aquel arroyuelo de la montaña se sacia la misma

sedienta sed.

 

La mano que remueve las aguas en la alberca,

agita la arena movediza;

la que echa su amarra al viento tempestuoso

se lleva mi vela desplegada, mi mortaja.

Y yo me siento mudo para decir al hombre que está frente a la horca

cómo de mi propia arcilla se hizo el barro del verdugo.

 

Los labios del tiempo van en busca del manantial;

el amor destila y recoge, pero en la sangre vertida

calmará ella sus desgarraduras.

Y yo me siento mudo para decir al viento

cómo el tiempo ha marcado con un tic-tac un cielo en torno a las estrellas.

 

Y yo me siento mudo para decir a la tumba del amante

cómo en mis propias sábanas se retuerce el mismo abyecto gusano.



Orígenes, 38, pp. 30-31.