martes, 7 de junio de 2022

Situación de Ezra Pound

 



Giorgio Agamben

 

                                            From the wreckage of Europe, ego scriptor

                                                                                              Canto LXXVI

 

No es posible entender la obra de Pound si no se la coloca en su propio contexto. Este contexto coincide con una fractura sin precedentes en la tradición occidental, una fractura de la que Occidente no sólo no ha salido todavía, sino de la que ni siquiera podrá salir si antes no está en condiciones de medir su alcance, decisivo en todos los sentidos. Después del final de la Primera Guerra Mundial era patente, para quien había conservado la lucidez, que algo irreparable se había producido en Europa, y que el nexo entre pasado y presente se había roto. Que los primeros en darse cuenta hayan sido los poetas y los artistas no debe sorprendernos, porque es a ellos a quienes incumbe en todo tiempo la transmisión de aquello que nos es más valioso la lengua y los sentidos. Ni siquiera se puede plantear el problema de las vanguardias poéticas del siglo xx si no se entiende, primero, que son el intento de responder —con mayor o menor consciencia, según los casos— a esa catástrofe: no tienen relación con la poesía y las artes, sino con su radical imposibilidad, con la disminución de las condiciones que las hacían posibles. La transposición en términos estético-mercantiles de la crisis epocal que se había expresado en las vanguardias es, por ello, una de las páginas más vergonzosas de la historia de Occidente, de la que los museos de arte contemporáneo representan hoy la más extrema e indolente propagación. Aquello en donde estaba en juego la posibilidad misma de la poiesis y, por tanto, la supervivencia del ser humano como ser espiritual, se redujo a un fenómeno de moda y fue liquidado de una vez por todas bajo la forma de producción de nuevas mercancías. Existen tres momentos decisivos —al menos en la perspectiva que nos interesa— en la poesía en lengua inglesa del siglo xx.

El primero, La tierra baldía (1931), nacido de la estrecha colaboración entre Eliot y Pound («il miglior fabbro», a quien el poema está dedicado), ha sido leído como un texto enigmático y profundo, cuya comprensión necesitaba un desciframiento preliminar de sus densas estructuras ocultas. Se trata, en realidad, de un collage de frases y figuras provenientes de toda la historia de la cultura occidental (no sin agregados orientales), en donde se suceden la Sibila cumana y el Grial, Ludovico II de Baviera y el Rey pescador, Tiresias y san Agustín, Filomela y la baraja del tarot, los sermones del Buda y Gérard de Nerval, Dante y las Upanishad, Ovidio y Flebas el fenicio... Estos fragmentos no se componen, como sugería Curtius, paragonando a Eliot con un poeta alejandrino, en un mosaico inteligible están, más bien, dadaísticamente aislados y sin ninguna correspondencia recíproca, porque su único sentido consiste en su incomprensibilidad. Los intentos de los intérpretes de sacar a la luz un significado oculto a través del paciente, inagotable inventario de las fuentes, sólo pueden fracasar. La «tierra baldía» es, de hecho, la tierra de la cultura occidental, cuya tradición se ha interrumpido, y al poeta sólo le queda juntar, más o menos al azar, los restos: these fragments I shored against my ruins, concluye Eliot, actuando aquí ciertamente como un filólogo alejandrino que recoge los fragmentos que escaparon al incendio de la gran biblioteca.

Luego está Finnegans Wake (1989). Aquí también entra en juego, literalmente, toda la historia de la cultura occidental, de la Biblia al vaudeville, de la liturgia eucaristica al Libro egipcio de los muertos. A diferencia de La tierra baldía —con el que el libro comparte la técnica del montaje—, la ruina aquí involucra también a la lengua, que, en una especie de irónica 9 parodia de la gramática comparada, funde bajo una ilegible corteza anglosajona lenguas y tiempos diversos, del hebreo al celta, del griego al italiano, del alemán al latín y del ruso al danés. Inténtese leer el texto utilizando la Readers Guide de W. Y. Tindall (William York Tindall, A header's Guide to Finnegans Wake, Nueva York, Syracuse University Press, 1969): que explica casi cada palabra restituyéndola puntillosamente a sus disparatados componentes. Para el lector inteligente, el libro no se vuelve por ello más comprensible. Por el contrario, ahora está en condiciones de apreciar plenamente el sin sentido. Es posible que, como sugiere el comentador, la operación resulte divertida: se trata, sin embargo, de una risa conscientemente cruel, desde el momento en que aquí se trata, nada menos, que de la ruina y el volverse opaca para sí misma de la tradición teológica, filosófica y poética de Occidente. Lo que se propone en la lectura es una imposibilidad de leer de la escritura que se transmite los estudiantes han perdido el significado.

En 1951, David Jones publica los Anathemata (también este libro, como los dos precedentes, se publica en Faber & Faber, es decir, con el imprimatur de Eliot). También esta vez, el poema, atestado de glosas en varias lenguas, abraza la historia entera —y hasta la prehistoria— de la cultura. Nos interesa aquí particularmente la divisa que Jones escoge como emblema de su poética, la frase de Nennio, coacervavi omne quod invení, «he apilado todo lo que he encontrado» (I have made a heap of all that I could find). (David Jones, Anathemata, Londres, Faber & Faber, 1951, p. 9). La tradición que Jones tiene frente a sí y con la que trabaja, del Mabinogion al Canon de la misa, es una desmesurada mezcolanza de fragmentos, y el poeta que debía transmitirla sólo puede hurgar ahí y nuevamente acumular los desechos, sin que nunca emerja un sentido para orientarlo en su incesante labor. Por ello, el libro —dice el subtítulo— contiene sólo fragments of an attempted writing. Decisivo no es lo que se transmite, sino el acto mismo de la transmisión, aun cuando ese acto resulte carente de sentido.

Es importante no pasar por alto la tarea paradójica que los poetas se proponen aquí. La tradición religiosa, filosófica y poética no es convocada, como hasta entonces había ocurrido, por su capacidad de nutrir y orientar la vida y la palabra de los hombres sino, por el contrario, precisamente porque parece haber perdido esa capacidad. Lo que se exhibe es precisamente esa pérdida. De ahí el efecto de extrañamiento y de desintegración tan característico del procedimiento de las vanguardias. De ahí, también, su fácil tergiversación en términos estéticos, como si se tratara todavía de obras de arte, sólo que más insólitas y nuevas.

El diagnóstico de la situación de aquella época es lo que está en el centro del intercambio epistolar, en 1984, entre Benjamin y Scholem a propósito de Kafka. Según Scholem, Kafka tiene frente a si una tradición -una ley, en términos judíos- que «rige, pero no significa», una especie de «nada de la revelación», donde la tradición está reducida «al punto cero de su contenido» y, sin embargo, no desaparece. Los estudiantes, de los que habla Kafka, «no son estudiantes que han perdido la escritura..., sino estudiantes que ya no pueden descifrarla». (Walter Benjamin y Gershom Scholem, Bnefwechsel, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1980, p. 175). A esa «vigencia sin significado», Benjamin objeta que una tradición que ha perdido su contenido deja de existir y se confunde con la vida, esa vida, precisamente, que en la novela de Kafka es vivida en el pueblo que está en las faldas del monte donde se aka el castillo. Volviendo, cuatro años después, sobre el problema de la tradición, Benjamin precisa su diagnóstico. Aquello con lo que Kafka debe enfrentarse es una «enfermedad de la tradición» en la que ésta ha perdido su verdad. En esta situación, «el genio de Kafka es que él ha intentado hacer algo absolutamente nuevo ha sacrificado la verdad para mantenerse fiel a la transmisibilidad» (Ibidem, p. 1). La respuesta de los poetas a la enfermedad de la tradición —así parece sugerirlo Benjamin— es renunciar a lo que se transmite —la verdad— en favor de la transmisión. Pero una poesía que no transmite nada que no sea ella misma, ¿es todavía poesía? ¿O nos encontramos aquí, más bien, frente a algo para lo que no tenemos nombre y que sólo por pereza y miedo llamamos todavía poesía y arte?

Sólo en este contexto problemático la obra de Pound —al menos a partir de los primeros Cantos— se vuelve inteligible. Él es el poeta que se ha colocado con mayor rigor y casi con «absoluta desfachatez» (unmitigated gall) frente a la catástrofe de la cultura occidental. Mucho más decididamente que Eliot, Pound vive en esa «tierra baldía», un inferno que, como sugiere en el Canto XLVII, no es posible, como ha hecho el «reverendo Eliot», «atravesar rápidamente». Pero justo por eso, para él «todas las edades son contemporáneas» (Ezra Pound, Selected Prose 1909-1965, Nueva York, New Directions, 1973, ρ.21), puede referirse inmediatamente a la historia entera de la cultura, de Homero a Cavalcanti, de Mani a Mussolini, de Dante a Browning, de Perséfone a Woodrow Wilson, de Confucio a Arnault Daniel. «Sólo Pound», dijo Eliot, «es capaz de verlos como seres vivos», siempre y cuando precisemos que, en los Cantos, son en realidad sólo pedazos que emergen por un instante del Leteo e incesantemente se sumergen en él. Furio Jesi definió una vez el universo poético de Pound como la «transformación en escombros de los objetos de amor que ya no se consideran vitales». (Furio Jesi, Letteratura e mito, Turin, Einaudi, 1968, p. 309* [Existe edición en español: literatura y mito, Barcelona, Seix Barrai 1972]. Si la tradición es accesible sólo como lasca y fragmento, el poeta en busca de formas —venator formarum— no ve frente a sí más que escombros —aun si éstos están, al menos para él, vivos y vitales precisamente como fragmentos—. Su canto inaudito está tejido con esos pedazos que, una vez agotada su función, no sobreviven. De ahí la impresión de artificiosidad, tantas veces reprochada de forma injusta a su poesía Pound procede como un filólogo («También atravesé el pantano de la filología», escribió en The Spirit of Romance, p. 14) que, en la crisis irrevocable de la tradición, intenta transmitir sin notas a pie de página la imposibilidad misma de la transmisión. En el verso del Canto LXXVI en el que Pound se evoca a sí mismo frente al naufragio de Europa (From the wreckage of Europe, ego scriptor), scriptor obviamente debe entenderse como «escriba», no como escritor. Frente a la destrucción de la tradición, él transforma la destrucción en un método poético y, en una especie de acrobática destructio destructionis, imita todavía, como scriptor, un acto feliz de transmisión. En qué medida logra esto, quiero decir, en qué medida el texto ilegible —en el que un ideograma chino está junto a una palabra griega y un vocablo provenzal responde a un hemistiquio latino— puede ser verdaderamente leído, es una pregunta a la que no es posible responder de forma superficial. La verdad y la grandeza de Pound coinciden —es decir, se establecen y caen— con la respuesta a estas preguntas.

De ahí la importancia de sus escritos en prosa, en los que Pound expone sus ideas sobre la poesía, sobre la economía y la política. Esos escritos son hasta tal punto una parte integrante de su producción poética que se ha podido afirmar con razón que «los Cantos son obviamente la exposición de una teoría económica que busca en la historia una ejemplificación». (Alfredo Rizzardi, en Ezra Pound, Canti pisani, Parma, Guanda, 1957, p. xxix). Como un poeta arcaico, Pound se siente responsable del entero paideuma (como a él le gusta decir, usando un término de Frobenius) de Occidente en todos sus aspectos. «Usura», «dinerolatría» y, al final, «avaricia» son los nombres que da al sistema mental —simétricamente opuesto al «estado mental eterno» que, según el primer axioma de Religio, define la divinidad— que ha determinado el colapso y que domina todavía hoy —mucho más que en su tiempo— a los gobiernos de las democracias occidentales, dedicados concordemente, aunque con mayor o menor ferocidad, al «asesinato por medio del capital» (murder by capitalSelected prose, cit., p. 227). No es aquí el lugar para valorar en qué medida, a pesar de sus ilusiones sobre los «pueblos latinos» y sobre el fascismo, las teorías económicas de Pound son aún actuales. El problema no es si la genial moneda de Silvio Gesell, que tanto lo fascinaba y sobre la cual, para impedir su atesoramiento, se debe aplicar cada mes un gravamen del por ciento de su valor, sea más o menos realizable: decisivo es más bien que, en las intenciones del poeta, aquélla denuncie la «posibilidad de estrangular al pueblo a través de la moneda», posibilidad que él veía, no sin razón, en la base del sistema bancario moderno. Que el poeta que ha percibido con la mayor agudeza la crisis de la cultura moderna haya dedicado un número impresionante de opúsculos a los problemas de la economía es, en este sentido, perfectamente coherente. «Los artistas son las antenas de la raza. Los efectos del mal social se manifiestan sobre todo en las artes. La mayor parte de los males sociales son, en su raíz, económicos». (Ibidem, p. 229).


Escrito para la edición Dal Naufragio di Europa de Ezra Pound, publicada por Neri Pozza en 2016, es el prólogo a Cantos de Ezra Pound (trad. Ernesto Kavi) en la traducción de Jan de Jager, edición Sexto Piso, México, Madrid, 2018.


domingo, 29 de mayo de 2022

Strozzapreti



Silvano Russo


A punto de partir hacia el Po,

me hablaste de la arquitectura marcial de Turín.

Yo escrutaba las vitrinas bien surtidas de pastelitos,

y chocolate para llevar, caliente,

para un frío no a tono con nuestros abrigos,

ya sabes, de entretiempo.

Te respondí que sobre todo me parecía

una ciudad imperial y mussoliniana,

e hice paréntesis al decirte -más allá de la arquitectura-

que me dolían los pies, tan pesados

como balones de acero.

Luego entramos un momento en la Feltrinelli,

donde nos esperaba una dependiente aficionada a la lírica,

particularmente, en lengua española.

A ratos seguimos hacia el Po, en silencio

bajo la mirada de palacios palaciegos

y de jóvenes alegres y dinámicos que gozaban mordiendo la fantasía

demasiado fantástica del aperitivo:

mezcla de bebidas analcohólicas y entrantes escasos.

A la vuelta, en medio de la locura de aquel sábado helado,

elegiste, por tu intrínseca capacidad de mimetizarte,

cenar en una hostería al aire libre donde comimos

strozzapreti con requesón y espinacas:

un plato no precisamente piamontés.

 

 

 

Strozzapreti

 

Pronti ad andare verso il Po,

mi hai parlato dell’architettura marziale di Torino.

Io scrutavo le vetrine ben germogliate di dolcetti,

e cioccolato da sporto, caldo,

per un freddo non proprio per i nostri cappotti,

lo sai, di mezza stagione.

Ti ho risposto che mi pareva più che altro

una città imperiale e mussoliniana,

e ho fatto parentesi al dirti -più là dell’architettura-

che mi facevano male i piedi, così pesanti,

come palloni d’acciaio.

Dopo tutto ciò, siamo entrati un attimo nella Feltrinelli,

dove ci aspettava una commessa affezionata alla lirica,

innanzitutto in lingua spagnola.

A tratti camminiamo verso il Po, senza parlare

sotto lo sguardo dei palazzi palaziale

e dei ragazzi gioiosi e scattanti che si godevano a morsi la fantasia

troppo fantastica dell’aperitivo:

mischio di bevande analcooliche e antipasti scarsi.  

Al ritorno, in torno alla follia di quel sabato ghiacciato,

hai scelto, per la tua intrinseca capacità di mimetizzarti,  

di cenare in una trattoria all’aria aperta,

dove mangiamo strozzapreti con ricotta e spinaci:

un piatto non precisamente piemontese.


 


Traducción: Dolores Labarcena 




 

viernes, 20 de mayo de 2022

Salomé


 

Efrén Rebolledo


Son cual dos mariposas sus ligeros

pies, y arrojando el velo que la escuda,

aparece magnífica y desnuda

al fulgor de los rojos reverberos.

 

Sobre su oscura tez lucen regueros

de extrañas gemas, se abre su menuda

boca, y prodigan su fragancia cruda

frescas flores y raros pebeteros.

 

Todavía anhelante y sudorosa

de la danza sensual, la abierta rosa

de su virginidad brinda al tetrarca,

 

y contemplando el lívido trofeo

de Yokanán, el nubil cuerpo enarca

sacudida de horror y de deseo.



viernes, 29 de abril de 2022

Pero existe el poeta extrañado en la belleza

 


Caridad Atencio


En Los Vegueros,[1] Premio de la Bienal de Poesía de la Habana 2019, el tiempo de lo(s) muerto (s) puede ser un solo cuerpo: el propio. Entonces se crea una geografía otra y angustiante que da testimonio del absurdo y de una esencia de dolor profundo que no muta, por eso emparenta con la muerte, aunque su “argumento es la condición humana considerada en sí misma, no como acontecimiento histórico.”[2]

El suceso de las muertes de los 11 vegueros cubanos que ofrendaron sus vidas en la recordada sublevación, víctimas del colonialismo español en 1723, le sirve a la autora para, con un sintomático lenguaje paradójico y pleno de enumeraciones negativas, propias de su estilo, dar testimonio de un cataclismo que recorre al mundo y la penetra a ella, pues no existe ni el fruto, ni su muerte:

NECRÓPOLIS LOCAL

Hace mucho tiempo no existe el mundo. No existo yo, como no existen la pérdida y la descendencia. Hace mucho tiempo me vi entre los escombros y las ramas cortadas. No existe la raíz, como no existen el silencio y la humedad. Por eso estoy viva. Aunque hace mucho tiempo me rasgué durante 16 minutos los párpados y me estrujé miles de veces la memoria para olvidar lo inalterable de mi existencia. Ha pasado todo este tiempo, el otro tiempo, nuestro tiempo, ha pasado sin gloria ni existencia para el hierro.[3]

Este “hierro” me recuerda a la conocida metáfora martiana en el poema de igual nombre, pues son las armas, el cambio, la acción del hombre sobre algo, la fundación por fundición, de algo nuevo: la hazaña. Asistimos a la personificación o performance dramático de un estado, de una condición extrema de cataclismo para el humano, “y a partir de ahí hurga en la existencia, en las razones de ser y del ser […] frente al aparente sin sentido de nuestro estar en el mundo”.[4] Todo lo cual encuentra un asidero en la propia confesión de la autora de que estas páginas son fruto de la experiencia del terrible tornado que azotó hace varios años a La Habana, y de su viaje, haciendo donaciones a los damnificados por los municipios de la ciudad. Es así que sobre el yo lírico se personifica el acto de exhumar, y es él el protagonista del estremecimiento extremo. Por momentos, y hacia el final del poema “Exhumación 27. 01.19” siento que se representa la famosa exhumación de la Milagrosa del Cementerio de Colón, en el afán de la autora de atraer sucesos, personajes y cosas, y reflejar lo que se levanta, lo que queda después de la muerte:” Quiero que me pongan este abrazo encima / Quiero que me pongan este hijo encima”.  La casa es el cementerio, y, por extensión, también lo es la ciudad. En este viaje del pasado al presente, y del presente al pasado de la urbe, de Cuba, y del mundo, porque el discurso toma esas medidas, se redimensiona la ciudad desde su cotidiano renacer, y el yo lírico se aferra a la memoria del sitio al que pertenece:

LA CIRUELA  LA EMBAJADA  LA COLONIA

_

En estas estampas religiosas dibujo sus retratos
Por los hijos de los hijos
Y los hijos de los hijos
Que se encuentran inscritos en la tarja:

________El gallego, la negra, el jíbaro
________La ciega, el borracho, la muda

________El postrado, la santera, el hijo
________La curandera, la jabá, el trillo
________El epiléptico, la asmática, el chino
________La ciega, el infartado, la Chiqui
________La grúa, la presidenta, el barco
________El esquizofrénico, el enano, la linda
________El macho, el bobo, la coja
________El bodeguero, la loca, el majá
________El negro, la flaca, el bárbaro
________El macao, la lucha, la sirena
________La espiritista, la úlcera, la embarazada
________La gastritis, la pensión, el gato
________El buche, la rabia, el pez peleador
________La cría, el buzo, la enfermera.

Pongamos una fecha en su honor
27 de enero de 2017
Pone en el suelo una cruz
María se me aparece bailando
También canta, canta una canción de cuna
Canta para ti desde todos los tiempos.[5]

Aquí se confunden cualidad, condición, profesión, enfermedad, sentimiento y poder sustantivo, y se erige, por qué no, en un singular retrato de los cubanos. Se trata aquí de sugerir, ¿construir? o revelar con el recurso de la negación la esencia del mundo en el “acto tremebundo de la supervivencia”.[6] Pero se invoca una presencia, hay una invocación de alguien, de un destino, de alguien malogrado, de un destino malogrado. Es una niña llamada María, que, al parecer, murió del cólera en La Habana en 1833, a ella se le hace venir: “el poeta sueña con ella”, y se aparece y canta una canción de cuna o “canta para ti desde todos los tiempos”. Es quien, en forma de visión, en este mundo de presencias y apariciones, de clausuras, muertes y ecos que sobreviven, cierra este breve pero curioso cuaderno en momento plástico o casi cinematográfico: “Y los vegueros, mirándome se preguntan / Qué hace esta mujer llorando y con el pelo mojado / Metiéndosele en los ojos y la boca.”[7]

En el cuaderno, dado el dolor y el desgarramiento, el amor es como algo que agregan a nuestro cuerpo, que no se sabe si lo vamos a recibir o nos definirá cuando se coloque sobre nosotros. Los paisajes a través de los años van juntando sus manos renegadas, van siendo los mismos, si viajamos sin piedad hacia atrás, pero “existe el poeta extrañado en la belleza”[8], quien repara en que” los objetos, las personas, los sitios  que aparecen encarnan maravillas, inscritos en su propia aniquilación”[9], el poeta que sueña con la niña – visión, el poeta que puede pronunciar el nombre, y que sabe, con Cesare Pavese, que la condición de todo impulso poético, por elevado que sea, es siempre una atenta referencia a las exigencias éticas, y también prácticas, como es natural del ambiente donde se vive.




[1] -Martha luisa Hernández Cadenas. Los Vegueros, Colección Sur, La Habana, 2019.

[2] -Eugenio Montale. “Autorretrato”. Revista Unión, n. 94, 2019, La Habana, p. 36.La autora ha afirmado sobre la naturaleza de este cuaderno: “Me gustaría que el lector se sintiera atraído por la relación de un cuerpo con la memoria de la pérdida”. Giselle Lucía Navarro. “El universo creativo de martica Minipunto” Entrevista a Martha Luisa Hernández Cadenas. Isliada.

[3] - Martha Luisa Hernández Cadenas. Ob. cit, p. 9.

[4] - M.L.H.C. Ob. cit, p. 9.

[5] -MLHC. Ob. cit, p. 16 - 17.

[6] . MLHC. Ob. cit, p. 12.

[7] - MLHC. “Los Vegueros”, Ob. cit, p. 19.

[8] - MLHC. Ob. cit, p. 12.

[9] - Pura López Colomé. “A la altura de sí mismo” en Seamus Heaney. Obra reunida. Trilce ediciones, México, 2015, p. 21.




sábado, 26 de marzo de 2022

Manuel Corona

 


Nicolás Guillén

 

La Habana ha recobrado rápidamente su ritmo normal. Es decir, su tumulto ordenado, su vocerío lleno de templanza, su ponderada desorbitación… Luego de las fiestas de Pascua, ya un poco lejanas, y las más recientes de Año Nuevo y de Reyes, el habitante de este rincón antillano hállase entregado a la desagradable tarea de arreglar cuentas consigo mismo.

Claro que allí entran también las cuentas que tiene que arreglar con los demás. Porque es ya clásico (al menos entre nosotros) que después del torbellino suscitado por la grasienta conmemoración de la divina natividad, los acreedores (que son deudores a su vez) han de esperar hasta febrero para cobrar los adeudos… de noviembre.

Hay, pues, un mes económicamente muerto, y es enero. Caras largas, cejijuntas; ojos perdidos en un cielo pitagórico de cálculos matemáticos; tardíos remordimientos; tumultuosa aglomeración de cuentas por coñac, por whisky, por champaña. Ese mundo sombrío, en fin, que sucede a lo que fue alegría desordenada y en medio del cual entramos precisamente en el año «nuevo», el que deseábamos lleno de las consabidas venturas para todos, comenzando desde luego por nuestra ventura personal.

Solo que enero comenzó en forma harto cruel con la música popular cubana, pues nos ha arrebatado a Manuel Corona… ¿Y quién era Corona?, preguntará el lector venezolano. Corona era un trovador que no solo cantaba canciones, sino que las componía, entre ellas algunas que se hicieron famosas. No sabía una nota de música, pero tocaba muy bien la guitarra; no medía sus versos al modo clásico, puestos en fila, con los consonantes «en las puntas» (como en la anécdota de don Ricardo Palma), pero sus letras rezumaban gracia, límpida frescura de manantial que brota muy de debajo de la tierra.

Ningún cubano que hoy tenga más de cuarenta años habrá olvidado las composiciones de Corona. Yo recuerdo, allá en mi lejano bachillerato, la boga obsesionante de Santa Cecilia, cuyo ritmo lánguido subía y bajaba lentamente, en un alarde de ingenua complicación técnica:

Por tu simbólico nombre de Cecilia,

tan supremo que es el genio musical…

De aquella época son también otras canciones que alcanzaron larguísima divulgación: Mercedes, Adriana, y una guaracha titulada Acelera, Ñico:

Acelera, Ñico, acelera,

acelera y ponte en primera…

Pero sobre todas, Longina, hermana gemela de Santa Cecilia, de modo que no puede hablarse de una sin que la otra nos venga en seguida a los labios:

En las sensuales líneas

de tu cuerpo hermoso

hay un tema que destaca

sensibilidad…

Por cierto que Longina –llamada Longina O’Farril– vive todavía. Era hace treinta años una mujer de cuerpo flexible, negra, de altos senos y ojos relampagueantes. Hoy ha engordado, naturalmente, y la mirada brilla menos, pues los años no pasan en vano. Pero todavía da pruebas de que fue lo que fue. A causa de la muerte de su cantor, surgió en estos días a un plano de súbita actualidad.

–A la una de la mañana –cuenta Longina– tocaron a mi puerta para darme la noticia de la muerte de Manuel, y eso me hizo una horrible impresión. Estaba y estaré agradecida a él. Corona ha muerto, pero la mujer que le inspiró una de sus mejores canciones está viva y lo recordará sin cesar. En cierto modo él me inmortalizó. Hubiera querido estar a su lado en el instante en que lanzó su último suspiro. Yo sabía que se hallaba enfermo, tuberculoso, y sabía también que no se cuidaba, que se había entregado a la bebida, sin importarle su estado físico. Puedo decir que Corona se suicidó, porque si se hubiera cuidado un poco habría vivido algún tiempo más…

Corona se sabía herido de muerte. La propia Longina dice que cuando alguien le pedía que abandonara «el trago», contestaba el viejo trovador invariablemente:

–¿Para qué quiero vivir unos cuantos días más, dándome cuenta de todo? El alcohol al menos me hace creerme bien y me permite compartir el tiempo que me queda con aquellos amigos y amigas de mi juventud…

Hace unos meses encontré a Corona en uno de los cafetuchos situados frente a la Estación Terminal. No hablaba con él hacía años, cuando la terrible enfermedad no había estragado su cuerpo. Flaco, flaquísimo, los ojos hundidos, el mentón en proa, la voz cavernosa.

–¿No te acuerdas de mí?

–Claro que me acuerdo –le dije–. Tú eres Corona…

–Yo soy Corona –respondió a su vez–, pero me muero. Mírame cómo estoy.

Lo invité a una copa y la bebió ávidamente con mano temblorosa.

–Un día quiero verte –concluyó al despedirme de él–. Me gustaría cantarte las viejas cosas. Yo soy el autor de Santa Cecilia y de Longina… ¿No te acuerdas?

La verdad es que esas dos canciones constituían su orgullo.

Al entierro de Manuel Corona solo fue un puñado de amigos, los fieles de siempre. Sindo Garay, el patriarca; Rosendo Ruiz, Tata Villegas, Gonzalo Roig (que despidió el duelo), Pancho Majagua y algunos más.

Poco antes de morir (en un cuarto oscuro del cabaret Jaruquito), el infeliz trovador había expresado su último deseo: café y guitarras. Por eso cuando la comitiva fúnebre regresó del cementerio de Marianao, donde quedaban sus despojos, Sindo Garay propuso:

–Ahora vayamos a casa; hay que cumplir la voluntad de Manuel… Y en casa del glorioso autor de La bayamesa se reunieron los compañeros de Corona. Allí, como quien cumple un rito, cantáronse sus viejas melodías subrayadas por breves tazas de negro café.

Por lo demás, la desaparición de este modesto músico vernáculo denuncia nuevamente esa grotesca antinomia que existe entre la vida y la muerte de nuestros artistas populares, aplastados por una sociedad ciega «que mata a un hombre del mismo modo que hiela una manzana». Vivos, se les desconoce y hasta desprecia; muertos, se les exalta ruidosamente y, como si el tránsito fuera un nacimiento, surgen a una nueva vida: la vida que tanta falta les hiciera cuando vivían en realidad.

¿Quiénes de los que hoy gastan millares de dólares en lujos inútiles, en vicios lujosos, llegaron nunca hasta la tenaz miseria del trovador para poner en ella la realidad de una dádiva decorosa, o la dádiva, aunque fuera irreal, de una promesa? ¿Cuántos de los que ahora pregonan el mérito de aquel sencillo forjador de belleza se le acercaron antaño para musitar en sus días de angustia lo que hoy gritan, batiendo el parche hipócrita, junto al caído? ¿Corona? ¡Bah! Era apenas un mulato guitarrero…

Sin embargo, él durará más, muchísimo más que los que piensan que durarán toda la vida. Porque su obra de ingenuo creador está ligada por abajo, por la raíz, por la tierra húmeda y fecunda, al pueblo de cuya sangre, de cuyo espíritu se nutrió.

 

El Nacional, Caracas, 1950.

 

Prosa de prisa, Tomo II. Compilación y notas, Ángel Augier. Editorial Arte y Literatura, 1975.