viernes, 3 de diciembre de 2021

Golondrinas de París


Ramón Vasconcelos 


Con los primeros fríos de noviembre se han ido los últimos turistas cubanos.

Apenas los árboles del Luxemburgo y el Bosque comienzan a desnudarse, nuestros compatriotas toman la maleta y buscan el paquebot que lo devuelva al muelle de La Habana.

Es lástima que todos los años se marchen tan pronto, porque traen con ellos la rumbosidad, la alegría y el entusiasmo del trópico. Traen los brazos abiertos y la radiación simpática del rayo de sol.

Los hoteleros no los pierden de vista. "¡Cubains!" (Pagan bien). Los garzones conocen su esplendidez. "Les cubains son tres gentils." En los espectáculos ocupan las primeras plazas. Se sabe que gastan, y que siendo metecos porque vienen de fuera con la cartera llena, no son rastacueros, porque no pretenden atraer la atención con el ridículo y el escándalo.

París, que tiene una clasificación sutil —y crematística— para las cosas, sitúa al cubano entre el argentino que lo provee de tangos llorones y el yanqui que lo aplasta con el dólar. Cubains, dice, sin decidirse a más. Y es bastante. Es el O. K., le droit de cité para el vecino y amigo de los Estados Unidos, que lo nutren, lo visten, lo calzan e influyen en su mentalidad y en sus finanzas. El francés tiene el deber de no exteriorizarse mucho sino a condición de que se exterioricen en igual medida los francos del prójimo. Sus sentimientos responden a las combinaciones del coffrefort.

El cubano, amigo del lujo, ocupa un sitio decente entre la clientela de Mariana. Además, Heredia dejó los Trofeos, puros y rutilantes como medallas de oro. Aún se recuerda un poco a Albarrán. Y acaso White no esté olvidado completamente. ¿Cuba? ¡No se está seguro del detalle geográfico, pero se tiene la certeza de que es una isla bella y ardiente en que se bailan danzas voluptuosas y en que los habanos auténticos humean como incensarios en todas partes, día y noche.

La intervención platónica de Cuba en la Gran Guerra se ignora. Si en vez de producir azúcar para los aliados hubiera enviado cuarenta mil hombres al frente contra los alemanes como se pensaba, de su sacrificio no quedaría constancia más que en los anales de la Legión de Honor y en las ofrendas periódicas de los turistas cubanos al soldado desconocido.

Es lástima que los cubanos escapen con los primeros fríos llevándose el calor de su cordialidad y el brillo de su opulencia.

Los ángulos de moda del bulevar no los confunden; los ateliers, cafés y rincones adorables de Montparnasse los acogen con gusto. Y si no los despiden cuando se marchan ni los reciben en la puerta cuando arriban, es porque no les alcanza el tiempo para hacerle los honores al ejército de muchachos que vienen anualmente de los más remotos países a revolucionar el Arte desde las mesas de La Rotonde, Le Dome y La Coupole.

Con la ausencia de los turistas cubanos enmudece el son de ciertos cabarets y se cierra la temporada de los banquetes.

Un "curro del Manglar", por muy descubanizado que esté, no deja de ser un tipo criollo de agradable recuerdo, sobre todo si nos saluda en compañía de un apache y un gitano adulterado.

Esa es la noción más completa que tienen de las costumbres de América. Pero los americanos tomamos represalias banqueteándonos en los restoranes parisienses y formando tertulias en las terrazas de los cafés.

A lo mejor nos tropezamos con un señor redondo como un balón. Es un camarada que ha aumentado de peso desde la última vez que le vimos. Se ha dedicado a organizar banquetes en el verano y a servir de "cicerone" por los restoranes famosos a los recién llegados.

—¿No conoce usted los templos de la culinaria francesa donde todavía oficia a conciencia el cordon bleu? El buen comer y el buen beber son tradiciones de Francia. Recuerde que Brillat-Savarin escribió aquí su Fisiología del Gusto. Recuerde que Montaigne calificó de ciencia la guía francesa. Recuerde que fue aquí también donde Vatel se atravesó el cuerpo con una espada por no haber llegado a tiempo el pescado que debía servir a Luis XIV —pescado que llegó por cierto en el momento preciso del suicidio—. Recuerde, en fin, que Francisco I y Enrique IV cuidaban tanto de su cocina como de sus Estados. Nombres célebres en las letras firmaron recetas de asados y pasteles. Rabelais dejó noventa y ocho dulces inventados por su apetito. Richelieu fue un consumado gourmet.

Tan calurosa y erudita alabanza a la cocina gala —enorme y delicada, según Verlaine—, lleva a cualquiera, sin remedio, a laToar d'Argent, especie de Santa Capilla del condimento y el vino añejo.

Hay también quienes toman venganza de América exagerando su parisianismo. París es bello; París es adorable —dicen— a pesar de la invasión de metecos, que todo lo echan a perder con su exotismo y su mal gusto. Ya no se corona a los poetas en los cafés literarios. ¡Lo que sería hallar una tarde de éstas a Musset bebiendo su ajenjo en el Café de la Regencia! ¡O a Verlaine, andrajoso y borracho, dormido en una mesa! ¡O a Paul Fort coronado en la Closerie de Lilas!

Dan ganas de decirle a estos admiradores nostálgicos de un París que ya se ha ido para siempre y han visto a través de Rubén Darío y Gómez Carrillo: 

—Es indudable que no se ven ahora poetas que exhiban sus harapos y su beodez pollos cafés ni genios que mueran en los hospitales públicos. Pero esto no es un mal. La mitad del París que ustedes añoran no existe y la otra mitad no ha existido nunca. París se moderniza y cambia como todo en el mundo. Cada día derriba un edificio viejo y una idea anacrónica, y de esto se felicitan los franceses. ¿Por qué, en vez de cuidarse de los hombres y las cosas de París, que clava los alfileres de su esprit en el advenedizo y el meteco, no le prestan atención a las cosas y los hombres de Quezaltenango (Guatemala) o de Yaguajay (Cuba)?

Entonces, ¿para qué residir en Lutecia? Desdeñar la América y lo americano viste bien y da cierta importancia. Una fotografía hecha en París y publicada en América es de eficacia decisiva. Por esto, cuando un compatriota niega su concurso a un banquete, se le hace cambiar de criterio con sólo mostrarle la cámara fotográfica y decirle:

 —Habrá retrato.

Es un truco que no falla.

 

Bulevar. Iluminaciones sobre el Sena, La Habana, Cultural S. A., 1938, pp. 175-182. 


miércoles, 1 de diciembre de 2021

La naturaleza a la escuela


Julio Camba


—Hoy he visto un personaje que parecía exactamente un cuadro de usted —le dijo un día a Whistler una de sus admiradoras. 

Y el gran pintor, con la mayor tranquilidad del mundo, le respondió:

—No me sorprende. Desde que yo empecé a pintar la naturaleza ha hecho progresos notabilísimos...

—¡Qué frase magnífica! —le decía, días después, Oscar Wilde a Whistler. Me gustaría infinito que se me hubiese ocurrido a mí.

A lo que Whistler cuentan que repuso:

—No te preocupes, Oscar. Ya se te ocurrirá...

Y, en efecto, de aquella frase parece que fue de donde el autor del «De profundis» sacó su célebre paradoja de que la naturaleza imita al arte y de que los crepúsculos del Támesis no son, o no serán, más que una copia de las decoraciones del Covent Gardem; pero, dejando a un lado esta cuestión de paternidad, lo indudable es que, si la naturaleza no imita al arte, por lo menos el arte nos enseña a ver la naturaleza y que, al enseñarnos a verla, la modifica de una manera sustancial ante nuestros ojos. De otro modo: no es que el señor a quien le hacen un retrato en el que predominan tales o cuales valores de su fisonomía, que hasta entonces habían pasado generalmente inadvertidos, tenga que someterse a un régimen o que imponerse al menor esfuerzo para parecerse al retrato que le hicieron y aprovechar así el dinero que invirtió en él. No. Sin que el modelo necesite hacer esfuerzo alguno, todo el mundo, en lo sucesivo, empezará a verlo tal y como lo vio el artista y, a condición de que éste haya estado acertado en su interpretación, el señor del retrato ya no volverá nunca a ser lo que era.

En esta forma, y no en otra, es como tantos señores acaban por parecerse a sus propios retratos, como los paisajes naturales copian o recuerdan casi siempre los de los paisajistas y como toda la naturaleza, en fin, viene imitando el arte desde el día remotísimo en que éste se puso a darle lecciones en la cueva de Altamira.

«El arte es una esclavitud —dice Wells—. Yo prefiero contemplar el salto de un pez o el vuelo de un pájaro a la mayor obra de arte antigua o contemporánea.»

Pero, cuando el célebre escritor hace esta afirmación, ¿está completamente seguro de que los peces y los pájaros que él pueda contemplar no son, en cierto modo, unas creaciones artísticas?

Vivimos en un mundo deformado por siglos y más siglos de civilización y de cultura, donde los pájaros y los peces han perdido, por decirlo así, toda su naturalidad y donde sólo algún artista extraordinario logra muy de tarde verlos a su manera en vez de verlos a la manera de los otros artistas. 


La Vanguardia, 26 de julio 1949, p. 4. 


sábado, 27 de noviembre de 2021

Incursión


 

Pedro Marqués de Armas


A medida que te adentrabas

en la noche

de populosos gineceos

Yoshivara japonés

o cerámico muro alejandrino

emergía lenta y bamboleante

la Venus negra de Baudelaire

 

Qué oscura debió resultarte

esa incursión

por otro lado

nada excursionaria

para entreverlo todo

“a la luz violeta de Goya

el macabro”

 

De tanto impostado satanismo

te despertó (y esto

como todo lo anterior

según propias palabras)

la cuchillada en plena jeta al guapo

tabernario y el grito

de punta a punta

de las cloróticas

pintarrajeadas

hetairas

 

En la accesoria sonaba un madrigal

que hablaba de puñales

justificando tus imágenes

en tanto (buena montura

mejor montaje) en zapaticos

ideográficos

taconeaba

Madame Rouge

 

Pero solo la Venus negra tenía la clave

solo ella a la luz de los carbones

en esa tu noche sifiliaria

espesa como un parapeto

 

 

(De la serie Homenaje a José Juan Tablada)


sábado, 13 de noviembre de 2021

El interrogatorio

 


Virgilio Piñera


¿Cómo se llama?

-Porfirio.

¿Quiénes son sus padres?

-Antonio y Margarita.

¿Dónde nació?

-En América.

¿Qué edad tiene?

-Treinta y tres años.

¿Soltero o casado?

-Soltero.

¿Oficio?

-Albañil.

¿Sabe que se le acusa de haber dado muerte a la hija de su patrona?

-Sí, lo sé.

¿Tiene algo más que declarar?

-Que soy inocente.

El juez entonces mira vagamente al acusado y le dice:

-Usted no se llama Porfirio; usted no tiene padres que se llamen Antonio y Margarita; usted no nació en América; usted no tiene treinta y tres años; usted no es soltero; usted no es albañil; usted no ha dado muerte a la hija de su patrona; usted no es inocente.

-¿Qué soy entonces? –exclama el acusado.

Y el juez, que lo sigue mirando vagamente, le responde:

-Un hombre que cree llamarse Porfirio; que sus padres se llaman Antonio y Margarita; que ha nacido en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que ha dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente.

-Pero estoy acusado –objeta el albañil-. Hasta que no se prueben los hechos, estaré amenazado de muerte.

-Eso no importa –contesta el juez, siempre con su vaguedad característica-. ¿No es esa misma acusación tan inexistente como todas sus respuestas al interrogatorio? ¿Cómo el interrogatorio mismo?

-¿Y la sentencia?

-Cuando ella se dicte, habrá desaparecido para usted la última oportunidad de comprenderlo todo -dice el juez; y su voz parece emitida como desde un megáfono.

-¿Estoy, pues, condenado a muerte? -gimotea el albañil-. Juro que soy inocente.

-No; acaba usted de ser absuelto. Pero veo con infinito horror que usted se llama Porfirio; que sus padres son Antonio y Margarita; que nació en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que está acusado de haber dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente; que ha sido absuelto, y que, finalmente, está usted perdido.                                


domingo, 7 de noviembre de 2021

La visita


Guillermo Cabrera Infante


El hombre no estaba ahí y de pronto estaba ahí. Debía haberlo visto cuando entró pero no lo vi. Después de una peritonitis por ruptura de la vesícula, con un catéter a través del pene, una sonda en la herida y dos botellas goteando agua y antibióticos allá arriba y detrás de mí, no estaba preparado para nada que no fuera oír cómo ella contaba un cuento de su niñez allá en el Escambray.

Pero con quince kilos menos todavía era reconocible por mi barba y mi bigote y las gafas de aro de metal que son ya como una tarjeta de visita. Sólo que era yo el que recibía la visita ahora.

El hombre, que había empujado la puerta sin siquiera tocar, se instaló, sin pedir permiso, en la banqueta donde ella descansaba los pies, casualmente junto a la única puerta. Al otro lado de la cama estaba el timbre para llamar a la enfermera de turno pero quedaba fuera de mi alcance ahora. El hombre sonrió una extraña mueca de convidado de piedra. Iba vestido, pude notar, correctamente y por un momento pensé que era otro médico, con un traje sin embargo que no podía llevar ningún médico inglés porque era de una seda (era verano) que brillaba barata, como si quisiera al llevarlo dar la falsa impresión de ser importante. Fue, por supuesto, casi decisivo.

Cuando se sentó ella le preguntó quién era porque también creía que era otro médico: un especialista más de visita. Hubo tantos alrededor de la mesa de operaciones donde había quedado infectado por un estafilococo áureo, una bacteria de quirófano que se comporta como un virus oportunista.

    —Who are you?— preguntó ella de nuevo.
    —Yo soy un cubano —dijo el visitante inesperado.

Enseguida ella y yo supimos que era un cubano, casi un cubanazo por su desenfado y sus ojos maliciosos debajo de las gafas calobares, que se aclaraban ahora a la baja luz del cuarto.

    —Pero ¿cómo supo que estábamos aquí?
    —Señora, yo lo sé todo.
    —¿Cómo supo que estábamos en este hospital?

Era el Cromwell Hospital, donde me habían ingresado del Chelsea-Westminster Hospital para combatir la infección aislándome.

    —Ah, fue muy fácil. Fui a los bajos de su casa y le pregunté a la vecina del sótano en qué hospital estaba él (señalando) ahora.

Así había hecho y así le habían dicho después de declararse, enfático, muy buen amigo mío y sabido que había sido trasladado a otro hospital. La mentira crecía creíble todavía:

   —Me dijo que él se estaba muriendo.
     Miriam Gómez lo encaró de frente.
    —No, él no se está muriendo. Se le reventó la vesícula y tuvo después una infección.

El visitante era insistente y sabía inglés.

    —Pero en la puerta dice que él está muy mal y que en este cuarto no se puede entrar.
    —Solamente tiene un microbio fecal que puede contagiar a otros enfermos.
    —Pero las enfermeras vienen siempre con delantal de plástico y guantes. Es lo que dice ahí.
    —Yo estoy aquí sin delantal ni guantes —dijo ella decisiva. El visitante cambió de conversación cuando vio su resolución.
    —Yo los vi a ustedes en el concierto de Rivera.

Como si hicieran falta más credenciales llamó Rivera a Paquito, como lo conoce todo el mundo, menos sus enemigos de Cuba. Luego, de pronto musical, preguntó:

   —¿No fueron ustedes a oír a la Orquesta Aragón?
     Sabía por qué quería saber: la Aragón es una orquesta oficial.
   —Nosotros no vamos a esas cosas.
   —Ya veo.
   —¿A qué vino usted aquí?
   —Señora, soy un testigo de Jehová y vengo a ayudar a su marido a pasar al otro mundo—y metiendo la mano en un bolso-sobre de cuero dijo: —Tengo aquí un librito para que él vea lo que pasa en el más allá cuando uno deja este mundo.

Casi dijo "este valle de lágrimas", pero con un ademán siniestro de su mano derecha me extendió un librito rojo. Que ella, rápida, interceptó y puso enseguida fuera de mi alcance en la mesita de noche para decir:

  —¿Pero ustedes no fueron los que le llenaron la Plaza a Fidel Castro pidiendo el fin del embargo?

   —Nosotros, señora, no hemos ido a ninguna parte —dijo y se puso de pie para irse como había venido el hombre que estuvo ahí y de pronto no estaba. Pero había cometido un error: habló demasiado y demasiado pronto. Ella, tan ágil como se lo permitió la banqueta, abrió la puerta pero no vio a nadie. Ahora apartó la parafernalia médica y fue a la ventana, con tiempo para ver salir a la calle a nuestro visitante y dar palmaditas en la espalda a un acompañante que vestía con el atuendo que hizo popular entre la diplomacia cubana Robertico Robaina cuando era ministro de Relaciones Exteriores. Sólo que éste no era Robaina, a quien en España llamaron el Embajador de la Salsa: la suya era otra misión, pero también era un agente a la moda de los años sesenta.

Ahora ella se movió hacia la puerta y el pasillo, donde se encontró por una casualidad más divina que humana con la enfermera-jefe, que se movía ignorante de todo. Ella le informó que nuestra habitación había sido allanada por un obvio ajeno: an alien, dijo ella. "¡No puede ser!", dijo la enfermera-jefe. "Ahí no está autorizado a entrar nadie más que nuestras enfermeras cubiertas. ¡Imagínese el peligro que corremos de regar la infección que padece su marido!"

   —Nosotros hemos corrido algo peor que un peligro de infección. ¡Ha sido un peligro de exterminio!    

Entonces la enfermera-jefe se dirigió rápida al servicio de seguridad del hospital y regresó con uno de los guardas.

Los visitantes nada bienvenidos habían penetrado sin saberlo en un sancta sanctorum árabe: el hospital donde van todos los jeques a morir. Había un servicio de vigilancia por control remoto que alcanzaba a todo el lobby. Allí, frente a la recepción. ¿Quién estaba atrapado por el video? Nada menos que nuestro visitante con su carnal, a quien daba la señal del deber cumplido —pulgar arriba— y el video los delataba. Ella los reconoció enseguida: "¡Son esos dos hombres! Pero sólo uno vino arriba". Alguien que vio la película dijo que de haber sido un hitman profesional, al estilo de Bullitt, nos habría acribillado con una pistola con silenciador y habría salido por la puerta más próxima, tan tranquilo. Mi médico de cabecera disintió: "Una almohada en la cara habría sido más eficaz. De haber estado usted solo". Pero no era la obra de un profesional al estilo de El padrino: era un funcionario del ministerio del miedo: su misión no era matar, sino asustar.

De todas formas, vino un policía regular avisado por la seguridad del hospital y ella le relató todo: la visita inesperada, las amenazas veladas, la impostura, la cara de peligroso del falso testigo de Jehová que había dejado, además del librito rojo, una tarjeta de visita ¡de una peluquería! El policía se fue para volver, autorizado por Scotland Yard, a ordenar que me cambiaran de habitación. Viajé en mi cama con ruedas hasta la habitación 222, justo enfrente del servicio diurno de enfermeras. También me cambiaron de nombre: ahora me llamaría, para el hospital y todos sus servicios, Christian Smith.

Los visitantes no volvieron al hospital, por supuesto. Pero si ustedes creen que mi fallido impostor se había conformado sólo con mi miedo, se equivocan. Dado de alta, al día siguiente de regresar a casa estaba tocando mi timbre y pidiendo que le abrieran la puerta. "Señora", dijo una voz por el intercomunicador, "somos los cubanos que fuimos a ver a su marido al hospital y le llevamos el librito rojo. ¿Se acuerda? ¿Ya lo ha leído?" "No, yo no lo he leído, pero al hospital no fueron dos, subió uno solo". "Sí, es verdad. Nada más que subí yo solo. Pero ahora somos dos. ¿Nos puede abrir la puerta?" "¡No!", dijo ella. "No voy a abrirles la puerta", dijo y corrió hacia la ventana: frente a la entrada estaban los dos visitantes, mirando para todas partes.

Días después vino un inspector de Scotland Yard, quien tras identificarse —carnet y chapa— preguntó por los detalles de los visitantes: estatura, aspecto y al ser un policía inglés también preguntó por el acento del agente que habló. Pidió, además, ver el librito rojo y tomó nota en una libretica negra antes de irse. No volvimos a ver a ninguno de los visitantes. 


Tomado de Letras Libres, 31 de mayo, 2000.