Guillermo Cabrera Infante
El hombre no estaba ahí y de pronto estaba ahí. Debía
haberlo visto cuando entró pero no lo vi. Después de una peritonitis por
ruptura de la vesícula, con un catéter a través del pene, una sonda en la
herida y dos botellas goteando agua y antibióticos allá arriba y detrás de mí,
no estaba preparado para nada que no fuera oír cómo ella contaba un cuento de
su niñez allá en el Escambray.
Pero con quince kilos menos todavía era reconocible por mi
barba y mi bigote y las gafas de aro de metal que son ya como una tarjeta de
visita. Sólo que era yo el que recibía la visita ahora.
El hombre, que había empujado la puerta sin siquiera tocar,
se instaló, sin pedir permiso, en la banqueta donde ella descansaba los pies,
casualmente junto a la única puerta. Al otro lado de la cama estaba el timbre
para llamar a la enfermera de turno pero quedaba fuera de mi alcance ahora. El
hombre sonrió una extraña mueca de convidado de piedra. Iba vestido, pude
notar, correctamente y por un momento pensé que era otro médico, con un traje
sin embargo que no podía llevar ningún médico inglés porque era de una seda
(era verano) que brillaba barata, como si quisiera al llevarlo dar la falsa
impresión de ser importante. Fue, por supuesto, casi decisivo.
Cuando se sentó ella le preguntó quién era porque también creía que era otro médico: un especialista más de visita. Hubo tantos alrededor de la mesa de operaciones donde había quedado infectado por un estafilococo áureo, una bacteria de quirófano que se comporta como un virus oportunista.
—Who are you?— preguntó ella de nuevo.
—Yo soy un cubano
—dijo el visitante inesperado.
Enseguida ella y yo supimos que era un cubano, casi un
cubanazo por su desenfado y sus ojos maliciosos debajo de las gafas calobares, que se aclaraban ahora a la baja luz del cuarto.
—Pero
¿cómo supo que estábamos aquí?
—Señora, yo lo sé todo.
—¿Cómo supo que estábamos
en este hospital?
Era el Cromwell Hospital, donde me habían ingresado del Chelsea-Westminster Hospital para combatir la infección aislándome.
—Ah, fue muy fácil.
Fui a los bajos de su casa y le pregunté a la vecina del sótano en qué hospital
estaba él (señalando) ahora.
Así había hecho y así le habían dicho después de
declararse, enfático, muy buen amigo mío y sabido que había sido trasladado a
otro hospital. La mentira crecía creíble todavía:
—Me dijo
que él se estaba muriendo.
Miriam Gómez lo
encaró de frente.
—No, él no se está
muriendo. Se le reventó la vesícula y tuvo después una infección.
El visitante era insistente y sabía inglés.
—Pero en la puerta
dice que él está muy mal y que en este cuarto no se puede entrar.
—Solamente tiene un
microbio fecal que puede contagiar a otros enfermos.
—Pero las enfermeras
vienen siempre con delantal de plástico y guantes. Es lo que dice ahí.
—Yo estoy aquí sin
delantal ni guantes —dijo ella decisiva. El visitante cambió de conversación
cuando vio su resolución.
—Yo los vi a ustedes
en el concierto de Rivera.
Como si hicieran falta más credenciales llamó Rivera a Paquito, como lo conoce todo el mundo, menos sus enemigos de Cuba. Luego, de pronto musical, preguntó:
—¿No fueron ustedes
a oír a la Orquesta Aragón?
Sabía por qué quería
saber: la Aragón es una orquesta oficial.
—Nosotros no vamos a
esas cosas.
—Ya veo.
—¿A qué vino usted
aquí?
—Señora, soy un
testigo de Jehová y vengo a ayudar a su marido a pasar al otro mundo—y
metiendo la mano en un bolso-sobre de cuero dijo: —Tengo aquí un librito para
que él vea lo que pasa en el más allá cuando uno deja este mundo.
Casi dijo "este valle de lágrimas", pero con un
ademán siniestro de su mano derecha me extendió un librito rojo. Que ella,
rápida, interceptó y puso enseguida fuera de mi alcance en la mesita de noche
para decir:
—¿Pero ustedes no
fueron los que le llenaron la Plaza a Fidel Castro pidiendo el fin del embargo?
—Nosotros,
señora, no hemos ido a ninguna parte —dijo y se puso de pie para irse como
había venido el hombre que estuvo ahí y de pronto no estaba. Pero había
cometido un error: habló demasiado y demasiado pronto. Ella, tan ágil como se
lo permitió la banqueta, abrió la puerta pero no vio a nadie. Ahora apartó la
parafernalia médica y fue a la ventana, con tiempo para ver salir a la calle a
nuestro visitante y dar palmaditas en la espalda a un acompañante que vestía
con el atuendo que hizo popular entre la diplomacia cubana Robertico Robaina
cuando era ministro de Relaciones Exteriores. Sólo que éste no era Robaina, a
quien en España llamaron el Embajador de la Salsa: la suya era otra misión,
pero también era un agente a la moda de los años sesenta.
Ahora ella se movió hacia la puerta y el pasillo, donde se
encontró por una casualidad más divina que humana con la enfermera-jefe, que se
movía ignorante de todo. Ella le informó que nuestra habitación había sido
allanada por un obvio ajeno: an alien, dijo ella. "¡No puede ser!", dijo la
enfermera-jefe. "Ahí no está autorizado a entrar nadie más que nuestras
enfermeras cubiertas. ¡Imagínese el peligro que corremos de regar la infección
que padece su marido!"
—Nosotros hemos corrido algo peor que un peligro de infección. ¡Ha sido un peligro de exterminio!
Entonces la enfermera-jefe se dirigió rápida al servicio de seguridad del hospital y regresó con uno de los guardas.
Los visitantes nada bienvenidos habían penetrado sin saberlo
en un sancta sanctorum árabe: el hospital donde van todos los
jeques a morir. Había un servicio de vigilancia por control remoto que
alcanzaba a todo el lobby. Allí, frente a la recepción. ¿Quién estaba
atrapado por el video? Nada menos que nuestro visitante con su carnal, a quien daba la señal del deber cumplido —pulgar arriba— y
el video los delataba. Ella los reconoció enseguida: "¡Son esos dos
hombres! Pero sólo uno vino arriba". Alguien que vio la película dijo que
de haber sido un hitman profesional, al estilo de Bullitt, nos habría acribillado con una pistola con silenciador y
habría salido por la puerta más próxima, tan tranquilo. Mi médico de cabecera
disintió: "Una almohada en la cara habría sido más eficaz. De haber estado
usted solo". Pero no era la obra de un profesional al estilo de El padrino: era un funcionario del ministerio del miedo: su misión no
era matar, sino asustar.
De todas formas, vino un policía regular avisado por la
seguridad del hospital y ella le relató todo: la visita inesperada, las
amenazas veladas, la impostura, la cara de peligroso del falso testigo de
Jehová que había dejado, además del librito rojo, una tarjeta de visita ¡de una
peluquería! El policía se fue para volver, autorizado por Scotland Yard, a
ordenar que me cambiaran de habitación. Viajé en mi cama con ruedas hasta la
habitación 222, justo enfrente del servicio diurno de enfermeras. También me
cambiaron de nombre: ahora me llamaría, para el hospital y todos sus servicios,
Christian Smith.
Los visitantes no volvieron al hospital, por supuesto. Pero
si ustedes creen que mi fallido impostor se había conformado sólo con mi miedo,
se equivocan. Dado de alta, al día siguiente de regresar a casa estaba tocando
mi timbre y pidiendo que le abrieran la puerta. "Señora", dijo una
voz por el intercomunicador, "somos los cubanos que fuimos a ver a su
marido al hospital y le llevamos el librito rojo. ¿Se acuerda? ¿Ya lo ha
leído?" "No, yo no lo he leído, pero al hospital no fueron dos, subió
uno solo". "Sí, es verdad. Nada más que subí yo solo. Pero ahora
somos dos. ¿Nos puede abrir la puerta?" "¡No!", dijo ella.
"No voy a abrirles la puerta", dijo y corrió hacia la ventana: frente
a la entrada estaban los dos visitantes, mirando para todas partes.
Días después vino un inspector de Scotland Yard,
quien tras identificarse —carnet y chapa— preguntó por los detalles de los
visitantes: estatura, aspecto y al ser un policía inglés también preguntó por
el acento del agente que habló. Pidió, además, ver el librito rojo y tomó nota
en una libretica negra antes de irse. No volvimos a ver a ninguno de los
visitantes.
Tomado de Letras Libres, 31 de mayo, 2000.
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