miércoles, 15 de septiembre de 2021

El puerto de la buena arribada

 

Pedro Marqués de Armas


Pude ver hace unos años en la Alte Nationalgalerie de Berlín, el famoso cuadro de Arnold Böcklin La isla de los muertos (Die Toteninsel). Como se sabe, fascinó a espíritus tan diferentes –aunque transidos de romanticismo– como Nietzsche, Freud, Strindberg, Munch, Lenin, Dalí, Rachmaninov, Clemenceau… y Hitler. Este último se hizo con una de las cincos versiones que realizó el pintor suizo, retratándose con ella de fondo mientras firmaba en la cancillería del Reich, el 12 de noviembre de 1940, el pacto con Molotov. Una pequeña barca se dirige hacia una isla peñasco, cuyo embarcadero escoltado de cipreses de densísimas sombras, semeja la entrada del más abismal y aislado (insular) sepulcro. Sobre la barca, donde transportan un ataúd, un remero de gorro rojo rinde los últimos movimientos junto a una figura de blanco que, de tan erecta, parece a la vez Caronte y el muerto en estatua convertido.

El cuadro llegó a ser tan popular que su reproducción comenzó a aparecer por todas partes: teatros, escuelas, salones, tabernas, y hasta en el comedor de cualquier vecino. En su novela Desesperación (1934), Nabokov señala que podía encontrarse “en todos los hogares de Berlín”. En esta misma ciudad, por lo que se cuenta, caló a fondo el gusto de la burguesía. En Barcelona. Museo secreto, Ignacio Vidal-Folch nos orienta sobre el influjo que la pintura tuvo en el arquitecto Josep Maria Pericas y los artistas Borrell y Oslé, al punto de ser tomada (conscientemente o no) como modelo para el monumento al poeta Verdaguer. “Aquí está la pequeña isla, y en ella tres segmentos de balaustrada que sugieren el hemiciclo con las oquedades de las tumbas, y los fúnebres cipreses”, mientras “la figura siniestra que se acerca en un esquife ha sido elevada sobre la columna, pues lo arquitectos no iban a dejarla sobre la calzada…”.

Cualquiera que se acerque al monumento en la intersección de Diagonal y Paseo de Sant Joan, al menos si tiene ganas de ver, o de solazarse en “fúnebre caminata” –como diría otro poeta, el cubano Virgilio Piñera–, podría comprobar el enorme parecido entre estas dos cumbres de soledad insonora que ligan la Atlántida platónica a la imaginada –aunque casi palpada– por el viajero cura catalán, como no menos, al gusto cívico estatuario de los años que preceden al fascismo. En sus numerosos viajes como capellán del vapor Guipúzcoa, insignia del progreso español, Verdaguer recaló no pocas veces en La Habana, y de tanto atlántico, tanto ciclón e isla a la deriva, concibió su también pasmoso poema L’ Atlàntida.

Cierto que los surrealistas tiraron de Böcklin, y en particular de este cuadro, cuyas resonancias resultan obvias en De Chirico, Dalí, Magritte, y Max Ernst, donde vemos una y otra vez la erecta figura de blanco que, ya algo inclinada en la quinta versión de La isla de los muertos, se convierte en éstos, pasto de sueños, en gaseiformes configuraciones oníricas.

Prefiero, sin embargo, otra obra del pintor suizo: Autorretrato con la muerte tocando el violín. Acá le vemos de frente (en su propio espejo), custodiado por un cráneo que se le encima amigable mientras rasga, con mano descarnada, el instrumento. A una inclinación responde otra: la de quien se apresta a escuchar. En definitiva, la muerte visitó a Böcklin con ardua frecuencia, al extremo de arrebatarle a ocho de sus catorce hijos. Y por si no bastara, su estudio en Florencia frente al cementerio inglés, donde yacían varios de los suyos, debió resultarle un perenne memorándum.  

Venga o no al caso, no puedo dejar de asociar el cuadro que vi en Berlín con esa otra isla cementerio que es Cuba. Para los indios de La Española, aquel largo islote al oeste era el país de los muertos, más conocido por ellos como Coaibai. Era allí a donde iban las almas de los taínos que, como se sabe, no conocían el otro extremo del territorio, donde el sol moría y que relacionaban con las tinieblas nocturnas. Muertos la mayoría a causa de virus importados, del trabajo en las minas, el filo de la espada o la soga propia, dejarían una suerte de “herencia maldita” operando en la Historia de la que habló –y hablaba en serio– Lino Novás Calvo en su ensayo El pathos cubano (1935). Una herencia que supo captar también el conradiano Federico de Ibarzábal en su mejor cuento, uno de los mejores de la literatura cubana, titulado precisamente La isla de los muertos (1934).

El cuento de Ibarzábal era apenas alegórico respecto a Cuba, pues no se puede decir –en la ruta de Veracruz, entre manglares y cayeríos, y a la caída de un régimen títere y necrocómico– que esa isla de la que huyen Olsen y Bergen, esa isla “en la desolación de su destino como un enorme catafalco”, no fuera otra que Cuba. Cómo no reconocerla en estos trazos que, por interpuesta herencia fatal (no por lezamesca metáfora), siguen operando cada vez de modo más exponencial en nuestra historia:

“Unos camiones enormes, de altas paredes metálicas, cruzan con terrible estrépito. A Olsen le parecen carros para la basura, pero Bergen insiste en que son grandes depósitos de cadáveres que van a ser precipitados al mar”.

En lo que las almas de aquellos que habitaron las “casas lapidadas” descienden a ras de tierra, ambos marineros atraviesan la ciudad para topar solo con basureros y derrumbes, imprentas desechas y una “población de cadáveres” entre unos cuantos soldados enterradores que ya no encuentran a quién más fusilar.

Si en otros dos grandes textos de la época, El Presidio Modelo de Pablo de la Torriente y Un cementerio en las Antillas de Hernández Catá se daba testimonio del horror, en el cuento de Ibarzábal se llega más lejos por cuanto anticipa –por varias décadas– el fin de un Estado que se llevará por delante, luego de triturarlo hasta la saciedad, a su pueblo.

Irónicamente, el embarcadero de Arnold Böcklin se hace llamar aquí el Puerto de la Buena Arribada.



domingo, 5 de septiembre de 2021

A tumba abierta

 


Catherine Millot


Algún tiempo más tarde, acompañé a Lacan a visitar a Heidegger en Freiburg-im-Breisgau. Se enteró de que había tenido un accidente vascular cerebral y quería, según sus propias palabras, verlo otra vez antes de que muriera. Le conocía desde hacía tiempo, había ido a visitarlo por primera vez a principios de los años 1950 con Jean Beaufret, que había sido su analizante. Lacan tradujo al francés uno de sus textos, titulado Logos, que se publicó en la revista La Psychanalyse en el año 1956. En 1955, Heidegger fue invitado por Beaufret y Maurice de Gandillac a una charla en Cerisy-la-Salle. En el camino de vuelta, Heidegger y su mujer se quedaron en Guitrancourt unos días. Lacan les mostró la región en coche, a tumba abierta como de costumbre, sin tener en cuenta los gritos de la señora Heidegger.

Fuimos en avión a Basilea, donde visitamos el bellísimo museo de bellas artes, y luego alquilamos un coche para ir a Friburgo, donde nos esperaban.

Los Heidegger vivían en una casa relativamente nueva en un barrio residencial, que no recordaba mucho a las imágenes de la cabaña en el bosque que yo asociaba con el filósofo. Tan pronto entramos, la señora Heidegger nos ordenó ponernos las zapatillas que reservaba a los visitantes. Por mis orígenes en el Valle del Jura sabía que eso era costumbre de las regiones montañosas, debido a la nieve. En los países nórdicos, que yo también conocía, la gente se quita los zapatos al entrar en una casa. Pero estábamos en abril y comprobé que nos habíamos convertido en portadores de todas las suciedades del mundo exterior. Freud me había enseñado que para el inconsciente lo exterior es sinónimo del extraño, es decir, del enemigo y lo que en general es detestable. Yo estaba dividida entre el sentimiento desagradable de ser una intrusa y la risa contenida que me provocaba el insospechado contraste entre las zapatillas y la metafísica.

Nos hicieron pasar al salón donde Heidegger estaba estirado en una chaise longue. Sin más tardar, Lacan se sentó a su lado y empezó a informarle de sus últimos avances teóricos con los nudos borromeos, que estaba desarrollando en su seminario. Para ilustrar su discurso, sacó de su bolsillo una hoja de papel doblada en cuatro, en la que dibujó una serie de nudos para mostrárselos a Heidegger, quien durante todo aquel rato no dijo una palabra y mantuvo los ojos cerrados. Me pregunté si de este modo expresaba su falta de interés o si todo ello se debía al debilitamiento de sus facultades. Lacan, que no era dado a rendirse fácilmente, insistía y la situación amenazaba con eternizarse. Por suerte, la señora Heidegger volvió y puso fin a la «entrevista», al cabo de un tiempo determinado, para «no cansar a su marido». Calzados con nuestras zapatillas rehicimos nuestro camino hasta la salida, no sin antes haber sido invitados a reunirnos con la pareja en un restaurante cercano.

Manifiestamente molesta por las zapatillas, tan pronto estuvimos fuera le pregunté a Lacan si la señora Heidegger había sido nazi. «Por supuesto», me respondió.” En aquella época se hablaba mucho de la relación de Heidegger con el nazismo. El libro de Víctor Farias aún no se había publicado.

Durante la comida, Heidegger se mostró algo más locuaz, pero la conversación fue poco animada. Lacan, que leía el alemán, no lo hablaba, por decirlo de algún modo. Nuestros huéspedes se defendían mal en francés. Antes de separarnos, Heidegger me dio una fotografía suya, en formato de postal, y en su dorso escribió: Zur Erinnerung an den Besuch in Freigurg im Bu. Am. April 75, sin mencionar mi nombre. Me sorprendió un poco esa fotografía para fans que yo no había pedido, pero la conservé piadosamente. Uno de mis pacientes, que vio la foto sobre la estantería de mi biblioteca, me preguntó si era mi abuelo.


La vida con Lacan, NED ediciones, Barcelona, 2018, pp. 88-91.


domingo, 22 de agosto de 2021

Parva Forma II - 2021


Segundo número de la concentracionaria, arponera, inactual Parva Forma, que dirigen Pablo de Cuba Soria, Javier Marimón, Michel H. Miranda y Luis Carlos Ayarza. Dejo aquí portada y editorial. Entera: acá.

                     


Pensamiento en el mar

 


Social, enero 1918.