Pedro Marqués de Armas
Pude ver hace unos años en la
Alte Nationalgalerie de Berlín, el famoso cuadro de Arnold Böcklin La isla de los muertos (Die Toteninsel). Como se sabe, fascinó a
espíritus tan diferentes –aunque transidos de romanticismo– como Nietzsche, Freud,
Strindberg, Munch, Lenin, Dalí, Rachmaninov, Clemenceau… y Hitler. Este último
se hizo con una de las cincos versiones que realizó el pintor suizo, retratándose
con ella de fondo mientras firmaba en la cancillería del Reich, el 12 de
noviembre de 1940, el pacto con Molotov. Una pequeña barca se dirige hacia una
isla peñasco, cuyo embarcadero escoltado de cipreses de densísimas sombras, semeja
la entrada del más abismal y aislado (insular)
sepulcro. Sobre la barca, donde transportan un ataúd, un remero de gorro rojo
rinde los últimos movimientos junto a una figura de blanco que, de tan erecta, parece
a la vez Caronte y el muerto en estatua convertido.
El cuadro llegó a ser tan popular que su
reproducción comenzó a aparecer por todas partes: teatros, escuelas, salones, tabernas,
y hasta en el comedor de cualquier vecino. En su novela Desesperación (1934), Nabokov señala que podía encontrarse “en
todos los hogares de Berlín”. En esta misma ciudad, por lo que se cuenta, caló a
fondo el gusto de la burguesía. En Barcelona.
Museo secreto, Ignacio Vidal-Folch nos orienta sobre el influjo que la
pintura tuvo en el arquitecto Josep Maria Pericas y los artistas Borrell y
Oslé, al punto de ser tomada (conscientemente o no) como modelo para el
monumento al poeta Verdaguer. “Aquí está la pequeña isla, y en ella tres
segmentos de balaustrada que sugieren el hemiciclo con las oquedades de las
tumbas, y los fúnebres cipreses”, mientras “la figura siniestra que se acerca
en un esquife ha sido elevada sobre la columna, pues lo arquitectos no iban a
dejarla sobre la calzada…”.
Cualquiera que se acerque al monumento en la
intersección de Diagonal y Paseo de Sant Joan, al menos si tiene ganas de ver,
o de solazarse en “fúnebre caminata” –como diría otro poeta, el cubano Virgilio
Piñera–, podría comprobar el enorme parecido entre estas dos cumbres de soledad
insonora que ligan la Atlántida platónica a la imaginada –aunque casi palpada–
por el viajero cura catalán, como no menos, al gusto cívico estatuario de los
años que preceden al fascismo. En sus numerosos viajes como capellán del vapor Guipúzcoa, insignia del progreso
español, Verdaguer recaló no pocas veces en La Habana, y de tanto atlántico,
tanto ciclón e isla a la deriva, concibió su también pasmoso poema L’ Atlàntida.
Cierto que los surrealistas tiraron de Böcklin,
y en particular de este cuadro, cuyas resonancias resultan obvias en De
Chirico, Dalí, Magritte, y Max Ernst, donde vemos una y otra vez la erecta
figura de blanco que, ya algo inclinada en la quinta versión de La isla de los muertos, se convierte en
éstos, pasto de sueños, en gaseiformes configuraciones oníricas.
Prefiero, sin embargo, otra obra del pintor suizo: Autorretrato con la muerte tocando el violín. Acá le vemos de frente (en su propio espejo), custodiado por un cráneo que se le encima amigable mientras rasga, con mano descarnada, el instrumento. A una inclinación responde otra: la de quien se apresta a escuchar. En definitiva, la muerte visitó a Böcklin con ardua frecuencia, al extremo de arrebatarle a ocho de sus catorce hijos. Y por si no bastara, su estudio en Florencia frente al cementerio inglés, donde yacían varios de los suyos, debió resultarle un perenne memorándum.
Venga o no al caso, no puedo dejar de asociar
el cuadro que vi en Berlín con esa otra isla cementerio que es Cuba. Para los
indios de La Española, aquel largo islote al oeste era el país de los muertos, más
conocido por ellos como Coaibai. Era allí a donde iban las almas de los taínos
que, como se sabe, no conocían el otro extremo del territorio, donde el sol
moría y que relacionaban con las tinieblas nocturnas. Muertos la mayoría a
causa de virus importados, del trabajo en las minas, el filo de la espada o la
soga propia, dejarían una suerte de “herencia maldita” operando en la Historia
de la que habló –y hablaba en serio– Lino Novás Calvo en su ensayo El pathos cubano (1935). Una herencia
que supo captar también el conradiano Federico de Ibarzábal en su mejor cuento,
uno de los mejores de la literatura cubana, titulado precisamente La isla de los muertos (1934).
El cuento de Ibarzábal era apenas alegórico
respecto a Cuba, pues no se puede decir –en la ruta de Veracruz, entre
manglares y cayeríos, y a la caída de un régimen títere y necrocómico– que esa
isla de la que huyen Olsen y Bergen, esa isla “en la desolación de su destino como
un enorme catafalco”, no fuera otra que Cuba. Cómo no reconocerla en estos
trazos que, por interpuesta herencia fatal (no por lezamesca metáfora), siguen operando
cada vez de modo más exponencial en nuestra historia:
“Unos camiones enormes, de altas paredes
metálicas, cruzan con terrible estrépito. A Olsen le parecen carros para la
basura, pero Bergen insiste en que son grandes depósitos de cadáveres que van a
ser precipitados al mar”.
En lo que las almas de aquellos que habitaron las
“casas lapidadas” descienden a ras de tierra, ambos marineros atraviesan la
ciudad para topar solo con basureros y derrumbes, imprentas desechas y una “población
de cadáveres” entre unos cuantos soldados enterradores que ya no encuentran a
quién más fusilar.
Si en otros dos grandes textos de la época, El Presidio Modelo de Pablo de la
Torriente y Un cementerio en las Antillas
de Hernández Catá se daba testimonio del horror, en el cuento de Ibarzábal se
llega más lejos por cuanto anticipa –por varias décadas– el fin de un Estado
que se llevará por delante, luego de triturarlo hasta la saciedad, a su pueblo.
Irónicamente, el embarcadero de Arnold Böcklin
se hace llamar aquí el Puerto de la Buena Arribada.
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