domingo, 5 de septiembre de 2021

A tumba abierta

 


Catherine Millot


Algún tiempo más tarde, acompañé a Lacan a visitar a Heidegger en Freiburg-im-Breisgau. Se enteró de que había tenido un accidente vascular cerebral y quería, según sus propias palabras, verlo otra vez antes de que muriera. Le conocía desde hacía tiempo, había ido a visitarlo por primera vez a principios de los años 1950 con Jean Beaufret, que había sido su analizante. Lacan tradujo al francés uno de sus textos, titulado Logos, que se publicó en la revista La Psychanalyse en el año 1956. En 1955, Heidegger fue invitado por Beaufret y Maurice de Gandillac a una charla en Cerisy-la-Salle. En el camino de vuelta, Heidegger y su mujer se quedaron en Guitrancourt unos días. Lacan les mostró la región en coche, a tumba abierta como de costumbre, sin tener en cuenta los gritos de la señora Heidegger.

Fuimos en avión a Basilea, donde visitamos el bellísimo museo de bellas artes, y luego alquilamos un coche para ir a Friburgo, donde nos esperaban.

Los Heidegger vivían en una casa relativamente nueva en un barrio residencial, que no recordaba mucho a las imágenes de la cabaña en el bosque que yo asociaba con el filósofo. Tan pronto entramos, la señora Heidegger nos ordenó ponernos las zapatillas que reservaba a los visitantes. Por mis orígenes en el Valle del Jura sabía que eso era costumbre de las regiones montañosas, debido a la nieve. En los países nórdicos, que yo también conocía, la gente se quita los zapatos al entrar en una casa. Pero estábamos en abril y comprobé que nos habíamos convertido en portadores de todas las suciedades del mundo exterior. Freud me había enseñado que para el inconsciente lo exterior es sinónimo del extraño, es decir, del enemigo y lo que en general es detestable. Yo estaba dividida entre el sentimiento desagradable de ser una intrusa y la risa contenida que me provocaba el insospechado contraste entre las zapatillas y la metafísica.

Nos hicieron pasar al salón donde Heidegger estaba estirado en una chaise longue. Sin más tardar, Lacan se sentó a su lado y empezó a informarle de sus últimos avances teóricos con los nudos borromeos, que estaba desarrollando en su seminario. Para ilustrar su discurso, sacó de su bolsillo una hoja de papel doblada en cuatro, en la que dibujó una serie de nudos para mostrárselos a Heidegger, quien durante todo aquel rato no dijo una palabra y mantuvo los ojos cerrados. Me pregunté si de este modo expresaba su falta de interés o si todo ello se debía al debilitamiento de sus facultades. Lacan, que no era dado a rendirse fácilmente, insistía y la situación amenazaba con eternizarse. Por suerte, la señora Heidegger volvió y puso fin a la «entrevista», al cabo de un tiempo determinado, para «no cansar a su marido». Calzados con nuestras zapatillas rehicimos nuestro camino hasta la salida, no sin antes haber sido invitados a reunirnos con la pareja en un restaurante cercano.

Manifiestamente molesta por las zapatillas, tan pronto estuvimos fuera le pregunté a Lacan si la señora Heidegger había sido nazi. «Por supuesto», me respondió.” En aquella época se hablaba mucho de la relación de Heidegger con el nazismo. El libro de Víctor Farias aún no se había publicado.

Durante la comida, Heidegger se mostró algo más locuaz, pero la conversación fue poco animada. Lacan, que leía el alemán, no lo hablaba, por decirlo de algún modo. Nuestros huéspedes se defendían mal en francés. Antes de separarnos, Heidegger me dio una fotografía suya, en formato de postal, y en su dorso escribió: Zur Erinnerung an den Besuch in Freigurg im Bu. Am. April 75, sin mencionar mi nombre. Me sorprendió un poco esa fotografía para fans que yo no había pedido, pero la conservé piadosamente. Uno de mis pacientes, que vio la foto sobre la estantería de mi biblioteca, me preguntó si era mi abuelo.


La vida con Lacan, NED ediciones, Barcelona, 2018, pp. 88-91.


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