Catherine Millot
Algún tiempo más tarde, acompañé a Lacan a visitar a Heidegger
en Freiburg-im-Breisgau. Se enteró de que había tenido un accidente vascular
cerebral y quería, según sus propias palabras, verlo otra vez antes de que
muriera. Le conocía desde hacía tiempo, había ido a visitarlo por primera vez a
principios de los años 1950 con Jean Beaufret, que había sido su analizante. Lacan
tradujo al francés uno de sus textos, titulado Logos, que se publicó en la
revista La Psychanalyse en el año
1956. En 1955, Heidegger fue invitado por Beaufret y Maurice de Gandillac a una
charla en Cerisy-la-Salle. En el camino de vuelta, Heidegger y su mujer se
quedaron en Guitrancourt unos días. Lacan les mostró la región en coche, a
tumba abierta como de costumbre, sin tener en cuenta los gritos de la señora
Heidegger.
Fuimos en avión a
Basilea, donde visitamos el bellísimo museo de bellas artes, y luego alquilamos
un coche para ir a Friburgo, donde nos esperaban.
Los Heidegger vivían
en una casa relativamente nueva en un barrio residencial, que no recordaba
mucho a las imágenes de la cabaña en el bosque que yo asociaba con el filósofo.
Tan pronto entramos, la señora Heidegger nos ordenó ponernos las zapatillas que
reservaba a los visitantes. Por mis orígenes en el Valle del Jura sabía que eso
era costumbre de las regiones montañosas, debido a la nieve. En los países
nórdicos, que yo también conocía, la gente se quita los zapatos al entrar en
una casa. Pero estábamos en abril y comprobé que nos habíamos convertido en
portadores de todas las suciedades del mundo exterior. Freud me había enseñado
que para el inconsciente lo exterior es sinónimo del extraño, es decir, del
enemigo y lo que en general es detestable. Yo estaba dividida entre el
sentimiento desagradable de ser una intrusa y la risa contenida que me
provocaba el insospechado contraste entre las zapatillas y la metafísica.
Nos hicieron pasar al
salón donde Heidegger estaba estirado en una chaise longue. Sin más tardar, Lacan se sentó a su lado y empezó a
informarle de sus últimos avances teóricos con los nudos borromeos, que estaba
desarrollando en su seminario. Para ilustrar su discurso, sacó de su bolsillo
una hoja de papel doblada en cuatro, en la que dibujó una serie de nudos para
mostrárselos a Heidegger, quien durante todo aquel rato no dijo una palabra y
mantuvo los ojos cerrados. Me pregunté si de este modo expresaba su falta de
interés o si todo ello se debía al debilitamiento de sus facultades. Lacan, que
no era dado a rendirse fácilmente, insistía y la situación amenazaba con
eternizarse. Por suerte, la señora Heidegger volvió y puso fin a la
«entrevista», al cabo de un tiempo determinado, para «no cansar a su marido».
Calzados con nuestras zapatillas rehicimos nuestro camino hasta la salida, no
sin antes haber sido invitados a reunirnos con la pareja en un restaurante
cercano.
Manifiestamente
molesta por las zapatillas, tan pronto estuvimos fuera le pregunté a Lacan si
la señora Heidegger había sido nazi. «Por supuesto», me respondió.” En aquella
época se hablaba mucho de la relación de Heidegger con el nazismo. El libro de
Víctor Farias aún no se había publicado.
Durante la comida,
Heidegger se mostró algo más locuaz, pero la conversación fue poco animada.
Lacan, que leía el alemán, no lo hablaba, por decirlo de algún modo. Nuestros
huéspedes se defendían mal en francés. Antes de separarnos, Heidegger me dio
una fotografía suya, en formato de postal, y en su dorso escribió: Zur
Erinnerung an den Besuch in Freigurg im Bu. Am. April 75, sin
mencionar mi nombre. Me sorprendió un poco esa fotografía para fans que yo no
había pedido, pero la conservé piadosamente. Uno de mis pacientes, que vio la
foto sobre la estantería de mi biblioteca, me preguntó si era mi abuelo.
La vida con Lacan, NED ediciones, Barcelona, 2018, pp. 88-91.
No hay comentarios:
Publicar un comentario