miércoles, 2 de diciembre de 2020

Belleza sin ley

 

Juan Goytisolo

 

1. NO HAY REDES PARA EL FLUJO DE LA LITERATURA

La historia de la literatura europea se estudia generalmente en función de unos ciclos abstractos que los profesionales en el tema explican mediante el recurso a unos sustantivos sonoros transmitidos de generación en generación: Prerrenacimiento, Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Simbolismo, Modernismo y toda una serie de derivados de éste, términos fruto de una abstracción que deja de lado el análisis concreto de los escritores encapsulados en ellos. La fórmula es muy cómoda para los profesores de instituto y autores de manuales de divulgación, pero no alcanza a explicar la singularidad de las obras que hoy apreciamos en razón de su modernidad atemporal. ¿Cómo encajar La Celestina de Fernando de Rojas o Gargantúa y Pantagruel de Rabelais en los esquemas renacentistas? La lista de excepciones cuyas obras se inscriben en tierra de nadie, extramuros de unos conceptos altisonantes pero reductivos, sería interminable. En verdad, abarcaría a casi todos los autores que me interesan.

Si tomamos, por ejemplo, el caso del romanticismo, sobre el que se han escrito millones de páginas, tropezamos de entrada con una piedrecilla. Aunque hay elementos comunes, casi siempre superficiales, a los románticos españoles, franceses e italianos y a los ingleses, alemanes y rusos, ¿cómo explicar las abismales diferencias cualitativas entre unos y otros? El romanticismo francés, el italiano y el español, inspirado en el primero, es por lo general mediano y gárrulo y no admite comparación alguna con el de los otros países anteriormente citados. En vano buscaremos entre nosotros un Yeats o un Coleridge, un Pushkin o un Lérmontov, un genio de la talla de Hölderlin. Una buena traducción de éstos supera con creces la poesía escrita en nuestra lengua (no obstante los aciertos de la obra tardía de Bécquer). Cuando Antonio Pérez Ramos vertió al castellano el bello poema en el que Lérmontov maldice a la patria que le envió al Cáucaso a matar chechenos, le dije sin adulación alguna: “Has escrito el poema que ningún romántico español acertó a componer”.

Si a ello añadimos el rutinario comodín generacional, esto es, el agrupamiento de los creadores en función de su edad que borra la individualidad del novelista o poeta respecto a sus coetáneos, la confusión originada por dicho esquematismo es todavía mayor. Basta dar un salto atrás para poner al desnudo el jibarismo de tal manipulación.

¿Fue Cervantes un miembro destacado de la generación de 1580, Goethe de la de 1790, Tolstói de la de 1858? De nuevo nos encontramos ante el uso y abuso de sintagmas nominales, etiquetas y fechas que nada dicen sobre el contenido de la obra que pretenden analizar. Recorrer las páginas de algunas publicaciones culturales y libros de texto saturados de términos (generación, realismo, formalismo, etcétera) nos pone ante una evidencia: en vez de partir del escritor estudiado para justificar su adscripción a alguno de esos sustantivos abstractos, lo incluyen en el ámbito de éstos sin aclaración metodológica alguna. Los esqueletos de los examinados se asemejan sin duda, pero el cuerpo real de su obra, no.

Sabemos, sí, que la historia literaria y artística alterna unos ciclos en los que las nuevas corrientes y formas se imponen con sorprendente fuerza y novedad con otros en los que, por un conjunto de circunstancias que el estudioso debe analizar, el impulso innovador decae, la gracia poética se desvanece, la reiteración y el anquilosamiento de temas y formas convierten el Parnaso en un desolado erial. La literatura española ha conocido esas fases de florecimiento y desertización, de palabra seminal y de retórica huera. La intensidad poética de san Juan de la Cruz, Góngora y Quevedo (elijo aposta a tres creadores muy distintos entre sí) nos abandonó a finales del siglo XVII y no reapareció sino en la pasada centuria.

Basta repasar la historia de las diferentes civilizaciones del planeta para comprobar que tras largas etapas de aparente modorra, una creatividad sumergida aflora de pronto. Así sucedió en Iberoamérica a mediados del siglo XX. Hasta entonces, los narradores y poetas oriundos de ella (el brasileño Machado de Asís es una feliz excepción) no rebasaban los límites de lo que Milan Kundera denomina con acierto “el pequeño contexto”, esto es, el de quienes mejor representan las características propias de una nación o una lengua, pero sin aportar nada nuevo al árbol frondoso de la literatura (el del “gran contexto”). Un poema como Martín Fierro, por poner un ejemplo, encarna sin duda unos valores identitarios dignos de estima, pero no significa gran cosa fuera de su tierra natal. Las estatuas erigidas al autor marcan los límites de su gloria poética.

Hubo que esperar sesenta años para la aparición casi simultánea de autores que, de Borges a Octavio Paz, impusieron la universalidad de sus obras, ya fuere en Buenos Aires, o México, La Habana o Montevideo. Ellos y otros cuya enumeración no cabe aquí fueron los gérmenes del llamado boom de los sesenta cuyo centro se situó en Barcelona y París. La constelación novelesca de Cortázar, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Roa Bastos, Onetti… desdibujó esas fronteras políticas trazadas por la independencia del Nuevo Mundo: no escribían novelas argentinas, colombianas, mexicanas, peruanas, cubanas, uruguayas o de cualquiera de los 18 países de Iberoamérica, sino propuestas innovadoras que debían tanto a sus lectores europeos y norteamericanos como a la obra germinal de Rulfo, Lezama Lima, Carpentier, Leopoldo Marechal o Guimarães Rosa. Con ellos la lengua española recuperó su protagonismo en la creación novelesca, protagonismo que había perdido desde la muerte de Cervantes.

No hay redes ni esquemas abstractos que den cuenta cabal del flujo y decantación de la literatura.

2. LOS NOVELISTAS DEBERÍAN LEER POESÍA

En un encuentro celebrado en Berlín a mediados de los ochenta del pasado siglo varios escritores españoles leyeron fragmentos de su obra ante un auditorio compuesto de compatriotas e hispanistas germanos. La gracia poética de la lectura de José Ángel Valente y de unas páginas de La lluvia amarilla del novelista Julio Llamazares, cuyo ritmo y prosodia acariciaban el oído del espectador, fueron seguidos de recitaciones mediocres, por no decir desastrosas, que poco tenían que ver con la expresión poética ni con la prosa de quien posee un oído musical.

Prosa y poesía son cosas distintas pero no incompatibles ni opuestas. No hablo aquí de la llamada “prosa poética” cultivada hace unas décadas por unos vates más o menos próximos al Régimen, sino de esa oralidad secundaria tan bien analizada por Walter J. Ong en su imprescindible estudio Orality and Literacy. Como muestra su autor, junto a la expresión primaria de la cultura oral, que incluye ademanes, inflexiones vocales, expresiones del rostro y otros elementos semióticos (Milman Parry probó su existencia en los versos homéricos recitados ante el ágora), existe otra del escritor solitario a la escucha de las palabras que plasma en el papel, y que si bien suele pasar inadvertida al lector “normal”, se manifiesta en el caso del lector curioso que la lea de oído e incluso en voz alta. Mientras la inmensa mayoría de las novelas y relatos que hoy se publican no soportan una audición que pondría al desnudo la mera funcionalidad de una prosa al servicio de la trama narrativa y, muy a menudo su torpeza expresiva y su violencia abrupta y sin gracia alguna ejercida sobre la sintaxis (solo la belleza del resultado puede justificar la “violación”) encontramos otras que adquieren su plena dimensión estética mediante una lectura de viva voz. Son a la vez prosa y poesía, como el bellísimo Mono gramático de Octavio Paz.

Si la invención de la imprenta arrinconó primero en Europa, y luego en el mundo entero, la oralidad primaria y la gestualidad que la acompañaba, una veta subterránea alimentó no obstante su presencia en una minoría de autores, cuya nómina, espectacular en el siglo XX, abarca a algunas de las figuras fundamentales de la novela moderna. ¿Qué mejor manera de apreciar la singularidad del Ulises joyciano, del Viaje al final de la noche de Céline, El zafarrancho aquel de Vía Merulana de Carlo Emilio Gadda, o Tres tristes tigres de Cabrera Infante que en una audición de las mismas? Escuchar una casete con la voz de Lezama Lima es una experiencia aguijadora que desdibuja las fronteras entre los géneros. ¿Es poesía, es prosa? El lector-auditor no se plantea siquiera el problema: la prosodia musical le envuelve y le hechiza. Su expresión más nítida de la palabra humana está allí.

Los tres fragmentos de Espacio de Juan Ramón Jiménez, en esa innovadora etapa de madurez de Animal de fondo, pueden ser leídos como un monólogo interior y, simultáneamente como uno de los poemas más fluidos e intensos de su obra (“Vi un tocón, a la orilla del mar neutro; arrancado del suelo era como un muerto animal; la muerte daba a su quietud la seguridad de haber estado vivo; sus arterias, cortadas por el hacha, echaban sangre todavía”). Los antologistas de Las ínsulas extrañas acertaron plenamente al incluirlo en su incentiva selección. Lo mismo ocurre con el largo poema urbano de Wordsworth, Residence in London, en el que el lector-auditor paseante recorre el mundo abigarrado y rebosante de vida de los barrios populares de la capital inglesa de su época con sus cinco sentidos, en una experiencia que anticipa mi Lectura del espacio en Xemáa-El-Fná. Leer estos textos de viva voz es la mejor manera de recuperar su dimensión oral, esa oralidad subyacente que vertebra el relato.

Los narradores en nuestra lengua deberían leer más poesía: no la prosa que se toma por tal sin serlo sino la que verdaderamente lo es. Con ello evitarían esa prosa zurcida y llena de frases hechas que tanto abunda en el universo mediático de las superventas (allí solo cuenta la trama: intriga, policiaca, novela histórica y otros materiales de rebaja que según los expertos en mercadotecnia “agarran al lector”, aunque no aclaran por dónde). Entristece en verdad el ninguneo de quienes apuestan por el texto literario (carecen de visibilidad mediática, encuentran difícilmente editor en esos tiempos de crisis y pasan inadvertidos a los ojos del lector medio), en contraste con la promoción de quienes venden sábanas y sábanas impresas aplaudidas por los responsables de nuestro atraso educativo y cultural (uno de los más bajos de Europa y en continuo retroceso respecto a hace dos o tres décadas). Una lectura asidua de la mejor poesía contribuiría a afinar el oído de escritores y lectores. Los representantes de la Institución literaria deberían insistir en ello en vez de marginar al desamparado esfuerzo creador.

3. ¿MUERTE DE LA NOVELA?

El reciente debate sobre el impacto de las nuevas tecnologías y la posible extinción del libro en papel se ha extendido en algunos foros al del incierto porvenir de la novela. Para algunos, su historial, tal como lo conocemos ahora, se cerrará con la era de Gutenberg. Pero estos sombríos augurios no tienen base. Y, como sucedió a lo largo de la pasada centuria, la novela podrá metamorfosearse de mil maneras distintas, pero subsistirá y quizá rebrotará con mayor fuerza.

Hace menos de un siglo muchos dijeron que el cine acabaría con ella. ¿Para qué perder el tiempo en la minuciosa descripción de personas y cosas durante docenas de páginas si una imagen las capta en un instante? El argumento parecía inapelable y se aplicaba a una cierta manera de narrar. Pero el cine no acabó con la novela: modificó simplemente su rumbo o, mejor dicho, sus posibilidades de rumbo, tan vastas como la rosa de los vientos. Ciertamente, la falta de inventiva de muchos novelistas y los hábitos de lectura del lector perezoso han permitido no solo el mantenimiento de unas formas narrativas reiterativas y anquilosadas sino su exitosa divulgación comercial: las listas de campeones de ventas en todos los países del planeta dan cuenta de ello. Con todo, un buen número de autores cogieron el guante y se enfrentaron al reto de hollar un terreno nuevo. Había mil maneras de hacerlo. El catálogo de éstas sería extenso y me limitaré a bosquejar unas cuantas.

Mientras un “raro inventor” como Rafael Sánchez Ferlosio convertía El Jarama en una cinta grabadora que actuaba secundariamente de cámara en la medida en que permitía seguir el movimiento de sus personajes a través de sus conversaciones (y asestar así un golpe definitivo a la estética supuestamente objetiva, pero de un subjetivismo autoril asfixiante, de La colmena de Cela), el nouveau roman de Michel Butor, Nathalie Sarraute y, sobre todo, de Alain Robbe-Grillet, creaba una inédita forma de expresión en directa concurrencia con la cámara, pero profundizando en la visión de ésta (Claude Simon y Marguerite Duras etiquetados en el grupo siguieron cada cual su propia senda). Para los grandes creadores del género del siglo XX el cine actuó a su vez de revulsivo: abandonaron el territorio por él abarcado y centraron su creatividad en el lenguaje: concentrado, disperso, fragmentario, poético. Del stream of consciousness joyciano a la frase envolvente y sugestiva de Proust, del ritmo jadeante de Céline a la maquinaria creativa de Biely. En unos casos, poesía, novela y cine se entreveraron para forjar una realidad estética superior. Algunos llegaron hasta el fin del proceso de demolición de la narratividad reduciéndola al espinazo del lenguaje, como en Finnegans Wake o en el texto inacabado e inacabable de Arno Schmidt. La observación de Kundera sobre la especificidad de la obra artística en la que, a diferencia del campo de la ciencia, un nuevo descubrimiento no vuelve caduco el anterior, sino que extiende simplemente el ámbito creativo a la tierra inexplorada y desconocida, se traduce en el largo listín de creadores que demuestran la inanidad de las profecías de la muerte de la novela.

En los últimos diez años, la incesante renovación de las tecnologías de punta tampoco anuncia el fin de ésta: muy al contrario, la induce a adoptar formas nuevas en las que Internet, los móviles y las redes sociales desempeñan un importante papel. El valor de la actual narrativa dependerá en último extremo de la profundidad y sentido artístico de quienes la crean. Habrá como siempre inventores de originalidad irreductible y otros que se limitarán a seguir la corriente sin aportar elementos innovadores como sucedió tras la irrupción del cine. Las necrológicas fatalistas me parecen fuera de lugar y a ellas se aplica el refrán: “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Mas para eso habrá que resistir a la ubicua cultura del entretenimiento, al zapeo mental y a la creciente insatisfacción de la sociedad con la conciencia de navegar a contracorriente, como fue ayer, es hoy y lo será mañana.

 


Tomado de El País, 31 de marzo de 2012. 



domingo, 22 de noviembre de 2020

La flor de la criminalidad



Pedro Marqués de Armas 


Días más tarde recibí la primera parte de la cronología de combates, con numerosas correcciones y añadidos, y debo decir, con no pocos consejos intercalados donde Modesto revelaba una incuestionable pericia amén de una contenida pasión. Le expresé que me estaba sacando del peor de los atolladeros. A decir verdad, su versión era tan diferente que no reconocí nada mío en ella. Ni rastro de mi estilo que había quedado sepultado bajo el suyo, lato y más diáfano. En su respuesta, indicaba con absoluta convicción que la destrucción de Matanzas había significado la destrucción de todo el país. Con la destrucción de Matanzas se destruía, decía más o menos, la totalidad del país. Se venían abajo no solo tres cuartos de la economía, sino el centro neurálgico del país. Y esa destrucción era el acompañamiento, “el cortejo y música fúnebre”, cito textualmente, de un exterminio sin precedentes del que a su juicio eran culpables tanto los españoles por su reconcentración de campesinos, como los cubanos con su incesante, indiscriminada y, en última instancia, absurda política incendiaria. A los civiles se les sacó de sus casas y al ritmo de esa música y del modo más inmisericorde, decía, se les metió en ratoneras. En su inmensa mayoría, agregaba, la población civil detestó esa guerra y no fue sino el alimento perverso que alimentó la hoguera, esa guerra que fue también una guerra de categorías.

Pasé toda una noche leyendo la relación de mi colega, ansioso de que enviase el resto de la cronología. De cierto modo, también una relación de las acciones del inseparable Clotilde, y a la vez un trazado de los numerosos y rápidos desplazamientos, tanto de aquellos imberbes mambises como de sus superiores. Por fin podía aprehender los casi aleatorios movimientos de la columna invasora, como los de la 1ra División del 5to Cuerpo del Ejército y, en particular, los de la Brigada del Este. 

Mientras repasaba una y otra vez las anotaciones y añadidos con que Modesto había sepultado mi incompleta versión, me vinieron a la mente mis inolvidables tías, y casi como si las desenterrara, el rumor de lo que cierto día dijeran al pie de la cama, Fina ya desperezándose y Emma siempre horizontal y como un eco. Un rumor lejano que llevaba a un más lejano, lejanísimo escenario, a través de unas voces ahora recordadas, o más bien de unos recuerdos revisitados, cuando se pusieron a hablar de la guerra en el pasadizo que comunicaba las casas de Colón, y Fina dijo, Felino, y acto seguido, Clotilde, mascullando sus nombres, y añadiendo: tan joven uno como el otro, su querido amigo de Macagua. Clotilde, dijeron a dúo, fue su jefe, para discrepar en cuanto a sus superiores, pues si para Fina habían combatido bajo las órdenes de Lacret, para Emma, y eso motivó disputa, bajo el mando de Periquito Pérez. Ahora podía corregir a Emma, pues Piloto aclaró que se trataba, no de Periquito, sino Panchito, y darle razón a Fina. Pero fuera de ese desacuerdo acertaron en que Felino condujo a Maceo a lo largo de la sabana matancera y combatió junto a Gómez “hombro con hombro”. Había trascendido a la familia, aun en plena guerra, la estimación de Maceo hacia Felino, como también el trato más áspero de Gómez, pero de momento no lo podía corroborar.

Incluí esa última aseveración en una lista de dudas que prepararé para enviarle a Piloto y me detuve en ese pomposo pasaje que el estenógrafo Álvarez califica de “fausto suceso” y que mi colega no se dignó a corregir, sino que dejó intacto, aunque añadiéndole: “huelgan comentarios”. Me detuve, digo, en esas líneas del estenógrafo Álvarez cuando tras hablar de recelo y traición se embelesa en un así descrito “cariñoso y sentido abrazo de dos corazones”, agregando a seguidas las palabras que pronunció el capitán español, y entonces me vino a la mente aquella tarde habanera en que leí a mi padre, sentado el uno frente al otro, y después de hacerme con esa única semblanza biográfica de Felino en la Biblioteca Nacional, ese mismo pomposo pasaje que, tanto a él como a mí, que lo analizábamos todo con lupa, nos confundió.

Mi padre, si bien reconoció el carácter contradictorio de esa pueril y, desde luego, amañada escena, creyó en ese momento, como yo, que la demasiado estrecha amistad con el capitán español de San José, según la descripción del estenógrafo Álvarez, podía perfectamente remitir a cierto pasado chapelgorrista de Felino. Podía tratarse no solamente, dijo mi padre esgrimiendo su lupa imaginaria, de un padrino Chapelgorris sino de un Felino él mismo Chapelgorris, al menos en su adolescencia. Eso recordé que dijo mi padre entonces, sentado uno frente al otro con Grandes Hombres de Cuba abierto sobre la mesa, antes de obsesionarse con ese otro dilema, no de un Felino probable chapelgorrista, sino de un abuelo suyo Chapelgorris y, por tanto, criminal, obsesión que se apoderó de él de modo tenaz ya antes de mi partida de Cuba y que terminaría de dominarlo por completo.

Pero ahora, tras leer la relación de Piloto, releer el pasaje del estenógrafo Álvarez, y recordar aquella intuitiva duda de mi padre, caí una vez más en la cuenta de que tuvo razón y no había sino esgrimido magistralmente su lupa imaginaria, toda vez que el campesino devenido comunista Sánchez no por gusto afirmó, ante el etnógrafo Dumpierre, quien en este caso no parece retocar nada, que Felino no solo había sido un joven empleado del tal comercio sino que él mismo fue chapelgorrista, tal y como se desprende no solo de la frase “un empleado del comercio que pertenecía a los Chapelgorris”, sino de lo que añade Sánchez a continuación: “De estos, algunos se integraban a las tropas mambisas porque pensaban como cubanos”.

Muchas vueltas di desde entonces alrededor de esa aseveración, y muchas más podría dar a partir de ahora, y en efecto, empezaba a hacerlo, al recordar esa más que plausible sospecha que tuvo mi padre, por lo que decidí apuntar semejante aseveración y lo que podía quedar de duda acerca de la misma, en la lista que debía enviar cuanto antes al colega Modesto Piloto. No andaba en definitiva muy lejos el que a mi padre lo asaltara esa sospecha, tras leerle yo aquel pasaje, de esa tentativa intelección mía acerca de la formación del carácter de Felino durante los años en que trabajó en El Entronque, bajo la tutela de Don Modesto Flores. Pero aun así era necesario que consultase a Piloto, no solo en cuanto a ese particular sino también en cuanto al hecho de que mi padre dudase y se sintiese acosado desde entonces, y ya hasta su muerte, por un pasado chapelgorrista y, por tanto, criminal. A mi padre le había dado por emplear de un modo cada vez más iterativo, en sus últimos años, la frase “flor de la criminalidad”.

Siguiendo ese método suyo, intuitivamente intrahistórico, aunque a mi juicio en extremo deductivo, había llegado, mi crédulo padre, a sospechar primero y convencerse después, sin que pudiera sugerirlo ningún recuerdo o demostrarlo documento alguno, que su abuelo asturiano José Marqués (¿y Mariño?), habría en fin cooperado fehacientemente con el crimen, y encarnado, en consecuencia, esa flor de la criminalidad. Según mis indagaciones, efectuadas ya al término de su vida, Marqués había arribado a Cuba una primera vez en el invierno de 1861 procedente de Infiesto y desde el puerto de Gijón, con número de pasajero A05-071, aunque sin mujer ni hijos, en un barco atestado de paisanos procedentes casi todos de Infiesto, y de apellidos, casi todos, Mariño. Y aunque aquella información no coincidía con la versión de Fina, única nieta que lo recordaba ya en su vejez, y quien aseguraba que arribó casado con Delfina Martínez Marino (o Mariño, según dijo, revelando que los primos solían variar ligeramente sus apellidos) y con dos hijos a cuestas, era muy probable que se tratara del mismo hombre.

Después de pasar algunos años sabe dios dónde y de hacer, sin dudas, algún dinero, le aseguraba ahora yo a mi padre en una extensa carta, habría hecho un segundo viaje en fecha aún por determinar. Habría recalado entonces, le decía desde Coímbra a mi padre en el verano de 2006, entre Motembo y Guamutas, donde reclamaría junto a un tal Matías Marqués, presunto sobrino, y tal como pude indagar, una concesión para explotar de inmediato las minas de petróleo de Motembo, absolutamente inexplotadas y, prácticamente desconocidas, en 1885.    

No tuve otra que considerar como plausible esa enconada sospecha suya, si bien albergando tantísimas vacilaciones, y hasta recordé la expresión pesarosa de su rostro cuando expresó semejante posibilidad, explicándome quiénes habían sido esos terribles Chapelgorris de Guamutas, célebres por sus crímenes durante la guerra del 68 y cuyo eco se mantendría vivo en la memoria de los suyos, dando mi padre por supuesto, a partir de ese instante en que el rostro le mudó, que el mero hecho de ser español y escribiente, o tenedor de libros, como dijo también que era, implicaba una elevada dosis probabilística de que su abuelo, cuyo retrato heredado de mis inolvidables tías y realizado en 1903 en el conocido estudio Díaz y Pierra de Guanabacoa asimismo conservo, unas facciones cuyo innegable parecido con las de Fina me ha sorprendido más de una vez, a salvo tras unos espesísimos bigotes y una mirada apacible, habría en fin cooperado, fehacientemente, con el crimen.

Así que para quitarme ese peso de encima, pues corría el riesgo que se volviese mi propia obsesión, la obsesión de un bisabuelo voluntario y presuntamente criminal de semblante demasiado seguro sobre el fondo a toda luz criminal de la historia de Cuba, añadí semejante dilema a la lista que debía enviar a Modesto: ¿Pudieras localizarme algún José Marqués (¿y Mariño?) efectivamente chapelgorrista?

Una semana más tarde recordé con mayor propiedad, y acaso mientras observaba una vez más aquel rostro apacible, sino ya apaciguado, el día en que esa idea se alojó en la mente de mi padre, así, como un zumbido. Mi madre lo había obligado a devolver la carne, se apareció de lo más orondo con su cuota envuelta en papel cartucho y ella la inspeccionó desde su sillón de enferma, le echó un vistazo a esa cuota de carne verdinegra que calificó de humillante y le hizo volver a la carnicería. Me lo imagino enfrentando al ladrón de marras, alzando el dedito, y señalando a la carne sin despegar los labios, parapetado en esa dignidad suya de ascendencia calvinista. Al regresar de la carnicería mi padre ya no era el mismo. No volvería a serlo, aunque en principio no lo advertimos. Dejó en la cocina aquel producto mejorado que mi madre seguía calificando de carne de tercera, y ya no salió toda la tarde de su cuarto ni se sentó a comer luego cuando le sirvieron carne estofada con papas.

Fue entonces, casi seguro, que se alojó en su cabeza con tenacidad esa idea que yo pretendí rebatir siempre con argumentos lógicos, como que su abuelo era asturiano y no vasco, y los Chapelgorris eran vascos y vestían a la usanza vasca, a lo que respondió otra vez con una de esas demostraciones que obedecían más a la memoria y la intuición que al estudio. Según mi padre, chapelgorrista era cualquiera, y cómo no iban a existir asturianos chapelgorristas, y toda laya de voluntarios, si aquel territorio estaba cundido de asturianos, si había más asturianos al norte y centro de Matanzas, más que en ninguna parte, más que en cualquier parte de Cuba, casi tantos o más que cubanos, mientras los vascos eran minoría. Quién me dice a mí, dijo mi padre, que puede existir algo así como una cuadratura chapelgorrista, cuando lo que realmente existe (y lo dijo en presente) es un sentimiento español enfrentado a un sentimiento cubano, y cómo no iba a juzgar por mero hecho lo que fue siempre rumor de esos lares, aunque no pudiese aportar pruebas y lo carcomiese por dentro la duda, atenazante, dijo, de un abuelo suyo al servicio de esos criminales.

Fue entonces que soltó esa frase: “la flor de la criminalidad”, y comenzó a describirla como una flor conocida, propicia, dijo, una flor híbrida que se da a montones, una flor sin época… para acto seguido continuar con su idea de las vacas y de un poder basado en la rotación de los suelos y en la multiplicación genética de las vacas.


Fragmento de la novela La vida trunca del Coronel Felino (Aduana Vieja, 2016). 


domingo, 15 de noviembre de 2020

El gol


Pedro Marqués de Armas



El cura futbolista de Masats sí vuela.

No como el soldado de Deineka

que parece atrapado; él sí para el balón

pese al lastre: la sotana de una España

todavía negra. Nunca voló tan ágil

un portero, ni echó fuera balón

mano tan erizada.

 

En Deineka, es la promesa del Komsomol,

aquí la historia sobre la misma nieve,

y hasta hay un cierto desparpajo

en ese párroco. Él en pompa

de desarrollo, su sombra casi agorera;

mientras el otro es todo meta,

plan incumplido. Nunca peligró

tanto un vuelo. Es ahora

que va entrando el balón.