Pedro Marqués de Armas
Días más tarde recibí la primera parte de la cronología de combates, con numerosas correcciones y añadidos, y debo decir, con no pocos consejos intercalados donde Modesto revelaba una incuestionable pericia amén de una contenida pasión. Le expresé que me estaba sacando del peor de los atolladeros. A decir verdad, su versión era tan diferente que no reconocí nada mío en ella. Ni rastro de mi estilo que había quedado sepultado bajo el suyo, lato y más diáfano. En su respuesta, indicaba con absoluta convicción que la destrucción de Matanzas había significado la destrucción de todo el país. Con la destrucción de Matanzas se destruía, decía más o menos, la totalidad del país. Se venían abajo no solo tres cuartos de la economía, sino el centro neurálgico del país. Y esa destrucción era el acompañamiento, “el cortejo y música fúnebre”, cito textualmente, de un exterminio sin precedentes del que a su juicio eran culpables tanto los españoles por su reconcentración de campesinos, como los cubanos con su incesante, indiscriminada y, en última instancia, absurda política incendiaria. A los civiles se les sacó de sus casas y al ritmo de esa música y del modo más inmisericorde, decía, se les metió en ratoneras. En su inmensa mayoría, agregaba, la población civil detestó esa guerra y no fue sino el alimento perverso que alimentó la hoguera, esa guerra que fue también una guerra de categorías.
Pasé toda una noche leyendo la relación de mi colega, ansioso de que enviase el resto de la cronología. De cierto modo, también una relación de las acciones del inseparable Clotilde, y a la vez un trazado de los numerosos y rápidos desplazamientos, tanto de aquellos imberbes mambises como de sus superiores. Por fin podía aprehender los casi aleatorios movimientos de la columna invasora, como los de la 1ra División del 5to Cuerpo del Ejército y, en particular, los de la Brigada del Este.
Mientras repasaba una y otra vez las
anotaciones y añadidos con que Modesto había sepultado mi incompleta versión,
me vinieron a la mente mis inolvidables tías, y casi como si las desenterrara,
el rumor de lo que cierto día dijeran al pie de la cama, Fina ya desperezándose
y Emma siempre horizontal y como un eco. Un rumor lejano que llevaba a un más
lejano, lejanísimo escenario, a través de unas voces ahora recordadas, o más
bien de unos recuerdos revisitados, cuando se pusieron a hablar de la guerra en
el pasadizo que comunicaba las casas de Colón, y Fina dijo, Felino, y acto
seguido, Clotilde, mascullando sus nombres, y añadiendo: tan joven uno como el
otro, su querido amigo de Macagua. Clotilde, dijeron a dúo, fue su jefe, para
discrepar en cuanto a sus superiores, pues si para Fina habían combatido bajo
las órdenes de Lacret, para Emma, y eso motivó disputa, bajo el mando de
Periquito Pérez. Ahora podía corregir a Emma, pues Piloto aclaró que se
trataba, no de Periquito, sino Panchito, y darle razón a Fina. Pero fuera de
ese desacuerdo acertaron en que Felino condujo a Maceo a lo largo de la sabana
matancera y combatió junto a Gómez “hombro con hombro”. Había trascendido a la
familia, aun en plena guerra, la estimación de Maceo hacia Felino, como también
el trato más áspero de Gómez, pero de momento no lo podía corroborar.
Incluí
esa última aseveración en una lista de dudas que prepararé para enviarle a
Piloto y me detuve en ese pomposo pasaje que el estenógrafo Álvarez califica de
“fausto suceso” y que mi colega no se dignó a corregir, sino que dejó intacto,
aunque añadiéndole: “huelgan comentarios”. Me detuve, digo, en esas líneas del
estenógrafo Álvarez cuando tras hablar de recelo y traición se embelesa en un
así descrito “cariñoso y sentido abrazo de dos corazones”, agregando a seguidas
las palabras que pronunció el capitán español, y entonces me vino a la mente
aquella tarde habanera en que leí a mi padre, sentado el uno frente al otro, y
después de hacerme con esa única semblanza biográfica de Felino en la
Biblioteca Nacional, ese mismo pomposo pasaje que, tanto a él como a mí, que lo
analizábamos todo con lupa, nos confundió.
Mi
padre, si bien reconoció el carácter contradictorio de esa pueril y, desde
luego, amañada escena, creyó en ese momento, como yo, que la demasiado estrecha
amistad con el capitán español de San José, según la descripción del estenógrafo
Álvarez, podía perfectamente remitir a cierto pasado chapelgorrista de Felino.
Podía tratarse no solamente, dijo mi padre esgrimiendo su lupa imaginaria, de
un padrino Chapelgorris sino de un Felino él mismo Chapelgorris, al menos en su
adolescencia. Eso recordé que dijo mi padre entonces, sentado uno frente al
otro con Grandes Hombres de Cuba
abierto sobre la mesa, antes de obsesionarse con ese otro dilema, no de un
Felino probable chapelgorrista, sino de un abuelo suyo Chapelgorris y, por
tanto, criminal, obsesión que se apoderó de él de modo tenaz ya antes de mi
partida de Cuba y que terminaría de dominarlo por completo.
Pero
ahora, tras leer la relación de Piloto, releer el pasaje del estenógrafo
Álvarez, y recordar aquella intuitiva duda de mi padre, caí una vez más en la
cuenta de que tuvo razón y no había sino esgrimido magistralmente su lupa
imaginaria, toda vez que el campesino devenido comunista Sánchez no por gusto
afirmó, ante el etnógrafo Dumpierre, quien en este caso no parece retocar nada,
que Felino no solo había sido un joven empleado del tal comercio sino que él
mismo fue chapelgorrista, tal y como se desprende no solo de la frase “un
empleado del comercio que pertenecía a los Chapelgorris”, sino de lo que añade
Sánchez a continuación: “De estos, algunos se integraban a las tropas mambisas
porque pensaban como cubanos”.
Muchas vueltas di desde entonces alrededor de esa aseveración, y muchas más podría dar a partir de ahora, y en efecto, empezaba a hacerlo, al recordar esa más que plausible sospecha que tuvo mi padre, por lo que decidí apuntar semejante aseveración y lo que podía quedar de duda acerca de la misma, en la lista que debía enviar cuanto antes al colega Modesto Piloto. No andaba en definitiva muy lejos el que a mi padre lo asaltara esa sospecha, tras leerle yo aquel pasaje, de esa tentativa intelección mía acerca de la formación del carácter de Felino durante los años en que trabajó en El Entronque, bajo la tutela de Don Modesto Flores. Pero aun así era necesario que consultase a Piloto, no solo en cuanto a ese particular sino también en cuanto al hecho de que mi padre dudase y se sintiese acosado desde entonces, y ya hasta su muerte, por un pasado chapelgorrista y, por tanto, criminal. A mi padre le había dado por emplear de un modo cada vez más iterativo, en sus últimos años, la frase “flor de la criminalidad”.
Siguiendo ese método suyo, intuitivamente intrahistórico, aunque a mi juicio en extremo deductivo, había llegado, mi crédulo padre, a sospechar primero y convencerse después, sin que pudiera sugerirlo ningún recuerdo o demostrarlo documento alguno, que su abuelo asturiano José Marqués (¿y Mariño?), habría en fin cooperado fehacientemente con el crimen, y encarnado, en consecuencia, esa flor de la criminalidad. Según mis indagaciones, efectuadas ya al término de su vida, Marqués había arribado a Cuba una primera vez en el invierno de 1861 procedente de Infiesto y desde el puerto de Gijón, con número de pasajero A05-071, aunque sin mujer ni hijos, en un barco atestado de paisanos procedentes casi todos de Infiesto, y de apellidos, casi todos, Mariño. Y aunque aquella información no coincidía con la versión de Fina, única nieta que lo recordaba ya en su vejez, y quien aseguraba que arribó casado con Delfina Martínez Marino (o Mariño, según dijo, revelando que los primos solían variar ligeramente sus apellidos) y con dos hijos a cuestas, era muy probable que se tratara del mismo hombre.
Después de pasar algunos años sabe dios dónde y de hacer, sin dudas, algún dinero, le aseguraba ahora yo a mi padre en una extensa carta, habría hecho un segundo viaje en fecha aún por determinar. Habría recalado entonces, le decía desde Coímbra a mi padre en el verano de 2006, entre Motembo y Guamutas, donde reclamaría junto a un tal Matías Marqués, presunto sobrino, y tal como pude indagar, una concesión para explotar de inmediato las minas de petróleo de Motembo, absolutamente inexplotadas y, prácticamente desconocidas, en 1885.
No
tuve otra que considerar como plausible esa enconada sospecha suya, si bien
albergando tantísimas vacilaciones, y hasta recordé la expresión pesarosa de su
rostro cuando expresó semejante posibilidad, explicándome quiénes habían sido
esos terribles Chapelgorris de Guamutas, célebres por sus crímenes durante la
guerra del 68 y cuyo eco se mantendría vivo en la memoria de los suyos, dando
mi padre por supuesto, a partir de ese instante en que el rostro le mudó, que
el mero hecho de ser español y escribiente, o tenedor de libros, como dijo
también que era, implicaba una elevada dosis probabilística de que su abuelo,
cuyo retrato heredado de mis inolvidables tías y realizado en 1903 en el
conocido estudio Díaz y Pierra de Guanabacoa asimismo conservo, unas facciones
cuyo innegable parecido con las de Fina me ha sorprendido más de una vez, a
salvo tras unos espesísimos bigotes y una mirada apacible, habría en fin
cooperado, fehacientemente, con el crimen.
Así
que para quitarme ese peso de encima, pues corría el riesgo que se volviese mi
propia obsesión, la obsesión de un bisabuelo voluntario y presuntamente
criminal de semblante demasiado seguro sobre el fondo a toda luz criminal de la
historia de Cuba, añadí semejante dilema a la lista que debía enviar a Modesto:
¿Pudieras localizarme algún José Marqués (¿y Mariño?) efectivamente
chapelgorrista?
Una semana
más tarde recordé con mayor propiedad, y acaso mientras observaba una vez más
aquel rostro apacible, sino ya apaciguado, el día en que esa idea se alojó en
la mente de mi padre, así, como un zumbido. Mi madre lo había obligado a
devolver la carne, se apareció de lo más orondo con su cuota envuelta en papel
cartucho y ella la inspeccionó desde su sillón de enferma, le echó un vistazo a
esa cuota de carne verdinegra que calificó de humillante y le hizo volver a la
carnicería. Me lo imagino enfrentando al ladrón de marras, alzando el dedito, y
señalando a la carne sin despegar los labios, parapetado en esa dignidad suya
de ascendencia calvinista. Al regresar de la carnicería mi padre ya no era el
mismo. No volvería a serlo, aunque en principio no lo advertimos. Dejó en la
cocina aquel producto mejorado que mi madre seguía calificando de carne de
tercera, y ya no salió toda la tarde de su cuarto ni se sentó a comer luego
cuando le sirvieron carne estofada con papas.
Fue
entonces, casi seguro, que se alojó en su cabeza con tenacidad esa idea que yo
pretendí rebatir siempre con argumentos lógicos, como que su abuelo era
asturiano y no vasco, y los Chapelgorris eran vascos y vestían a la usanza
vasca, a lo que respondió otra vez con una de esas demostraciones que obedecían
más a la memoria y la intuición que al estudio. Según mi padre, chapelgorrista
era cualquiera, y cómo no iban a existir asturianos chapelgorristas, y toda
laya de voluntarios, si aquel territorio estaba cundido de asturianos, si había
más asturianos al norte y centro de Matanzas, más que en ninguna parte, más que
en cualquier parte de Cuba, casi tantos o más que cubanos, mientras los vascos
eran minoría. Quién me dice a mí, dijo mi padre, que puede existir algo así
como una cuadratura chapelgorrista, cuando lo que realmente existe (y lo dijo
en presente) es un sentimiento español enfrentado a un sentimiento cubano, y
cómo no iba a juzgar por mero hecho lo que fue siempre rumor de esos lares,
aunque no pudiese aportar pruebas y lo carcomiese por dentro la duda,
atenazante, dijo, de un abuelo suyo al servicio de esos criminales.
Fue
entonces que soltó esa frase: “la flor de la criminalidad”, y comenzó a
describirla como una flor conocida, propicia, dijo, una flor híbrida que se da
a montones, una flor sin época… para acto seguido continuar con su idea de las
vacas y de un poder basado en la rotación de los suelos y en la multiplicación
genética de las vacas.
Fragmento de la novela La vida trunca del Coronel Felino (Aduana Vieja, 2016).
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