Juan Goytisolo
1. NO HAY REDES PARA EL FLUJO DE
LA LITERATURA
La historia de la literatura
europea se estudia generalmente en función de unos ciclos abstractos que los
profesionales en el tema explican mediante el recurso a unos sustantivos
sonoros transmitidos de generación en generación: Prerrenacimiento,
Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Simbolismo, Modernismo y
toda una serie de derivados de éste, términos fruto de una abstracción que deja
de lado el análisis concreto de los escritores encapsulados en ellos. La
fórmula es muy cómoda para los profesores de instituto y autores de manuales de
divulgación, pero no alcanza a explicar la singularidad de las obras que hoy
apreciamos en razón de su modernidad atemporal. ¿Cómo encajar La
Celestina de Fernando de Rojas o Gargantúa y Pantagruel de
Rabelais en los esquemas renacentistas? La lista de excepciones cuyas obras se
inscriben en tierra de nadie, extramuros de unos conceptos altisonantes pero
reductivos, sería interminable. En verdad, abarcaría a casi todos los autores
que me interesan.
Si tomamos, por ejemplo, el caso
del romanticismo, sobre el que se han escrito millones de páginas, tropezamos
de entrada con una piedrecilla. Aunque hay elementos comunes, casi siempre
superficiales, a los románticos españoles, franceses e italianos y a los
ingleses, alemanes y rusos, ¿cómo explicar las abismales diferencias
cualitativas entre unos y otros? El romanticismo francés, el italiano y el
español, inspirado en el primero, es por lo general mediano y gárrulo y no
admite comparación alguna con el de los otros países anteriormente citados. En
vano buscaremos entre nosotros un Yeats o un Coleridge, un Pushkin o un
Lérmontov, un genio de la talla de Hölderlin. Una buena traducción de éstos
supera con creces la poesía escrita en nuestra lengua (no obstante los aciertos
de la obra tardía de Bécquer). Cuando Antonio Pérez Ramos vertió al castellano
el bello poema en el que Lérmontov maldice a la patria que le envió al Cáucaso
a matar chechenos, le dije sin adulación alguna: “Has escrito el poema que
ningún romántico español acertó a componer”.
Si a ello añadimos el rutinario
comodín generacional, esto es, el agrupamiento de los creadores en función de
su edad que borra la individualidad del novelista o poeta respecto a sus
coetáneos, la confusión originada por dicho esquematismo es todavía mayor.
Basta dar un salto atrás para poner al desnudo el jibarismo de tal
manipulación.
¿Fue Cervantes un miembro
destacado de la generación de 1580, Goethe de la de 1790, Tolstói de la de
1858? De nuevo nos encontramos ante el uso y abuso de sintagmas nominales,
etiquetas y fechas que nada dicen sobre el contenido de la obra que pretenden
analizar. Recorrer las páginas de algunas publicaciones culturales y libros de
texto saturados de términos (generación, realismo, formalismo, etcétera) nos
pone ante una evidencia: en vez de partir del escritor estudiado para
justificar su adscripción a alguno de esos sustantivos abstractos, lo incluyen
en el ámbito de éstos sin aclaración metodológica alguna. Los esqueletos de los
examinados se asemejan sin duda, pero el cuerpo real de su obra, no.
Sabemos, sí, que la historia
literaria y artística alterna unos ciclos en los que las nuevas corrientes y
formas se imponen con sorprendente fuerza y novedad con otros en los que, por
un conjunto de circunstancias que el estudioso debe analizar, el impulso
innovador decae, la gracia poética se desvanece, la reiteración y el
anquilosamiento de temas y formas convierten el Parnaso en un desolado erial.
La literatura española ha conocido esas fases de florecimiento y desertización,
de palabra seminal y de retórica huera. La intensidad poética de san Juan de la
Cruz, Góngora y Quevedo (elijo aposta a tres creadores muy distintos entre sí)
nos abandonó a finales del siglo XVII y no reapareció sino en la pasada
centuria.
Basta repasar la historia de las
diferentes civilizaciones del planeta para comprobar que tras largas etapas de
aparente modorra, una creatividad sumergida aflora de pronto. Así sucedió en
Iberoamérica a mediados del siglo XX. Hasta entonces, los narradores y poetas
oriundos de ella (el brasileño Machado de Asís es una feliz excepción) no
rebasaban los límites de lo que Milan Kundera denomina con acierto “el pequeño
contexto”, esto es, el de quienes mejor representan las características propias
de una nación o una lengua, pero sin aportar nada nuevo al árbol frondoso de la
literatura (el del “gran contexto”). Un poema como Martín Fierro, por
poner un ejemplo, encarna sin duda unos valores identitarios dignos de estima,
pero no significa gran cosa fuera de su tierra natal. Las estatuas erigidas al
autor marcan los límites de su gloria poética.
Hubo que esperar sesenta años
para la aparición casi simultánea de autores que, de Borges a Octavio Paz,
impusieron la universalidad de sus obras, ya fuere en Buenos Aires, o México,
La Habana o Montevideo. Ellos y otros cuya enumeración no cabe aquí fueron los
gérmenes del llamado boom de los sesenta cuyo centro se situó
en Barcelona y París. La constelación novelesca de Cortázar, García Márquez,
Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Roa Bastos, Onetti… desdibujó esas
fronteras políticas trazadas por la independencia del Nuevo Mundo: no escribían
novelas argentinas, colombianas, mexicanas, peruanas, cubanas, uruguayas o de
cualquiera de los 18 países de Iberoamérica, sino propuestas innovadoras que
debían tanto a sus lectores europeos y norteamericanos como a la obra germinal
de Rulfo, Lezama Lima, Carpentier, Leopoldo Marechal o Guimarães Rosa. Con
ellos la lengua española recuperó su protagonismo en la creación novelesca,
protagonismo que había perdido desde la muerte de Cervantes.
No hay redes ni esquemas
abstractos que den cuenta cabal del flujo y decantación de la literatura.
2. LOS NOVELISTAS DEBERÍAN LEER
POESÍA
En un encuentro celebrado en
Berlín a mediados de los ochenta del pasado siglo varios escritores españoles
leyeron fragmentos de su obra ante un auditorio compuesto de compatriotas e
hispanistas germanos. La gracia poética de la lectura de José Ángel Valente y
de unas páginas de La lluvia amarilla del novelista Julio
Llamazares, cuyo ritmo y prosodia acariciaban el oído del espectador, fueron
seguidos de recitaciones mediocres, por no decir desastrosas, que poco tenían
que ver con la expresión poética ni con la prosa de quien posee un oído
musical.
Prosa y poesía son cosas distintas
pero no incompatibles ni opuestas. No hablo aquí de la llamada “prosa poética”
cultivada hace unas décadas por unos vates más o menos próximos al Régimen,
sino de esa oralidad secundaria tan bien analizada por Walter
J. Ong en su imprescindible estudio Orality and Literacy. Como
muestra su autor, junto a la expresión primaria de la cultura oral, que incluye
ademanes, inflexiones vocales, expresiones del rostro y otros elementos
semióticos (Milman Parry probó su existencia en los versos homéricos recitados
ante el ágora), existe otra del escritor solitario a la escucha de las palabras
que plasma en el papel, y que si bien suele pasar inadvertida al lector
“normal”, se manifiesta en el caso del lector curioso que la lea de oído e
incluso en voz alta. Mientras la inmensa mayoría de las novelas y relatos que
hoy se publican no soportan una audición que pondría al desnudo la mera
funcionalidad de una prosa al servicio de la trama narrativa y, muy a menudo su
torpeza expresiva y su violencia abrupta y sin gracia alguna ejercida sobre la
sintaxis (solo la belleza del resultado puede justificar la “violación”)
encontramos otras que adquieren su plena dimensión estética mediante una
lectura de viva voz. Son a la vez prosa y poesía, como el bellísimo Mono
gramático de Octavio Paz.
Si la invención de la imprenta
arrinconó primero en Europa, y luego en el mundo entero, la oralidad primaria y
la gestualidad que la acompañaba, una veta subterránea alimentó no obstante su
presencia en una minoría de autores, cuya nómina, espectacular en el siglo XX,
abarca a algunas de las figuras fundamentales de la novela moderna. ¿Qué mejor
manera de apreciar la singularidad del Ulises joyciano, del Viaje al
final de la noche de Céline, El zafarrancho aquel de Vía
Merulana de Carlo Emilio Gadda, o Tres tristes tigres de
Cabrera Infante que en una audición de las mismas? Escuchar una casete con la
voz de Lezama Lima es una experiencia aguijadora que desdibuja las fronteras
entre los géneros. ¿Es poesía, es prosa? El lector-auditor no se plantea
siquiera el problema: la prosodia musical le envuelve y le hechiza. Su
expresión más nítida de la palabra humana está allí.
Los tres fragmentos de Espacio de
Juan Ramón Jiménez, en esa innovadora etapa de madurez de Animal de
fondo, pueden ser leídos como un monólogo interior y, simultáneamente
como uno de los poemas más fluidos e intensos de su obra (“Vi un tocón, a la
orilla del mar neutro; arrancado del suelo era como un muerto animal; la muerte
daba a su quietud la seguridad de haber estado vivo; sus arterias, cortadas por
el hacha, echaban sangre todavía”). Los antologistas de Las ínsulas
extrañas acertaron plenamente al incluirlo en su incentiva selección.
Lo mismo ocurre con el largo poema urbano de Wordsworth, Residence in
London, en el que el lector-auditor paseante recorre el mundo abigarrado y
rebosante de vida de los barrios populares de la capital inglesa de su época
con sus cinco sentidos, en una experiencia que anticipa mi Lectura del
espacio en Xemáa-El-Fná. Leer estos textos de viva voz es la mejor manera
de recuperar su dimensión oral, esa oralidad subyacente que vertebra el relato.
Los narradores en nuestra lengua
deberían leer más poesía: no la prosa que se toma por tal sin serlo sino la que
verdaderamente lo es. Con ello evitarían esa prosa zurcida y llena de frases
hechas que tanto abunda en el universo mediático de las superventas (allí solo
cuenta la trama: intriga, policiaca, novela histórica y otros materiales de
rebaja que según los expertos en mercadotecnia “agarran al lector”, aunque no
aclaran por dónde). Entristece en verdad el ninguneo de quienes apuestan por el
texto literario (carecen de visibilidad mediática, encuentran difícilmente
editor en esos tiempos de crisis y pasan inadvertidos a los ojos del lector
medio), en contraste con la promoción de quienes venden sábanas y sábanas
impresas aplaudidas por los responsables de nuestro atraso educativo y cultural
(uno de los más bajos de Europa y en continuo retroceso respecto a hace dos o
tres décadas). Una lectura asidua de la mejor poesía contribuiría a afinar el
oído de escritores y lectores. Los representantes de la Institución literaria
deberían insistir en ello en vez de marginar al desamparado esfuerzo creador.
3. ¿MUERTE DE LA NOVELA?
El reciente debate sobre el
impacto de las nuevas tecnologías y la posible extinción del libro en papel se
ha extendido en algunos foros al del incierto porvenir de la novela. Para
algunos, su historial, tal como lo conocemos ahora, se cerrará con la era de
Gutenberg. Pero estos sombríos augurios no tienen base. Y, como sucedió a lo
largo de la pasada centuria, la novela podrá metamorfosearse de mil maneras
distintas, pero subsistirá y quizá rebrotará con mayor fuerza.
Hace menos de un siglo muchos
dijeron que el cine acabaría con ella. ¿Para qué perder el tiempo en la
minuciosa descripción de personas y cosas durante docenas de páginas si una
imagen las capta en un instante? El argumento parecía inapelable y se aplicaba
a una cierta manera de narrar. Pero el cine no acabó con la novela: modificó
simplemente su rumbo o, mejor dicho, sus posibilidades de rumbo, tan vastas
como la rosa de los vientos. Ciertamente, la falta de inventiva de muchos
novelistas y los hábitos de lectura del lector perezoso han permitido no solo
el mantenimiento de unas formas narrativas reiterativas y anquilosadas sino su
exitosa divulgación comercial: las listas de campeones de ventas en todos los
países del planeta dan cuenta de ello. Con todo, un buen número de autores
cogieron el guante y se enfrentaron al reto de hollar un terreno nuevo. Había
mil maneras de hacerlo. El catálogo de éstas sería extenso y me limitaré a
bosquejar unas cuantas.
Mientras un “raro inventor” como
Rafael Sánchez Ferlosio convertía El Jarama en una cinta grabadora
que actuaba secundariamente de cámara en la medida en que permitía seguir el
movimiento de sus personajes a través de sus conversaciones (y asestar así un
golpe definitivo a la estética supuestamente objetiva, pero de un subjetivismo
autoril asfixiante, de La colmena de Cela), el nouveau
roman de Michel Butor, Nathalie Sarraute y, sobre todo, de Alain
Robbe-Grillet, creaba una inédita forma de expresión en directa concurrencia
con la cámara, pero profundizando en la visión de ésta (Claude Simon y Marguerite
Duras etiquetados en el grupo siguieron cada cual su propia senda). Para los
grandes creadores del género del siglo XX el cine actuó a su vez de revulsivo:
abandonaron el territorio por él abarcado y centraron su creatividad en el
lenguaje: concentrado, disperso, fragmentario, poético. Del stream of
consciousness joyciano a la frase envolvente y sugestiva de Proust,
del ritmo jadeante de Céline a la maquinaria creativa de Biely. En unos casos,
poesía, novela y cine se entreveraron para forjar una realidad estética
superior. Algunos llegaron hasta el fin del proceso de demolición de la
narratividad reduciéndola al espinazo del lenguaje, como en Finnegans
Wake o en el texto inacabado e inacabable de Arno Schmidt. La
observación de Kundera sobre la especificidad de la obra artística en la que, a
diferencia del campo de la ciencia, un nuevo descubrimiento no vuelve caduco el
anterior, sino que extiende simplemente el ámbito creativo a la tierra
inexplorada y desconocida, se traduce en el largo listín de creadores que
demuestran la inanidad de las profecías de la muerte de la novela.
En los últimos diez años, la
incesante renovación de las tecnologías de punta tampoco anuncia el fin de
ésta: muy al contrario, la induce a adoptar formas nuevas en las que Internet,
los móviles y las redes sociales desempeñan un importante papel. El valor de la
actual narrativa dependerá en último extremo de la profundidad y sentido
artístico de quienes la crean. Habrá como siempre inventores de originalidad
irreductible y otros que se limitarán a seguir la corriente sin aportar
elementos innovadores como sucedió tras la irrupción del cine. Las necrológicas
fatalistas me parecen fuera de lugar y a ellas se aplica el refrán: “Los
muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Mas para eso habrá que resistir a
la ubicua cultura del entretenimiento, al zapeo mental y a la creciente
insatisfacción de la sociedad con la conciencia de navegar a contracorriente,
como fue ayer, es hoy y lo será mañana.
Tomado de El País, 31 de marzo
de 2012.
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