domingo, 2 de agosto de 2020

Verona




Oliverio Girondo


¡Se celebra el adulterio de María con la Paloma Sacra! 

Una lluvia pulverizada lustra “La Plaza de las Verduras”, se hincha en globitos que navegan por la vereda y de repente estallan sin motivo.

Entre los dedos de las arcadas, una multitud espesa amasa su desilusión; mientras, la banda gruñe un tiempo de vals, para que los estandartes den cuatro vueltas y se paren.

La Virgen, sentada en una fuente, como sobre un “bidé”, derrama un agua enrojecida por las bombitas de luz eléctrica que le han puesto en los pies.

¡Guitarras! ¡Mandolinas! ¡Balcones sin escalas y sin Julietas! Paraguas que sudan y son como la supervivencia de una flora ya fósil. Capiteles donde unos monos se entretienen desde hace nueve siglos en hacer el amor. El cielo simple, verdoso, un poco sucio, es del mismo color que el uniforme de los soldados.
                                                                                                                              
                                                                                                                           Verona, julio, 1921.

domingo, 26 de julio de 2020

Y la muerte no impondrá su reino




Dylan Thomas


Y la muerte no impondrá su reino.
Desnudos hombres ya muertos se confundirán
Con el hombre en el viento y la luna del oeste;
Cuando los huesos sean descarnados y los ya mondados se hayan ido,
Habrá estrellas en torno al pie y entre sus codos
Y aunque pierdan la razón no perderán su lucidez
Aunque se hundan bajo el mar de nuevo en vilo se alzarán
Pues se acaban los amantes mas no el amor
Y la muerte no impondrá su reino.

Y la muerte no impondrá su reino.
Quienes yacen tendidos
Bajo interminables pálpitos del mar
No morirán palpitando de terror:
Retorciéndose en el potro en tanto el músculo se afloja
Y abiertos en canal, su esqueleto ha de resistir;
La fe gemirá en sus manos al partirse en dos
Y demonios unicornes los penetrarán,
Pero aun así, hendidos de principio a fin, no van a crujir
Y la muerte no impondrá su reino.

Y la muerte no impondrá su reino.
El grito de la gaviota puede no estallar en sus oídos
Ni una ola ruidosa romper en la costa;
Donde una flor brotó quizá ya no exista ninguna
Que al golpe de la lluvia alce la frente;
Pero aunque estén ebrios y muertos como clavos
Y las calaveras hundan con su martilleo a las margaritas
Ellos golpearán al sol hasta que sus puertas cedan
Y la muerte no impondrá su reino.



Versión de Marco Antonio Montes de Oca



miércoles, 22 de julio de 2020

Nadie podría calcularte





Pedro Marqués de Armas 


en este espacio de captura
donde lo sólido se desvanece
y lo líquido se torna amianto
te prefiero aliada…

nadie podría calcularte
así (al menos esta vez)
no iría contra tales 
barrotes

si algo imagino es una playa
(preferiblemente tirrénica)
en la que aún no se doblega
tu encanto…

calma -me digo-
donde asoma burlón
el rabo de la zorra



De Óbitos (2015)


martes, 21 de julio de 2020

De Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio


Eliseo Diego 

No creo imposible que uno llegue a enamorarse de una muchacha a quien jamás podrá encontrar en las playas de este mundo. La historia de las relaciones humanas está llena de trágicos desencuentros. Ella es quizás una joven en un ahora de hace doscientos años, y él se pasará la vida buscándola afanosamente y acabará como ella, sintiendo una falta tan terrible como el hambre. ¡Cuántos hombres y mujeres insatisfechos, solitarios, no hemos conocido, y el secreto no es otro que éste! ¡Piensa tú en el “seguro azar” que la trajo corriendo a tropezar contigo justo cuando arrancaba el tren, o remontaba el avión, o como fuere en tu caso! Sólo un momento más tarde y ya no se habrían encontrado en toda la eternidad del tiempo. Minutos o siglos, todo es uno y lo mismo para el destino que anda a ciegas.

De Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio –perdóneme mi esposa– no más con sólo mirar su foto de muchacha. Está sola en un jardín, quién sabe dónde. Viste sencillamente de blusa y saya. Inclina leve la cabeza sobre un hombro y extiende los brazos delicados para acariciar las ramas de un arbusto de flores blancas. ¿A quién o qué mira? Alguien alguna vez lo supo y se ha callado.

Comenzó a escribir cuando pasaba apenas de una niña, ya entonces ganó un importante premio literario. No enturbiaré con otros detalles, salvo para decir que tuvo amores con el nicaragüense Salomón de la Selva, inmenso como su nombre. Es él quien vive aún en el poema sobre el ferry que ella tituló, en español, “Recuerdo”. José Coronel Urtecho tuvo la suerte de ser su amigo.  

Salomón de la Selva, Coronel Urtecho y Agustí Bartra tradujeron varios poemas suyos en un cuaderno titulado Renacencia, tan difícil de obtenerlo hoy como de conocerla a ella. Se publicó en Managua, en 1978, en las Ediciones Americanas. ¡Ojalá algún editor tuviese el buen gusto de reeditarlo!

Escojo dejarla así, muchacha desolada en el jardín vacío, con todo el futuro por delante, y en él sus poemas como una sorpresa.

Vasija India

Allí, mientras me inclinaba sobre la rota vasija del pueblo de la meseta,
desconsoladamente juntando el dibujo de los fragmentos 
    y apartándolos luego,
aparecieron sobre el borde de la casa dos embrujados Navajos,
el picamaderos de roja flecha y su novia,
y se acercaron con adorable agilidad
a la pérgola, relumbrando la maravilla de sus alas;
allí se estuvieron, misteriosos y duros y bruñidos,
arrancando las bayas añiles de la esparcida madreselva 
    con el fuerte pico de ébano.

Su cabeza sin cresta 
llevaba la roja luna llena por corona;
el negro de la luna nueva era un creciente en cada pecho;
de los cuerpos de ambos un visible calor golpeaba descendiendo,
y del movimiento de sus cuellos una sombra volaba y caía
rasando el patio y en la amarilla pared de adobe
abriendo una brecha azul.

Poderosa era la belleza de los pájaros.
Resonaba como una campana golpeada en el silencio profundo y cálido.
Me incliné sobre el raído barro; apasionadamente
clamé a la belleza de los pájaros:
“¡Consolad a la vasija rota!”

La belleza de los pájaros abrió sus labios para hablar:
sus palabras eran colores,
el dardo escarlata en la mejilla gris,
la baya de púrpura en el pico de ébano.
Dijo: “No puedo consolar
la cosa rota: sólo puedo rehacerla”.

Sabiduría, flor herética, tuve miedo de tus grandes,
¡fríos pétalos sin aroma!
Conmovida, traicionada,
me volví al alivio de la pena, me incliné
sobre los encantadores fragmentos.
Pero su color se había desvanecido en la fiera luz de los pájaros.
Y en cuanto a los pájaros, se habían ido.
Tan rápidos como vinieron,
se habían ido.    


Conversación con los difuntos, Turner, Ediciones del Equilibrista, Madrid, 1991, pp. 96-97 y 101-03. Uno de los tres poemas de Edna St. Vincent Millay (1892-1952) que Eliseo Diego incluyó en su tesauro de traducciones de poetas muertos.