Eliseo
Diego
No
creo imposible que uno llegue a enamorarse de una muchacha a quien jamás podrá
encontrar en las playas de este mundo. La historia de las relaciones humanas
está llena de trágicos desencuentros. Ella es quizás una joven en un ahora de
hace doscientos años, y él se pasará la vida buscándola afanosamente y acabará
como ella, sintiendo una falta tan terrible como el hambre. ¡Cuántos hombres y
mujeres insatisfechos, solitarios, no hemos conocido, y el secreto no es otro
que éste! ¡Piensa tú en el “seguro azar” que la trajo corriendo a tropezar
contigo justo cuando arrancaba el tren, o remontaba el avión, o como fuere en
tu caso! Sólo un momento más tarde y ya no se habrían encontrado en toda la
eternidad del tiempo. Minutos o siglos, todo es uno y lo mismo para el destino
que anda a ciegas.
De
Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio –perdóneme mi esposa– no
más con sólo mirar su foto de muchacha. Está sola en un jardín, quién sabe
dónde. Viste sencillamente de blusa y saya. Inclina leve la cabeza sobre un
hombro y extiende los brazos delicados para acariciar las ramas de un arbusto
de flores blancas. ¿A quién o qué mira? Alguien alguna vez lo supo y se ha
callado.
Comenzó
a escribir cuando pasaba apenas de una niña, ya entonces ganó un importante
premio literario. No enturbiaré con otros detalles, salvo para decir que tuvo
amores con el nicaragüense Salomón de la Selva, inmenso como su nombre. Es él
quien vive aún en el poema sobre el ferry que ella tituló, en
español, “Recuerdo”. José Coronel Urtecho tuvo la suerte de ser su
amigo.
Salomón
de la Selva, Coronel Urtecho y Agustí Bartra tradujeron varios poemas suyos en
un cuaderno titulado Renacencia, tan difícil de obtenerlo hoy como
de conocerla a ella. Se publicó en Managua, en 1978, en las Ediciones
Americanas. ¡Ojalá algún editor tuviese el buen gusto de reeditarlo!
Escojo
dejarla así, muchacha desolada en el jardín vacío, con todo el futuro por
delante, y en él sus poemas como una sorpresa.
Vasija India
Allí, mientras me inclinaba sobre la rota vasija del pueblo de la meseta,
desconsoladamente juntando el dibujo de los fragmentos
y apartándolos luego,
aparecieron sobre el borde de la casa dos embrujados Navajos,
el picamaderos de roja flecha y su novia,
y se acercaron con adorable agilidad
a la pérgola, relumbrando la maravilla de sus alas;
allí se estuvieron, misteriosos y duros y bruñidos,
arrancando las bayas añiles de la esparcida madreselva
con el fuerte pico de ébano.
Su cabeza sin cresta
llevaba la roja luna llena por corona;
el negro de la luna nueva era un creciente en cada pecho;
de los cuerpos de ambos un visible calor golpeaba descendiendo,
y del movimiento de sus cuellos una sombra volaba y caía
rasando el patio y en la amarilla pared de adobe
abriendo una brecha azul.
Poderosa era la belleza de los pájaros.
Resonaba como una campana golpeada en el silencio profundo y cálido.
Me incliné sobre el raído barro; apasionadamente
clamé a la belleza de los pájaros:
“¡Consolad a la vasija rota!”
La belleza de los pájaros abrió sus labios para hablar:
sus palabras eran colores,
el dardo escarlata en la mejilla gris,
la baya de púrpura en el pico de ébano.
Dijo: “No puedo consolar
la cosa rota: sólo puedo rehacerla”.
Sabiduría, flor herética, tuve miedo de tus grandes,
¡fríos pétalos sin aroma!
Conmovida, traicionada,
me volví al alivio de la pena, me incliné
sobre los encantadores fragmentos.
Pero su color se había desvanecido en la fiera luz de los pájaros.
Y en cuanto a los pájaros, se habían ido.
Tan rápidos como vinieron,
se habían ido.
Conversación con los difuntos, Turner, Ediciones del Equilibrista, Madrid, 1991, pp. 96-97 y 101-03. Uno de los tres poemas de Edna St. Vincent Millay (1892-1952) que Eliseo Diego incluyó en su tesauro de traducciones de poetas muertos.
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