sábado, 6 de octubre de 2018

Rimbaud


Thomas Bernhard 

Se dice que solo honramos al poeta cuando está muerto, cuando la tapa del sepulcro o el húmedo montón de tierra han establecido una separación definitiva entre él y nosotros, cuando, como se dice tan bella y meticulosamente en las necrológicas escritas por espíritus inferiores, ha entregado su espíritu. Entonces, así lo quiere Dios, hay alguna oficina pública que comienza a hojear su directorio, y el trabajo de la posteridad emprende su camino. Hay coronas y «tertulias», y se desarrolla un divertido intercambio entre bodegas y ministerio hasta que el expediente del poeta desaparece otra vez o se decide publicar su obra. Tienen lugar pompas y celebraciones, se descubren obras del difunto y se sacan a la luz —se «escenifica» al poeta—, casi siempre solo para disipar el aburrimiento, que es para lo que, al fin y al cabo, se cobra un sueldo. Y de esa forma (en nuestro país) ¿no ocurre que no se honra al poeta sino al jefe del departamento de cultura, a quien gestiona los poemas, al actor, al excitador? Por ello, más de un Hölderlin o un Georg Trakl se revolverían en su tumba ante tanta cultura fabricada, injertada, ante tantas conversaciones sobre el mercado del arte de las que solo se desprende la falta de vergüenza.

Ahora se trata de recordar a Jean-Arthur Rimbaud. ¡Gracias a Dios era francés! De forma que creemos en la fuerza y el esplendor de la palabra poética, creemos en la continuidad de la vida del espíritu, en la indestructibilidad de las imágenes (las imágenes de los muertos y de las visiones), tal como surgen de los elementos que hay en las páginas de algunos grandes hombres, como solo ocurre una o dos veces en cada siglo. No nos engañemos: lo poderoso, excitante, conmovedor y tranquilizador, lo duradero… ¡no crece como la acedera en los prados del verano! Unos versos significativos que permitan al hombre mirar al abismo no surgen cada día, todos los años. Han de imprimirse siempre algunos millares de libros antes de que las máquinas hagan uno de sus esfuerzos elementales y nos den una obra importante de la literatura mundial, aunque solo sea una. Las obras de los que siempre echan las campanas al vuelo y que resuenan hasta en cervecerías llenas de borrachos, las de los poetas de revista y los fabricantes de artículos literarios de exportación, que a veces les reportan el premio Nobel, son en su mayoría solo tonterías engalanadas y productos de moda. Lo que importa en literatura es lo original, precisamente lo elemental, gente como Jean-Arthur Rimbaud.

El poeta de Francia era un auténtico elemento, sus versos eran de carne y sangre. Cien años no son nada para ese maestro de la palabra, el intraducible Rimbaud. Arrancó la vida, sin miramientos, con sus raíces, la agarró con respeto y ansia de muerte a un tiempo. Su poesía acabó, a los veintitrés años cerró sus libros, su «Barco ebrio», su Temporada en el infierno. Nunca volvió a coger la pluma para escribir poesía, porque se había apoderado de él el asco de la literatura. Sin embargo, había acabado, ya bastaba. AbsurdeRidiculeDegoûtant!… se defendía Rimbaud cuando se le hablaba con admiración de sus versos, tratando de recuperarlo para la literatura francesa.

Rimbaud nació el 20 de octubre de 1854 en Charleville. Su padre era oficial, su madre, una mujer como cualquier otra, preocupada por el bienestar de su hijo, pero desconfiada y retraída cuando él comienza a fermentar, cuando a los nueve años trae del colegio sus primeros versos, sus primeros «ensayos», sus visiones, sus primeros poemas, que figuraban entre los mejores de Francia. En julio de 1870 recibe un primer premio por unos magistrales versos latinos en los que elabora la «Alocución de Sancho Panza a su asno». Todavía durante sus estudios escribió para un periódico de las Ardenas, atacando a Napoleón y a Bismarck con idéntica violencia. Para ver y sufrir la pobreza del hombre se dirige a París, se hunde en el desierto y el temor humanos, y estrecha contra su pecho a los atormentados y desposeídos de los bulevares. En aquella época, al parecer, llevaba el cabello tan largo como las crines de un caballo y un transeúnte le ofreció cuatro cuartos para el peluquero, que él, «el poeta de Charleville», se gastó en tabaco. Luego es testigo de la Revolución en el cuartel de Babilonia, en medio de una espesa mezcla de razas y clases sociales, y exclama con pasión: «¡Quiero ser obrero! ¡Luchar!»… Tras un combate de ocho días, las tropas gubernamentales toman por asalto la capital, y los revolucionarios presos, sus amigos y camaradas, se desangran. Él, que ha vivido la mayor conmoción de su vida, escapa de milagro. Pero no puede vivir ya en Charleville.

Rimbaud fue mártir y «social», pero nunca político. No tuvo nada que ver ni en común con la política, esa alienación del arte. Era todo un hombre y, como tal, lo conmovía la violencia del espíritu. En Charleville escribió su fogoso poema «El barco ebrio» —aunque nunca había visto el mar—, escribió «París se repuebla», la orgía, una acusación contra el tumor del odio, el poema de los vicios parisinos, todo en él era indignación, y, cuando caminaba a lo largo del río, «necesitaba horas para tranquilizarse». Tenía diecisiete años cuando escribió la maravillosa composición poética «Los pobres en la iglesia», «con corazón palpitante, muy cerca de esos niños sucios que no dejan de mirar a los ángeles de madera, presintiendo que detrás está Dios…». Rimbaud era comunista, sí, pero no quería incendiar los palacios de los Campos Elíseos, sino que era un comunista del espíritu, un comunista de su poesía y su vívida prosa. Cuando envió sus versos a Verlaine, el único poeta vivo de Francia al que admiraba, este le respondió con una frase que se ha hecho clásica: «Venezchèregrande âme!»… ¡Y qué asombrado se quedó el «Poeta de París», que entraba y salía como un dios en los salones cargados de humo cuando, en lugar de un hombre «respetable», encontró a la puerta de su casa a un chico andrajoso de diecisiete años. ¡Un chico que había escrito ya «Sensación», su gran poema ardiente! ¡Qué tiempos aquellos!

Con Verlaine comenzó para Rimbaud una nueva época, que fue profundamente amistosa y profundísimamente humana, y viajaron juntos a Inglaterra, para conocer Londres, el aire apestoso del mayor puerto del mundo, la Inglaterra central con sus fábricas negras, y fueron a Bruselas para —¡por cierto tiempo!— separarse. Verlaine tenía que volver «a casa» con su familia, a la que había abandonado un buen día, «sin consideración», como suele decirse. Qué distintos eran aquellos dos vagabundos que podían recorrer Europa sin pasaporte, sin nada: el fugitivo Rimbaud, que escapaba siempre, empujado hacia adelante por una nueva realidad monumental «cuya digestión ofrecía en su prosa», y el blando y totalmente prendado de él Verlaine, que tendía al catolicismo, la salvación, al que se deben los profundos poemas, las sagradas canciones de hombre tranquilo que aquel hombre abatido escribió en la prisión, tras haber disparado en una pelea contra su joven hermano de Charleville, hiriéndolo gravemente. Verlaine era para Rimbaud el gran poeta, pero blando y drogadicto. Rimbaud en cambio se había convertido para Verlaine en «la única riqueza en el mundo además de Jesucristo». No se entienda mal: Verlaine amaba la fuerza poética de su «hermano» y el rostro maravillosamente claro de Arthur, nada más.

No hay que arrastrar por las calles la vida de un poeta, pero la de Rimbaud es tan poderosa, tan grande, tan inescrutable y, sin embargo, tan religiosa como la de un santo. Se alza ante nosotros como su poesía: ¡repulsiva, verdadera, hermosa y divina!

Fue en Alemania tutor en casa de un tal doctor Wagner de Stuttgart y recorrió Bélgica hasta Holanda. Se alistó en las tropas coloniales y, tras una travesía de siete semanas, llegó a Java. Pero consideraba el servicio militar con la misma escasa seriedad que en otro tiempo la idea de «hacerse misionero para ver mundo». Cuando desembarcó en las Indias Neerlandesas pareció haber llegado a su objetivo: ¡ser inalcanzable para la horrible civilización! Se largó, se fue a Batavia, vivió de prestado, se abrió paso por aquel nuevo país, vivió con animales y semicretinos y, en 1876, subió a un barco inglés para volver a casa. Por algún tiempo se sintió cansado. Cuando pasaban junto a la isla de Santa Elena, pidió que se detuvieran. Como no atendieron su deseo, saltó sencillamente al mar para nadar hasta tierra. A duras penas pudo ser izado otra vez a bordo el que había querido conocer sin falta el lugar donde vivió Napoleón. El 31 de diciembre estaba otra vez en Charleville.

Toda su vida fue un aventurero y viajó durante la mitad de su existencia. Se había apartado hacía tiempo de la literatura y no volvió a escribir.

A partir de entonces disfrutó. Está otra vez en Marsella vendiendo llaveros, va a Egipto, vuelve a Francia y se embarca finalmente hacia Arabia, para comprar café y perfumes. En noviembre deja Arabia y llega a Zeila. En la primera mitad de diciembre, tras cabalgar veinte días por el desierto somalí, se encuentra en Harar, colonia inglesa. Allí se convierte en agente general de una empresa británica «con un sueldo de 330 francos, mantenimiento, gastos de viaje y una comisión del dos por ciento». Sin embargo, antes de dejar Adén, escribe a su madre pidiéndole libros científicos. Había tirado por la borda el arte y se ocupaba de otras cuestiones intelectuales, cualquiera que fuera su importancia, estudiando en lo sucesivo metalurgia, navegación, hidráulica, mineralogía, albañilería, carpintería, maquinaria agrícola, serrerías, minería, vidriería, alfarería y fundición metálica, pozos artesianos… Quiere asimilarlo todo, tiene más hambre que nunca, ¡incluso siendo agente general! La filial de Harar de la empresa comercial prospera bajo la dirección del poeta Rimbaud. A él los negocios le van muy mal. En sus cartas escribe de dinero y oro que habría que buscar. Se impacienta de nuevo y quiere ir a Tonkín, a la India y al canal de Panamá. Y no hace más que negocios, quizá solo para aturdirse, comercia con café y armas que envía al mar Rojo, con algodón y fruta… Había regalado a Francia los poemas juveniles más bellos. Y, lleno de infelicidad, escribe: «Me aburro mucho, nunca he conocido a nadie que se aburriera tanto como yo».

En 1890, cuando pensaba casarse, sintió de pronto una especie de gota, un dolor físico que aquel hombre azotado por tempestades no conocía hasta entonces. Lejos de Francia, entre esclavos y negros, en el apestoso desierto. El final se acercaba a pasos de gigante. Él mismo escribió sobre su enfermedad: «El clima de Harar es frío y, por costumbre, no llevaba casi nada encima, unos sencillos pantalones de paño y una camisa de lana, y de esa forma daba a diario absurdas cabalgadas de 15 a 40 kilómetros por las escarpadas montañas del país. Creo que en la rodilla se me produjo una grave lesión, provocada por el cansancio, el calor y el frío. Realmente comencé a sentir un martilleo bajo la rótula izquierda: un golpeteo ligero que notaba a cada minuto… Iba por ahí y seguía trabajando con diligencia, más que nunca, porque creía que se trataba de un enfriamiento corriente…». El reconocimiento que le hizo el médico inglés del hospital de Adén reveló una inflamación avanzada y peligrosa de la articulación. Rimbaud decidió embarcar en un vapor que se dirigía al Mediterráneo.

En Marsella le amputan la pierna. La anciana madame Rimbaud está a su lado. «Soy un lisiado —escribe con desesperación—, ¿para qué sirve un lisiado en este mundo? Prefiero la muerte, después de todo lo que he soportado ya…» Eso lo escribe tras unos sufrimientos de meses que lo hacen guardar cama. Tiene cáncer. El 23 de julio, como dice su hermana, se hace llevar a Roche, a casa de su familia, que se ha asentado allí. Confía en encontrar definitivamente sueño y tranquilidad. Es 1891. El trigo se había congelado cuando llegó a casa y, al ver la habitación que le habían preparado, exclamó: «¡Esto es Versalles!».

Luego siguieron los meses más horribles de su vida. En octubre se hacen perceptibles los primeros signos mortales. Una vez más quiere marcharse, con una pierna, a la India o, por lo menos, a Harar con los negros. Lo llevan a la estación y lo meten en el tren, pero en la siguiente estación tienen que sacarlo. Siente la más profunda desesperación que puede sentir un hombre. En el hospital de la Concepción se inscribe con el nombre de Jean Rimbaud. Luego solo importa ya la lucha entre la vida que él quería y la muerte. Tiene maravillosas visiones, vuelven sus illuminations, sus iluminaciones. En su agonía vuelve el poeta, de pronto está otra vez allí cuando, a los veintitrés años, se interrumpió, cuando se fue, cuando lo rechazaron desde todos los ángulos y lados como «barbarismo de la literatura», «debilitamiento del intelecto». Es otra vez poeta… aunque no escriba ya. Está otra vez ahí… nunca se fue, salvo a Harar, Egipto, Inglaterra y Java. Solo fue un rodeo, ahora vuelve a ver la poesía desde Charleville y lo sabe: ¡lo ha logrado! Se derrama sobre él un consuelo maravilloso. «Murió el 10 de noviembre, por la tarde, a las dos» —escribe su hermana Isabelle—. El párroco, conmovido por tanto temor de Dios, lo bendijo. «Nunca he visto una fe tan firme», declaró. Gracias a Isabelle, Rimbaud fue llevado a Charleville y enterrado, con gran boato, en el cementerio. Allí yace hoy junto a su hermana Vitalie, bajo un sencillo monumento de mármol.

La obra de Rimbaud ha sido siempre combatida por quienes no respetan la verdad y, sin embargo, comienza con el trabajo escolar felizmente revolucionario y absolutamente poético de un chico de nueve años: El sol caldeaba aún…, que conservó su maestro y amigo Izambard. Se cuenta entre lo más poderoso y original que se ha escrito en francés, incluidos los poemas de todos los grandes: Racine, Verlaine, Valéry, Gide y, últimamente, Claudel. Su poesía no es solo francesa sino europea, es poesía mundial, es sentencias y predicciones, sentimientos y delirios de increíble magia.

No hay que hablar demasiado de Rimbaud, hay que leerlo, dejar que haga su efecto en conjunto como un sueño de la tierra, hay que entrar en su mundo, como entraba él, con los zapatos sucios y el estómago hambriento, primero en la carretera de Mézières y luego en París, en la falta de soluciones. Como el propio Rimbaud, hay que mirar con su iglesia, no contemplar su obra sino vivir y sufrir con ella, sencillamente mirarla como mira una muchacha algo que revolotea en su camino.

«A las cuatro de la mañana, en verano, dura / aún el sueño de amor. / De los arbustos surge / el aroma de las flores en vano…» Algo así se dice pocas veces y nunca en un poema. Es un Rimbaud total, conmovedor, solitario y característicamente mundial. O bien «Ofelia», los dos poemas, que encierran el mundo entero y a Dios con él. En ellos se puede encontrar todo lo que falta en los poemas de hoy: belleza y veneración en el sentido más auténtico, y hay soledad y en ella un Dios uno y eterno, el gran padre, aunque lo quieran expulsar de los versos de Rimbaud. Para ser creyente no hay que tragar hostias, no hay que confesarse dos veces al año. Basta con que el hombre mire el rostro del mundo, profundice en su centro… como Rimbaud. Nunca se debe hacer mofa de la Iglesia, pero se puede calificar de malos a los malos sacerdotes y de infames a las monjas infames. Sin embargo, se debe también alabar el esplendor y la bondad de Dios, tal como hizo Rimbaud, con fuerza elemental, del principio al fin. Porque lo que hace su obra tan grande es una deformidad cerrada. Rimbaud fue sencillamente el primero que escribió como Rimbaud. Él y nadie entonces sabía que «ello no es nada, pero que ÉL es y que ÉL lo es siempre».

Es un «Shakespeare niño», y no solo porque lo dijera Víctor Hugo. Su «Barco ebrio», su sueño fantástico, es imperecedero. ¿Dónde dejó la estética? Sin embargo, en los grandes montones de basura de la literatura, que mutuamente se devoran y en todo momento difunden su mal olor, lo irreal, cristalino, de un Rilke tardío le resultaba extraño. Era casto y animal a un tiempo, y de él surgían las reflexiones más bellas y sensibles. No escribía en papel de tina, sino en paquetes de queso apestosos… pero precisamente eso seguía siendo poesía. “Una temporada en el infierno” fue la única obra que publicó durante su vida. Verlaine se ocupó, tras la muerte de Rimbaud, de una edición de sus obras completas.

La poesía no fue para él más que un «intento de liberación », una «válvula para su vitalidad desbordante», dijo de él más tarde Stefan Zweig. Sin embargo, en esas corrientes no se puede descargar una vitalidad desnuda. No la de Rimbaud, porque para él la poesía no era un refugio, sino su patria original. «La religión no lo hizo nunca caer de rodillas » escribió también Stefan Zweig (¡que lo admiraba profundamente!). Y, sin embargo, su literatura era una religión única, evidentemente universal, históricamente libre, independiente, sin refinar, que triunfaba en medio de la suciedad y los zapatos destrozados. ¡Y esa religión suya lo hizo también fracasar, lo hizo hincarse de rodillas!… De su Temporada en el infierno dependía su vida entera, de sus Iluminaciones el latido de su corazón… La riqueza de Harar no le sirvió de nada, todo el dinero no le sirvió de nada, todo, todo no le sirvió de nada, se desploma, aparentemente pequeño en los últimos tiempos, y por eso se arrodilla delirando e implora la última iluminación: ¡la del Padre eterno!

Sólo quien implora al Padre eterno tiene esperanza de existir y puede decir, como dijo Rimbaud: ¡Yo seré siempre!



domingo, 30 de septiembre de 2018

Las mariposas no sueñan [fragmento]



         Rogelio Saunders

        Volvió, tenso el vestido rosado y sucio, abierto en la espalda. Mudos periódicos viejos dispersos en el planómeno, allende la rata que erguida leía en la sed lo que no podía escuchar en el caño curvado de latón, absorto en su sueño de óxido.
El pájaro de alas extendidas señalaba una escalera, una galería de deslucidos azulejos.
¿Era allí, por fin?  
(Pensó. Dibujó.)
El sfumato del hollín había pintado cabezas de niños que penduleaban sin solución en la ausencia del aire. Marzo: el escenario geométrico donde los grumetes de alegres brazos tiraban con entusiasmo de una cuerda inconclusa. Su espalda ocre, mordida por un escorpión. El sudor soldado a su frente intensa, ardiente, lloviznada.
Yo no soy tú, y tú no eres yo.
¿Quién había dicho eso?
Tenía grandes manchas de óxido, como redondeles de lapislázuli escarlata.
Insistió: “Yo soy la rosa”.
El jadeo en el cristal, donde el ojo de la niña se agrandaba. Ojo de avutarda, fijo como un recuerdo en la frente desgajada: intenso, vibratorio, esferoidal. Cristal negro del ojo, donde borronea, diminuto, un rostro.
Volvió la cabeza hacia el ángulo agudo, infinito. No había visto nunca esa entrega, esa respiración que se abría como una flor blanquecina en el ocre, tiñendo de violeta la carne. El dulce olor de su inocencia abierta en la oscuridad como una herida roja. La oscuridad roja del ocre, la saliva en la boca, la mirada sin color. En otro mundo: en un mundo sin mundo: en una noche sin noche y un día sin día.
El cuervo, del otro lado, cantaba una canción inaudible, muerto de frío, aferrado a su rama. Como si inscribiera en el serpeo de la nieve negra una historia imposible de contar.
Por ese día —dijo.
No importa —dijo.
(Luego se volvió, en medio de la allée, y desapareció.)
Yo soy la rosa —dijo, abierta como otra noche en la noche.
Noche sin espacio y sin grito.
Ciega, preguntó: ¿Quién eres tú? (Era una niña con el cabello blanco y el rostro oscuro. La mano muerta brillaba esparcida en el muslo, sucio, engordado, lelo.) Yo soy tu padre —dije. Pero no me creyó. No tengo padre —dijo. No he nacido nunca. Un viento leve me rozó la sien envejecida como un ala. Era un patio a cielo abierto (pero entre muros) y había un sol radiante arriba. (Un fragmento desligado, hermano de los pequeños azulejos que formaban el rompecabezas.) Pero no lanzaba reflejos por sí mismo, ya que era de piedra caliza. Los reflejos venían de otra parte: de aquel día sin día, visible o presentible en la oscuridad del espejo. (Yo era el que buscaba, yo era el que ascendía la escalera de piedra.)
Aquí —dijo.
Desmayada, continuaba el aferramiento. La mano soldada al cristal, la madeja ocultando la cara, la saliva cayendo de la boca.
Aquí —dijo.
Así —dijo.

Me parecía que su cuerpo no comenzaba ni terminaba nunca. Esparcido en el espacio sin límites del cuarto del confín, era también sin límites, sin edad, sin color.
 Inextenso, como el planómeno. Inexistente, como los turbios animálculos que habitaban la noche sin noche del abandonado, informe, incomprendido Kalos.
Los negros pétalos de la rosa vibraban en el lecho fosforescente donde también hacían su ronda de silenciosos asesinos las anémonas moradas.
Con hambre, con sed, con sueño.
Nunca ella y siempre ella misma en el grito desgarrador que resonaba en el ángulo agudo del cuarto. (O en el pequeño grito que bajaba con pasos rápidos por la escalera, en esa especie de camarote donde todo era de madera, donde señoreaban altos y tarabiscoteados anaqueles, portadores de una vaga promesa, de horas sin tiempo con la cabeza sumergida en el gran libro de páginas amarillas que siempre era el mismo y siempre era otro. (Una sinusoide azul ascendía y descendía rítmicamente en el cristal de la claraboya.)

La escalera: la barandilla antigua, cilíndrica, con su extemporáneo brillo de bronce.
Todo iba hacia ella. Todo venía de ella.
El sueño del labio sin límite. El sueño de la copa, abierta como una herida sin bordes, como un oscuro sendero sin orillas. (Pues la orilla era aquella siempre sin trazar y por la que yo volvía solo, oyendo el tintineo inclinado y filoso de la lluvia.)
Tú —dije, mirando el sudor que manaba en la figura del espejo.
Cuerpo y sudor que eran de nadie y míos. Míos para siempre allí donde no podía haber ningún para siempre, porque todo estaba contenido en la intensidad de ese ahora que no volvería (o que volvería sólo como la sombra de todo ahora).
Ella volvía a besarme, caída de un brazo del sillón desvencijado, intensa y aniñada como su locura, que era la mía. Locura del espejo y de la hoja, del ocre esparcido no como carne sino como sombra.
Y ella venía; llamaba. Y ella no venía; no llamaba. Así eran los días. Así eran las noches. (Así eran los nodías, así eran las nonoches.) Enferma, alzaba su boca y su mano. La mano pequeña, desligada, creaba de sí misma el sudor que goteaba en la madera, desdibujando la lenta curvatura hojaldrada del ojo.
Hoy no —decía.
Los pájaros volaban veloces bajo un cielo inverso, como mensajeros con las manos atadas, con la mirada que no podía ver (ese ojo redondo, fijo, recortado a cincel) ondulando en la soñada indecisión entre lo aneblado y lo gris, donde había una fermentación, una disminución, la simulación cada vez más ínfima y cómica de grandes catástrofes. Sus muslos eran el horizonte brillante y perlado de una hipertrofiada flor saxígrafa. Gigantomaquia en que el pene peciolo entrenadaba, desorientado entre confusas helicoides, como un explorador que ha visto demasiado, soñado demasiado, vivido demasiado, ya para siempre distraído entre el brillo engañoso de las islas. (Corsario abandonado, hijo abandonado, padre abandonado.)
Sabía sólo que debía ir, oír, llamar, como un pequeño soldado que se derrite al sol sobre la oscura repisa de madera que es también una vasta planicie de lapislázuli y arcilla, rectificada por el canto incisivo de los torvos, agujereados, interminables promontorios de sal.
Ven —dijo.
Su cuerpo se abrió como un abismo ocre, sanguinolento, ensimismado, y la luz cruda del alto ventanal dio de lleno sobre el espasmo que hizo crujir y esparció la letra como la bocanada última, enfebrecida, de un ahogado. El resplandor matemático de lo real lo hizo parpadear entre el contorno afilado de las máquinas. Sonreí. Al final, esos viejos periódicos habían servido para algo (en lugar de la arena y el pez, del sexo y el sudor, la sangre sobre el palimpsesto compacto de la letra). El calor era más encarnizado en la ausencia del viento, y antes de que desapareciera todo vi el vuelo soberano del halcón recortado en el azul sin nombre del final del verano.
Sonrió, hija del calor infernal, de la noche dudánea, salida del pálido vestido sucio como una aparición (el vestido que era rosado y también rojo, colgado al viento o esparcido y sucio, pero siempre sucio, abierto, insaciado, infinito), hija del espejo y dueña del espejo, de todas las baldosas en que la suciedad brillaba anulando los límites para crear esa ausencia de límites en que ambos estaban presos, como náufragos en una intensidad sin luz, ahogándose como oscuros nadadores fosforescentes en el soñado mar desprovisto de olas, en el fondo sin luz donde todos los muertos cabeceaban y sonreían, ingenuos y amoratados como navegantes desconocidos.

Sentada en un brazo desvencijado del sillón, reía, como un general despojado de sus medallas.
Yo también reía, tumbado en el improvisado camastro, epileptoide y antiguo sobre la dureza extemporánea de las duelas.
Quería decirle que aquella mañana en que volví solo por el largo paseo de arena que bordeaba los arrecifes (los oscuros promontorios detrás de los cuales se oían, en oleaje, gritos de guerra cada vez más ínfimos), ya sabía que no volveríamos a vernos. Ya presentía esa tragedia sin tiempo (o hecha sólo de tiempo) que sería nuestra dolorosa asíntota en el espejo, sin hoy y sin mañana. Como en esa frase que todos repetían sin comprenderla: “Es cuestión de tiempo”. Y era cuestión de tiempo, sin duda. Pero de qué tiempo. Tiempo del halcón que volaba en círculos sobre la almenada construcción de piedra caliza, preso (como nosotros) en el azul compacto de un mediodía que era sólo la circunnabulatura diminuta y convexa de un caleidoscopio. (Esa escena, siempre única y siempre repetida, de olas sustituyéndose sin fin dentro del rectángulo marítimo de un sello).
Y que por eso (porque lo sabía, sin poder decirlo, sin aceptarlo, sin comprenderlo) volvía así, lelo, decepcionado, también sucio; ignorante de todo lo que no fuera la despedida, el sonido percutiente de las gotas que se enterraban en mi piel como indetenibles agujas diagonales.
Ajeno a todo e inseparado de todo, como un condenado reciente. Con el pecho mecánico lleno de aserrín, de la alegría del final y del sonsonete seductor de un día que parecía más prometedor que los otros y que sin embargo era tan impreciso y tan banal como todos los otros. Corría casi, apresurado, pisando con falsa seguridad la arena roja. Y ese temor indefinible (o quizá demasiado definido) que también me acompañaba era la señal segura de todo lo que sería borrado en el futuro. De todo lo que en el futuro ya no sería posible, como en una casi cómica inversión de las leyes del universo. Como si ella y yo nos hubiéramos convertido en figuritas de papel hechas a un solo corte y ya no pudiéramos separarnos. Podía reírme o llorar, ahora que sabía más de lo que hubiera debido para ser tan feliz como creía que era. (Y creerlo, incluso así, era toda la felicidad que me estaba destinada.) Pero lo verdaderamente trágico era que ella también lo sabía, aunque de una forma más oscura, más ligada a la enfermedad y al ángulo agudo en ese cuarto donde el hollín había creado un escenario perennemente nocturno (una sorda música que hacía presentir los pasos del falso doctor con su falsa capota en la intrincada estructura a la que se ascendía por unos sórdidos escalones de piedra).
Y ese saber mutuo y sin embargo imposible de compartir nos hacía avanzar desde direcciones opuestas hacia un mismo punto desconocido y neurálgico. Hacia un espacio sin extensión, como un esparcido horizonte desprovisto de noches y de días, aneblado y blanquecino en la comisura de los ojos, como una boca que había estado a punto de sonreír o un centelleo en el reborde de un techo, la ondulación liviana de una mano en busca de un cometa (del colorinesco montgolfier que no flotaba allí sino en la plata empañada del espejo, en el dudoso otoño que había confundido a árboles y pájaros, creando un territorio indeciso, un quiasmo intemporal cortado diagonalmente por el silbido de un tren amarillo y rojo, ciego y feliz él también en esa extensión delimitada e infinita (infinitamente aproximada a la forma aplanada de un romboide) a la que todos llamábamos el Césped).
Cabeceo impreciso de la rosa en su cárcel translúcida. Ondulación de los que habían oído la orden equívoca de avanzar y se habían adentrado como sombras en la pared vertiginosa de un desfiladero.
Avanzábamos hacia allí, pero éramos como otras sombras dibujadas por el humo en olvidadas paredes, en muros que se fracturaban siguiendo el trazado esquizoide de la ciudadela: sus pliegues infinitos que recordaban a otras ciudades, a vagabundos que se saludaban en la noche con lento cabeceo mudo, como olvidados rehenes de otras noches, de amaneceres congeniales y fríos allende la hiedra disminuida de un patio, en el convivio imaginario que ahora era una ronda interminable de sonámbulos que buscaban sin esperanza el contubernio perpetuo del Sentido, vuelto disnombre en la casa del reflejo, intermitente y dudáneo como el Pharos cuya precaria luz no devolvía la certeza lineal de los cantos y las horas, sino que sólo acentuaba la sombra empurpurada del cuervo y el ángulo demencial que sobrevivía agazapado en la oscuridad de los aleros y los túneles.
Oscuras cabezas que penduleaban sin llegar a tocarse, presas en el laberinto nebuloso de esa densidad redonda, como lentos figurantes rechazados por el gesto tajante de un capitán arlequinado, cuyo brazo acabado en guante de madera era una inflexible señal de crucero, inoperante ya, desvencijada y rota, pero desgarradora y urgente como las cabezas y los soles de papier-maché que se amontonaban en el húmedo callejón trasero de un teatro.
Soles rechazados. Niños rechazados. Sentados bajo un árbol de papel en el espacio colorinesco del geoma, adornaban con lentas lágrimas de sal su articulada risa de muñecos, sombreados ya por la tardía luminiscencia del Césped que flotaba en el espacio como una mueca o como el eco de un nombre, remedo del discurso impronunciado del ente subido a horcajadas sobre un desvencijado cenotafio de hojalata.

Los pájaros que luego serían mis compañeros también estaban allí, ajenos a todo como las negras uves infantiles que una mano hábil y antigua había dibujado y borrado y vuelto a dibujar contra el fondo de feldespato rojizo del crepúsculo.
 Era eso lo que nos había perdido: a mí y a todos.
  Por eso recorríamos una y otra vez el borde amarillo del muelle (de ese muelle que también era un largo promontorio de piedra caliza) como hormigas que dudaban perplejas en la línea pespunteada del horizonte. Íbamos y veníamos en los espejos, cabeceando como niños (nosotros, que ya no contábamos los días ni los años, que ya no sabíamos quiénes éramos ni de dónde veníamos), balbuceando en la noche nuestras sílabas de navegantes, hijos de un manuscrito siempre por descifrar, de un largo cuento que no sucedía en una noche sino en muchas noches, que continuaba sin solución en infinitas líneas de fuga, en caras apenas dibujadas, en interminables paredes descoloridas, en cuerpos apenas entrevistos en la espesa tiniebla de la esquina de un cuadro, en las líneas onduladas de la madera, en los hilos que se entretejían sin orden ni fin en la urdimbre espesa del gobelino, en los infinitesimales azulejos de un rompecabezas que no había sido hecho para ningún niño (porque ningún niño hubiera podido descifrar su anómala, su desoladora geometría), y en los incontables túneles de ese laberinto o hipogeo que otros habían construido sin esperanza bajo la arena, invisibles para sí mismos, desemejantes como las áleas soñadas bajo un sol implacable por las largas caminatas de un carpintero alto y un dolicocefálico escriba.
Con los ojos abiertos, no conseguíamos vernos. Soñábamos sueños distintos, como náufragos sin nombre encadenados a una misma cama, golpeando los mismos gongos de bronce distantes, alargados como ojos sobrecargados de tinta negra en los murales iluminados por un resplandor rojizo, mudos como el gran perro negro que hacia su ronda entre los blancos promontorios de la noche, dueño, como el guerrero hermafrodita, de los senderos invisibles que recorrían de un extremo a otro la ciudad plegada.
Era en una misma noche o era en un mismo día. Pero ninguna noche y ningún día podían ser como esa noche y como ese día, rayados en el espejo por una mano de niño (pues eran niños los que habían hecho ese pacto bajo la lluvia o en la arena, allende la barandilla desmenuzada del barco donde esperaba como un calendario sin hojas el viejo marino).
Niños de grandes cabezas y ojos redondos que se asomaban a través de los agujeros dejados por la silenciosa desaparición de los cristales. Yo mismo había sido ese niño, provisto de una cabeza o de cien cabezas que se asomaban riendo a una hilera interminable de ventanas. Abajo, el turbio estudiante o doctor con una falsa capota seguía recorriendo sin objeto las calles de ángulos imposibles, esperando él también la única llamada, la orden silenciosa que lo haría ingresar por fin en una única noche o en un único día, aunque fuera la noche o el día sin fecha y sin nombre de la desaparición.
 Sin duda el día de niebla no había acabado aún en los sospechados neones cuyos serpentines calcinados eran las torvas señales de un ceremonial cuyos instrumentos y cuyos oficiantes y cuyos libros de horas habían desaparecido para siempre.
¿Para siempre?
Ella volvía con su sonrisa de muerta por los tortuosos pasadizos que desembocaban en una escueta pared amurallada, parcialmente cubierta por la hiedra: la misma que había visto en el patio de la casa de duelas grises en cuya entrada ahora un desdeñoso gañán agitanado repartía tarjetas de colores a los turistas.
Hacía frío en ese largo y húmedo rectángulo gris, y en el cuarto arriba (más reducido aún por el extraño ángulo que lo deformaba y lo extendía ad infinitum) sin duda el niño se arrodillaba aún en el alféizar, mirando hacia el patio de luz donde señoreaba el serpeo aguachiento de la nieve. Pero aquello no había sucedido ni sucedería nunca. Y sin embargo...
—Vámonos —dijo ella.
— Aún no —dije—. Aún no.

El viento hizo mover de nuevo las hojas, subdividiendo el espejeo del pavimento alquitranado con latigazos de dolorosa oscuridad, como en la acera de inesperados adoquines (rombos o alícuotos hexágonos) en que el pie había encallado de pronto, y el camino se había subdividido, y la noche había dejado de ser noche.
Ahora todo era ambiguo, indefinible, lejano.
Tropezó. Arriba, al otro lado de la calle, brillaba la buharda diminuta bajo el techo a dos aguas de tejas rojas, iluminada y de papel como en los cuentos infantiles. (Sólo que él ya no creía en los cuentos infantiles. Ya no podía creer; ya no podía soñar. Porque ahora todo era sueño, pero no sueño como sobrevuelo incorpóreo sin espacio, sino como sórdida ronda en el espejo, en el denso cristal empañado que atraía toda luz hacia la glauca iridiscencia de un sol suspendido in æternum en la flordelisoidea subterra de la medianoche.)

       Pero no lo sabes —dijo ella, oyendo la música de un violín lejano—. Así como ya no puedes reconocer la música.
No hay ninguna música, aquí —dije.
Ja ja —rió con su risa fresca, esparcida y liviana como el ocre.
Todo resonaba. Todo sonreía.
¿Qué nos ha pasado? —dije.
No nos ha pasado nada —dijo—. Es sólo la muerte. El Tiempo.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Retrato




E. E. Cummings



Buffalo Bill
que murió
                 cabalga
                 un aguargentado
                                            caballo
y rompió unadostrescuatrocinco palomas así sencillamente 
                                                                                                  Jesús
fue un hombre hermoso
                                        pero lo que quiero saber es
si te gusta tu chico de ojos azules
Señora Muerte.


Portrait 

Bufallo Bill’s
defunct
              who used to
              ride a watersmooth-silver
                                                        stallion
and break onetwothreefourfive pigeonsjustlikethat
                                                                                    Jesus
he was a handsome man
                       and what I want to know is
how do you like your blueeyed boy
Mister Death.


Traducción de Agustí Bartra



domingo, 16 de septiembre de 2018

¡Viva Karamazov!




Peter Viereck 

                              “….Y todos los muchachos gritaron: 
                                                             ¡Viva Karamazov!"
                                                                       Dostoiewsky


-¡Nada de eso! -gritó el río Ohio-. Quedan prohibidas las rosas y los ruiseñores a cualquier poeta que beba de nuestras aguas, tuyas o mías. ¡Oh esos crujientes ruiseñores del movimiento Reumático! Hoy día, Longfellow resulta un tipo de pocos vuelos. Es mejor un vivir extravertido que una lira muerta.
-Naturalmente -dijo el East River-. Es mejor una zumbadora dínamo que todos los disecados colibríes de aquel estúpido siglo. ¡Abajo las rosas! Pero ¿qué decir acerca de los tulipanes, los altos, orgullosos, clásicos y no olorosos tulipanes? ¡Es divertido! No sé por qué, pero me gustan.
-Pues a mí me gustan las ruedas, las tuyas y las mías. Esto es lo que me gusta -gritó el río Ohio-. Me gustan las ruedas que hacen chu-chu, chung-chung, dingdong; machacando, sí, los norteamericanos latidos de mi corazón: zum, zum, zum; todas esas estridentes y rechinantes mee-mee mecanizadas ruedas. Nosotros escogemos. ¡Jack Armstrong será rey! Yo no tengo nada contra un poeta, siempre que sea ver-da-de-ro, ¡Toma! Algunos de mis mejores amigos...
-Para él mis colinas de acero no serán más empinadas que lo que fue el Helicón -susurró el East River.
-¡Dios bendiga al equipo nacional! -gritó el río Ohio-. Perdicaris vivo o Raisuli muerto. Cincuenta y cuatro-cuarenta o el blanco de sus ojos. -Él espera -susurró el East River-. Su amor es tan grande que incluirá a nuestras ruedas. Él espera. Se burlará de las rosas. Reinvidicará a Nueva York y hará innecesarios a los ruiseñores. El espera nacer.
-Pollyanna desea una galletica -gritó el río Ohio-. Galletica, galletica; yo quiero una galletica de artificio. Quédate por aquí y admírame. Todas mis navajas de afeitar eléctricas Schick y Remington acaban de crear otra cabeza. ¿Qué tuvieron Cancerbero o la Hidra que yo...?
 -Tus minas más oscuras -susurró el East River- cantarán en su honor y los tulipanes de su voz serán blancos. Pero tus ricos alimentos cereales se avergonzarán de crujir ante su presencia; en su hora de jactancioso holgorio en el banquete de desayuno, como Belsasar serán golpeados, sí, hasta aquellos cuya clamorosa fragilidad sobrepasó las de John Altgeld y Dostoiewsky. Rechinar de dientes en la batalla de Creek, Philistigan: el pueblo de Israel se liberó de la esclavitud de la fingida robustez (Walt Whitman el Faraón que se ahogó en el Mar de Tinta Roja). Hollywood, horrorizado por la caída de la casa de los ujieres... Sí, sí, hay bálsamo en Gilead.
-¡Oh hija mía! ¡Oh ducados míos! -gritó el río Ohio-. Recuerda el Maine, recuerda la Pensión para Alimentos.
-Síntesis -susurró el East River-. Ruedas más tulipanes. Tulipanes manchados de hollín, supongo. Tulipanes sobre ruedas: su arma secreta: siempre para luchar contigo, Norteamérica, siempre para amarte. Ambas clases de redención valen para ti y para mí... ¿Abrirás esta noche las ventanas de tus ciudades a una nueva estrella gemela?
-Entonces, tres vítores por la síntesis -gritó el río Ohio, aceptando por fin-¡Dios bendiga ambas clases de Norteamérica! Y siempre así, siempre dándonos las manos. Viva Karamazov! ¡Dios bendiga a Nueva York!



 HURRAH FOR KARAMAZOV!

                                                        “...and the boys all cried: 
                                                     "Hurrab for Karamazov!"
                                                                            Dostoiewsky

"None of that!" Shouted the Ohio River. "No more roses and nightingales permitted to any poet who drinks our waters, yours or mine. Those creaking nightingales of the Rheumatic movementl Longfellow reads like a pretty short fellow nowadays. Better a live extravert than a dead lyre:"
"Of course;" whispered the East River. “Better one humming dynamo than all the stuffed hummingbirds of that stupid century. Out with the roses. But how about tulips, the tall proud classical unscented tulips? I'm funny that way; l do cling to them somehow:"
"But l cling to wheels, both yours and mine; that's what l cling to," shouted the Ohio. "Choo-choo wheels, chug chug wheels, ding-dong wheels; pounding-yes, my American heart-beats, thump, thump, thump; all those clankety-clank mech-mech-mechanized wheels, Choose we; Jack Armstrong shall be king! Not that l've anything against a poet so long as he's gen-u-ine; why, some of my best friends-"
"For him my hllis of steel will be no steeper than was the Helicon," whispered the East River.
"God bless the home team;" shouted the Ohio. "Perdicaris alive or Raisuli dead, Fifty-four forty or the whites of their eyes:"
"He is waiting," whispered the East River. "His love is so will satirize roses. He will justify New York and make the nightingales unnecessary. He is waiting to be born."
"Pollyanna wants a cracker," shouted the Ohio. "Cracker, cracker, l want a gadget-cracker, Stand round and admire me; all my Schick and Remington electric razors have just grown another head. What's Cerberus or Hydra got that l -"
"Your darkest coal mines," whispered the East River, "will sing in his honor, and the tulips of their voices will be white. But your health-food cereals will be ashamed to crackle in his presente; in their hour of boastful carousal at the breakfast banquet, like Belshazzar they will be stricken, yea even they whose loud crispness outshouted John Atgeld and Dostoyevsky. Gnashing of teeth in Battle Creek, Philistigan: the people of lsrafel delivered from the bondage of fake robusiness (Walt Whitman the Phaory drowned in the Red lnk sea). Hollywood aghast al the fall of the house of ushers - yes, yes, there is balm in Gilead:"
“O my daughter, O my ducats," shouted the Ohio. "Remember the Maine, remember the Alimony."
"Synthesis," whispered the East River. “Wheels plus tulips. Tulips smudged with soot, l suppose. Tulips on wheels: his secret weapon always: lo fight you, América, always to love you. Both kinds of redemption for both of us - will you open the windows of your cities to a new twin-star tonight?
Then it's three cheers for synthesis," shouted the Ohio, accepting al last. “God bless both kinds of America. And always so, all our lives hand in hand. Hurrab for Karamazov! God bless New York."


 Traducción Agustí Bartra


viernes, 7 de septiembre de 2018

Homenaje a la literatura




Muriel Rukeyser

Si imaginamos músicos con rostros de trompeta;
tocando el imposible, inimitable jazz,
ningún arte puede acusar ni el cañoneo herir,
ni, saliendo de nuestros sueños de dirigibles,
volver a ver al tullido sin tino
lanzando sus muletas de repente,

mientras los faroles golpean la desgarrada calle,
mientras los tres martilladores van, Uno, Dos, Tres, juntos
en el martinete de fragua,
y ningún signo de nuevos mundos aquieta el corazón.

Entonces, oh contempla el lago del poniente
hervir en el oeste, enrollar y cubrir
los latidos del corazón, y cómo sigue así,
mar tras mar, a la zaga de insoportables soles,
Piensa: la poesía reveló este paisaje:
Blake, Donne, Keats ...


Homage to literature

When you imagine trumpet-faced musicians
blowing again inimitable jazz
no art can accuse nor cannonadings burt,
or coming out of your dreams of dirigibles
again see the unreasonable cripple
throwing his crutch headlong as the headlights

streak down the torn street, as the three hammerers
go One, Two, Three on the stake, triphammer poundings
and not a sign of new worlds to still the heart;

then stare into the lake of sunset as it runs
boiling, over the west past all control
rolling and swamps the heartbeat and repeats
sea beyond sea after unbearable suns;
think: poems fixed this landscape: Blake, Donne, Keats.


Traducción Agusti Bartra


Antología de la poesía norteamericana, México, 1959.