Thomas Bernhard
Se dice que
solo honramos al poeta cuando está muerto, cuando la tapa del
sepulcro o el húmedo montón de tierra han establecido una separación definitiva
entre él y nosotros, cuando, como se dice tan bella y meticulosamente en las
necrológicas escritas por espíritus inferiores, ha
entregado su espíritu. Entonces, así lo quiere Dios, hay alguna
oficina pública que comienza a hojear su directorio, y el trabajo de la
posteridad emprende su camino. Hay coronas y «tertulias», y se desarrolla un
divertido intercambio entre bodegas y ministerio hasta que el expediente del
poeta desaparece otra vez o se decide publicar su obra. Tienen lugar pompas y
celebraciones, se descubren obras del difunto y se sacan a la luz —se
«escenifica» al poeta—, casi siempre solo para disipar el aburrimiento, que es
para lo que, al fin y al cabo, se cobra un sueldo. Y de esa forma (en nuestro
país) ¿no ocurre que no se honra al poeta sino al jefe del departamento de
cultura, a quien gestiona los poemas, al actor, al excitador? Por ello, más de un
Hölderlin o un Georg Trakl se revolverían en su tumba ante tanta cultura
fabricada, injertada, ante tantas conversaciones sobre el mercado del arte de
las que solo se desprende la falta de vergüenza.
Ahora se trata de recordar a
Jean-Arthur Rimbaud. ¡Gracias a Dios era francés! De forma que creemos en la
fuerza y el esplendor de la palabra poética, creemos en la continuidad de la
vida del espíritu, en la indestructibilidad de las imágenes (las imágenes de
los muertos y de las visiones), tal como surgen de los elementos que hay en las
páginas de algunos grandes hombres, como solo ocurre una o dos veces en cada
siglo. No nos engañemos: lo poderoso, excitante, conmovedor y tranquilizador,
lo duradero… ¡no crece como la acedera en los prados del verano! Unos versos
significativos que permitan al hombre mirar al abismo no surgen cada día, todos
los años. Han de imprimirse siempre algunos millares de libros antes de que las
máquinas hagan uno de sus esfuerzos elementales y nos den una obra importante
de la literatura mundial, aunque solo sea una. Las obras de los que siempre
echan las campanas al vuelo y que resuenan hasta en cervecerías llenas de
borrachos, las de los poetas de revista y los fabricantes de artículos
literarios de exportación, que a veces les reportan el premio Nobel, son en su
mayoría solo tonterías engalanadas y productos de moda. Lo que importa en
literatura es lo original, precisamente lo elemental, gente como Jean-Arthur
Rimbaud.
El poeta de Francia era un
auténtico elemento, sus versos eran de carne y sangre. Cien años no son nada
para ese maestro de la palabra, el intraducible Rimbaud. Arrancó la vida, sin
miramientos, con sus raíces, la agarró con respeto y ansia de muerte a un
tiempo. Su poesía acabó, a los veintitrés años cerró sus libros, su «Barco
ebrio», su Temporada en el infierno. Nunca volvió a coger la pluma para
escribir poesía, porque se había apoderado de él el asco de la literatura. Sin
embargo, había acabado, ya bastaba. Absurde! Ridicule! Degoûtant!…
se defendía Rimbaud cuando se le hablaba con admiración de sus versos, tratando
de recuperarlo para la literatura francesa.
Rimbaud nació el 20 de octubre de
1854 en Charleville. Su padre era oficial, su madre, una mujer como cualquier
otra, preocupada por el bienestar de su hijo, pero desconfiada y retraída
cuando él comienza a fermentar, cuando a los nueve años trae del colegio sus
primeros versos, sus primeros «ensayos», sus visiones, sus primeros poemas, que
figuraban entre los mejores de Francia. En julio de 1870 recibe un primer
premio por unos magistrales versos latinos en los que elabora la «Alocución de
Sancho Panza a su asno». Todavía durante sus estudios escribió para un
periódico de las Ardenas, atacando a Napoleón y a Bismarck con idéntica
violencia. Para ver y sufrir la pobreza del hombre se dirige a París, se hunde
en el desierto y el temor humanos, y estrecha contra su pecho a los
atormentados y desposeídos de los bulevares. En aquella época, al parecer,
llevaba el cabello tan largo como las crines de un caballo y un transeúnte le
ofreció cuatro cuartos para el peluquero, que él, «el poeta de Charleville», se
gastó en tabaco. Luego es testigo de la Revolución en el cuartel de Babilonia,
en medio de una espesa mezcla de razas y clases sociales, y exclama con pasión:
«¡Quiero ser obrero! ¡Luchar!»… Tras un combate de ocho días, las tropas
gubernamentales toman por asalto la capital, y los revolucionarios presos, sus
amigos y camaradas, se desangran. Él, que ha vivido la mayor conmoción de su
vida, escapa de milagro. Pero no puede vivir ya en Charleville.
Rimbaud fue mártir y «social»,
pero nunca político. No tuvo nada que ver ni en común con la política, esa
alienación del arte. Era todo un hombre y, como tal, lo conmovía la violencia
del espíritu. En Charleville escribió su fogoso poema «El barco ebrio» —aunque
nunca había visto el mar—, escribió «París se repuebla», la orgía, una
acusación contra el tumor del odio, el poema de los vicios parisinos, todo en
él era indignación, y, cuando caminaba a lo largo del río, «necesitaba horas
para tranquilizarse». Tenía diecisiete años cuando escribió la maravillosa
composición poética «Los pobres en la iglesia», «con corazón palpitante, muy
cerca de esos niños sucios que no dejan de mirar a los ángeles de madera,
presintiendo que detrás está Dios…». Rimbaud era comunista, sí, pero no quería
incendiar los palacios de los Campos Elíseos, sino que era un comunista del
espíritu, un comunista de su poesía y su vívida prosa. Cuando envió sus versos
a Verlaine, el único poeta vivo de Francia al que admiraba, este le respondió
con una frase que se ha hecho clásica: «Venez, chèregrande âme!»…
¡Y qué asombrado se quedó el «Poeta de París», que entraba y salía como un dios
en los salones cargados de humo cuando, en lugar de un hombre «respetable», encontró
a la puerta de su casa a un chico andrajoso de diecisiete años. ¡Un chico que
había escrito ya «Sensación», su gran poema ardiente! ¡Qué tiempos aquellos!
Con Verlaine comenzó para Rimbaud
una nueva época, que fue profundamente amistosa y profundísimamente humana, y
viajaron juntos a Inglaterra, para conocer Londres, el aire apestoso del mayor
puerto del mundo, la Inglaterra central con sus fábricas negras, y fueron a
Bruselas para —¡por cierto tiempo!— separarse. Verlaine tenía que volver «a casa»
con su familia, a la que había abandonado un buen día, «sin consideración»,
como suele decirse. Qué distintos eran aquellos dos vagabundos que podían
recorrer Europa sin pasaporte, sin nada: el fugitivo Rimbaud, que escapaba
siempre, empujado hacia adelante por una nueva realidad monumental «cuya
digestión ofrecía en su prosa», y el blando y totalmente prendado de él
Verlaine, que tendía al catolicismo, la salvación, al que se deben los
profundos poemas, las sagradas canciones de hombre tranquilo que aquel hombre
abatido escribió en la prisión, tras haber disparado en una pelea contra su
joven hermano de Charleville, hiriéndolo gravemente. Verlaine era para Rimbaud
el gran poeta, pero blando y drogadicto. Rimbaud en cambio se había convertido
para Verlaine en «la única riqueza en el mundo además de Jesucristo». No se
entienda mal: Verlaine amaba la fuerza poética de su «hermano» y el rostro
maravillosamente claro de Arthur, nada más.
No hay que arrastrar por las
calles la vida de un poeta, pero la de Rimbaud es tan poderosa, tan grande, tan
inescrutable y, sin embargo, tan religiosa como la de un santo. Se alza ante
nosotros como su poesía: ¡repulsiva, verdadera, hermosa y divina!
Fue en Alemania tutor en casa de
un tal doctor Wagner de Stuttgart y recorrió Bélgica hasta Holanda. Se alistó
en las tropas coloniales y, tras una travesía de siete semanas, llegó a Java.
Pero consideraba el servicio militar con la misma escasa seriedad que en otro
tiempo la idea de «hacerse misionero para ver mundo». Cuando desembarcó en las
Indias Neerlandesas pareció haber llegado a su objetivo: ¡ser inalcanzable para
la horrible civilización! Se largó, se fue a Batavia, vivió de prestado, se
abrió paso por aquel nuevo país, vivió con animales y semicretinos y, en 1876,
subió a un barco inglés para volver a casa. Por algún tiempo se sintió cansado.
Cuando pasaban junto a la isla de Santa Elena, pidió que se detuvieran. Como no
atendieron su deseo, saltó sencillamente al mar para nadar hasta tierra. A
duras penas pudo ser izado otra vez a bordo el que había querido conocer sin
falta el lugar donde vivió Napoleón. El 31 de diciembre estaba otra vez en
Charleville.
Toda su vida fue un aventurero y
viajó durante la mitad de su existencia. Se había apartado hacía tiempo de la
literatura y no volvió a escribir.
A partir de entonces disfrutó.
Está otra vez en Marsella vendiendo llaveros, va a Egipto, vuelve a Francia y
se embarca finalmente hacia Arabia, para comprar café y perfumes. En noviembre
deja Arabia y llega a Zeila. En la primera mitad de diciembre, tras cabalgar
veinte días por el desierto somalí, se encuentra en Harar, colonia inglesa.
Allí se convierte en agente general de una empresa británica «con un sueldo de
330 francos, mantenimiento, gastos de viaje y una comisión del dos por ciento».
Sin embargo, antes de dejar Adén, escribe a su madre pidiéndole libros
científicos. Había tirado por la borda el arte y se ocupaba de otras cuestiones
intelectuales, cualquiera que fuera su importancia, estudiando en lo sucesivo
metalurgia, navegación, hidráulica, mineralogía, albañilería, carpintería,
maquinaria agrícola, serrerías, minería, vidriería, alfarería y fundición
metálica, pozos artesianos… Quiere asimilarlo todo, tiene más hambre que nunca,
¡incluso siendo agente general! La filial de Harar de la empresa comercial
prospera bajo la dirección del poeta Rimbaud. A él los negocios le van muy mal.
En sus cartas escribe de dinero y oro que habría que buscar. Se impacienta de
nuevo y quiere ir a Tonkín, a la India y al canal de Panamá. Y no hace más que
negocios, quizá solo para aturdirse, comercia con café y armas que envía al mar
Rojo, con algodón y fruta… Había regalado a Francia los poemas juveniles más
bellos. Y, lleno de infelicidad, escribe: «Me aburro mucho, nunca he conocido a
nadie que se aburriera tanto como yo».
En 1890, cuando pensaba casarse,
sintió de pronto una especie de gota, un dolor físico que aquel hombre azotado
por tempestades no conocía hasta entonces. Lejos de Francia, entre esclavos y
negros, en el apestoso desierto. El final se acercaba a pasos de gigante. Él
mismo escribió sobre su enfermedad: «El clima de Harar es frío y, por
costumbre, no llevaba casi nada encima, unos sencillos pantalones de paño y una
camisa de lana, y de esa forma daba a diario absurdas cabalgadas de 15 a 40
kilómetros por las escarpadas montañas del país. Creo que en la rodilla se me
produjo una grave lesión, provocada por el cansancio, el calor y el frío.
Realmente comencé a sentir un martilleo bajo la rótula izquierda: un golpeteo
ligero que notaba a cada minuto… Iba por ahí y seguía trabajando con
diligencia, más que nunca, porque creía que se trataba de un enfriamiento
corriente…». El reconocimiento que le hizo el médico inglés del hospital de
Adén reveló una inflamación avanzada y peligrosa de la articulación. Rimbaud
decidió embarcar en un vapor que se dirigía al Mediterráneo.
En Marsella le amputan la pierna.
La anciana madame Rimbaud está a su lado. «Soy un lisiado —escribe con
desesperación—, ¿para qué sirve un lisiado en este mundo? Prefiero la muerte,
después de todo lo que he soportado ya…» Eso lo escribe tras unos sufrimientos
de meses que lo hacen guardar cama. Tiene cáncer. El 23 de julio, como dice su
hermana, se hace llevar a Roche, a casa de su familia, que se ha asentado allí.
Confía en encontrar definitivamente sueño y tranquilidad. Es 1891. El trigo se
había congelado cuando llegó a casa y, al ver la habitación que le habían
preparado, exclamó: «¡Esto es Versalles!».
Luego siguieron los meses más
horribles de su vida. En octubre se hacen perceptibles los primeros signos
mortales. Una vez más quiere marcharse, con una pierna, a la India o, por lo
menos, a Harar con los negros. Lo llevan a la estación y lo meten en el tren,
pero en la siguiente estación tienen que sacarlo. Siente la más profunda
desesperación que puede sentir un hombre. En el hospital de la Concepción se
inscribe con el nombre de Jean Rimbaud. Luego solo importa ya la lucha entre la
vida que él quería y la muerte. Tiene maravillosas visiones, vuelven
sus illuminations, sus iluminaciones. En su agonía vuelve el poeta, de
pronto está otra vez allí cuando, a los veintitrés años, se interrumpió, cuando
se fue, cuando lo rechazaron desde todos los ángulos y lados como «barbarismo
de la literatura», «debilitamiento del intelecto». Es otra vez poeta… aunque no
escriba ya. Está otra vez ahí… nunca se fue, salvo a Harar, Egipto, Inglaterra
y Java. Solo fue un rodeo, ahora vuelve a ver la poesía desde Charleville y lo
sabe: ¡lo ha logrado! Se derrama sobre él un consuelo maravilloso. «Murió
el 10 de noviembre, por la tarde, a las dos» —escribe su hermana Isabelle—. El
párroco, conmovido por tanto temor de Dios, lo bendijo. «Nunca he visto una fe
tan firme», declaró. Gracias a Isabelle, Rimbaud fue llevado a Charleville y
enterrado, con gran boato, en el cementerio. Allí yace hoy junto a su hermana
Vitalie, bajo un sencillo monumento de mármol.
La obra de Rimbaud ha sido
siempre combatida por quienes no respetan la verdad y, sin embargo, comienza
con el trabajo escolar felizmente revolucionario y absolutamente poético de un
chico de nueve años: El sol caldeaba aún…, que conservó su maestro y
amigo Izambard. Se cuenta entre lo más poderoso y original que se ha escrito en
francés, incluidos los poemas de todos los grandes: Racine, Verlaine, Valéry,
Gide y, últimamente, Claudel. Su poesía no es solo francesa sino europea, es
poesía mundial, es sentencias y predicciones, sentimientos y delirios de
increíble magia.
No hay que hablar demasiado de
Rimbaud, hay que leerlo, dejar que haga su efecto en conjunto como un sueño de
la tierra, hay que entrar en su mundo, como entraba él, con los zapatos sucios
y el estómago hambriento, primero en la carretera de Mézières y luego en París,
en la falta de soluciones. Como el propio Rimbaud, hay que mirar
con su iglesia, no contemplar su obra sino vivir y sufrir con ella,
sencillamente mirarla como mira una muchacha algo que revolotea en su camino.
«A las cuatro de la mañana, en
verano, dura / aún el sueño de amor. / De los arbustos surge / el aroma de las
flores en vano…» Algo así se dice pocas veces y nunca en un poema. Es un
Rimbaud total, conmovedor, solitario y característicamente mundial. O bien
«Ofelia», los dos poemas, que encierran el mundo entero y a Dios con él. En
ellos se puede encontrar todo lo que falta en los poemas de hoy: belleza y
veneración en el sentido más auténtico, y hay soledad y en ella un Dios uno y
eterno, el gran padre, aunque lo quieran expulsar de los versos de Rimbaud.
Para ser creyente no hay que tragar hostias, no hay que confesarse dos veces al
año. Basta con que el hombre mire el rostro del mundo, profundice en su centro…
como Rimbaud. Nunca se debe hacer mofa de la Iglesia, pero se puede calificar
de malos a los malos sacerdotes y de infames a las monjas infames. Sin embargo,
se debe también alabar el esplendor y la bondad de Dios, tal como hizo Rimbaud,
con fuerza elemental, del principio al fin. Porque lo que hace su obra tan
grande es una deformidad cerrada. Rimbaud fue sencillamente el primero que
escribió como Rimbaud. Él y nadie entonces sabía que «ello no es nada,
pero que ÉL es y que ÉL lo es siempre».
Es un «Shakespeare niño», y no
solo porque lo dijera Víctor Hugo. Su «Barco ebrio», su sueño fantástico, es
imperecedero. ¿Dónde dejó la estética? Sin embargo, en los grandes montones de
basura de la literatura, que mutuamente se devoran y en todo momento difunden
su mal olor, lo irreal, cristalino, de un Rilke tardío le resultaba extraño.
Era casto y animal a un tiempo, y de él surgían las reflexiones más bellas y
sensibles. No escribía en papel de tina, sino en paquetes de queso apestosos…
pero precisamente eso seguía siendo poesía. “Una temporada en el
infierno” fue la única obra que publicó durante su vida. Verlaine se ocupó,
tras la muerte de Rimbaud, de una edición de sus obras completas.
La poesía no fue para él más que
un «intento de liberación », una «válvula para su vitalidad desbordante», dijo
de él más tarde Stefan Zweig. Sin embargo, en esas corrientes no se puede
descargar una vitalidad desnuda. No la de Rimbaud, porque para él la poesía no
era un refugio, sino su patria original. «La religión no lo hizo nunca caer de
rodillas » escribió también Stefan Zweig (¡que lo admiraba profundamente!). Y,
sin embargo, su literatura era una religión única, evidentemente universal,
históricamente libre, independiente, sin refinar, que triunfaba en medio de la
suciedad y los zapatos destrozados. ¡Y esa religión suya lo hizo también
fracasar, lo hizo hincarse de rodillas!… De su Temporada en el
infierno dependía su vida entera, de sus Iluminaciones el latido
de su corazón… La riqueza de Harar no le sirvió de nada, todo el dinero no le
sirvió de nada, todo, todo no le sirvió de nada, se desploma, aparentemente
pequeño en los últimos tiempos, y por eso se arrodilla delirando e
implora la última iluminación: ¡la del Padre eterno!
Sólo quien implora al Padre
eterno tiene esperanza de existir y puede decir, como dijo Rimbaud: ¡Yo
seré siempre!
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