jueves, 12 de enero de 2017

Hugo Mayo



Empleado municipal en Guayaquil, Hugo Mayo (Manta, 1895-1988) es uno de los poetas más  interesantes  de  la  primera  vanguardia.  Fundó la  célebre  revista Motocicleta. No publicó libro alguno hasta los años 70.

En Poesía viva del Ecuador, Adoum escribió de él: “Realizó por su cuenta e introdujo en el país los más audaces experimentos de  avanzada  de  la  vanguardia,  desde  el  surrealismo  hasta  el  creacionismo,  desde  el ultraísmo  hasta  el  estridentismo.  Solitario  e  insólito  (a  la  aparición  de  sus  primeros poemas, un crítico publicó un artículo titulado “Un loco anda suelto en Guayaquil”) no tuvo en su momento nadie que lo siguiera: se ha dicho que “su generación fue él”...

Entre  sus  obras: El  regreso (1973), Poemas  de  Hugo  Mayo (1976)  y El  zaguán  de  aluminio (1982).



Sepelio del papagayo K

                                   A José María Eguren

En la loma de los limoneros
ochenta y siete papagayos lo enterraron.
Yo también.

Por caminos torcidos de maizales secos,
con inquietadores asobios lejanos.
Yo también.

Con la preñez clandestina de cabras morenas,
y el parpar de unos patos montunos.
Yo también.

En la loma de los limoneros
ochenta y siete papagayos lo lloraron.
Yo también.

Bajo una llovizna mojando, angustiada.
Oyendo chirridos de grillos salvajes.
Yo también.

Mientras dos caloyos huían, atontados;
y un rano, reviejo, miraba tristón.
Yo también.

Entre los humazos de unos pajonales
y el mugido fúnebre de un buey.
Yo también.

Desde la loma de los limoneros
ochenta y siete papagayos regresaron.
Yo también.

Con el vientecillo que esconde la siembra.
Por entre senderos que abrió el leñador.
Yo también.

Trayendo el silencio del asno paciente.
Brindando hospedaje a un hondo pesar.
Yo también.

Con espinaduras de los cardoncillos.
Un guabo tendido en la sombra negra.
Yo también.

A la loma de los limoneros
ochenta y siete papagayos van los martes.
Yo también.


La vida es un traspié

Si digo "treinta y tres" –orden del médico–
me golpea mi propio yo adentro
Y hasta me voy hundiendo
y el tapeteado corazón se bate a solas
No sé si pido lo imposible
Que aunque me resulta un quitasueño
la vida es un traspié buscado
Y a mi manera cruzar la mar intento
Pero hay agua maligna en sus mareas
Y a qué esa señal que no descifro
si en la espelunca donde me encierro
escribo mi vida en un poema.


La tos del cerdo

Hasta me voy de filo cuando muerdo
la tentación del carretero
de fumar la distancia en un cigarro
Pero desarmándome en medio de la calle
estoy de estos engaños
Recordé lo del tango
"A mí me toca emprender la retirada"
Sin embargo de atrás una noticia traigo
La tos del cerdo ha sido siempre
un caso clínico polémico

.
La dentadura y el amor

Las cosas son así, hay que aceptarlas
aunque pesquemos sin quererlo
un pequeño resfriado
Que un diálogo de besos
podría cambiar la dentadura
frente al amor que arde
Sanseacabó es cierto
si alguien presta pronto la suya
Los odontólogos van a cerrar
sus clínicas ante este anuncio
"Se alquilan dentaduras de asnos"



sábado, 7 de enero de 2017

Una operación dolorosa



Ricardo Piglia


Y quizá ese movimiento entre el escritor que busca descubrir una verdad borrada y el Estado que esconde y entierra podría ser un primer signo, un destello apenas, de las relaciones futuras entre política y literatura. A diferencia de lo que se suele pensar, la relación entre la literatura –entre la novela, la escritura ficcional– y el Estado, es una relación de tensión entre dos tipos de narraciones. Podríamos decir que también el Estado narra, que también el Estado construye ficciones, que también el Estado manipula ciertas historias. Y, en un sentido, la literatura construye relatos alternativos, en tensión con ese relato que construye el Estado, ese tipo de historias que el Estado cuenta y dice.


Voy a leerles una cita del poeta francés Paul Valéry, referida a estas cuestiones: "Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden. Como la barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias". El Estado no puede funcionar sólo por la pura coerción, necesita lo que Valéry llama fuerzas ficticias. Necesita construir consenso, necesita construir historias, hacer creer cierta versión de los hechos. Me parece que ahí hay un campo de investigación importante en las relaciones entre política y literatura, y que quizá la literatura nos ayude a entender el funcionamiento de esas ficciones.


No se trata solamente del contenido de esas ficciones, no se trata solamente del material que elabora sino de la forma que tienen esos relatos del Estado. Y para percibir la forma que tienen, quizá la literatura nos da los instrumentos y los modos de captar la forma en que se construyen y actúan las narraciones que vienen del poder.


La idea, entonces, de que el Estado también construye ficciones: el Estado narra, y el Estado argentino es también la historia de esas historias. No sólo la historia de la violencia sobre los cuerpos, sino también la historia de las historias que se cuentan para ocultar esa violencia sobre los cuerpos. En este sentido, en un punto a veces imagino que hay una tensión entre la novela argentina (la novela de Roberto Arlt, de Antonio Di Benedetto, de Libertad Demitropulos) que construye historias antagónicas, contradictorias, en tensión, con ese sistema de construcción de historias generadas por el Estado.


En algún momento he tratado de pensar cuáles serían algunas de esas historias. He tratado de definir algunas de esas ficciones. He pensado, por ejemplo, que en la época de la dictadura militar una de las historias que se construían era un relato que podemos llamar quirúrgico, un relato que trabajaba sobre los cuerpos. Los militares manejaban una metáfora médica para definir su función. Ocultaban todo lo que estaba sucediendo, obviamente, pero, al mismo tiempo, lo decían, enmascarado, con un relato sobre la cura y sobre la enfermedad. Hablaban de la Argentina como un cuerpo enfermo, que tenía un tumor, una suerte de cáncer que proliferaba, que era la subversión, y la función de los militares era operar, ellos funcionaban de un modo aséptico, como médicos, más allá del bien y del mal, obedeciendo a las necesidades de la ciencia que exige desgarrar y mutilar para salvar. Definían la represión con una metafórica narrativa, asociada con la ciencia, con el ascetismo de la ciencia, pero a la vez aludían a la sala de operaciones, con cuerpos desnudos, cuerpos ensangrentados, mutilados. Todo lo que estaba en secreto aparecía, en ese relato, desplazado, dicho de otra manera. Había ahí, como en todo relato, dos historias, una intriga doble. Por un lado, el intento de hacer creer que la Argentina era una sociedad enferma y que los militares venían desde afuera, eran los técnicos que estaban allí para curar, y por otro lado, la idea de que era necesaria una operación dolorosa, sin anestesia. Era necesario operar sin anestesia, como decía el general Videla. Es necesario operar hasta el hueso, decía Videla. Y ese discurso era propuesto como una suerte de versión ficcional que el Estado enunciaba, porque decía la verdad de lo que estaban haciendo, pero de un modo a la vez encubierto y alegórico.


Este sería un pequeñísimo ejemplo de esto que yo llamo la ficción del Estado. Es el mecanismo formal de construcción de esta historia lo que me importa marcar aquí. Es un mecanismo que se encarna siempre en una figura personalizada que condensa la trama social. En principio, podríamos decir que hay un procedimiento pronominal, un movimiento que va del ellos –el tumor– a nosotros –el cuerpo social– y a un yo –que enuncia la cura. El relato estatal constituye una interpretación de los hechos, es decir, un sistema de motivación y de causalidad, una forma cerrada de explicar una red social compleja y contradictoria. Son soluciones compensatorias, historias con moraleja, narraciones didácticas y también historias de terror.



Fragmento de “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”. Transcripción  de Cacharro(S) de la charla leída en Casa de las Américas, Ciudad de La Habana, 2000. Tomado de Cacharro(s), expediente, 4, enero-febrero, 2004.

 

lunes, 26 de diciembre de 2016

El jardín de los monstruos magnetofónicos





Alberto Laiseca



Dionisios Kaltenbrunner fue el primero, en realidad, que inició estudios serios sobre plantas magnetofónicas. En una sección del campo de concentración que rigió durante breve lapso (nueve meses: el tiempo de la gestación), hizo instalar un pequeño jardín botánico y dio orden de que los interrogatorios, así como las vivisecciones de prisioneras o los experimentos científicos más exuberantes, tuviesen lugar en dicho jardín para que las plantas los oyesen. Además las sesiones fueron grabadas y, posteriormente, día y noche se las volvían a hacer escuchar a dichas plantas; así, en esa forma, les ocurriría lo mismo que a las gallinas, las cuales ponen más huevitos si oyen música clásica.

Los representantes del reino vegetal, terminaron por volverse magnetofónicos también ellos, y ya tenían las cintas magnéticas grabadas dentro suyo, por la ley de la equivalencia energética de los diferentes y comunicados sistemas mágicos.

Paralelamente a todo ello dieron a las plantas alimentos especiales para que sus savias corriesen más rápido; tal era idéntico a grabar a mayor velocidad: si aumenta el número de vueltas de la cinta por unidad de tiempo, más precisa obtenemos la voz; esto es: al incrementar en la savia el número de señales que se correspondiesen con sonidos -al agregar nuevas medidas- agigantaríase la precisión de lo escuchado por ley de errores de Gauss..

Así pues las plantitas, ya vueltas francamente magnetofónicas, proferían en medio de sus deleitados chillidos todo lo que les habían enseñado. Innecesario es decir, cada día estaban más altas y gordas, y los frutos jugosos, enormes y magníficos; hasta en las que tradicionalmente no los ofrecían, por su particular especie. Como los olmos, por ejemplo, que antes no daban.

Tuve una sola oportunidad para observar el meritísimo jardín del Teknocraciamonitor de las I doble E Dionisios Kaltenbrunner, aquel bienhechor. Yo le había rogado mucho; hasta el cansancio de ambos, lo reconozco: "Pero mi Teknocraciamonitor..." "Yo sería tan feliz si usted..." Por fin accedió, aunque no de la manera que yo imaginaba.

Furioso ante mi insistencia, extrajo de su uniforme una tenaza de enormes dimensiones. Me puse lívido. Comprendí al momento que se disponía a privarme de mis pudendos testiculines. No pude impedir que mi mano derecha descendiera en supuesta defensa, sobre la zona en litigio. El subconsciente, a veces es tonto y nos descubre.

Me equivocaba sin embargo y por suerte, ya que su intención no era la imaginada. No obstante esbozó una leve sonrisa al ver mi gesto automático y por un momento dudó. Para mi dicha su decisión consistió en no dejarse influenciar, ateniéndose a su primera idea: apretar con ferocidad y tenaza, una de mis orejas.

Así, en tan incómoda posición, fue llevándome -sin reparar en mis gritos y tropezones-, a dar con gran velocidad una vuelta por el lugar. Cada tanto me obligaba a detenerme ante una de sus preferidas, sin por ello soltarme, al tiempo que farfullaba "¿La ve? ¿la ve?", o si no: "¿Le gusta? ¿le gusta?" y, siempre con su tenaza enganchada en mi oreja, nos trasladábamos hasta la próxima acompañando el paseo con bofetadas, testarazos y cachetes, que aplicaba con su mano libre; o bien, cada tanto, recibía el homenaje de un disciplinario hecho con alambre de púa trenzado con ortigas, que solía llevar colgado de su cinturón. Cada golpe lo acompañaba vociferando alguna cosa -lo absurdo de las palabras utilizadas, me conmovían más que los latigazos-: "¡Gitanerías!, ¡cosquillas!, ¡embelecos!, ¡arrumacos!, ¡cucamonas y carantoñas!".

Ignoro cómo salí vivo. Pensé que iba a transformarme en magnetofónico a mí también.

Pese a la falta de bienestar promovida por la situación, algo vi y recuerdo. Una parte de las plantas eran altísimas, verdaderos árboles. Había otras diminutas. Todas ellas tenían algo en común: no es que comieran, exactamente -al menos no me consta-; más bien daban la impresión general de poder hacerlo. En los capullos de algunas, observé dientecillos.

Ciertas flores se expresaban mediante enormes volúmenes rojos. Otras propagaban amarillos resplandecientes, entre verdes cristalinos y hojas como agujas. No faltaban las completamente grises, de tonos monocordes, sostenidos y continuos, ausentes de ellas toda presencia terrenal; como si fueran plantas marcianas o de las selvas venusinas.

Vi una especie de maíz, con mazorcas marrones, trilobuladas, surgiendo entre espectrales hojas de terciopelo azul.

Los aromas de todas ellas eran densos, como si pertenecieran a esencias concentradas. Jamás olí nada igual pero, cosa extraña, daban la sensación de algo familiar.

Mucho me habría gustado tomar unas instantáneas, pero esto fue imposible. "Saque fotos; saque, saque", me animaba el Teknocraciamonitor mientras proseguía llevándome de la oreja, transformada a esa altura en salchichón, si tenemos en cuenta su color, olor, sabor y volumen. "Saque fotos". No lo hice pues temí que con tanto traqueteo la imagen saliera movida. En fin. Mala suerte.

Muy condescendiente y ya fuera del vergel, me pregunto el comandante: "¿Desea algo mas?" "Sí: irme". Por suerte ese día estaba de un humor excelente y cedió con indulgencia ante mi requerimiento. Incluso me devolvió la oreja.

Ahora la tengo sobre mi mesa, como un pisapapeles; como hizo Stalin con el cráneo de Hitler. Temo que algún día manijeado la confunda con un orejón y me la coma.

Lamentable, la indigestión. Muy lamentable.