domingo, 7 de febrero de 2016
Hacia el cadalso
Jorge Gaitán Durán
Tú no has conseguido nada, me dice el tiempo,
Todo lo has perdido en tu lid imbécil
Contra los dioses. Sólo te quedan palabras,
Tú no has sido nada: ni padre ni guerrero,
Ni súbdito ni príncipe –ni Diógenes el perro;
Y ahora la muerte –cáncer y silencio en tu garganta–
Te hace besar las ruinas que escupiste.
Mas yo he sido: vilano, un día; otro, vulnerable
Titán contra su sombra. Yo he vivido:
Árbol de incendios, semen de amo
Que por un instante tiene el mundo con su cuerpo.
El idiota repite estas palabras hasta el cadalso
Interminablemente: ¡He vivido!
sábado, 30 de enero de 2016
Giovanna y los Beatles
Vittorio Sereni
En el mutismo doméstico en la quietud
creyéndose incomprendida y sola
da nuevo aliento a los que reviven.
Dejando tras de sí astillas de sonido
a lo largo de una raya de polvo
entre paredes estupefactas se retiran
en un chisporroteo
los bienamados Escarabajos.
¿Pasó con ellos su momento?
A menudo en los cruces en los trueques de la vida
aparece por sorpresa un diablo sutil
un infiltrado portador de escalofríos
que asoma de la nada bajo especie de música
-e inflama de verde una colina,
acelera un mar-
seductor infalible hasta que otras músicas lo
superan
y a nosotros con él.
Giovanna e i Beatles
Nel mutismo domestico nella quiete
pensandosi inascoltata e sola
ridà fiato a quei redivivi.
Lungo una striscia di polvere lasciando
dietro sé schegge di suono
tra pareti stupefatte se ne vanno
in uno sfrigolìo
i beneamati Scarafaggi.
Passato col loro il suo momento già?
Più volte agli incroci agli scambi della vita
risalito dal niente sotto specie di musica
a sorpresa rispunta un diavolo sottile
un infiltrato portatore di brividi
- e riavvampa di verde una collina
si movimenta un mare -
seduttore immancabile sin quando
non lo sopraffanno e noi con lui altre musiche.
Versión de Pedro Marqués de Armas
jueves, 28 de enero de 2016
Saba
Vittorio Sereni
Saba
Gorra pipa bastón, los
apagados
objetos de un recuerdo.
Pero los vi animarse cubriendo
a un vagabundo
en una Italia de escombros
y polvo.
Siempre hablaba de sí pero
como él
a nadie he conocido que
hablando de sí mismo
al preguntar a otros por
sus vidas
tanto diese de la suya
a quien lo escuchaba.
Y un día, un día o dos
después del 18 de abril,
lo vi errar de una plaza a
otra
de uno a otro café de
Milán
seguido por la radio.
“Puerca –vociferando–
puerca”. La gente
lo miraba estupefacta.
Se lo decía a Italia. Estrellándose,
como a una mujer
que, enterada o no, nos ha
herido de muerte.
Saba
Berretto pipa bastone, gli
spenti
oggetti di un ricordo.
Ma io li vidi animati
indosso a uno
ramingo in un'Italia di
macerie e di polvere.
Sempre di sè parlava ma
come lui nessuno
ho conosciuto che di sè
parlando
e ad altri vita chiedendo
nel parlare
altrettanto e tanta più ne
desse
a chi stava ad ascoltarlo.
E un giorno, un giorno o
due dopo il 18 aprile,
lo vidi errare da una
piazza all'altra
dall'uno all'altro caffè
di Milano
inseguito dalla radio.
"Porca – vociferando
– porca." Lo guardava
stupefatta la gente.
Lo diceva all'Italia. Di
schianto, come a una donna
che ignara o no a morte ci
ha ferito.
Versión: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas
miércoles, 20 de enero de 2016
Las tierras de Juan
Guillermo Cabrera Infante
"Juan Goytisolo es premiado por los gitanos" (de los
periódicos).Conocí a Juan Goytisolo en el otoño de 1960, cuando me llevó a su
casa de París Heberto Padilla, entonces caído en la primera de sus desgracias
políticas, recurrentes como una fiebre tropical. Iba yo rumbo a Moscú con la
primera delegación cubana que viajaba a la nueva Meca. Había llovido todos los
días anteriores con esa lluvia persistente de septiembre en París, en que las
hojas muertas se convierten en una "masa de detestable podredumbre",
según Poe. Pero ese día salió el sol, y recuerdo que fue la primera vez en mi
vida que vi el cielo sobre los puentes de París como una belleza prometida. Esa
tarde conocí a Juan Goytisolo, desde entonces Juan a secas. Juan ya era
conocido en Cuba, y yo mismo había publicado en 1958, en la revista Carteles, un
cuento suyo, tan' bien hecho que me sorprendió encontrarme al joven maestro
nada vanidoso. Al contrario, era tan acogedor como su apartamento. Ya Juan
conocía a Padilla de París, pero sólo sabía de mí por referencias: Lunes de
Revolución, que yo dirigía, y un libro de cuentos del que Padilla le
había hablado. En esa ocasión le llevaba a Juan un ejemplar de ese mi primer
libro, recién publicado en La Habana.
Cuando regresé a París un mes más tarde Juan ya había recomendado mi libro
a la editorial Gallimard, donde lo publicó Roger Caillois en su colección La
Croix du Sud, llamada a veces La Cruz del Gueto. Era donde iban a parar los
libros de los escritores hispanoamericanos, y las tapas eran de un amarillo
ominoso: no faltaba más que la estrella de David. Pero Juan siempre conseguía
que los libros en español que le interesaban fueran publicados. Aunque su poder
era más limitado de lo que muchos creían, se ganó la enemiga de más de un
escritor no aceptado por Gallimard que quería aparecer, como la rosa de Tejas,
aun de color amarillo. Esta parte de la "buena vida" de Juan en
París, según sus enemigos en cierne (una imaginaria copa de champán en el
desayuno, los mejores vinos inventados para el almuerzo, champán de nuevo para
la cena: esta vez de una falsa Veuve Cliquot), la describían los refusés sin
salón como un exile doré, cuando todos los exilios, bien lo
sé, son de Doré, ilustrador de Dante.
George Orwell quería, cuando conocía a una persona extraordinaria (como un
soldado republicano que vio una vez en Barcelona poco antes de ser herido), no
volverla a ver. Era su manera de evitar que el engaño se le hiciera desengaño.
Afortunadamente, yo había visto a Juan tres veces: dos veces en París y una vez
más en La Habana a fines de 1961.Lunes ya había desaparecido, el
suplemento ahogado en las olas de esa frase oceánica: "Con la revolución,
todo. Contra la revolución, nada". Habíamos formado parte del todo y ahora
éramos la nada. Yo estaba sin empleo (era un desempleado del socialismo, teoría
que con un golpe de dedo no abolirá el desempleo) y pude acompañar a Juan en un
paseo por el campo cubano. Era diciembre y llovía y el sol no apareció en el
viaje. Juan no pudo disfrutar del trópico. -pero disfrutó a los tropicales.-
Como siempre en Barcelona y en París visitó los barrios más humildes de La
Habana y, aunque era un invitado oficial, se las arregló para conocer al pueblo
cubano de cerca: otro tanto había hecho Lorca 30 años antes. Pero aquí Juan
sufrió un espejismo del sol del régimen y creyó que la cara cubana que veía no
era el carácter cubano que emocionó a. Lorca hasta el delirio, sino el espejo
de la vera efigie de Castro: si un simio miraba a la luna (del espejo) se
reflejaba un falso apóstol. La rumbosa "revolución con pachanga" como
la describió Carlos Franqui. (Como se sabe, los grandes del exilio son muertos
yertos para el régimen). En su segundo viaje a Cuba Juan comprobó, sólo seis
años más tarde, que era ya tarde para ese mañana imaginario. Padilla, después
de todo, tenía razón: aun en el trópico el "socialismo es tristeza".
Ya en esta visita a Cuba yo había desaparecido en el exilio -o querían
convertirme en un desaparecido- Juan fue a un panel de la televisión para
hablar de la literatura cubana. En la antesala, uno de esos comisarios de la
cultura (que, cosa curiosa, vive ahora en el nuevo exilio: el paraíso de los quedados) le
advirtió que no mencionara siquiera mi nombre. Juan prometió que no lo haría y
cumplió su palabra: sólo habló de Tres tristes tigres varias
veces. La cara del comisario fue el espejo de su ánimo.
Juan regresó a París desilusionado temprano de la Cuba castrista, pero al
tiempo se hizo portador de muchas esperanzas, puestas ahora en sentido
contrario. Escribió en todas partes lo que había visto y oído en Cuba, pero ha
protegido a toda clase de disidentes: sociales, sexuales y a las víctimas de
todo totalitarismo. Juan fue al verdadero sitio del sitio, Sarajevo. No donde
tiraba el barman del Floridita sus deliciosos proyectiles
derretidos (al amor del daiquiri), sino donde caían obuses asesinos de mujeres
y niños. Mientras tanto, en La Habana, los escritores cristianos daban su auto
de fe castrista, pero apenas se inquietaban por Bosnia porque allí los muertos
"afortunadamente viajaban en tercera" -que es siempre el vagón de los
musulmanes-. O más cerca el Madrid de los gitanos que, como los "negritos
de La Habana", son buenos para hacer música, y para poco más.
Todavía, casi treinta años más tarde, Juan ayuda a los escritores cubanos
enviándoles pluma y papel, y en casos más lamentables hasta una camisa decente.
Sus amigos de La Habana, los que viven, los que han sobrevivido al sectarismo,
lo reconocen como un benefactor: lo sé porque he visto sus cartas. Pero Juan no
quiere hacer públicas sus buenas obras, y tal vez tenga razón. Pero cuando se
escriba su biografía y se cuente su vida, habrá que hacer contar estas
manifestaciones de su personalidad.
La obra, ya considerable, de Juan Goytisolo se divide en tres etapas. Un
naturalista en París que culmina con la primera de sus obras maestras, La
isla, una novella perfecta. Cuando el exilio voluntario se
hace crónica de viajes, como Campos de Níjar (que un curioso
comisario africanizó en La Habana como ¡Cantos del Niger!) o como un recuento
político cubano en Pueblo en marcha. Cuando el exilio se vuelve
destierro el autor deviene Juan sin tierra: es aquí qué el narrador
y el autor se confunden en la búsqueda de un refugio no sólo de las letras,
sino en las formas de vida. Juan encuentra su tierra, justamente, en el mundo
musulmán en general y en particular en el Magreb, en Marruecos: Marraquech es
el oasis de su desierto particular y Makbara es su mejor
momento, su monumento.
Juan Goytisolo es un escritor aún más interesante como explorador de las
islas literarias. No es extraño que uno de sus héroes sea un inglés condenado
por su propia sociedad como un hereje por su afán árabe. Me refiero a Richard
Burton, un autor tan olvidado por la Inglaterra de Isabel la Segunda que para
saber de quién se habla hay que decir, sir Richard Burton, sin confundirlo con
el actor que usurpa su nombre: el primero es un escritor de primera fila; el
otro, con más estilo que estilo. Juan, con un pie en tierra, recobró al
verdadero Burton con la misma cuidadosa exactitud que devolvió a España de
entre los muertos literarios a Blanco White, curioso nombre para un cura de
sotana blanca en su sudario inglés. Hay que apuntar que Blanco era bilingüe y
Burton arabista políglota. Juan habla varios idiomas con facilidad y felicidad
sin que se le note.
El ensayo que Goytisolo dedicó a Burton es, en su brevedad, la mejor
biografía que he leído sobre este inglés que en tiempos imperialistas se
atrevió a ser un ser humano. Uno de mis orgullos literarios es que Juan me
dedicara esta pieza de resistencia que marca el inició feliz de una relación estrecha
entre el escritor español y la literatura inglesa más oculta.
Pero me interesa aún más otro momento: cuando Goytisolo contamina y nunca
con su humor la escritura. Juan él, como persona, de un humor muy particular,
dado a adornar su conversación diaria con una ironía capaz de comprenderlo
todo, que todo lo tolera menos la estupidez humana y su más baja forma, el
racismo. Conozco pocos españoles -no, pocos hombres- con la capacidad de Juan
de trascender, desde siempre, el racismo. Para él no hay blancos ni negros ni
árabes ni judíos: sólo hay formas diversas del ser humano. A veces ni siquiera
discernibles como grupos, tribus o naciones. (¿Cómo distinguir a un bosnio
musulmán de un bosnio cristiano? Solamente los define el racismo serbio). Los
gitanos son un ejemplo, de su sólida solidaridad, como lo demuestran ahora en
su homenaje a Juan. Para Juan sólo hay individuos y, cuando los trata, seres
vivos. Por eso se opone a toda política para la que el mejor enemigo es el
enemigo muerto -o peor, torturado-. No he visto en los treinta y cinco años que
conozco a Juan una muestra de mezquindad ni de envidia, literaria o no.
Solamente su hostilidad siempre manifiesta hacia los imbéciles, los snobs
y los oportunistas, en su forma de altos literatos o chismosos de aldea.
Juan, que por sus credenciales (sus señas de identidad justamente) podría darse
golpes de pecho políticos con el peñón de Gibraltar, ha seguido siendo él mismo
tal como su vida misma lo cambia. Marraquech y París son siempre sus
derroteros, pero, no sus derrotas.
En su escritura sí ha cambiado. Ahora a su sentido del ridículo lo ha
convertido en un sentido del humor cada vez más agudo pero menos hiriente.
Comenzó este humor, libre en Paisajes después de la batalla y
culmina con su descacharrante biografía de la Sagrada Familia, la madre de
todos los marxistas contada corno si el miembro más prominente de la familia
Marx fuera Groucho. La saga de los Marx, desde su primera
línea ("Quarda, Carlo!") hasta la última (que pudiera haber sido
"Goodbye, Charlie!"), es un alarde de humor político más allá de los
políticos que se dejan la barba. Dice Juan todo de Carlos, entre lo humano del
biografiado, y lo divino en que lo han querido convertir todos sus biógrafos:
Marx sin forúnculos. Es por eso que nuestro Juan sin tierra se encuentra, en un
final, que no puede componer la crónica familiar del hombre convertido en un
monolito solemne (no hay más que ver su tumba en el cementerio de Highgate en
Londres, en que, la cabeza de Marx se convierte en ¡otra escultura de la isla
de Pascua!) porque se lo impide la risa que desmorona todo monumento. Y termina
Juan diciendo al lector al decírselo a sí mismo: "¡Nunca escribirás La
saga de los Marx!". Cuando es eso exactamente lo que ha hecho:
una saga que es una soga para ahorcar a los solemnes que corren a la zaga, de
Marx. Juan Goytisolo no ha derrumbado el monumento (todavía está ahí, aunque no
está la URSS), pero ha hecho mella en el monolito. Eso se llama sátira menipea.
Ménipo, nacido esclavo, era uno de los personajes favoritos de ese humorista
capital que se llamó Karl Marx. Su fantasma recorre ahora el mundo para hacernos
morir de risa sardónica.
Publicado en El País, 27 de noviembre de 1995
domingo, 17 de enero de 2016
El mundo es una alcachofa
Italo Calvino
La
realidad del mundo se presenta a nuestros ojos múltiple, espinosa, en estratos apretadamente
superpuestos. Como una alcachofa. Lo que
cuenta para nosotros en la obra literaria es la posibilidad de seguir
deshojándola como una alcachofa infinita, descubriendo dimensiones de lectura siempre nuevas. Por eso
sostenemos que, entre todos los autores importantes y brillantes de quienes se
ha hablado en estos días, tal vez sólo Gadda merece el nombre de gran escritor.
El
aprendizaje del dolor (La cognizione
del dolore) es aparentemente el
libro más subjetivo que pueda imaginarse: casi el esfuerzo de una desesperación
sin objeto; pero en realidad es un libro
atestado de significados objetivos y universales. El zafarrancho (Quer
pasticciaccio brutto de via Merulana), en cambio, es un libro absolutamente objetivo,
un cuadro de la pululación de la vida,
pero al mismo tiempo es un libro profundamente lírico, un autorretrato
escondido entre las líneas de un complicado dibujo, como en ciertos juegos para
niños donde hay que reconocer en la maraña de un bosque la imagen de la liebre
o del cazador.
De El
aprendizaje del dolor, Juan Petit ha dicho una cosa muy justa: que el
sentimiento clave del libro, la ambivalencia odio-amor por la madre, puede
entenderse como odio-amor por el propio país y por el propio ambiente social.
La analogía puede ir más allá. Gonzalo, el protagonista, que vive aislado en la
finca que domina el pueblo, es el burgués que ve trastornado el paisaje de
lugares y valores que le era caro. El motivo obsesivo del miedo a los ladrones
expresa el sentimiento de alarma del conservador frente a la incertidumbre de
los tiempos. Para contrarrestar la amenaza de los ladrones se organiza un
servicio de vigilancia nocturna que devolvería seguridad a los amos de la
finca. Pero este servicio es tan sospechoso, tan equívoco que termina por
constituir para Gonzalo un problema más grave que el miedo a los ladrones. Las
referencias al fascismo son constantes pero nunca tan precisas como para congelar
la narración en una lectura puramente alegórica e impedir otras posibilidades
de interpretación.
(El servicio estaría formado por veteranos de
guerra, pero Gadda pone continuamente en duda los alabados méritos patrióticos
de aquéllos. Recordemos uno de los núcleos fundamentales de su obra y no sólo
de este libro: combatiente de la primera guerra mundial, Gadda ve en ella el momento
en que los valores morales que habían madurado en el siglo XIX encuentran su expresión más
alta, pero al mismo tiempo el principio del fin. Se puede decir que Gadda alimenta
por la primera guerra mundial un amor celoso y al mismo tempo el miedo a un shock del que ni su interioridad ni el
mundo exterior podrán recobrarse jamás.) La madre quiere abonarse al servicio
de vigilancia, pero Gonzalo se opone obstinadamente. Sobre una disensión en
apariencia formal como ésta, Gadda consigue fundar una tensión atroz, de tragedia
griega. La grandeza de Gadda está en que lanza a través de la trivialidad de la
anécdota relámpagos de un infierno que es al mismo tiempo psicológico,
existencial, ético, histórico. Sólo entendiéndolo podemos ponernos en contacto
con la complejidad de la obra.
El final de la novela, el hecho de que la
madre se salga con la suya abonándose a la vigilancia nocturna, que la finca
sea saqueada —al parecer— por los mismos guardias, y que en el asalto de los
ladrones la madre pierda la vida, podría cerrar la narración en el círculo
completo de un apólogo Pero es comprensible que a Gadda esa manera de cerrarla
le interesase menos que crear una tremenda tensión a través de todos los
detalles y divagaciones del relato.
He esbozado una interpretación en clave
histórica quisiera intentar una interpretación en clave filosófica y científica.
Hombre de formación cultural positivista, diplomado en ingeniería por el Politécnico de Milán, apasionado por las
problemáticas y la terminología de las ciencias exactas y de las ciencias
naturales, Gadda vive el drama de nuestro tiempo también como el drama del pensamiento
científico, desde la seguridad racionalista y progresista del siglo XIX hasta
la conciencia de la complejidad de un universo nada tranquilizador y más allá
de toda posibilidad de expresión. La escena central de El aprendizaje es la visita
del médico del pueblo a Gonzalo, un enfrentamiento entre una bonachona imagen
decimonónica de la ciencia y la trágica autoconciencia de Gonzalo, de quien se
traza un retrato fisiológico despiadado y grotesco.
En su vastísima obra editada e inédita,
formada en gran parte por textos de diez o veinte páginas entre las cuales
figuran algunas de sus páginas más bellas, recordaré una prosa escrita para la
radio en la que el ingeniero Gadda habla de la edificación moderna. Empieza con
la clásica compostura de la prosa de Bacon o de Galileo describiendo cómo se construyen
las casas modernas de cemento armado; su exactitud técnica se vuelve cada vez más
nerviosa y colorida cuando explica cómo las paredes de las casas modernas no
consiguen aislar del ruido; después pasa al tratamiento fisiológico acerca de
cómo los ruidos actúan en el encéfalo y en el sistema nervioso; y termina en
una pirotecnia verbal que expresa la exasperación del neurótico víctima de los
ruidos en un gran inmueble urbano.
Creo que esta prosa representa cumplidamente el
abanico de las posibilidades estilísticas de Gadda; más aún, el abanico de sus
implicaciones culturales, ese arco iris de posiciones filosóficas, desde el
racionalismo técnico-científico más riguroso hasta el descenso a los abismos
más oscuros y sulfurosos.
1967
Tomado
de Por qué leer los clásicos,
Tusquets, 1992; trad. Aurora Bernández.
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