miércoles, 20 de enero de 2016

Las tierras de Juan




Guillermo Cabrera Infante


"Juan Goytisolo es premiado por los gitanos" (de los periódicos).Conocí a Juan Goytisolo en el otoño de 1960, cuando me llevó a su casa de París Heberto Padilla, entonces caído en la primera de sus desgracias políticas, recurrentes como una fiebre tropical. Iba yo rumbo a Moscú con la primera delegación cubana que viajaba a la nueva Meca. Había llovido todos los días anteriores con esa lluvia persistente de septiembre en París, en que las hojas muertas se convierten en una "masa de detestable podredumbre", según Poe. Pero ese día salió el sol, y recuerdo que fue la primera vez en mi vida que vi el cielo sobre los puentes de París como una belleza prometida. Esa tarde conocí a Juan Goytisolo, desde entonces Juan a secas. Juan ya era conocido en Cuba, y yo mismo había publicado en 1958, en la revista Carteles, un cuento suyo, tan' bien hecho que me sorprendió encontrarme al joven maestro nada vanidoso. Al contrario, era tan acogedor como su apartamento. Ya Juan conocía a Padilla de París, pero sólo sabía de mí por referencias: Lunes de Revolución, que yo dirigía, y un libro de cuentos del que Padilla le había hablado. En esa ocasión le llevaba a Juan un ejemplar de ese mi primer libro, recién publicado en La Habana.
Cuando regresé a París un mes más tarde Juan ya había recomendado mi libro a la editorial Gallimard, donde lo publicó Roger Caillois en su colección La Croix du Sud, llamada a veces La Cruz del Gueto. Era donde iban a parar los libros de los escritores hispanoamericanos, y las tapas eran de un amarillo ominoso: no faltaba más que la estrella de David. Pero Juan siempre conseguía que los libros en español que le interesaban fueran publicados. Aunque su poder era más limitado de lo que muchos creían, se ganó la enemiga de más de un escritor no aceptado por Gallimard que quería aparecer, como la rosa de Tejas, aun de color amarillo. Esta parte de la "buena vida" de Juan en París, según sus enemigos en cierne (una imaginaria copa de champán en el desayuno, los mejores vinos inventados para el almuerzo, champán de nuevo para la cena: esta vez de una falsa Veuve Cliquot), la describían los refusés sin salón como un exile doré, cuando todos los exilios, bien lo sé, son de Doré, ilustrador de Dante.
George Orwell quería, cuando conocía a una persona extraordinaria (como un soldado republicano que vio una vez en Barcelona poco antes de ser herido), no volverla a ver. Era su manera de evitar que el engaño se le hiciera desengaño. Afortunadamente, yo había visto a Juan tres veces: dos veces en París y una vez más en La Habana a fines de 1961.Lunes ya había desaparecido, el suplemento ahogado en las olas de esa frase oceánica: "Con la revolución, todo. Contra la revolución, nada". Habíamos formado parte del todo y ahora éramos la nada. Yo estaba sin empleo (era un desempleado del socialismo, teoría que con un golpe de dedo no abolirá el desempleo) y pude acompañar a Juan en un paseo por el campo cubano. Era diciembre y llovía y el sol no apareció en el viaje. Juan no pudo disfrutar del trópico. -pero disfrutó a los tropicales.-
Como siempre en Barcelona y en París visitó los barrios más humildes de La Habana y, aunque era un invitado oficial, se las arregló para conocer al pueblo cubano de cerca: otro tanto había hecho Lorca 30 años antes. Pero aquí Juan sufrió un espejismo del sol del régimen y creyó que la cara cubana que veía no era el carácter cubano que emocionó a. Lorca hasta el delirio, sino el espejo de la vera efigie de Castro: si un simio miraba a la luna (del espejo) se reflejaba un falso apóstol. La rumbosa "revolución con pachanga" como la describió Carlos Franqui. (Como se sabe, los grandes del exilio son muertos yertos para el régimen). En su segundo viaje a Cuba Juan comprobó, sólo seis años más tarde, que era ya tarde para ese mañana imaginario. Padilla, después de todo, tenía razón: aun en el trópico el "socialismo es tristeza".
Ya en esta visita a Cuba yo había desaparecido en el exilio -o querían convertirme en un desaparecido- Juan fue a un panel de la televisión para hablar de la literatura cubana. En la antesala, uno de esos comisarios de la cultura (que, cosa curiosa, vive ahora en el nuevo exilio: el paraíso de los quedados) le advirtió que no mencionara siquiera mi nombre. Juan prometió que no lo haría y cumplió su palabra: sólo habló de Tres tristes tigres varias veces. La cara del comisario fue el espejo de su ánimo.
Juan regresó a París desilusionado temprano de la Cuba castrista, pero al tiempo se hizo portador de muchas esperanzas, puestas ahora en sentido contrario. Escribió en todas partes lo que había visto y oído en Cuba, pero ha protegido a toda clase de disidentes: sociales, sexuales y a las víctimas de todo totalitarismo. Juan fue al verdadero sitio del sitio, Sarajevo. No donde tiraba el barman del Floridita sus deliciosos proyectiles derretidos (al amor del daiquiri), sino donde caían obuses asesinos de mujeres y niños. Mientras tanto, en La Habana, los escritores cristianos daban su auto de fe castrista, pero apenas se inquietaban por Bosnia porque allí los muertos "afortunadamente viajaban en tercera" -que es siempre el vagón de los musulmanes-. O más cerca el Madrid de los gitanos que, como los "negritos de La Habana", son buenos para hacer música, y para poco más.
Todavía, casi treinta años más tarde, Juan ayuda a los escritores cubanos enviándoles pluma y papel, y en casos más lamentables hasta una camisa decente. Sus amigos de La Habana, los que viven, los que han sobrevivido al sectarismo, lo reconocen como un benefactor: lo sé porque he visto sus cartas. Pero Juan no quiere hacer públicas sus buenas obras, y tal vez tenga razón. Pero cuando se escriba su biografía y se cuente su vida, habrá que hacer contar estas manifestaciones de su personalidad.
La obra, ya considerable, de Juan Goytisolo se divide en tres etapas. Un naturalista en París que culmina con la primera de sus obras maestras, La isla, una novella perfecta. Cuando el exilio voluntario se hace crónica de viajes, como Campos de Níjar (que un curioso comisario africanizó en La Habana como ¡Cantos del Niger!) o como un recuento político cubano en Pueblo en marcha. Cuando el exilio se vuelve destierro el autor deviene Juan sin tierra: es aquí qué el narrador y el autor se confunden en la búsqueda de un refugio no sólo de las letras, sino en las formas de vida. Juan encuentra su tierra, justamente, en el mundo musulmán en general y en particular en el Magreb, en Marruecos: Marraquech es el oasis de su desierto particular y Makbara es su mejor momento, su monumento.
Juan Goytisolo es un escritor aún más interesante como explorador de las islas literarias. No es extraño que uno de sus héroes sea un inglés condenado por su propia sociedad como un hereje por su afán árabe. Me refiero a Richard Burton, un autor tan olvidado por la Inglaterra de Isabel la Segunda que para saber de quién se habla hay que decir, sir Richard Burton, sin confundirlo con el actor que usurpa su nombre: el primero es un escritor de primera fila; el otro, con más estilo que estilo. Juan, con un pie en tierra, recobró al verdadero Burton con la misma cuidadosa exactitud que devolvió a España de entre los muertos literarios a Blanco White, curioso nombre para un cura de sotana blanca en su sudario inglés. Hay que apuntar que Blanco era bilingüe y Burton arabista políglota. Juan habla varios idiomas con facilidad y felicidad sin que se le note.
El ensayo que Goytisolo dedicó a Burton es, en su brevedad, la mejor biografía que he leído sobre este inglés que en tiempos imperialistas se atrevió a ser un ser humano. Uno de mis orgullos literarios es que Juan me dedicara esta pieza de resistencia que marca el inició feliz de una relación estrecha entre el escritor español y la literatura inglesa más oculta.
Pero me interesa aún más otro momento: cuando Goytisolo contamina y nunca con su humor la escritura. Juan él, como persona, de un humor muy particular, dado a adornar su conversación diaria con una ironía capaz de comprenderlo todo, que todo lo tolera menos la estupidez humana y su más baja forma, el racismo. Conozco pocos españoles -no, pocos hombres- con la capacidad de Juan de trascender, desde siempre, el racismo. Para él no hay blancos ni negros ni árabes ni judíos: sólo hay formas diversas del ser humano. A veces ni siquiera discernibles como grupos, tribus o naciones. (¿Cómo distinguir a un bosnio musulmán de un bosnio cristiano? Solamente los define el racismo serbio). Los gitanos son un ejemplo, de su sólida solidaridad, como lo demuestran ahora en su homenaje a Juan. Para Juan sólo hay individuos y, cuando los trata, seres vivos. Por eso se opone a toda política para la que el mejor enemigo es el enemigo muerto -o peor, torturado-. No he visto en los treinta y cinco años que conozco a Juan una muestra de mezquindad ni de envidia, literaria o no. Solamente su hostilidad siempre manifiesta hacia los imbéciles, los snobs y los oportunistas, en su forma de altos literatos o chismosos de aldea. Juan, que por sus credenciales (sus señas de identidad justamente) podría darse golpes de pecho políticos con el peñón de Gibraltar, ha seguido siendo él mismo tal como su vida misma lo cambia. Marraquech y París son siempre sus derroteros, pero, no sus derrotas.
En su escritura sí ha cambiado. Ahora a su sentido del ridículo lo ha convertido en un sentido del humor cada vez más agudo pero menos hiriente. Comenzó este humor, libre en Paisajes después de la batalla y culmina con su descacharrante biografía de la Sagrada Familia, la madre de todos los marxistas contada corno si el miembro más prominente de la familia Marx fuera Groucho. La saga de los Marx, desde su primera línea ("Quarda, Carlo!") hasta la última (que pudiera haber sido "Goodbye, Charlie!"), es un alarde de humor político más allá de los políticos que se dejan la barba. Dice Juan todo de Carlos, entre lo humano del biografiado, y lo divino en que lo han querido convertir todos sus biógrafos: Marx sin forúnculos. Es por eso que nuestro Juan sin tierra se encuentra, en un final, que no puede componer la crónica familiar del hombre convertido en un monolito solemne (no hay más que ver su tumba en el cementerio de Highgate en Londres, en que, la cabeza de Marx se convierte en ¡otra escultura de la isla de Pascua!) porque se lo impide la risa que desmorona todo monumento. Y termina Juan diciendo al lector al decírselo a sí mismo: "¡Nunca escribirás La saga de los Marx!". Cuando es eso exactamente lo que ha hecho: una saga que es una soga para ahorcar a los solemnes que corren a la zaga, de Marx. Juan Goytisolo no ha derrumbado el monumento (todavía está ahí, aunque no está la URSS), pero ha hecho mella en el monolito. Eso se llama sátira menipea. Ménipo, nacido esclavo, era uno de los personajes favoritos de ese humorista capital que se llamó Karl Marx. Su fantasma recorre ahora el mundo para hacernos morir de risa sardónica.



Publicado en El País, 27 de noviembre de 1995



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