martes, 23 de junio de 2015

Informe



Czeslaw Milosz



Oh, señor, quisiste hacer de mí un poeta, y ahora es el momento de hacer el informe.

Mi corazón está lleno de agradecimiento, aunque haya conocido el infortunio de este oficio.

Al practicarlo, llegamos a conocer demasiado sobre la extravagante naturaleza del hombre.

A quien cada día, cada hora y cada año le domina la fantasía.

La fantasía, cuando construye fortalezas de arena y colecciona sellos, y se admira a sí mismo en el espejo.

Y se concede la primacía en el deporte, en el poder y en el amor, y al atesorar dinero.

En la frontera, en la frágil frontera tras la que se extiende un país de quejas y de balbuceos.

Porque en cada uno de nosotros se agita un conejo loco y aúlla una manada de lobos hasta que tememos que otros lo vayan a oír.

De la fantasía surge la poesía, que reconoce su tara.

Aunque sólo al recordar los poemas que escribió su autor siente toda la vergüenza de la fantasía.

Y, con todo, no puede soportar otro poeta a su lado si sospecha que es mejor que él, y le envidia todos los elogios.

Dispuesto no sólo a matarlo, sino también a destrozarlo y a borrarlo de la faz de la tierra.

Hasta que quede él solo, magnánimo y benévolo con sus subordinados, que persiguen pequeñas fantasías.

Así, ¿cómo puede ser que de unos inicios tan viles nazca la excelsitud de la palabra?

He acumulado libros de poetas de varios países, los tengo ahora conmigo y estoy asombrado.

Y es dulce pensar que fui su compañero en esta expedición que nunca se detiene, aunque transcurran los siglos.

Una expedición no del vellocino de oro de la forma perfecta, aunque necesaria como el amor.

Bajo presión del anhelo amoroso para llegar a la esencia del roble y de la cima montañosa, y de la avispa y de la flor de la capuchina.

Porque, en su duración, confirmen nuestra himnicidad frente a la muerte.

Confirmen nuestro pensamiento cordial sobre todos los que, como nosotros, existieron, llegaron a alcanzarlo y no pudieron nombrarlo.

Porque existir en la tierra ya es demasiado para cualquier denominación.

Nos apoyamos fraternalmente, olvidando el daño, traduciéndonos unos a otros en otras lenguas, realmente miembros de una tripulación errante.

¿Cómo pues, no podría estar agradecido, si pronto recibí la llamada y la incomprensible contradicción no me ha arrebatado
mi asombro?

A cada salida del sol renuncio a las dubitaciones de la noche y saludo el nuevo día de una valiosa fantasía. 



Traducción: Xavier Farré 



Tomado de “A la orilla del río”, TIERRA INALCANZABLE, Galaxia Gutenberg, pp.331







viernes, 12 de junio de 2015

Severo Sarduy: una necesaria relectura



Juan Goytisolo


A los quince años de la muerte de su autor, la obra de Severo Sarduy parece haber caído si no en el olvido, en una especie de prolongada hibernación. Varias razones, atribuibles unas al propio Severo, y otras al descuido e inepcia de la crítica, tanto en Francia y España como en Hispanoamérica, explican, ya que no justifican, esta deplorable negligencia. La personalidad de Sarduy y su brillo estelar en la agitada y voluble intelectualidad parisiense del período que abarca desde mediados de los sesenta al comienzo de los ochenta del pasado siglo desdibujó en efecto la frontera entre la figura pública y su escrupulosa creación novelística. El autor ocurrente y mundano, asiduo de los cafés y cenáculos de la Rive Gauche, se puso de moda, exponiéndose con ello a su fatídica consecuencia: pasar de ella, con esa reiteración de las olas que orillan y mueren en la arena de un sistema tan bien descrito por su amigo Roland Barthes. Lo efímero de la actualidad —¡la nouvelle vague!— ocultó de este modo lo perdurable de su modernidad. Desaparecidos algunos de sus mentores, los que sobreviven han mostrado con su oportunismo, y a veces chaqueteo, una lamentable ingratitud con quien alzaron y llevaron en hombros en vida.
Severo Sarduy, becado en París por el gobierno cubano al principio de la Revolución y alejado no sólo físicamente de ésta en razón de su credo artístico y de su no disimulada homosexualidad, entró en contacto con la vanguardia literaria francesa de la mano de François Wahl tras la publicación de su primera novela, Gestos, editada en España por Seix Barral. Con la sonada ruptura entre Pekín y Moscú a causa del denostado «revisionismo» Jruschoviano, el núcleo de escritores aglutinados en torno a la revista Tel Quel se entregó con inconmovible fervor a la defensa del maoísmo. Las inolvidables jornadas del Mayo francés, en las que Severo participó festivamente en el happening de la ocupación de Odeón, abrieron las compuertas a una especie de culto de latría a la persona y obra del Gran Timonel y a las perspectivas del Mañana Luminoso que supuestamente abrían (espejismo al que yo mismo cedí durante un lapso por fortuna brevísimo). A alguien que, como Severo, sabía a qué atenerse por el ejemplo cubano, le tocó vivir una experiencia insólita: la de hallarse atrapado, en una sociedad libre, en un círculo de inexorable rigor doctrinal. En una excelente entrevista publicada en la revista Espiral, el pintor Ramón Alejandro, amigo de Sarduy y de sus compadres de medineo por los lugares poco santos de Tánger, evoca sus precauciones y autocensura de aquellos años. Su testimonio no tiene desperdicio.
La antinomia existente entre el libérrimo autor de De donde son los cantantes y el intelectual asociado exteriormente con el núcleo de Sollers, Foucault y François Wahl, no perjudicó no obstante su aventura creativa. Fuera de la excesiva sobrecarga teórica de Cobra —toda propuesta literaria nueva implica una dimensión experimental pero aquella, para cuajar, no debe mostrar la hilaza—, su novelística posterior revela un admirable proceso de madurez y decantación: la sabia conjugación de su triple herencia hispano-chino-africana representativa del singular mestizaje de la isla. Maitreya, Colibrí, Cocuyo entremezclan la gozosa tradición del choteo con la elaboración refinada de quien se toma su obra muy a pecho: su relectura hoy no decepciona; conserva, al revés, todo su acicate para el amante de la dimensión artística de la literatura.
Bajo su apariencia de frivolidad y mariposeo cultural, Severo fue un gran artista, dotado, como García Lorca, de notables facultades de poeta, dramaturgo y pintor. Una muestra de esta última faceta de su talento en una conocida galería del bulevar Saint-Germain —la última vez que lo vi en persona— evidenciaba la capacidad del autor de asumir y sincretizar las diversas raíces de su cultura. Me sospechaba ya de que era víctima del «monstruo de las dos sílabas» y, por espacio de unos meses, nuestra relación amistosa se redujo a una mera comunicación telefónica. Si la noticia de su muerte me afectó, la impresión fue todavía mayor cuando leí el texto póstumo titulado «El estampido de la vacuidad», en el que el poeta gongorino y lezamiano alcanza la difícil y nítida desnudez de un San Juan de la Cruz; la lucidez y el desarrimo de un místico.
He escrito varios ensayos sobre la labor creativa de mi amigo desde que le dediqué un cursillo —junto a su compatriota Lezama Lima y Cabrera Infante— en la New York University a comienzos de los setenta del siglo que quedó atrás —amén del homenaje que le rindo en un capítulo de mi Carajicomedia—, pero no quiero desaprovechar la oportunidad de añadir estas líneas a la publicación de este libro después de tantos años de injusto silencio.





Tomado de Centro Virtual Cervantes



martes, 26 de mayo de 2015

El llanto de la excavadora (I y II)



Pier Paolo Pasolini                                         


I
    
Solo el amar, solo el conocer
cuenta, no el haber amado,
no el haber conocido. Angustia
    
vivir de un amor acabado.
El alma no crece más.
Aquí en el encantado calor
  
de la noche que plena acá abajo
entre las curvas del río y las aturdidas
visiones de la ciudad regada de luces
    
resuena todavía con mil vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos, haciéndome enemigas

las formas del mundo que hasta ayer
eran mi razón de existir.
Aburrido, cansado, regresar a casa
    
por negras plazuelas de mercados,
tristes calles junto al puerto fluvial,
entre barracas y almacenes que alcanzan
 
los últimos prados. Allí el silencio
es mortal, pero abajo, en avenida Marconi,
en la estación de Trastévere, la tarde resulta

todavía dulce. A sus distritos, 
a sus suburbios regresan, en motos,
de overol o en pantalones de trabajo,
    
mas impulsados por un festivo ardor,
los jóvenes con sus compañeros en los sillines,
riendo, sucios. Los últimos clientes

charlan de pie en voz alta, en la noche,
aquí y allá, en las mesas de los locales
aún luminosos y semivacíos.

Estupenda y mísera ciudad,
que me enseñaste eso que los hombres,
alegres y feroces, aprenden de niños,
    
las pequeñas cosas en las que se descubre
en paz, la grandeza de la vida, como el andar
firmes y presurosos entre el gentío
    
de las calles, dirigirse a otro hombre
sin temblar, no avergonzarse
de mirar el dinero contado

con dedos perezosos por el dependiente
que suda a la carrera ante las fachadas
con su eterno color de verano;

a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos
y no solamente en el corazón,

a comprender que pocos conocen
las pasiones en las que he vivido,
que no me son fraternos, pero

sí hermanos en el poseer pasiones
de hombres que alegres,
inconscientes, enteros,
    
viven de experiencias
para mí ignotas. Estupenda y mísera
ciudad que me obligaste
       
a experimentar aquella vida
desconocida, hasta hacerme descubrir
eso que era, en cada uno, el mundo.

Una luna moribunda en el silencio,
que de sí misma vive, palidece entre ardores
violentos, que miserablemente sobre la tierra
    
muda de vida, con bellas avenidas,
viejas callejuelas, sin dar luz deslumbra,
y refleja, en todo el mundo,
    
allá arriba, un poco de las cálidas nubes.
Es la noche más bella del verano.
Trastévere, con un olor de paja
    
de viejos establos, de vaciadas
hosterías, todavía no duerme.
Las esquinas oscuras, las plácidas paredes

resuenan con encantados rumores.
Hombres y muchachos regresan a casa
-ya solos bajo festones de luces-

hacia sus callejones atestados de oscuridad
y basura, con ese paso blando
que invadía más el alma
    
cuando verdaderamente amaba, cuando
verdaderamente quería comprender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.


II
    
   
Pobre como un gato del Coliseo, 
vivía en una barriada todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad
 
y del campo, apretujado cada día
en un autobús agonizante,
y cada ida, cada vuelta,
    
era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en la cálida calígene,
largos crepúsculos ante los papeles

amontonados en la mesa, entre calles
fangosas, muritos y casitas bañadas de cal,
desbaratadas, con cortinas por puertas…

Pasan el aceitunero, el trapero, 
viniendo de cualquier otra barriada,
con la polvorienta mercancía que parecía
 
fruto de un robo, y la cara cruel
de jóvenes avejentados entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambrienta.

Renovado por el nuevo mundo, libre,
–una llamarada, un aliento
que no sé expresar- daba a la realidad
    
humilde y sucia, confusa e inmensa,
hormigueante en la periferia meridional,
un sentido de serena piedad.
      
Un alma en mí, que no solo era mía, 
una pequeña alma en aquel mundo
sin confines, crecía, nutrida de la alegría
    
de quien amaba aun sin ser amado.
Y todo se iluminaba de este amor.
Quizás de muchacho, heroicamente,  
    
pero madurado en esa experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba al centro del mundo, en aquel mundo
    
de barriadas tristes, beduinas,
de praderas amarillas arrasadas
por un viento siempre brutal,
    
viniera del cálido mar de Fiumicino,
o de la tierra, donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en aquel mundo
    
que solamente podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la calima amarillenta,
  
agujerada por mil filas iguales
de ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre viejos campos y casuchas dormidas.

Los papeluchos y el polvo que ciego
el vientecillo arrastraba de aquí para allá,
las pobres voces sin eco
    
de mujercitas llegadas de los montes
Sabini, del Adriático, y aquí
acampadas ya con montones
    
de depauperados y rudos chiquillos, 
escandalosos, en raídas camisetas,
en grises, quemados calzoncillos,
   
los soles africanos, las lluvias agitadas
que convertían en torrentes de fango
los caminos, los autobuses del paradero

atascados en un ángulo
entre una última franja de hierba blanca
y algún áspero, ardiente vertedero…
    
era el centro del mundo, tal como
mi amor por todo eso estaba al centro
de la historia, y en esta madurez
   
que por ser naciente
era todavía amor, todo estaba
por aclararse -¡estaba
    
claro! Aquel barrio desnudo al viento,
no romano, no meridional,
no obrero, era la vida
 
en su luz más actual:
vida, y luz de la vida, plena
en el caos todavía no proletario,
    
como la quiere el burdo periódico
de la célula, el último
revuelo de la prensa: hueso
    
de la existencia cotidiana,
pura, para ser incluso demasiado
próxima, absoluta para ser   

incluso demasiado míseramente humana. 




Traducción de Pedro Marqués de Armas


Tomado de Potemkin ediciones, núm. 9, octubre-diciembre, 2014


sábado, 16 de mayo de 2015

El largo brazo del regreso





J. J. Armas Marcelo


El largo brazo del regreso ya está aquí, cuando declina lentamente la brillantez que la luz agostina extiende sobre nosotros. Todos hablan ya de una vuelta que, para algunos, resulta precipitada, lentos y perezosos como se han vuelto después del calor del estío y la galbana que no cesa. Casi todos (ácratas, libertinos, acerados críticos, liberales ascetas, profesores socialdemócratas —que es más una conducta, un talante, que una ideología—, novelistas, compositores, surrealistas, feministas, periodistas y reporteros) se han dado una vuelta por La Magdalena, han soltado sus cuartillas (su epistemología escrita) en alta voz, se han observado y sentido satisfechos porque reconocen y los reconocen. La clase intelectual veranea casi siempre sin sacar los pies del tiesto, el estilo de quienes no saben hacer otra cosa que la misma (sea cual sea la estación en la que se mueven).
Disolutos hay, por supuestos (civiles), que se han quitado del ojo la tormenta, que evitan que se hable de ellos aunque sea mal y que prefieren el silencio vaporoso del verano para anclarse en las ficciones, en las novelas, en los poemas que no escribieron durante el otoño y el invierno pasados porque la movida no les dejó libre un momento de sosiego y soledad, que es lo que fundamental y prioritariamente se necesita para escribir. Otros han decidido seguir navegando a vela, ciñendo, oreando o tumbando cada vez que haga falta, como si no estuviéramos exactamente en verano, sino en una estación distinta en la que la libre respiración los hace creerse almirantes en lugar de simples marineros de agua dulce que es lo que han sido y seguirán siendo siempre.
El largo brazo del regreso, con todo su tráfago de rumores, episodios y actuaciones múltiples (insólitas y vulgares), está ya a la vuelta de la esquina. No ha esperado ni siquiera a que lleguen los dos primeros días de septiembre para estrenar la «polémica película» El crimen de Cuenca, con lo que Pilar Miró sé mantendrá por espacio de algunas semanas más como vedette necesaria del papel impreso. Sus opiniones, sus ojos de niña que no ha roto nunca un plato, sus ingenuas muecas, servirán de desayuno para quienes, en un acto digno de todo elogio, seguimos leyendo diariamente varios periódicos e, incluso, nos aventuramos con los informativos de Televisión.
He cenado este verano dos veces con Fernando Castedo, y me he visto algunas veces más, con Jesús Picatoste, el hombre-tanque del actual equipo rector de RTVE. Nerviosos (o crispados) pero firmes en sus resoluciones y con una conciencia por encima de la mediocridad que los atosiga como un banco de calamares que han copiado de su patrón la seriedad ficticia del calamar de fondo, sonríen corno si también estuvieran dando cursos en la Menéndez y Pelayo. Como si nada estuviera ocurriendo.
Una amiga me dice que, efectivamente, está (estuvo) leyendo «El río de la luna, de J. M. Guelbenzu y que le extraña mucho el silencio que la crítica española guarda siempre ante las obras mayores. Le recuerdo que lo mismo; o algo parecido, ocurrió con Teoría del conocimiento, de Luis Goytisolo. Una excepción (con nombre y apellido el crítico también) la constituye el insólito hecho de que alguien se haya acordado de Reinaldo Arenas, que ha publicado en España en muy escaso tiempo tres de sus más importantes obras (El mundo alucinante, Termina el desfile y El Central). Los críticos, con las debidas excepciones, van al trapo, como cualquier lector que se precie. Les interesa fundamentalmente la propaganda que reportarle la propaganda de las obras que comentan. Les interesa seguir, en mayor o menor medida, configurando un mundo de confusionismo, porque a río revuelto ganancia de pescadores. Las obras mayores, comentan sin sonrojo, son sólo para los estudiantes y doctorandos. Así vamos pasando el verano, hasta alcanzar el lento brazo del regreso. Ese es nuestro sino un año más
Mientras tanto, en la lejanía, se avizoran congresos y reuniones internacionales de escritores en general. Venezuela (II Congreso Internacional de Escritores de Lengua Castellana) y Madrid  (Congreso Mundial de Poetas) están ya ahí delante, a la vuelta de la esquina. Perro de este asunto, del que de todos modos La Vanguardia ha dado cumplida noticia, hablaremos en las próximas semanas, cuando el sol baje más rápido y las novedades de septiembre devuelvan la normalidad a los biorritmos de la intelectualidad española. 



 La Vanguardia, 20 de agosto de 1981.



Con los ojos cerrados




Reinaldo Arenas


A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo. Ya que solamente tengo ocho años voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el pimeo que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos voces -porque la escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la fila pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta.
Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con el agua hirviendo
en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para hacer el café, y se le quemo un pie.
Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir -le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque era un gato grande y de color amarillo que seguramente no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y
seguí andando.
Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque está lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada, con una jaba cada una, y las manos extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di un medio a cada una, y las dos me dijeron al mismo tiempo: Dios te haga un santo. Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas. Y ellas volvieron a repetir Dios te haga un santo, pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras de pasas pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro de muchachos de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el torso de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal y tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eché a andar.
Caramba -me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer al agua y del otro, el contén de la acera que nos avisa antes de que pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del
puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos... Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba
unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arcoíris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada.
Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan
alta que es parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien.
Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer, desmandado y con el lomo erizado que parecía soltar chispas.
Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: ¿No quieres comerte algún dulce? Y cuando alcé la cabeza vi que las dependientes eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosas a la entrada de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y de almendras. Y me la pusieron en las manos.
Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues yo solo no iba a poder comerme aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo que les iba a decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, puch, me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas, estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente, que seguramente debe estar
todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada, hecha de chocolate y almendras, que me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la dulcería.