domingo, 4 de enero de 2015

¿Qué es lo contemporáneo?






Giorgio Agamben


La pregunta que quisiera apuntar al comienzo de este [texto] es: “¿De quién y de qué somos contemporáneos? Y, ante todo, ¿qué significa ser contemporáneos?” Una primera y provisoria indicación para orientar nuestra búsqueda hacia una respuesta nos llega de Nietzsche. Justamente en uno de sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes la resume de esta manera: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filósofo que había trabajado hasta ese momento con textos griegos y dos años antes había alcanzado una inesperada fama con El nacimiento de la tragedia, publica las Unzeitgemässe Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con las que quiere hacer las cuentas con su tiempo, tomar posición con respecto al presente. “Esta consideración es intempestiva”, así se lee al principio de la segunda “Consideración”, pues trata de “entender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo que la época está orgullosa, es decir, su cultura histórica, pues yo pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia pero por lo menos tendríamos que darnos cuenta”. Nietzsche coloca su pretensión de “actualidad”, “su contemporaneidad” con respecto al presente, dentro de una falta de conexión, en un desfase. Pertenece verdaderamente a su tiempo, es realmente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adapta a sus pretensiones, y es por ello, en este sentido, no actual; pero, justamente por ello, justamente a través de esta diferencia y de este anacronismo, él es capaz más que los demás de percibir y entender su tiempo.
Esta falta de coincidencia, este intervalo no significa, obviamente, que contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que está mejor en la Atenas de Pericles o en el París de Robespierre y del marqués de Sade que en la ciudad o en el tiempo en el que le tocó vivir. Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero de todas maneras sabe que pertenece a él irrevocablemente, sabe que no puede huir a su tiempo.
La contemporaneidad es esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él pero, a la vez, toma distancia de éste; más específicamente, ella es esa relación con el tiempo que se adhiere a él a través de un desfase y un anacronismo. Aquellos que coinciden completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella, no son contemporáneos pues, justamente por ello, no logran verla, no pueden mantener fija la mirada sobre ella.

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En 1923, Osip Mandelštam escribe una poesía que titula “El siglo” (aunque la palabra rusa vek significa también “época”). Ella contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren el primer verso, “mi siglo” (vek moi):

Siglo mío, mi bestia, ¿quién podrá/ mirarte a los ojos/ y unir con su sangre/ las vértebras de dos siglos?

El poeta, quien tenía que pagar su contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, unir con su sangre la espalda despedazada de su tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos no son solamente, como fue sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también, y ante todo el tiempo de la vida del individuo (recuerden que la palabra latina saeculum significa en sus orígenes el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en este caso, el siglo XX, cuya espalda —aprendemos en la última estrofa de la poesía— está despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, representa esta fractura, es lo que impide al tiempo formarse y, a la vez, la sangre que debe suturar la ruptura. El paralelismo entre el tiempo —y las vértebras— de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo constituye uno de los temas esenciales de la poesía:

Hasta que vive la criatura/ debe llevar sus propias vértebras,/ los flujos bromean/ con la invisible columna vertebral./ Como tierno, infantil cartílago/ es el siglo neonato de la tierra.

El otro gran tema —también éste, como el anterior, una imagen de la contemporaneidad— es el de las vértebras despedazadas del siglo y de su unión, que es obra del individuo (en este caso, del poeta):

Para liberar al siglo de las cadenas/ para dar inicio al nuevo mundo/ se necesita reunir con la flauta/ las rodillas nudosas de los días.

Se puede probar con la siguiente estrofa, la que cierra el poema, que se trata de una labor irrealizable —o, incluso paradójica—. No sólo la época-bestia tiene las vértebras despedazadas, sino también vek, el siglo que apenas nació, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere voltearse hacia atrás, contemplar las propias huellas y, de este modo, muestra su rostro demente:

Pero está despedazada tu columna/ mi estupendo y pobre siglo./ Con una sonrisa insensata/ como un bestia alguna vez flexible/ te volteas hacia atrás, débil y cruel/ a contemplar tus huellas.

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El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué es lo que ve quien observa su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? En este punto quisiera proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no la luz sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, y que es capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente. ¿Pero qué significa “ver las tinieblas”, “percibir la oscuridad”?
Una primera respuesta nos la sugiere la neurofisiología de la visión. ¿Qué nos pasa cuando nos encontramos en un ambiente en el que no hay luz, o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que vemos en ese momento? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadas justamente off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de visión que llamamos oscuridad. Por lo tanto, la oscuridad no es un concepto exclusivo, la simple ausencia de luz, algo como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa, si regresamos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esta oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad, sino implica una actividad y una habilidad particular, que, en nuestro caso, corresponden a neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir sus tinieblas, su oscuridad especial, que, sin embargo, no se puede separar de esas luces.
Puede decirse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y que logra distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Sin embargo, con todo ello, no hemos logrado todavía responder a nuestra pregunta. ¿Por qué el lograr percibir las tinieblas que provienen de la época tendría que interesarnos? ¿No es quizá la oscuridad una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y que no puede, por eso mismo, correspondernos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le corresponde y no deja de interpelarlo, algo que, más que otra luz se dirige directa y especialmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo.

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En el firmamento que observamos en la noche, las estrellas resplandecen rodeadas por una espesa oscuridad. Dado que en el universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los expertos, necesita de una explicación. Es justamente de la explicación que la astrofísica contemporánea da de esta oscuridad de lo que quisiera hablarles en este momento. En el universo en expansión, las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una velocidad tan fuerte que su luz no logra alcanzarnos. Lo que percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja a una gran velocidad hacia nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos pues las galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la de la luz.
Percibir en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no puede hacerlo, esto significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros. Y por eso, ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de valor: pues significa ser capaces no sólo de tener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino incluso percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente. Es decir, una cosa más: ser puntuales a una cita a la que sólo se puede faltar.
Es por ello que el presente que percibe la contemporaneidad tiene las vértebras rotas. En efecto, nuestro tiempo, el presente no es solamente el más lejano: no puede de ninguna manera alcanzarnos. Su espalda está despedazada y nosotros nos mantenemos exactamente en el punto de la fractura. A pesar de todo, por esto somos contemporáneos a él. Entiendan bien que la cita que está en cuestión con la contemporaneidad no tiene lugar sólo en el tiempo cronológico: está en el tiempo cronológico, algo que es necesario y que lo transforma. Y esta urgencia es la inconveniencia, el anacronismo que nos permite comprender nuestro tiempo en la forma de un “demasiado pronto”, que es también un “demasiado tarde”, de un “ya” que es, incluso, un “no aún”. Y, al mismo tiempo, reconocer en las tinieblas del presente la luz que, sin que jamás pueda alcanzarnos, está perennemente en viaje hacia nosotros.

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La contemporaneidad se inscribe en el presente y lo marca, ante todo, como arcaico, y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las marcas de lo arcaico puede ser contemporáneo. Arcaico significa: cercano al arké, es decir, al origen. Pero el origen no está situado sólo en un pasado cronológico, él es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de actuar en éste, de la misma manera que el embrión sigue actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. La división y, al mismo tiempo, la cercanía, que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esta cercanía con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Quien ha visto por primera vez, llegando al amanecer por mar, los rascacielos de Nueva York, rápidamente percibe esta facies arcaica del presente, esta proximidad con las ruinas cuyas imágenes atemporales del 11 de septiembre hicieron evidentes a todos.
Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no sólo porque, justamente, las formas más arcaicas parecen ejercer sobre el presente una fascinación particular, sino más bien porque la llave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así el mundo antiguo, al llegar a su fin, se vuelve, para reencontrarse, con sus inicios; la vanguardia, que se perdió en el tiempo, persigue lo primitivo y lo arcaico. Es en este sentido que se puede decir que la vía de entrada al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología. Que, sin embargo, no retrocede a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos vivir de ninguna manera, y al permanecer sin vivir, es incesantemente absorbido, hacia el origen, sin que se pueda alcanzar jamás. Dado que el presente no es otra cosa más que lo no-vivido de todo lo vivido y lo que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su demasiada cercanía), no logramos vivir en él. El cuidado puesto a esto no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, regresar a un presente en el que nunca hemos estado.

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Aquellos que han intentado reflexionar sobre la contemporaneidad, lo pudieron hacer sólo con la condición de dividirla en varios tiempos, de introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. Quien puede decir: “mi tiempo” divide al tiempo, inscribe en él una cesura y una discontinuidad: y, sin embargo, justamente a través de esta cesura, de esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo pone en obra una relación especial entre los tiempos. Si, como vimos, es el contemporáneo el que despedazó las vértebras de su tiempo (o, más bien, percibió la falla, o el punto de ruptura). Él hace de esta fractura el lugar de una cita y de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en este sentido, que el gesto de Pablo, en el momento en el que lleva a cabo y anuncia a sus hermanos la contemporaneidad por excelencia: el tiempo mesiánico: el ser contemporáneos del Mesías, y que llama justamente el “tiempo-de ahora” (ho nyn cairos). No sólo este tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusía, el regreso de Cristo, que señala el fin, es verdadero y está cercano, pero es incalculable) sino que él tiene la singular capacidad de poner en relación consigo mismo cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio de la narración bíblica una profecía o una prefiguración (typos es el término que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a través del cual la humanidad recibió la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del Mesías, que lleva a los hombres hacia la redención y hacia la vida).
Esto significa que el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, comprende la luz incierta; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, es capaz de transformarlo y de ponerlo en relación con los demás tiempos, de leer de forma inédita la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene de ninguna manera de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede responder. Es como si esa invisible luz que es la oscuridad del presente proyectara su sombra sobre el pasado y éste, tocado por este haz de sombra, adquiriera la capacidad de responder a las tinieblas del presente. Algo más o menos semejante debía tener en mente Michael Foucault cuando escribía que sus investigaciones históricas sobre el pasado son solamente la sombra de su interrogación teórica del presente. Y W. Benjamin, cuando escribía que el índice histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que ellas alcanzarán su legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. Es de nuestra capacidad de escuchar esa exigencia y esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del “presente” sino también de sus figuras en los textos y en los documentos del pasado, que dependerán el éxito o fracaso de nuestro seminario.




Traducción  de Verónica Nájera



Texto leído en el curso de Filosofía Teorética que se llevó a cabo en la Facultad de Artes y Diseño de Venecia entre 2006 y 2007.


Tomado de Salonkritik



Viví sobre esta Tierra




Miklós Radnóti


Viví sobre esta tierra en un tiempo en que el hombre cayó 
tan bajo que mataba por placer, sin que nadie lo ordenara. 
Locas obsesiones tejían su vida, adoraba falsos dioses
sin ninguna ilusión, manadero de espuma era su boca. 
Viví en esta tierra en una edad 
en la que traicionar era un gesto honorable, 
y eran héroes el traidor y los ladrones,  
y quien guardaba silencio y no podía regocijarse 
fue odiado como un hijo de la peste. 
Yo viví en esta tierra en una época 
en la que el hombre debía ocultar su voz
y morderse los puños con vergüenza;
borracha de sangre y escoria, enloqueció la nación  
y sonreía ante su horrible destino. 
Yo viví sobre esta tierra en una edad 
en la que un hijo era la maldición de su madre
y una madre era feliz cuando abortaba,
y un vaso de denso veneno espumeaba en las mesas, 
y los vivos envidiaban el silencio podrido de los muertos. 
Viví sobre esta tierra, sí, en una época 
en la que los poetas se acostumbraron a callar 
y esperaban que Isaías, el sabio de terribles palabras, 
cantara de nuevo, pues nadie sino él sabía entonar
la justa maldición, la maldición ardiente de los justos.





Versión de Carlos Morales





El Rey






Mark Strand  


Fui a la mitad del cuarto y dije
“Sé que estás aquí,” y lo noté en la esquina,
pequeñito en su enjoyada corona y la suave capa
de armiño. “He perdido mi deseo de reinar”,
dijo. “Mi reino está vacío excepto por ti,
y lo que haces es sólo preguntar por mí”.  “Pero Su Majestad—”
“No me trates de Majestad,  dijo, y  echó la cabeza
hacia un lado y cerró los ojos, “Allá”, susurró,
“Ah eso sí,” y se adentró en su sueño
como un ratón desapareciendo en su hueco.





The King 

I went to the middle of the room and called out,
“I know you’re here,”  then noticed him in the corner,
looking tiny in his jeweled crown and his cape                                                                                 
with ermine trim. “I have lost my desire to rule,”
he said.  “My kingdom is empty except for you,
and all you do is ask for me.” “But your majesty—”
“Don’t `Your majesty me` he said, and tilted his head
to one side and closed his eyes. “There” he whispered,
“That’s more like it.” And he entered his dream
like a mouse vanishing into its hole.





Traducción de Juan Carlos Galeano



viernes, 2 de enero de 2015

Este contacto





Guillem d'Efak



1

Este contacto
solo es eso, un contacto.
El insecto, el loco y el místico,
solo ellos saben sacar el jugo,
nosotros la duración.
Y lo encontramos corto y algo ingenuo,
como las señales que ven los párpados cerrados
haciendo presión
sobre las niñas de los ojos. Y gratuito,
como la faena
del agua rascando, engullendo,
digiriendo cal para dragar cuevas.
Y triunfalista como el alba.
E incapaz como el crepúsculo
con una cruz a contraluz.
Tan solo el loco,
el místico y el insecto
quedan para siempre preñados
con un contacto sin embargo casual
y tan breve que no compensa,
agregamos nosotros.
Nosotros, los hombres de cada día.
Nosotros,
los hombres.





Aquest contacte

1    
Aquest contacte  
sols és això, un contacte. 
L'insecte, el foll i el místic, 
sols ells en treuen tot el suc, 
nosaltres sols la durada. 
I el trobam curt i un poc betzol, 
com els besllums que veus parpelles closes 
exercint una pressió 
sobre els bessons dels ulls. I gratuït, 
com la feinada 
de l'aigua gratant, menjant, 
digerint calç sols per a fer coves. 
I triomfalista com les albes.  

I impotent com l'horabaixa 
amb una creu a contrallum. 
Tan sols el foll, 
el místic i l'insecte 
resten per sempre fecundats 
amb un contacte tanmateix casual 
i tan breu que no compensa, 
afegim nosaltres. 
Nosaltres, els homes de cada dia. 
Nosaltres, 
els homes. 




Versión de Dolores Labarcena





  

El tapiz del Virrey




Pedro Gómez Valderrama


Cuando el virrey subió a su coche con la virreina, para dirigirse al baile en casa del marqués, el criado mulato se quedó escondido en un rincón del patio, hasta que cesaron todos los ruidos del palacio. Sacó entonces una inmensa llave, y abrió la puerta del salón central. Encendió una antorcha y se situó ante el gran tapiz que adornaba el fondo del salón, y que representaba una hermosa escena de bacantes y caballeros desnudos.
El mulato extendió las manos y acarició el cuerpo de una Diana que se adelantaba sobre el tapiz. Murmuraba en voz baja, hasta que de pronto gritó:
-¡Venid! ¡Danzad!
Los personajes tomaron movimiento y fueron descendiendo al salón. Comenzó la música del sabbat, y la danza de los cuerpos en medio de las antorchas. Ante el mulato, los personajes del tapiz iban cumpliendo el rito de adoración al macho cabrío.
Diana permanecía a su lado, besándole de vez en cuando con golosa codicia.
Después de consumidas las viandas del banquete, vino el momento de la fornicación, hasta que sonó el canto del gallo y los personajes se fueron metiendo uno tras otro en el tejido. Sólo quedaron, trenzados en el suelo, Diana y el mulato, al cual encontraron a la mañana siguiente desnudo y muerto en el suelo con unos desconocidos pámpanos manchados de sangre en la mano. Diana no estaba en el tapiz.