martes, 18 de noviembre de 2014

Máscaras antigás para gallinas





Dolores Labarcena


                                                                A Rito Ramón Aroche


El oficial China Daily informó en su momento que, “unos médicos en la localidad de Yexuan, extrajeron 10 metros de pequeñas tuberías de plástico alojadas en el estómago de un hombre que al parecer mordía y devoraba estos objetos como remedio contra la ansiedad”. El hombre, que más tarde averigüé se apellidaba Cao, cada vez que se veía en apuros se zampaba aquellos canalillos de unos 30 centímetros, dieta particular que, según pensaba (y esto durante unos tres años), su organismo podía digerir sin problemas. Esta pasión por lo dúctil, no la adquirió Cao para presentarse a los récords Guinness. No, tuvo un origen al margen de lo excéntrico, digamos más bien sentimental, al fallecer sus padres.

Ary Weddle, profesor de un Instituto de Washington, prometió, poco después del 11 de septiembre de 2001, no afeitarse la barba hasta que capturaran, vivo o muerto, al señor Bin Laden. Diez años después, y con el cadáver del terrorista más buscado de los últimos tiempos servido en bandeja al cancerbero del infierno, o a los tiburones de esa parte del mar, por fin se la podó; medía 38 centímetros de largo. “Me horrorizó ver cómo aquel día miles de personas estaban siendo aplastadas”, dijo el profesor a los medios. “Y no quería olvidarlo. No iba a olvidarlo”, añadió. Poner término a este sacrificio, no es difícil imaginarlo, fue para muchos un alivio, y en particular para su mujer, quien se alegró de ver a su cónyuge más rejuvenecido y pimpante. “No resultaba sencillo -como luego explicó a las emisoras locales- esquiar, o jugar baloncesto”. Al ritual de la poda asistieron, cámara en mano, todos los vecinos del barrio.

Kurt Vonnegut, autor de El francotirador, Cuna de Gato, Dios le bendiga, Mr. Rosewater, entre otras novelas, fue uno de los norteamericanos que sobrevivió al bombardeo de Dresde. Y lo logró gracias a estar guarecido en un sótano destinado a empaquetar carne, llamado “Matadero Cinco”; lugar que le sirvió para titular una novela casi autobiográfica. Siendo prisionero de guerra, los nazis le dieron la tarea de apilar cadáveres para luego enterrarlos en fosas comunes. Pero según Vonnegut, "había demasiados cuerpos que enterrar, así que los nazis prefirieron enviar a unos tipos con lanzallamas”. Es obvio que su experiencia fue atroz; es por eso un áspero censor de la estupidez, la violencia y la deshumanización.  

Hilarante, combinando la realidad con la ciencia ficción, Vonnegut dota a sus personajes de lo que podría denominarse un despiste ancestral. Por haberlos, “haylos”. En El francotirador, por ejemplo, un adolescente acostumbrado a las armas de fuego como si fuesen tirapiedras, mata sin querer a un ama de casa el día de las madres. En Cuna de Gato aparecen todas las respuestas de la vida en una república bananera del Caribe, donde conviven un dictador demente, los herederos del Dr. Hoenikker, Premio Nobel e inventor de hielo-nueve (un cristal que causaría los mismos efectos que la bomba atómica), y hasta el Bokononismo, religión concebida por Bokonon, quien promueve la disolución de la identidad entre sus propios fanáticos y seguidores.  

Llegados a este punto, cabe interrogarnos: ¿qué diferencia hay entre Cao, el comedor de plástico, Ary Weddle, el de la barba como cola de caballo, Bin Laden, el terrorista, y los personajes “ficticios” de Vonnegut? Siempre ligado al catastrofismo y la caricatura, su humor, más allá de entretener, alerta.

¡Elegid! Con esta acción termina La muerte heroica de los cuatrocientos soldados de Pforzheim, memorable canto de Büchner; orgulloso de ser alemán. También Vonnegut hizo su canto en Matadero Cinco, pero al antihéroe. Y a otro (no pude rastrear el nombre) se le ocurrió en plena guerra, e igualmente por la patria, confeccionar máscaras antigás para gallinas, con el único fin de que pusieran huevos.

 

 




lunes, 17 de noviembre de 2014

12





Kurt Vonnegut



Una vez fui propietario y director de un concesionario de coches llamado Saab Cape Cod en West Barnstable, Massachusetts. El concesionario y yo nos quedamos sin trabajo hace treinta y tres años. El Saab era, igual que hoy, un coche sueco, y ahora estoy convencido de que mi fracaso como vendedor en aquella época explica lo que de otro modo sería un misterio insondable: por qué los suecos nunca me han dado un Premio Nobel de Literatura. Un antiguo proverbio noruego dice: “Los suecos tienen la picha corta pero la memoria larga.”

Ahora bien: en aquella época, Saab tenía un solo modelo, un escarabajo parecido al Volkswagen, un sedán de dos puertas aunque con el motor delante. Tenía unas puertas suicidas que se iban abriendo en medio de la estela que dejaba el coche. A diferencia de otros coches, pero igual que un cortacésped o un fueraborda, tenía un motor de dos tiempos y no de cuatro. Por eso, cada vez que llenabas el depósito de gasolina tenías que meterle también una lata de aceite. No sé por qué, las señoras heterosexuales no querían hacerlo.

El principal argumento de venta era que un Saab podía dejar atrás a un Volkswagen en cualquier semáforo. Sin embargo, si usted o su persona amada no habían metido el aceite al llenar el depósito, el coche y sus ocupantes se convertían entonces en fuegos artificiales. También tenía tracción delantera, lo que resultaba muy útil en superficies deslizantes o al acelerar en curva. También tenía otra cosa, como me comentó un posible cliente: “Hacen los mejores relojes. ¿Por qué no iban a hacer también los mejores coches?” No pude menos que darle la razón.

En aquella época, el Saab estaba muy lejos de ser el emblema yuppie, elegante, potente y de cuatro tiempos que es ahora. Era más bien el sueño húmedo, por así decirlo, de los ingenieros de una fábrica de aviones que nunca habían fabricado un coche. ¿He dicho sueño húmedo? No se lo pierdan: había una anilla en el salpicadero conectada por poleas a una cadena del compartimento del motor. Al tirar de ella, en el otro extremo se alzaba una especie de cortinilla montada en un rodillo de resorte detrás de la rejilla delantera. Servía para que no se enfriara el motor mientras hacías una pequeña parada. De este modo, cuando volvías, si no habías estado fuera mucho tiempo, el motor arrancaba al momento. Pero si tardabas demasiado en volver, con cortinilla o sin ella, el aceite se separaba de la gasolina y se hundía hasta el fondo del depósito. Entonces, cuando volvías a arrancar, soltabas más humo que un destructor en un combate naval. Fue así como dejé a oscuras a toda la población de Woods Hole en pleno mediodía, tras haber dejado un Saab en un aparcamiento de allí durante cerca de una semana. Me han dicho que los viejos del lugar todavía se preguntan en voz alta de dónde salió aquel humo. Después de aquello empecé a hablar pestes de la ingeniería sueca, y por hacer el tonto me quedé sin Premio Nobel.





Fragmento de Un hombre sin patria, Editorial Planeta, S.A, 2006;  pp 149-152.

Traducción de Daniel Cortés Coronas 



  

domingo, 16 de noviembre de 2014

Qué piensa Don Cógito del infierno






Zbigniew Herbert



El más bajo círculo del infierno. Contra la opinión generalizada no lo habitan ni déspotas, ni matricidas, ni quienes rondan tras el cuerpo ajeno. Es el asilo de los artistas, lleno de espejos, instrumentos y retratos. A primera vista, la más confortable sección del infierno, sin alquitrán, fuego o torturas físicas.
Todo el año se celebran aquí concursos, festivales y conciertos. No hay temporada alta. El lleno es permanente y prácticamente absoluto. Cada trimestre surgen nuevos rumbos y, según parece, nada está en disposición de detener el triunfal avance de la vanguardia.
Belcebú ama el arte. Jáctase de que sus coros, sus poetas y pintores ya casi sobrepujan a los celestes. Quien tiene el mejor arte, tiene el mejor gobierno -por supuesto. Pronto podrán medirse en el Festival de los Dos Mundos. Y entonces veremos qué queda de Dante, Fra Angélico o Bach.
Balcebú apoya el arte. Asegura a sus artistas paz, buena pitanza y estricto aislamiento de la vida infernal.



 1974


Traducción de Xaverio Ballester




Obras completas




Augusto Monterroso



Cuando cumplió cincuenta y cinco años, el profesor Fombona había consagrado cuarenta al resignado estudio de las más diversas literaturas, y los mejores círculos intelectuales lo consideraban autoridad de primer orden en una dilatada variedad de autores. Sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias, sin ser lo que se llama geniales (por lo menos eso dicen hasta sus enemigos) podrían constituir en caso dado una preciosa memoria de cuanto valor se ha escrito en el mundo, máxime si ese caso fuera, digamos, la destrucción de todas las bibliotecas existentes.

Su gloria como maestro de la juventud no era menor. El selecto grupo de ávidos discípulos que comandaba, y con el que compartía una que otra hora por las tardes, veía en él un humanista de inagotable erudición y seguía sus indicaciones con fanatismo incondicional, del que el propio Fombona era el primero en asustarse: más de una vez había sentido el peso de esos destinos gravitando sobre su conciencia.

El último, Feijoo, apareció tímidamente. Un día. Con cualquier pretexto, se atrevió a reunírseles en el café. Aceptado en principio por Fombona, más tarde se incorporó al grupo como todo buen neófito: con cierto temor inocultable y sin participar mucho en las discusiones. Sin embargo, pasados algunos días y vencida en parte la timidez inicial, se decidió al fin a mostrarles algunos versos Le gustaba leerlos él mismo, acentuando con entonación molestamente escolar las partes que creía de mayor efecto. Después doblaba sus papelitos con serenidad nerviosa, los metía en su cartapacio y jamás volvía a hablar de ellos. Ante cualquier opinión, favorable o negativa, desarrollaba un silencio oprimido, molesto. Inútil consignar que a Fombona esos trabajos no le parecían buenos, pero adivinaba en el autor cierta fuerza poética oculta pugnando por salir.

La inseguridad de Feijoo no podía escapar a la felina percepción de Fombona. Muchas veces lo pensó con detenimiento y estuvo a punto de decirle unas palabras de elogio (era obvio que Feijoo las necesitaba); pero una resistencia extraña que no llegó nunca a comprender, o que trataba por todos los medios de ocultarse, le impedía pronunciar esas palabras. Por el contrario, si algo se le ocurría era más bien una broma, cualquier agudeza sobre los versos, que provocaba invariablemente la risa de todos. Decía que eso «descargaba la atmósfera» haciendo menos sensible su presencia de maestro; pero un acre remordimiento se apoderaba siempre de él inmediatamente después de aquellas salidas. La parquedad en el elogio era la virtud que cultivaba con más esmero. Sin duda porque él mismo, a la edad de Feijoo, se avergonzaba de escribir versos, y un rubor invencible -tanto más difícil de evitar cuanto más combatido- le subía al rostro si alguien encomiaba sus vacilantes composiciones. Aún ahora, cuando cuarenta años de tenaz ejercicio literario -traducciones, monografías, prólogos y conferencias- le deparaban una seguridad antes desconocida, rehuía todo género de alabanzas, y los elogios de sus admiradores eran para él más bien una constante amenaza, algo que en secreto imploraba, pero que rechazaba siempre con un gesto huraño, o superior.

Con el tiempo los poemas de Feijoo empezaron a ser perceptiblemente mejores. Claro, ni Fombona ni su grupo se lo decían, pero en ausencia de Feijoo comentaban la posibilidad de que terminara por convertirse en un gran poeta. Sus progresos fueron finalmente tan notorios que el mismo Fombona se entusiasmó, y una tarde, como sin darse cuenta, le dijo que a pesar de todo sus versos encerraban no poca belleza. El rubor de Feijoo ante lo insólito de ese inesperado incienso fue más visible y penoso que nunca. Evidentemente sufría por la exigencia futura que esas palabras implicaban: mientras Fombona guardó silencio no tenía nada que perder; ahora su obligación era superarse a cada nuevo intento para conservar el derecho a aquella generosa frase de aliento.

Desde entonces le fue cada vez más difícil mostrar sus trabajos. Por otra parte, a partir de ese momento el entusiasmo de Fombona se transformó en una discreta indiferencia que Feijoo no tuvo la capacidad de comprender. Un sentimiento de impotencia lo asaltó ya no sólo ante los demás, sino hasta a solas consigo mismo. Aquella alabanza de Fombona equivalía un poco a la gloria, y el riesgo de una censura fue algo que Feijoo no se sintió ya con fuerzas para afrontar. Pertenecía a esa clase de personas a quienes los elogios hacen daño.

En Daysie's el café no es muy bueno y últimamente lo contamina la televisión. Saltemos sobre la ingrata descripción de ese ambiente banal y no nos detengamos, pues no viene al caso, ni siquiera a ver los rostros llenos de vida de las adolescentes que pueblan las mesas, ni mucho menos a oír las conversaciones de los graves empleados de banco que en las tardes, a la hora del crepúsculo, gustan dialogar, llenos de la suave melancolía propia de su profesión, acerca de sus números y de las mujeres sutilmente perfumadas con que sueñan.

Iturbe, Ríos y Montúfar charlaban sobre sus respectivas especialidades: Montúfar, Quintiliano; Ríos, Lope de Vega; Iturbe, Rodó. Al calor de un café que la charla había dejado enfriar, Fombona, como un director de orquesta, señalaba a cada uno la nota apropiada, y extraía una y otra vez de su insondable saco gris (cruelmente injuriado por superpuestas manchas de origen poco misterioso) tarjetas con nuevos datos, por las cuales la posteridad estaría en aptitud de saber que hubo una coma que Rodó no puso, un verso que Lope encontró prácticamente en la calle, un giro que indignaba a Quintiliano. Brillaba en todos los ojos la alegría que esos aportes eruditos despiertan siempre en las personas de corazón sensible. Cartas de primordiales especialistas, envíos de amigos lejanos y hasta contribuciones de procedencia anónima, iban a acrecentar semana a semana el conocimiento exhaustivo de esos grandes hombres distantes en el tiempo y en la geografía. Esta variante, aquella simple errata descubierta en los textos, acrecentaban en el grupo la fe en la importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad.

Feijoo, según su costumbre, llegó en silencio y se colocó de inmediato al margen de la conversación. Aparte de conocer bien a Lope de Vega (aunque conocer «bien» a Lope de Vega era algo que Fombona no creía posible), es improbable que supiera distinguir con claridad la diferencia precisa entre Quintiliano y Rodó. Resultaba fácil ver que se sentía molesto y como disminuido.

Fombona consideró propicio el momento. Como solía en esos casos, produjo un cargado silencio que se prolongó por varios minutos. Después, sonriendo un poco, dijo:

-Dígame, Feijoo, ¿recuerda aquella cita de Shakespeare que trae Unamuno en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida?

No; Feijoo no la recordaba.

-Búsquela; es interesante, puede servirle.

Tal como lo esperaba, al día siguiente Feijoo habló de aquella cita y de su torpe memoria.

Unamuno dejó de ser tema de conversación por algunos días. Y Quintiliano, Lope y Rodó tuvieron tiempo de crecer considerablemente.

Cuando ya Unamuno estaba olvidado por completo:

-Feijoo -dijo otra vez sonriendo Fombona-, usted que conoce tan bien a Unamuno, ¿recuerda cuál fue su primer libro traducido al francés?

Feijoo no lo recordaba muy bien.

El sábado y el domingo siguiente no se vieron. Pero el lunes Feijoo proporcionó ese dato, y la fecha, y el pie de imprenta.

Desde ese día inolvidable las conversaciones adquirieron un nuevo huésped efectivo: Feijoo. Ahora charlaban mucho mejor, y cierto atardecer desapacible, en que la lluvia imprimía una vaga tristeza en los rostros de todos, Feijoo pronunció por primera vez, clara y distintamente, el nombre sagrado de Quintiliano. Feijoo, antigua pieza suelta en aquel armonioso sistema, había encontrado por fin su lugar preciso en el engranaje. Desde entonces los unió algo que antes no compartían: el afán de saber, de saber con precisión.

Fombona volvió a gozar el deleite de sentirse maestro, y un día y otro imprimió un nuevo signo en aquella dócil materia. ¡La indecisión de Feijoo encajaba tan fácilmente en la indecisión de Unamuno! El tema no fue escogido al azar. El campo era infinito. Unamuno filósofo, Unamuno novelista, Unamuno poeta, Kierkegaard y Unamuno, Unamuno y Heidegger y Sartre. Un autor digno de que alguien le consagrara la vida entera, y él, Fombona, encauzando esa vida, haciéndola una prolongación de la suya. Imaginaba a Feijoo en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta, libre de sus temores, de su horror a la creación. ¡Qué seguridad adquiriría! Cómo en adelante aquel querido muchacho temeroso podría enfrentarse a quien fuera, y hablar de todo a través de Unamuno. Y se vio a sí mismo, cuarenta años atrás, sufriendo avergonzado y solo por el verso que se negaba a salir, y que si salía era únicamente para producirle aquel rubor como fuego que nunca pudo explicarse. Pero de nuevo volvió la vieja duda a atormentarlo. Se preguntó otra vez si sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias -que constituirían, en caso dado, una preciosa memoria de cuanto de valor se había escrito en el mundo- bastarían a compensarlo de la primavera que sólo vio a través de otros y del verso que no se atrevió nunca a decir. La responsabilidad de un nuevo destino oprimía sus hombros. Y un como remordimiento, el viejo remordimiento de siempre, vino a intranquilizar sus noches: Feijoo, Feijoo, muchacho querido, escápate, escápate de mí, de Unamuno; quiero ayudarte a escapar.

Cuando Marcel Bataillon nos visitó hace unos meses, Fombona les propuso organizar una reunión para agasajarlo y hablar de sus libros.

En la pequeña fiesta Bataillon se interesó vivamente por los nuevos poetas, por la investigación literaria, por la pintura, por todo. Como a las diez y media Fombona tomó a Feijoo por el brazo (creyó percibir una ligera resistencia que fue vencida más por la autoridad de su mirada sonriente que por la fuerza), se acercó al distinguido visitante y pronunció despacio, con calma:

-Maestro, quiero presentarle a Feijoo. Es especialista en Unamuno; prepara la edición crítica de sus Obras completas.

Feijoo le estrechó la mano y dijo dos o tres palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que sí, que mucho gusto, mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo.




Semos malos




Salvador Salazar Arrué 



Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un «arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata» monstruosa que «perjumaba» con música.

-Dicen quen Honduras abunda la plata.
-Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen…
-Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.
-¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.
-Apechálo, no siás bruto.

«Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.

El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos «culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.

-¡Tata: brán tamagases?…
-Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
-Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
-Es que currucado no me puedo dormir luego.
-Estírate, pué…
-No puedo, tata, mucho yelo…
-¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué…

Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.

Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres… Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.

Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».

-Te dijo ques fológrafo.
-¿Vos bis visto cómo lo tocan?
-iAjú!… En los bananales los ei visto…
-¡Yastuvo!…

La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.

Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino…

Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche. 

Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.

Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.

Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron…

Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:

-Semos malos.

Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.