domingo, 16 de noviembre de 2014

Qué piensa Don Cógito del infierno






Zbigniew Herbert



El más bajo círculo del infierno. Contra la opinión generalizada no lo habitan ni déspotas, ni matricidas, ni quienes rondan tras el cuerpo ajeno. Es el asilo de los artistas, lleno de espejos, instrumentos y retratos. A primera vista, la más confortable sección del infierno, sin alquitrán, fuego o torturas físicas.
Todo el año se celebran aquí concursos, festivales y conciertos. No hay temporada alta. El lleno es permanente y prácticamente absoluto. Cada trimestre surgen nuevos rumbos y, según parece, nada está en disposición de detener el triunfal avance de la vanguardia.
Belcebú ama el arte. Jáctase de que sus coros, sus poetas y pintores ya casi sobrepujan a los celestes. Quien tiene el mejor arte, tiene el mejor gobierno -por supuesto. Pronto podrán medirse en el Festival de los Dos Mundos. Y entonces veremos qué queda de Dante, Fra Angélico o Bach.
Balcebú apoya el arte. Asegura a sus artistas paz, buena pitanza y estricto aislamiento de la vida infernal.



 1974


Traducción de Xaverio Ballester




Obras completas




Augusto Monterroso



Cuando cumplió cincuenta y cinco años, el profesor Fombona había consagrado cuarenta al resignado estudio de las más diversas literaturas, y los mejores círculos intelectuales lo consideraban autoridad de primer orden en una dilatada variedad de autores. Sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias, sin ser lo que se llama geniales (por lo menos eso dicen hasta sus enemigos) podrían constituir en caso dado una preciosa memoria de cuanto valor se ha escrito en el mundo, máxime si ese caso fuera, digamos, la destrucción de todas las bibliotecas existentes.

Su gloria como maestro de la juventud no era menor. El selecto grupo de ávidos discípulos que comandaba, y con el que compartía una que otra hora por las tardes, veía en él un humanista de inagotable erudición y seguía sus indicaciones con fanatismo incondicional, del que el propio Fombona era el primero en asustarse: más de una vez había sentido el peso de esos destinos gravitando sobre su conciencia.

El último, Feijoo, apareció tímidamente. Un día. Con cualquier pretexto, se atrevió a reunírseles en el café. Aceptado en principio por Fombona, más tarde se incorporó al grupo como todo buen neófito: con cierto temor inocultable y sin participar mucho en las discusiones. Sin embargo, pasados algunos días y vencida en parte la timidez inicial, se decidió al fin a mostrarles algunos versos Le gustaba leerlos él mismo, acentuando con entonación molestamente escolar las partes que creía de mayor efecto. Después doblaba sus papelitos con serenidad nerviosa, los metía en su cartapacio y jamás volvía a hablar de ellos. Ante cualquier opinión, favorable o negativa, desarrollaba un silencio oprimido, molesto. Inútil consignar que a Fombona esos trabajos no le parecían buenos, pero adivinaba en el autor cierta fuerza poética oculta pugnando por salir.

La inseguridad de Feijoo no podía escapar a la felina percepción de Fombona. Muchas veces lo pensó con detenimiento y estuvo a punto de decirle unas palabras de elogio (era obvio que Feijoo las necesitaba); pero una resistencia extraña que no llegó nunca a comprender, o que trataba por todos los medios de ocultarse, le impedía pronunciar esas palabras. Por el contrario, si algo se le ocurría era más bien una broma, cualquier agudeza sobre los versos, que provocaba invariablemente la risa de todos. Decía que eso «descargaba la atmósfera» haciendo menos sensible su presencia de maestro; pero un acre remordimiento se apoderaba siempre de él inmediatamente después de aquellas salidas. La parquedad en el elogio era la virtud que cultivaba con más esmero. Sin duda porque él mismo, a la edad de Feijoo, se avergonzaba de escribir versos, y un rubor invencible -tanto más difícil de evitar cuanto más combatido- le subía al rostro si alguien encomiaba sus vacilantes composiciones. Aún ahora, cuando cuarenta años de tenaz ejercicio literario -traducciones, monografías, prólogos y conferencias- le deparaban una seguridad antes desconocida, rehuía todo género de alabanzas, y los elogios de sus admiradores eran para él más bien una constante amenaza, algo que en secreto imploraba, pero que rechazaba siempre con un gesto huraño, o superior.

Con el tiempo los poemas de Feijoo empezaron a ser perceptiblemente mejores. Claro, ni Fombona ni su grupo se lo decían, pero en ausencia de Feijoo comentaban la posibilidad de que terminara por convertirse en un gran poeta. Sus progresos fueron finalmente tan notorios que el mismo Fombona se entusiasmó, y una tarde, como sin darse cuenta, le dijo que a pesar de todo sus versos encerraban no poca belleza. El rubor de Feijoo ante lo insólito de ese inesperado incienso fue más visible y penoso que nunca. Evidentemente sufría por la exigencia futura que esas palabras implicaban: mientras Fombona guardó silencio no tenía nada que perder; ahora su obligación era superarse a cada nuevo intento para conservar el derecho a aquella generosa frase de aliento.

Desde entonces le fue cada vez más difícil mostrar sus trabajos. Por otra parte, a partir de ese momento el entusiasmo de Fombona se transformó en una discreta indiferencia que Feijoo no tuvo la capacidad de comprender. Un sentimiento de impotencia lo asaltó ya no sólo ante los demás, sino hasta a solas consigo mismo. Aquella alabanza de Fombona equivalía un poco a la gloria, y el riesgo de una censura fue algo que Feijoo no se sintió ya con fuerzas para afrontar. Pertenecía a esa clase de personas a quienes los elogios hacen daño.

En Daysie's el café no es muy bueno y últimamente lo contamina la televisión. Saltemos sobre la ingrata descripción de ese ambiente banal y no nos detengamos, pues no viene al caso, ni siquiera a ver los rostros llenos de vida de las adolescentes que pueblan las mesas, ni mucho menos a oír las conversaciones de los graves empleados de banco que en las tardes, a la hora del crepúsculo, gustan dialogar, llenos de la suave melancolía propia de su profesión, acerca de sus números y de las mujeres sutilmente perfumadas con que sueñan.

Iturbe, Ríos y Montúfar charlaban sobre sus respectivas especialidades: Montúfar, Quintiliano; Ríos, Lope de Vega; Iturbe, Rodó. Al calor de un café que la charla había dejado enfriar, Fombona, como un director de orquesta, señalaba a cada uno la nota apropiada, y extraía una y otra vez de su insondable saco gris (cruelmente injuriado por superpuestas manchas de origen poco misterioso) tarjetas con nuevos datos, por las cuales la posteridad estaría en aptitud de saber que hubo una coma que Rodó no puso, un verso que Lope encontró prácticamente en la calle, un giro que indignaba a Quintiliano. Brillaba en todos los ojos la alegría que esos aportes eruditos despiertan siempre en las personas de corazón sensible. Cartas de primordiales especialistas, envíos de amigos lejanos y hasta contribuciones de procedencia anónima, iban a acrecentar semana a semana el conocimiento exhaustivo de esos grandes hombres distantes en el tiempo y en la geografía. Esta variante, aquella simple errata descubierta en los textos, acrecentaban en el grupo la fe en la importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad.

Feijoo, según su costumbre, llegó en silencio y se colocó de inmediato al margen de la conversación. Aparte de conocer bien a Lope de Vega (aunque conocer «bien» a Lope de Vega era algo que Fombona no creía posible), es improbable que supiera distinguir con claridad la diferencia precisa entre Quintiliano y Rodó. Resultaba fácil ver que se sentía molesto y como disminuido.

Fombona consideró propicio el momento. Como solía en esos casos, produjo un cargado silencio que se prolongó por varios minutos. Después, sonriendo un poco, dijo:

-Dígame, Feijoo, ¿recuerda aquella cita de Shakespeare que trae Unamuno en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida?

No; Feijoo no la recordaba.

-Búsquela; es interesante, puede servirle.

Tal como lo esperaba, al día siguiente Feijoo habló de aquella cita y de su torpe memoria.

Unamuno dejó de ser tema de conversación por algunos días. Y Quintiliano, Lope y Rodó tuvieron tiempo de crecer considerablemente.

Cuando ya Unamuno estaba olvidado por completo:

-Feijoo -dijo otra vez sonriendo Fombona-, usted que conoce tan bien a Unamuno, ¿recuerda cuál fue su primer libro traducido al francés?

Feijoo no lo recordaba muy bien.

El sábado y el domingo siguiente no se vieron. Pero el lunes Feijoo proporcionó ese dato, y la fecha, y el pie de imprenta.

Desde ese día inolvidable las conversaciones adquirieron un nuevo huésped efectivo: Feijoo. Ahora charlaban mucho mejor, y cierto atardecer desapacible, en que la lluvia imprimía una vaga tristeza en los rostros de todos, Feijoo pronunció por primera vez, clara y distintamente, el nombre sagrado de Quintiliano. Feijoo, antigua pieza suelta en aquel armonioso sistema, había encontrado por fin su lugar preciso en el engranaje. Desde entonces los unió algo que antes no compartían: el afán de saber, de saber con precisión.

Fombona volvió a gozar el deleite de sentirse maestro, y un día y otro imprimió un nuevo signo en aquella dócil materia. ¡La indecisión de Feijoo encajaba tan fácilmente en la indecisión de Unamuno! El tema no fue escogido al azar. El campo era infinito. Unamuno filósofo, Unamuno novelista, Unamuno poeta, Kierkegaard y Unamuno, Unamuno y Heidegger y Sartre. Un autor digno de que alguien le consagrara la vida entera, y él, Fombona, encauzando esa vida, haciéndola una prolongación de la suya. Imaginaba a Feijoo en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta, libre de sus temores, de su horror a la creación. ¡Qué seguridad adquiriría! Cómo en adelante aquel querido muchacho temeroso podría enfrentarse a quien fuera, y hablar de todo a través de Unamuno. Y se vio a sí mismo, cuarenta años atrás, sufriendo avergonzado y solo por el verso que se negaba a salir, y que si salía era únicamente para producirle aquel rubor como fuego que nunca pudo explicarse. Pero de nuevo volvió la vieja duda a atormentarlo. Se preguntó otra vez si sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias -que constituirían, en caso dado, una preciosa memoria de cuanto de valor se había escrito en el mundo- bastarían a compensarlo de la primavera que sólo vio a través de otros y del verso que no se atrevió nunca a decir. La responsabilidad de un nuevo destino oprimía sus hombros. Y un como remordimiento, el viejo remordimiento de siempre, vino a intranquilizar sus noches: Feijoo, Feijoo, muchacho querido, escápate, escápate de mí, de Unamuno; quiero ayudarte a escapar.

Cuando Marcel Bataillon nos visitó hace unos meses, Fombona les propuso organizar una reunión para agasajarlo y hablar de sus libros.

En la pequeña fiesta Bataillon se interesó vivamente por los nuevos poetas, por la investigación literaria, por la pintura, por todo. Como a las diez y media Fombona tomó a Feijoo por el brazo (creyó percibir una ligera resistencia que fue vencida más por la autoridad de su mirada sonriente que por la fuerza), se acercó al distinguido visitante y pronunció despacio, con calma:

-Maestro, quiero presentarle a Feijoo. Es especialista en Unamuno; prepara la edición crítica de sus Obras completas.

Feijoo le estrechó la mano y dijo dos o tres palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que sí, que mucho gusto, mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo.




Semos malos




Salvador Salazar Arrué 



Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un «arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata» monstruosa que «perjumaba» con música.

-Dicen quen Honduras abunda la plata.
-Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen…
-Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.
-¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.
-Apechálo, no siás bruto.

«Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.

El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos «culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.

-¡Tata: brán tamagases?…
-Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
-Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
-Es que currucado no me puedo dormir luego.
-Estírate, pué…
-No puedo, tata, mucho yelo…
-¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué…

Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.

Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres… Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.

Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».

-Te dijo ques fológrafo.
-¿Vos bis visto cómo lo tocan?
-iAjú!… En los bananales los ei visto…
-¡Yastuvo!…

La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.

Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino…

Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche. 

Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.

Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.

Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron…

Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:

-Semos malos.

Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.




viernes, 14 de noviembre de 2014

Los jardines y los poetas





Horacio Costa


                                             A Katyna Henríquez


Wang Wei pintaba jardines y cultivaba plantas
En la China Imperial pintar plantar jardines
Era más noble que echar discursos ante un senado inexistente  narcortizado
-Cicerón sermonea Quintiliano gimotea-
Los senadores no prestan atención
Porque observan las musculosas pantorrillas de los guardias
Dacios & Mesios & Beocios principalmente Beocios
El jardín romano era un patio de recepción
Con 8 rosales geométricos
64 vasos de cerámica 128 plantas de geranios perfectamente retóricas
Horacio quería un jardín regular
El número de hojas de sus rosales sería contado
El número de pétalos de rosas sería minuciosamente contado
Como sílabas de poemas estrictamente sintácticos
Las rosas amarillas serían asonancias
El jardín horaciano es un Mondrian avant-la-lettre
Pero Horacio no tuvo dinero para comprar esclavos que contasen  pétalos y hojas
Silábicas
Las piedrecitas del paseo como pausas poéticas
Por eso el jardín de Horacio nunca existió
Cuando pensamos en él nos acordamos de un jardín inexistente
De un jardín civil como Demóstenes
Un ágora iluminado
Por plantas ciudadanos atentos a la perorata
Plantas como oídos vegetales nardos como micrófonos
Y el ciprés que se vislumbra un agente de prensa
Wang Wei cultivó su jardín
Y mientras plantaba pintaba
Sus micrófonos caligráficos con piedras traídas de lejos
Que el lago y la corriente duplicaban en las sutiles tardes otoñales
Etc.
Wang Wei cultivaba jardines
Wang Wei pintaba paisajes
Mas ella, ah,
Ella
Ella cantaba boleros



New Haven, 1985-86




Traducción de Pedro Marqués de Armas 


jueves, 13 de noviembre de 2014

En el desagüe




Ernst Jünger



Goslar está bañada por el Gose, un angosto riachuelo que según el plano de Frankenberg desemboca en la ciudad y prosigue de nuevo su curso a través de un gran canal que cruza la muralla urbana. Este punto débil se encontraba cubierto antaño por el Wasserburg, un edificio que pertenece a los tesoros desconocidos de la ciudad y que se ha conservado muy bien.

Intramuros, al Gose se le llama desde tiempos remotos el “desagüe”; ese nombre siempre se me ha antojado ingenioso como designación de las aguas sucias y residuales. Sin embargo, hasta donde alcanzo, se remonta al término latino aquaeductus a través de la forma Agetocht, a mi juicio, menos apropiada. Es un bello ejemplo de cómo la lengua popular digiere un vocablo extranjero.

Durante mi paseo diario alrededor de la fortificación doblo a menudo por el canal de Wasserburg y hago el camino de vuelta a lo largo del desagüe. Friedrich Georg, un día que me acompañaba, hizo que reparara en una figura sumergida en el agua, que al principio tomamos por uno de esos muñecos de peluche de los niños. Sin embargo, al contemplarlo de cerca descubrimos que se trataba de un corderillo minúsculo, que aún exhibía el cordón umbilical. La figura, que a un primer golpe de vista fugaz nos había divertido, nos causó enseguida repugnancia, sobre todo a medida que reconocíamos con más nitidez que no era sino la postrera imitación de una forma viviente, y además compuesta por grumos finísimos de fango que temblaban en la corriente.

Descubrir que una aparición, como en este caso, de algo entrañable, no es sino una ilusión óptica y que, en el fondo, tras ella se oculta la nada no me resulta nuevo y, sin embargo, despierta siempre inquietud. Así, a veces nos encontramos con ojos que se dirían formados por un fango turbio y helado y que delatan el grado máximo de impasibilidad humana. Existe hoy una nueva clase de espanto similar al que nos sobresalta cuando nos topamos con un cadáver oculto en el agua; encuentros en los que se insinúa una situación teológica absolutamente concreta y frente a los cuales el ser humano se ve necesitado del amparo, largo tiempo olvidado, de los severos preceptos purificadores.

Por el contrario, el caso inverso, cuando el muerto se revela vivo, resulta aliviador. Creemos ver, por ejemplo, un trozo de madera enmohecida, y en ese mismo instante salta una gran langosta al mismo tiempo que bajo sus élitros grises se despliega un par de alas luminosas.