miércoles, 12 de noviembre de 2014

Los héroes de la retirada





Hans Magnus Enzensberger



En todas las capitales de Europa se encuentra uno, allí donde el espacio alcanza su mayor densidad simbólica, o sea, en el centro, verdaderos centauros de enorme corpulencia, seres híbridos de metal fundido, bajo cuyos cascos acuden presurosamente funcionarios a sus ministerios, espectadores a la ópera y creyentes a misa: emperadores romanos, grandes electores, generales eternamente victoriosos. La quimera del hombre montado a caballo representa al héroe europeo, una figura imaginaria sin la cual la historia pasada del continente sería totalmente inimaginable. Desde la invención del automóvil, el sentir universal se ha bajado del caballo; Lenin y Mussolini, Franco y Stalin supieron manejarse sin monturas ecuestres. En cambio, alimentó el número de muestras. Las islas del Caribe y las agrupaciones de Siberia fueron sembradas de héroes petrificados, y las botas de los representados alcanzaron en bastantes ocasiones alturas, similares a las de una casa unifamiliar. La inflación y la elefantiasis anunciaron el próximo final de aquellos héroes, a los que jamás les preocupó otra cosa, que la conquista, el triunfo y la megalomanía. Los escritores lo habían presentido. La literatura se había despedido definitivamente, hace más de un siglo, de aquellas figuras míticas que ella misma había contribuido a crear. La loa soberana y la leyenda heroica pertenecen desde entonces a la prehistoria. La literatura no se ocupa ya desde hace mucho tiempo de Augusto o de Alejandro, sino de Bouvard y Pécuchet, VIadimir y Estragón. Del rey Federico y de Napoleón sólo se habla en los sótanos literarios y, por supuesto, menos todavía de los himnos de Hitler y las odas de Stalin, cuya determinante era desde el principio verdadera escoria.
Por el contrario, la llamada gran política se ha mantenido hasta el presente aferrada y entregada al clásico esquema heroico. Hoy, como ayer, exalta con condecoraciones la memoria de los héroes y sueña con triunfos inalcanzables. En este proceso de anquilosamiento, la política ha alcanzado el último grado, como se pone de manifiesto no sólo en su impotencia simbólica, sino también en la pequeñez del ámbito de sus acciones. La normalidad democrática está presa de la ambición y sed de gloria que sufren de forma visible los dirigentes; no se trata de conquistar un imperio, sino, en el mejor de los casos, una circunscripción electoral, y el genio del general se ve circunscrito a islas que, como Granada o las Malvinas, sólo con lupa pueden localizarse en el globo. Quien quiera regocijarse con el extraordinario encogimiento de la estructura heroica no necesita más que comparar a Churchill con Thatcher, a De Gaulle con Mitterrand, o a Adenauer con KohI. El héroe ha estado investido siempre, como representante del Estado, de un carácter teatral; con su actual elite de poder, la Europa occidental ha completado el camino que va desde el modelo terrorífico hasta el de la imitación ridícula. La comicidad involuntaria de ese clan dirigente que se cree errónea y tercamente instalado en no sé qué cumbres pone de manifiesto que del héroe clásico sólo ha quedado una vulgar caricatura.
El lugar del héroe clásico han pasado a ocuparlo en las últimas décadas otros protagonistas, en mi opinión más importantes, héroes de un nuevo estilo que no representan el triunfo, la conquista, la victoria, sino la renuncia, la demolición, el desmontaje. Tenemos todos los motivos para ocuparnos de estos especialistas de la negociación, pues nuestro continente necesita de ellos si quiere seguir viviendo.
Ha sido Clausewitz, el clásico del pensamiento estratégico, el que ha demostrado que la retirada es la operación más difícil de todas. Esto vale también en política. El non plus ultra del arte de lo posible consiste en abandonar una posición insostenible. Pero si la grandeza de un héroe se mide por la dificultad de la misión con que se enfrenta, se deduce de aquí que el esquema heroico no sólo tiene que ser revisado, sino invertido. Cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla.
En cualquier caso, para hacer un héroe no bastan la simple habilidad y la competencia. Lo que hace memorable al protagonista es la dimensión moral de su acción. Pero precisamente en este aspecto encuentran los héroes de la retirada una reserva tan masiva como tenaz. La opinión general se mantiene aferrada, sobre todo en Alemania, al esquema tradicional. Reclama, hoy como ayer, al personaje imperturbable y exige una moral política de principios firmes y válidos para todo, y esto significa también, si es necesario, andar sobre cadáveres. Pero precisamente esta claridad inequívoca es lo que no puede ofrecer en ningún caso el héroe de la retirada. Quien abandona las propias posiciones no sólo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo. Semejante paso no puede tener lugar sin una separación de la persona y su papel. El ethos del héroe se halla precisamente en su ambivalencia. El especialista en desmontaje demuestra su valor moral asumiendo esa ambigüedad.
El paradigma aquí diseñado ha encontrado su realización histórica al amparo de las dictaduras absolutas del siglo XX. Los pioneros de la retirada la dejaron entrever primero de forma velada y oscura. De Nikita Jruschov se podría afirmar que no sabía lo que hacía, que no tenía en absoluto idea clara de las implicaciones de su actuación; al final hablaba de completar el comunismo en lugar de suprimirlo. Sin embargo, él puso, con su famoso discurso ante el 20º Congreso del PCUS, no sólo el germen de su propia caída. Su horizonte intelectual era limitado; su estrategia, torpe; su actitud, autocrática; sin embargo, en coraje civil sobrepasó prácticamente a todos los políticos de su generación. Precisamente su carácter vacilante lo calificó de forma especial para esa tarea. Hoy está patente más que nunca la lógica subversiva de su carrera heroica: con él ha comenzado el desmontaje del imperio soviético.
Todavía aparece de forma más clara la división interior del especialista de derribos en la figura de Janos Kadar. Este hombre, que fue enterrado en Budapest sin pena ni gloria hace un par de meses, pactó con las tropas de ocupación tras el levantamiento fracasado de 1956. Ochocientas sentencias de muerte, se dice, tiene en su haber. Apenas fueron enterradas las víctimas de la represión, Kadar puso manos a la obra de su vida, que le ocuparía durante casi 30 años. La obra consistió en enterrar con paciencia y perseverancia la autocracia del partido comunista. Es digno de atención el hecho de que este proceso discurriera sin grandes turbulencias; contragolpes y mentiras para vivir le han acompañado siempre; maniobras tácticas y compromisos han sido su estímulo permanente. Sin el precedente húngaro, difícilmente habría comenzado el desmoronamiento del bloque oriental; es indiscutible que Kadar marcó aquí un nuevo rumbo. Es asimismo evidente que el jefe húngaro no estaba en condiciones de hacer frente a las fuerzas que él contribuyó a desatar. El sino típico del empresario histórico de derribos está precisamente en que con su trabajo mina siempre también su propia posición. La dinámica que él pone en marcha le arroja a un lado; él es víctima de su éxito.
Adolfo Suárez, secretario general de Falange Española, se convirtió, tras la muerte de Franco, en primer ministro. En un golpe de mano exactamente planeado desmanteló el régimen, despojó de poder a su propio partido unificado y sacó adelante una Constitución democrática: una operación tan difícil como arriesgada, que Suárez llevó a cabo con arrojo personal y brillantez política. Aquí no estaba en acción, como en el caso de Jruschov, un presentimiento vago, sino una conciencia extremadamente clara. Se trataba no sólo de transformar por completo el aparato político, sino también de disponer al Ejército a no moverse; una purga militar habría conducido a una represión sangrienta y probablemente a una nueva guerra civil.
Tampoco este caos se puede abordar con una simple ética de simpatías que sólo distingue entre ovejas blancas y negras. Suárez fue participante y beneficiario del régimen de Franco; si no hubiera pertenecido al círculo más íntimo del poder no habría estado en disposición de abolir la dictadura. Al mismo tiempo, su pasado le aseguró la desconfianza insuperable de todos los demócratas. De hecho, España no le ha perdonado hasta el presente. A los ojos de sus antiguos camaradas, él fue un traidor; a los ojos de aquellos para quienes había abierto el camino, fue un oportunista. Desde que se retiró como típica figura de la transición no ha vuelto a pisar terreno firme. El papel que él representa en el actual sistema de partidos ha quedado más bien oscuro. Una cosa, y solamente una, tiene garantizada el héroe de la retirada: la ingratitud de la patria.
En la figura de Wojciech Jaruzelski, esta aporía moral adquiere incluso rasgos trágicos. EI fue quien salvó a Polonia en 1981 de una inminente invasión soviética. El precio por ello fue la proclamación de la ley marcial, y el arresto preventivo de la oposición, que hoy, bajo su presidencia, rige el país. Este impresionante éxito de su política no le ha salvado de que una parte notable de la sociedad polaca le contemple en silencio todavía hoy con odio. Nadie le aclama: jamás se librará de las sombras de sus acciones. Él había contado desde un principio con ello, y en esto reside su fuerza moral. Jamás se le ha visto sonreír. El gesto tenso y totalmente inexpresivo, los ojos ocultos tras unas gafas oscuras, representan a este patriota como un mártir. Este san Esteban de la política es una figura de formato shakespeariano.
No puede decirse lo mismo de otros rezagados. Egon Krenz y Ladislav Adamec no ocuparán probablemente en la historia más que una nota al pie de página: el uno, como una versión burlesca, y el otro, como la versión hipócrita del retirado heroico. Pero ni la sonrisa irónica del alemán ni el semblante paternal del checo pueden confundir a nadie sobre su indispensabilidad. La versatilidad acomodaticia que se les reprocha ha sido su único mérito. En la quietud paralizante del momento exacto en que se espera a otro y no acontece nada, uno tuvo que carraspear primero, producir ese ruido pequeño, medio ahogado, que pone en movimiento a un alud. "Uno", como decía en cierta ocasión un socialdemócrata alemán, "uno tiene que ser el tirano sanguinario". Setenta años después uno tuvo que sujetar el brazo al tirano sanguinario, por más que eso lo hiciera un polichinela comunista que rompió el silencio de muerte. Nadie le recordará con benevolencia. Pero precisamente esto le hace memorable.
Los epígonos de la retirada se mueven por impulso ajeno. Obran bajo una presión que viene de abajo y de arriba. El verdadero héroe de la renuncia, en cambio, es él mismo, la fuerza motriz. Mijail Gorbachov es el iniciador de un proceso, con el que otros, más o menos voluntariamente, intentan ir al paso. Él representa -como es ya hoy manifiesto- una figura secular. La dimensión clara de la tarea que se ha impuesto es algo sin precedentes. Está empeñado en desmontar el penúltimo imperio monolítico del siglo XX, sin violencia, sin pánico, sin guerras. Si esto será posible o no está por ver. Con todo, nadie habría considerado posible hace unos meses lo que él ha conseguido hasta ahora por ese camino. Ha tenido que pasar mucho tiempo hasta que el mundo ha empezado a entender su proyecto. La inteligencia superior, la valentía moral y la perspectiva amplia de este hombre, todo ello estaba tan lejos del horizonte de la clase política -en Oriente y en Occidente- que ningún Gobierno se ha atrevido a tomarle la palabra.
Tampoco sobre su popularidad en su país podrá Gorbachov hacerse muchas ilusiones. El más grande de todos los políticos de la renuncia se ve allí a cada paso enfrentado al problema de los resultados inmediatos, como si se tratara de anunciar otra vez a los pueblos un futuro prometedor que ofreciera a cada uno, según sus necesidades y de forma gratuita, jabón, cohetes y fraternidad; como si hubiera alguna otra forma de progreso que la retirada; como si no dependieran todas las oportunidades futuras de desarmar al Leviatán y de encontrar el camino que conduce del abismo a la normalidad. Es claro que cada paso por este camino representa un peligro mortal para el protagonista. Por la izquierda y por la derecha está rodeado de enemigos viejos y jóvenes, gritones y mudos. Como corresponde a un héroe, Gorbachov es un hombre muy solitario.
No se trata en todo esto de reclamar un reconocimiento público para los grandes y pequeños héroes del desarme, un reconocimiento que, por lo demás, ni ellos mismos piden. No hacen falta nuevos monumentos. En cambio, es hora ya de tomar en serio a estos nuevos protagonistas y considerar aquello en lo que convienen y aquello en que se distinguen. Una moral política que sólo conoce figuras luminosas y seres desalmados no será capaz de realizar semejante examen.
Un filósofo alemán ha dicho que al final de este siglo no se trata de mejorar el mundo, sino de respetarlo. Este juicio vale no sólo para aquellas dictaduras que actualmente están siendo desguazadas con más o menos arte delante de nuestros ojos. También a las democracias occidentales les aguarda un desarme del que no existe precedente. El aspecto militar no es más que uno entre muchos. Otras posiciones insostenibles que hay que eliminar son las que se refieren a la guerra de deudas con el Tercer Mundo, y la retirada más difícil de todas es la de la guerra que estamos librando desde la revolución industrial contra nuestra propia biosfera.
Sería hora, por tanto, de que nuestros insignificantes políticos tomaran ejemplo de los especialistas del desmontaje. Las tareas que hay que solventar exigen capacidades que hay que estudiar ante todo en los modelos. Así, una política de la energía o del tráfico que merezca tal nombre sólo puede abordarse con una retirada estratégica. Esta política exige el desmontaje de industrias clave que a largo plazo no son menos peligrosas que un partido unificado. El coraje civil que se necesitaría para ello es semejante al que un funcionario comunista necesita cuando se trata de abolir el monopolio dé su partido. En lugar de esto, nuestra clase política se ejercita en posturas necias de vencedores y mentiras de autocomplacencia y vanidad. Triunfa levantando muros y cree que va a dominar el futuro quedándose sentada fuera. Del imperativo moral de la renuncia no siente nada. El arte de la retirada le es ajeno. Nuestra clase política tiene todavía mucho que aprender.





Traducción de Tomás Romera Sanz



Tomado de EL PAÍS, 26 de diciembre, 1989.

La tía Helen




T. S. Eliot


La señorita Helen Slingsby era mi tía solterona,
y vivía en una casita cercana a un centro comercial
cuidada por sirvientes en cantidades de a cuatro.
Ahora que ella ha muerto hay silencio en el cielo
y silencio al final de su calle.
Se bajaron las persianas y el sepulturero se lavó los pies—
comprobó que eventos como ese ya habían ocurrido.
Los perros fueron atendidos generosamente,
pero poco después el loro murió también.
El reloj de Dresde siguió su curso encima de la chimenea,
y el mayordomo se sentó en la mesa de comer
con la segunda mucama en sus rodillas—
Tan respetuosa ella mientras vivió su dueña.




Traducción de  Pablo De Cuba Soria




Tomado de SOLO CANTABLE

martes, 11 de noviembre de 2014

La nochebuena de Fígaro




Agustín Espinosa



Sentía una ternura que me llevaba a acariciar todas las cosas: lomos de libros, filos de navajas, hocicos de gato, rizos de pubis, prismas de hielo, cucarachas mohosas, lenguas de perro y pieles de marta, gusaneras y bolas de cristal.

Mis manos estaban tocando algo frío y repugnante. Primero las orejas, luego la nariz, después las cejas del cadáver de un hombre como de cincuenta años, escorzado horizontalmente en un gran primer plano de gran ‘film’, que fuera a la vez un gran cuadro. Tenía aquel hombre un ojo medio cerrado, y el otro, vidrioso, desmesuradamente abierto, y una barba de enfermo de una semana. No llevaba puestos zapatos, sino unos calcetines negros, de muy mala clase, rotos por el talón y sobre los dedos. Tenía la cabeza recién afeitada, y cubría únicamente su ya macabra humanidad un abrigo de señora, impecable, sin una sola arruga, abrigo de maniquí de escaparate de sastrería, demasiado largo para el muerto, al que sólo dejaba en libertad los pies. El abrigo llevaba cosido aún en un costado un papel donde se leía: “Mª A., soltera, de 16 años, desconocida”.

Todo esto entre dos hileras de cubiertos, sobre el mantel blanco de una mesa de comedor preparada para una gran cena de Nochebuena. Los mal vestidos pies, rozando la blancura de unos pasteles de coco y la ligera arquitectura de un castillo de hojaldre; una de las manos, de uñas curvas y oscuras, medio sumergida en una fuente de ‘chantilly’.

En una mesa próxima, había varias botellas de champaña y una flamante cabeza de cerdo, de colmillos muy largos, que se parecían demasiado a los del difunto. La posición horizontal alargaba un poco la estatura del cadáver; pero, de todos modos, no debía medir menos de dos metros.

No sin grandes esfuerzos lo había podido traer hasta allí. Y colocarlo sobre la mesa, sin interrumpir demasiado la complicada retórica del banquete. Se trataba ya sólo de separar la cabeza del tronco, y ninguno de los calados cuchillos de plata cortaba bien. Esto empezaba a angustiarme, con el miedo de tener que invertir más tiempo que el fijado.

Me invadía una ternura que me llevaba a acariciar todas las cosas: picaportes, barandas de escaleras, frutas podridas, relojes de oro, excrementos de enfermo, bombillas eléctricas, sostenes sudorosos, rabos de caballo, axilas peludas y camisitas sangrientas, pezones, copas de cristal, escarabajos y azucenas naturalmente húmedas.

Aunque sólo acariciaba las orejas, los labios, las mejillas de un hombre a quien había asesinado unas horas antes en su misma habitación, para sustituir su cabeza por una cabeza más clásica: capricho último, de noche de Navidad, de una mujer de pelo rojo y caderas ampulosas. Por quien había llegado hasta el crimen. Y que esperaba, en tanto, voluptuosamente, mi retorno imperioso a su casa, portador de la cena mágica, en la cual habría de ser yo, a la vez, ‘maître’, matarife y comensal enamorado.




lunes, 10 de noviembre de 2014

El viaje de invierno




Georges Perec


En la última semana de agosto de 1939, mientras los rumores de guerra invadían París, un joven profesor de Letras, Vincent Degraël, fue invitado a pasar unos días en una casa de campo de los alrededores de Le Havre que pertenecía a los padres de un colega suyo, Denis Borrade. La víspera del día de regreso, explorando la biblioteca de sus anfitriones en busca de uno de esos libros que se ha prometido siempre leer, pero que por lo general apenas se tiene tiempo de hojearlos negligentemente junto a la chimenea antes de echar la cuarta partida de bridge, Degraël cayó sobre un delgado volumen titulado El viaje de invierno, cuyo autor, Hugo Vernier, le era absolutamente desconocido, pero cuyas primeras páginas le produjeron una impresión tan fuerte que le faltó tiempo para pedir disculpas a su amigo y a los padres de éste antes de subir a leerlo a su habitación.
El viaje de invierno era una especie de relato escrito en primera persona, y situado en una región medio imaginaria cuyos cielos pesados, bosques umbríos, suaves colinas y canales cortados por esclusas verdinadas evocaban con una insistencia insidiosa paisajes de Flandes o de las Ardenas. El libro estaba dividido en dos partes. La primera, la más corta, describía sibilinamente un viaje de cariz iniciático, cada una de cuyas etapas parecía estar marcada por un fracaso, al término del cual el héroe anónimo, un hombre de quien todo hacía suponer que fuera joven, llegaba a las orillas de un lago sumergido en una bruma espesa; un barquero lo aguardaba allí para conducirlo hasta un islote escarpado, en medio del que se elevaba un caserón alto y sombrío; apenas el joven había puesto el pie sobre el estrecho pontón que constituía el único acceso a la isla, hacía su aparición una extraña pareja: un viejo y una vieja, ambos envueltos en largas capas negras; parecían surgir de la niebla, se colocaban a cada lado de él, lo asían por los codos, y lo estrechaban lo más posible contra sus flancos; casi soldados los unos a los otros, ascendían por un sendero que se desmoronaba, penetraban en la casona, trepaban por una escalera de madera y llegaban hasta una habitación. Allí, tan inexplicablemente como habían aparecido, los viejos desaparecían, dejando al joven solo y en mitad de la estancia. Ésta estaba someramente amueblada: una cama cubierta por una cretona de flores, una mesa y una silla. Un fuego flameaba en la chimenea. Encima de la mesa habían dispuesto una comida: sopa de habas y carne de lomo. Por la alta ventana de la habitación, el joven miraba cómo la luna llena emergía de entre las nubes; luego él se sentaba a la mesa y empezaba a comer. Y con esa cena solitaria acababa la primera parte.
La segunda parte constituía ella sola casi los cuatro quintos del libro y enseguida fue evidente que el corto relato que la precedía tan sólo era su pretexto anecdótico. Se trataba de una larga confesión de un lirismo exacerbado, entremezclada con poemas, máximas enigmáticas y encantamientos blasfemos, Al poco de haber empezado la lectura, Vincent Degraël experimentó una sensación de inquietud que le fue imposible definir de modo concreto, pero que se acentuó a medida que pasaba las páginas del volumen con una mano cada vez más temblorosa: era como si las frases que tenía ante sus ojos se volviesen súbitamente familiares e irresistiblemente le recordasen a algo; como si después de la lectura de cada una de esas frases se impusiera, o mejor dicho se superpusiera, el recuerdo, preciso y vago a la vez, de una frase casi idéntica y que él hubiese leído ya en otra ocasión; como si aquellas palabras, más tiernas que una caricia o más pérfidas que el veneno, aquellas palabras sucesivamente claras o herméticas, obscenas o cálidas, deslumbrantes, laberínticas, que oscilaban sin cesar como la aguja alocada de una brújula entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, esbozasen la configuración confusa en la que se creyese encontrar un barullo de Germain Nouveau y Trintan Corbière, de Villiers y Banville, de Rimbaud y Verhaeren, de Charles Cros y Léon Bloy.
Vincent Degraël, cuyo campo de preocupaciones abarcaba precisamente a esos autores -desde hacía varios años preparaba una tesis sobre "la evolución de la poesía francesa de los Parnasianos a los Simbolistas"-, creyó en un primer momento que había podido, efectivamente, leer ya ese libro de manera casual en una de sus muchas investigaciones, pero luego, más verosímilmente, se sintió víctima de una ilusión de lo conocido en la que, como cuando el simple sabor de un sorbo de té le traslada a uno de golpe a Inglaterra treinta años atrás, había bastado una pequeñez, un sonido, un olor, un gesto -quizás ese breve titubeo que había sentido antes de sacar el libro de la balda en que estaba clasificado entre Verhaeren y Vielé-Griffin, o bien el modo tan ávido con que había hojeado las primeras páginas- para que el recuerdo falaz de una lectura anterior viniera en sobreimpresión a perturbar, hasta hacerla imposible, la lectura que estaba haciendo justo en ese instante. Pero muy pronto la duda desapareció y Degraël hubo de rendirse a la evidencia: tal vez su memoria le jugaba una mala pasada, tal vez no fuese más que algo azaroso el que Vernier pareciera tomar prestado a Catulle Mendés su frase "chacal solitario que frecuenta sepulcros de piedra", tal vez habría que tener en cuenta los encuentros fortuitos, las influencias ostentosas, los homenajes voluntarios, las copias inconscientes, la voluntad de pastiche, el gusto por las citas, las coincidencias felices, tal vez habría que considerar que expresiones tales como "la fugacidad del tiempo", "nieblas del invierno", "oscuro horizonte", "grutas profundas", "vaporosas fuentes", "luces inciertas de salvajes malezas", pertenecían a todos los poetas, y que, por consecuente, era tan normal toparse con ellas en un parágrafo de Hugo Vernier como en las estrofas de Jean Moréas, pero en cambio era del todo imposible no reconocer, palabras por palabra o casi, al azar de la lectura, un fragmento de Rimbaud por aquí ("Veía con claridad una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores hecha por ángeles") o de Mallarmé ("invierno lúcido, estación del arte sereno"), o por allá uno de Lautréamont ("Miré en un espejo esta boca homicida por mi propia voluntad") o de Gustave Kahn ("Deja expirar la canción... mi corazón llora / Un humo negro se arrastra en torno a claridades. Solemne/El silencio ha subido lentamente, amedrenta/A los ruidos familiares del vacío personal") o, apenas modificado, de Verlaine ("en el interminable hastío de la llanura, la nieve lucía como arena. El cielo era de color cobrizo. El tren se deslizaba sin un murmullo..."), etc.
Eran las cuatro de la madrugada cuando Degraël acabó la lectura de El viaje de invierno. Había señalado una treintena de préstamos. Desde luego, había muchos más. El libro de Hugo Vernier parecía ser una prodigiosa compilación de los poetas de finales del siglo XIX, un centón desmesurado, un mosaico en el que se podía decir que cada pieza era la obra de algún otro. Pero en el momento en que se esforzaba en imaginar a ese autor ignoto que había querido extraer de los libros de los demás la materia de su propio texto, en el momento en que trataba de representarse hasta sus últimas consecuencias ese proyecto insensato y admirable, Degraël sintió que en su interior nacía una sospecha enloquecedora: acababa de recordar que al coger el libro de su estante, había anotado maquinalmente la fecha, movido por ese reflejo de joven investigador que no consulta nunca una obra sin apuntar los datos bibliográficos. Tal vez se hubiera equivocado, pero estaba seguro de haber creído leer: 1864. Lo verificó, con el corazón palpitando. Había leído bien: ¡eso quería decir que Vernier había "citado" un verso de Mallarmé con dos años de antelación, plagiado a Verlaine diez años antes de sus "Arias olvidadas", escrito lo mismo que Gustave Kahn cerca de un cuarto de siglo antes que él! Eso quería decir que Lautréamont, Germain Nouveau, Rimbaud, Corbière y bastantes más eran simple y llanamente los copistas de un poeta genial e ignorado que, en una obra única, había sabido reunir la sustancia toda de la que iban a nutrirse después de él tres o cuatro generaciones de autores.
A menos, claro, que la fecha de impresión que figuraba en la obra estuviese equivocada. Pero Degraël rechazaba afrontar esta hipótesis: su descubrimiento era demasiado bello, demasiado evidente, demasiado necesario para no ser cierto, y ya se imaginaba las consecuencias vertiginosas que iba a provocar: el escándalo prodigioso que iba a entrañar la revelación pública de esa "antología premonitoria", la amplitud de sus efectos, el enorme replanteamiento de todo lo que los críticos y los historiadores de la literatura habían enseñado imperturbablemente por los años de los años. Y su impaciencia era tal que, renunciando definitivamente al sueño, se precipitó a la biblioteca para tratar de conocer un poco más acerca de ese Vernier y de su obra.
No encontró nada. Los diversos diccionarios y repertorios presentes en la biblioteca de los Borrade ignoraban la existencia de Hugo Vernier. Ni los Borrade padres ni Denis pudieron informarle de nada más: el libro había sido comprado con ocasión de una subasta en Honfleur, y de eso hacía diez años; lo habían hojeado sin prestarle ninguna atención.
Durante todo el día, con la ayuda de Denis, Degraël procedió a un examen sistemático de la obra, yendo a buscar en decenas de antologías y de colecciones los fragmentos que surgían por doquier: llegaron a hallar unos trescientos cincuenta, repartidos entre casi treinta autores: tanto los más célebres como los más oscuros poetas de fin de siglo, y en ocasiones incluso algunos prosistas (Léon Bloy, Ernest Hello), parecían haber hecho de El viaje de invierno la biblia de donde habían sacado lo mejor de sí mismos: Banville, Richepin, Huysmans, Charles Cros, Léon Valade se codeaban con Mallarmé y con Verlaine, y también con otros en el presente caídos en el olvido, que se llamaban Charles de Pomairoles, Hippolyte Vaillant, Maurice Rollinat (el ahijado de George Sand), Laprade, Albert Mérat, Charles Morice o Antony Valabrègue.
Degraël apuntó cuidadosamente en un carné la lista de los autores y la referencia de sus préstamos literarios, y regresó a París, decidido en firme a proseguir desde el día siguiente sus investigaciones en la Biblioteca Nacional. Pero los acontecimientos no se lo permitieron. En París le esperaba su hoja de ruta militar. Movilizado en Compiègne, se encontró, sin haber tenido en verdad tiempo de comprender por qué, en San Juan de Luz, pasó a España y desde allí a Inglaterra, de donde volvió a Francia al acabar 1945. Durante toda la guerra, había llevado consigo su carné de notas y milagrosamente había logrado no perderlo nunca. Sus investigaciones, como era lógico suponer, no habían avanzado mucho, pero no obstante había hecho un descubrimiento para él capital: en el British Museum había podido consultar el Catálogo general de la librería francesa y la Bibliografía de Francia, y pudo confirmar su formidable hipótesis: El viaje de invierno, de Vernier (Hugo), había sido editado sin ninguna duda en 1864, en Valenciennes, por Hervé Frères, Impresores-Libreros, y, sometido al depósito legal como todas la obras publicadas en Francia, se ingresó en la Biblioteca Nacional, en donde le atribuyeron la signatura Z-87912.
Nombrado profesor en Beauvais, Vincent Degraël consagró desde entonces todos sus ratos libres a El viaje de invierno.
Investigaciones exhaustivas en los diarios íntimos y en las correspondencias epistolares de la mayoría de los poetas de finales del siglo XIX, le persuadieron rápidamente de que Hugo Vernier, en su tiempo, había conocido la celebridad que merecía: anotaciones como "he recibido hoy una carta de Hugo", o "he escrito una larga carta a Hugo", "leído a V.H. toda la noche", o la célebre "Hugo, sólo Hugo" de Valentin Havercamp, no se referían en absoluto a "Victor" Hugo, sino a ese poeta maldito cuya obra breve había prendido, al parecer, en todos aquellos que la habían tenido entre sus manos. Contradicciones clamorosas que ni la crítica ni la historia literaria habían podido explicar nunca hallaban así su única solución lógica, y por eso, evidentemente, pensando en Hugo Vernier y en lo que le debían a su Viaje de invierno, Rimbaud había escrito "Yo es otro" y Lautréamont "La poesía debe ser hecha por todos y no por uno".
Pero cuanto más ponía de relieve el lugar preponderante que Hugo Vernier debía ocupar por derecha en la historia literaria de la Francia del último siglo, menos estaba en condiciones de aportar pruebas tangibles: en realidad, no pudo nunca más volver a tocar con sus manos ningún ejemplar de El viaje de invierno. Aquel que había consultado fue destruido -al mismo tiempo que la villa entera- cuando los bombardeos de Le Havre; el ejemplar depositado en la Biblioteca Nacional no estaba en su puesto cuando él lo pidió y sólo al cabo de largas gestiones consiguió saber que ese libro había sido enviado en 1926 a un encuadernador que nunca lo había llegado a recibir. Todas las pesquisas que mandó hacer a decenas y centenas de bibliotecarios, de archiveros y de libreros se revelaron inútiles, y Degraël se convenció entonces de que los quinientos ejemplares de la edición fueron destruidos adrede por aquellos mismos que se inspiraron tan directamente en ellos.
Sobre la vida de Hugo Vernier, Vincent Degraël no averiguó nada o casi nada. Por una apostilla inesperada, descubierta en una oscura Biografía de hombres notables del Norte de Francia y de Bélgica (Verviers, 1882) supo que había nacido en Vimy (Pas-de-Calais) el 3 de septiembre de 1836. Pero las actas de estado civil de la municipalidad de Vimy habían ardido en 1916, a la vez que sus copias remitidas a la prefectura de Arras. Ninguna acta de defunción se levantó jamás, por lo visto.
Durante cerca de treinta años, Vincent Degraël se esforzó en vano por reunir pruebas de la existencia de ese poeta y de su obra. Cuando él murió, en el hospital psiquiátrico de Verrières, algunos de sus antiguos alumnos se propusieron clasificar el inmenso montón de documentos y manuscritos que dejaba: entre ellos figuraba un grueso libro de registro encuadernado en tela negra y en cuya etiqueta, cuidadosamente caligrafiado, se leía: El viaje de invierno: las ocho primeras páginas describían la historia de esas estériles investigaciones; las trescientas noventa y dos restantes estaban en blanco.




Traducción de Adolfo García Ortega


domingo, 9 de noviembre de 2014

Balada de la loca alegría




Porfirio Barba Jacob



Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...
Ciñe el tirso oloroso, tañe el jocundo címbalo.

Una bacante loca y un sátiro afrentoso
conjuntan en mi sangre su frenesí amoroso.

Atenas brilla, piensa y esculpe Praxiteles,
y la gracia encadena con rosas la pasión.

¡Ah de la vida parva, que no nos da sus mieles
sino con cierto ritmo y en cierta proporción!

Danzad al soplo de Dionisos que embriaga el corazón...

La Muerte viene, todo será polvo
bajo su imperio: ¡polvo de Pericles,
polvo de Codro, polvo de Cimón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-

a beber y a danzar al son de mi canción...

De Hispania fructuosa, de Galia deleitable,
de Numidia ardorosa, y de toda la rosa
de los vientos que beben las águilas romanas,
venid, puras doncellas y ávidas cortesanas.

Danzad en delitosos, lúbricos episodios,
con los esclavos nubios, con los marinos rodios.

Flaminio, de cabellos de amaranto,
busca para Heliogábalo en las termas
varones de placer... Alzad el canto,
reíd, danzad en báquica alegría,
y haced brotar la sangre que embriaga el corazón.

La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Augusto, polvo de Lucrecio,
polvo de Ovidio, polvo de Nerón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...

Aldeanas del Cauca con olor de azucena;
montañesas de Antioquia, con dulzor de colmena;
infantinas de Lima, unciosas y augurales,
y princesas de México, que es como la alacena

familiar que resguarda los más dulces panales;
y mozuelos de Cuba, lánguidos, sensuales,
ardorosos, baldíos,
cual fantasmas que cruzan por unos sueños míos;

mozuelos de la grata Cuscatlán-¡oh ambrosía!-
y mozuelos de Honduras,
donde hay alondras ciegas por las selvas oscuras;

entrad en la danza, en el feliz torbellino:
reíd, jugad al son de mi canción:
la piña y la guanábana aroman el camino
y un vino de palmeras aduerme el corazón.

La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,
polvo en la urna, y rota ya la urna,
polvo en la ceguedad del aquilón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...

La noche es bella en su embriaguez de mieles,
la tierra es grata en su cendal de brumas;
vivir es dulce, con dulzor de trinos;
canta el amor, espigan los donceles,
se puebla el mundo, se urden los destinos...

¡Que el jugo de las viñas me alivie el corazón!
A beber, a danzar en raudos torbellinos,
vano el esfuerzo, inútil la ilusión...