domingo, 19 de octubre de 2014

Pastelería



Mario Cesariny


Al final lo que importa no es la literatura
ni la crítica de arte ni la cámara oscura

Al final lo que importa no es el buen negocio
ni tener dinero y muchas de horas de ocio

Al final lo que importa no es ser nuevo y galante
-tiene él tantas maneras de montar un estante

Al final lo que importa es no tener miedo: 
cerrar los ojos frente al precipicio
y caer verticalmente en el vicio

¿No es verdad, chaval? Y mañana habrá fútbol
antes que cine madame blanche y parole

Que al final lo que importa no es que haya gente con hambre
porque así como así habrá muchos comiendo

Que al final lo que importa es no tener miedo
de llamar al gerente y gritarle delante de todos:
¡Gerente! ¡esta leche está agria!

Que al final lo que importa es llevar bien alto el cuello del abrigo,
al salir de la pastelería,
y allá afuera -ah, allá afuera- reírse de todo

Con la sonrisa admirable de quien sabe y gusta
enseñar los dientes blancos limpios y parejos




Versión de Pedro Marqués de Armas




miércoles, 15 de octubre de 2014

171196



Regis Bonvicino


1

Nunca viví en una calle llamada Vidrio. Una vez pateé adoquines. Cada día pasaba como en un espejo -de ecos. Teléfonos, hilos. Una vez paseé en barco en un lago. Nunca me vi en mi propio reflejo. Charlas, conversaciones -una sola figura y persona. Altoparlante mudo. También viví en un apartamento minúsculo. Me gusta el nombre de las calles de algunos amigos. Amherts, Milvia, Sirio. No tengo tiempo para nada. Se me cayó el cabello. Tal vez eso sea todo.

2

Mis antepasados vinieron de Italia. Sicilia. Nápoles. Venecia. Alessandro Bonvicino -Il Moretto. También de Pontevedra, en Galicia. Mis antepasados, maternos, vinieron de minas. Mi nombre: mi padre lo sacó de una tarjeta de visita.

3

Nunca pasé por una calle llamada Tijera. Un ciempiés se mueve, por atajos. Hormigas cayendo en el ojo. A Giuliano Della Casa, agua y pintura, le gustan los cuadros de Alessandro Bonvicino. Giuliano vive en Módena, via Sant'Agostino, 33. Pasé algunos años encerrado, aquí mismo, en un cuarto. Hay una calle llamada Tijera. Iñambú es el nombre de un pájaro. Me gusta tomar aspirinas e hipnóticos. Una onda de luz me abandona ahora -como a un fósforo, antes de partir. Hay un sol y una luna, al mismo tiempo, en el Boulevard Wilshire. Sabine Macher vive en el 7 bis rue de Paradis. Alguien vive en la Legion Dr. La llanta de la bicicleta no es un círculo. Hay una avenida llamada Precita. El cielo, ayer, estaba oblicuo.

4

Te veo más tarde. Al hijo de once años de David le gustan los sellos extraños. Alguien está haciendo una garage sale, en este momento. No sentí una queja sofocada en la docilidad de las flores, esta mañana. Tampoco vi un pájaro flaco, comiendo insectos, esta mañana. Alguien vive en Gumtree Terrace. El agua corre hacia el mar. La luna no se llena en un día. Hay una calle llamada Lepic. Hay otra, Lindero Nuevo Vedado. Aquella acera está sucia. Sweet William es el nombre de una flor. Los elefantes no confían en puntas de aguja.

5

Tal vez haya vivido en una calle llamada Sí dar. Hay una calle llamada Campeche. Rose y Andy viven con certeza en Cedar Street. Las manzanas no significan nada. Dicen que existe un sedante especial para babosas. Nadie explica ciertas expansiones del verde. Los árboles grandes no dan frutos, sólo sombra. Las secoyas y las conchas enloquecen a los hombres. Una mujer investiga, por teléfono. Hay una calle llamada Cedro. Cilicios consienten días y alambres.
Estatuas

                                            

                                        son parte




                                                                           del

 


                                                                                                         universo






Traducción Odile Cisneros




Tomado de Poemas [1990-2004], Alforja, A.C, 2006, pp. 55-57. 




Dormid, eso deseo...



Léon-Paul Fargue


Hay momentos en que envidio la fortuna del Hombre de la Oreja Cortada. Durmamos pues, si podemos. Escucharemos menos tonterías. Y si el subconsciente nos las trae, harán menos ruido.

Digno de Molière, y su admirador, un médico de mis amigos quiso esforzarse en explicarme, el otro día, que el “sueño de conjunto” que me rehuye “consiste en la inmovilidad establecida a nivel de las zonas donde las neuronas sensitivas periféricas se articulan con las neuronas sensitivas centrales”. Me permití replicarle, del mismo modo, que yo no veía, por mi parte, más que puro y simple metabolismo. ¡Zas!

Pero el sueño, en verdad, es algo mucho más misterioso todavía. “Nadie, dijo Pascal, tiene la certeza, fuera de la fe, sobre si está en vigilia o si duerme, ya que durante el sueño creemos firmemente estar despiertos… de manera que la mitad de la vida transcurriendo en el sueño, ¿quién sabe si la otra mitad de la vida en que creemos estar despiertos no es otro sueño un poco diferente del primero, del cual despertamos cuando pensamos dormir?” Es deslumbrante de claridad y admirable de escritura. Sin embargo, hay que reconocer que las buenas gentes expresan más o menos lo mismo cuando, ante ciertos hechos reales algo sorprendentes, se exclaman que creen estar soñando.

Recuerdo también una lección que el doctor Henri Wallon dio en el Collège de France: “La vida sale tan bien del sueño, profesaba, en resumen, que en su inicio se confunde con él; el nacimiento es el primer despertar; bajo la ofensa del frío, del día y quizás del rumor que llena el mundo, la criatura tiene su primer espasmo respiratorio, crispa el rostro y chilla; arrancada al blando equilibrio líquido al tiempo que a la tibieza del seno, toda su vida el individuo guardará la nostalgia secreta, como de un paraíso perdido.” Me encanta, lo confieso, esta interpretación poética de parte de un hombre de ciencia. Y admiro también que nos autorice a sostener, contra todo contestatario eventual, que la posición acurrucada es para dormir la más natural que haya: la cabeza inclinada hacia delante, las piernas dobladas sobre los muslos y éstas sobre la pelvis, de manera a parecerse, evidentemente en mayor tamaño, a la pequeña haba en el pastel, al feto desmirriado que todos hemos sido, sea cual fuere hoy nuestra soberbia…

Pascal tiene razón. El sueño es la vida misma; una santa reserva, el asilo donde la paciente energía se recompone. Desde el movimiento arduamente aprendido que pasa a vuestro automatismo, una buena mañana, hasta la impresión que se convierte en sentimiento, desde la lección que sabíais mal al acostaros y que recitáis de memoria al despertar, hasta el problema intrincado cuya solución incendia de repente vuestro sueño, todo demuestra que dormir no es “morir un poco”, sino más bien dejarse llevar y fecundar por las potencias desconocidas que han hecho y que continúan la Creación. Sí, el sueño es de esencia divina: “Hypnos, dice un himno órfico, rey de todos los inmortales y de todos los mortales, tú eres el único príncipe que envuelve los cuerpos de ligaduras salutíferas y suaves.” Una prueba más es que si el hombre normal muere de falta de aire en cinco minutos y de falta de agua en una semana, muere en diez días de falta de sueño.

Durmamos pues, si podemos. Pero no tanto como podamos. Ya que, como ya versificaba Scarron:

Demasiado dormir da dolor de cabeza
Y demasiado dormir te convierte en bestia…

Pero también aquí no es tan simple como se pueda pensar. Si está visto, según parece, que los pobres de espíritu se duermen más fácilmente y duermen más que los hombres inteligentes, sensibles, nerviosos e imaginativos (los poetas, por ejemplo), no está más demostrado que duerman mejor porque son pobres de espíritu que el que sean pobres de espíritu porque duermen mejor.

Una encuesta realizada hace un tiempo sobre este tema por Fernand Mazade, versificador parnasiano y psiquiatra, me ha dejado en la duda: Raymond Poincaré, René Doumic, Étienne Lamy, Jules Claretie se contentaban con siete horas de sueño cotidiano, mientras que ocho horas les eran necesarias a Maurice Barrès, Émile Boutroux y Alfred Mézières. De la misma manera que Alfred de Musset y José-Maria de Heredia, Melchior de Vogüé dormía fácilmente nueve horas, y Maeterlinck declaraba que, acostado regularmente a las diez, se ponía en marcha como un despertador a las siete. ¡Naturalezas felices! Porque yo, si duermo, es a trompicones… Me imagino, en días en que la megalomanía me visita, como el Napoleón agotado que dormía de pie durante la batalla de Waterloo. Así descubro, como consecuencia lógica, que el sueño del gran Condé, durante la noche que precedió la batalla de Rocroi, fue tiempo bien empleado.

Así pues, durmamos. Pero, como Epicteto sabía: “De las cosas, si unas dependen de nosotros, otras no lo hacen.” Nos resulta infinitamente más fácil, por ejemplo, apagar la sed y saciarnos cuando tenemos hambre, que dormir cuando tenemos ganas. Sucede incluso que cuanto más sueño tenemos menos dormimos. Tenemos calor, buscamos un rincón fresquito… (Ya está, eso es cuanto había que hacer…). Pero, en cinco minutos, el rinconcito se hace insoportable. Y nos pasamos horas escuchando el velado tamborín que toca en nuestros tímpanos la sangre de las arterias. Volvemos a encender la luz para leer a un autor aburrido que nos va fatigando y adormeciendo a pequeñas sacudidas. ¡Pero lo es tanto que Cambronne protesta y nos vuelve a despertar!

¿Por qué? La preocupación por nuestros asuntos, la inquietud por el porvenir, la sobrecarga, las penas del corazón o el remordimiento (“Gladis ha negado el sueño”, dice Macbeth), o nada, o todo: el sentimiento del dolor universal, mientras estamos bien calientes y protegidos, en una buena cama… Acaso también el café, el té, el vino, el tabaco en cigarrillos o igualmente en pipa, la hoja de fresno o de topinambur.

¿Pero qué hacer? Durante la guerra, era para mantenerse despiertos que mis compañeros se enganchaban, de cuatro en cuatro, a interminables partidas de malilla. Por el contrario, Mme de Sévigné, el 11 de junio de 1676, escribía: “Si tuviera ganas de echar un dulce sueño, no tendría más que jugar a cartas, nada es más seguro para hacerme dormir.” Hay ciclistas que se duermen de repente, al borde de la carretera, a unos pocos quilómetros de la meta. Hay automovilistas que sueltan el volante a plena velocidad porque soñaban que habían llegado a la meta. Algunos no duermen bien más que en medio de un ruido ensordecedor, como los hombres que, según Cicerón, habitaban en proximidad de las cataratas del Nilo, mientras que otros no pueden soportar el ruido de matraca que hace su reloj en la cabecera. Y se ha visto a miserables que se dormían mientras se les infligían los tormentos de la pregunta.

El sueño es un gran misterio. “Acuéstate solo”, dijo San Pablo. Pero la mayoría de la gente, sobre todo por la noche, no soporta la soledad…

… Soledad, donde encuentro una secreta dulzura…

Resumiendo, en esto como en muchas cosas, la solución del problema sería estrictamente individual. Personalmente, considero que el mejor sistema consiste en dividir la noche en dos, es decir dormir después de cenar hasta la medianoche o la una de la madrugada, y después ponerse a trabajar hasta que se hace de día. Así que, a mi manera, soy una persona que se acuesta temprano…




Traducción: Manel Márquez Rowe 


Tomado de Potemkin ediciones, No 7,  mayo-junio 2014. 

martes, 14 de octubre de 2014

Si hubiera sospechado lo que se oye…






Oliverio Girondo


Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!




Tomado de NarrativaBreve.com




El guajiro que llegó a ser rey




Nestor Almendros



Conocí a Reynaldo -también le llamaban Rey-, como quien dice, "acabado de llegar del Mariel". Yo ya sabía de él, naturalmente. Lo había incluso leído en traducciones francesas antes de que se exiliara. Su leyenda de escritor disidente, de rebelde perseguido dentro de Cuba, había atravesado las fronteras.

Al verle me sorprendió que la fama no hubiese hecho mella en él. En su físico y en su comportamiento seguía siendo un campesino cubano, un guajiro de tierra adentro. Así siguió siendo durante los 10 años en que vivió en la mayor metrópoli del mundo: Nueva York. Nunca adquirió, y siempre me llamó la atención, los modales mundanos que se supone son necesarios para vivir en la gran ciudad. Este era -sea dicho de paso- uno de sus encantos, la autenticidad, su arma secreta de conquista.

Arenas es sin duda el más grande entre todos los intelectuales surgidos en Cuba con el nuevo régimen de Castro. El único, diría, que se puede codear con los grandes escritores surgidos en la Cuba republicana (burguesa, dirían los comunistas). Me refiero a escritores como Lezama, Cabrera Infante, Novás Calvo...

Porque Arenas sólo puede explicarse como una anomalía, como un fenómeno que escapa a las reglas. Para empezar, ¿cómo se puede entender que un campesino nacido en un villorrio de mala muerte, hijo de una mujer ignorante y humilde y de padre desconocido, llegase a ser reconocido mundialmente, traducido y publicado en las lenguas más importantes? Anomalía también que, después de haber obtenido un premio literario oficial dentro de Cuba, no se hubiese aprovechado Arenas, como tantos otros, de las ventajas y privilegios que el régimen ofrece a los artistas que se doblegan y se someten. En su lugar, Arenas se atrevió a lo insólito: desafiar a las autoridades culturales de la isla enviando, sin consulta, nuevos manuscritos al extranjero. Esta insolencia acabaría costándole la cárcel.

Desde dentro

¿Qué otro intelectual cubano de talla conocemos que se atreviese a tanto? Una gran parte de los creadores artísticos de la isla se adaptó vergonzosamente, convirtiéndose inclusive en censores colaboracionistas. Otros aprovecharon viajes al extranjero para exiliarse y atacar al régimen desde fuera y sin peligro. Casi solo, Rey desafió desde dentro.

Y es que Reynaldo Arenas fue uno de los hombres más valientes que he conocido, como el propio suicidio lo atestigua, ya al final del camino.

Al llegar al exilio podía, como muchos otros, haberse dedicado exclusivamente a su obra literaria y alejarse de la cuestión cubana. Es sabido que hasta hace pocos años, paradójicamente, el régimen de Fidel Castro gozaba de las simpatías del mundillo intelectual y universitario de Occidente. Los concursos literarios no veían con buenos Ojos a los exiliados cubanos; las editoriales, tampoco.

En los países occidentales, una neutralidad discreta era lo que convenía a un exiliado cubano si quería ser aceptado por la intelligentsia del mundo libre. Precisamente porque captó de inmediato esa monstruosa subversión de valores, Reynaldo Arenas arremetió sin cuartel, muchas veces, contra aquellos que debieron haberle acogido y apreciado.

Izquierda de salón

Pagó un precio muy alto. Su arriesgada actitud lo colocó en la mirilla de esa caterva de seudointelectuales bien pensantes de una confortable izquierda de salón.

Mientras escribía una ingente obra literaria, no sólo por la calidad de lo escrito, sino por el número de sus volúmenes -caso poco frecuente en las letras cubanas-, no sé dónde encontraba tiempo para desplegar una intensa actividad política contra la tiranía en Cuba.

Arenas fundó y animó revistas disidentes, escribió cientos de artículos, organizó manifestaciones callejeras, participó en congresos incansablemente en varios países y sobre todo fue autor de la idea genial de exigir un plebiscito en la isla, para el que se recogieron más de 200 firmas de figuras de estatura internacional. Con la campaña del plebiscito, el castrismo quedó herido de muerte, finalmente descalificado ante la misma intelligentsia que antes lo ensalzó.

En estos días, en Japón hay gente que se apresta a recordar a Reynaldo Arenas. Se me ha pedido un texto sobre Reynaldo para acompañar el homenaje nipón, posiblemente tan relacionado al valor intelectual de Arenas como a la admiración que desde esa cultura se siente por quien no sólo hace su vida, sino que tiene también el callado valor de terminarla.

Me complace que esté surgiendo esta especie de culto. Sé que por México está ocurriendo igual. Allí, como en el corrido de José Alfredo Jiménez, hay gente capaz de reconocer que Arenas "no tuvo trono ni reina," pero sigue siendo el rey". 

Un rey excesivo en su pasión de libertad, desmesurado en su genio, en su furia y en su amor por su tierra. Siempre he pensado, por ejemplo, que, de haber contado los cubanos de la disidencia no con uno, sino con tres hombres del temple de Reynaldo Arenas, ya Fidel Castro no estaría en el poder.






Tomado de El País, 11 de junio, 1991.