jueves, 9 de octubre de 2014

El Puerco



Paul Claudel


Pintaré aquí la imagen del puerco.

Es una bestia maciza y de una sola pieza. Sin cuello y sin coyuntura, va hacia delante y empuja como una reja de arado. Contoneándose sobre sus cuatro gruesos jamones, es una trompa investigadora y a todo olor que percibe le aplica su cuerpo de bomba y lo ingurgita. Y cuando halla el charco apropiado, se revuelca enormemente. No es el bullicio del pato que entra en el agua, y mucho menos el júbilo sociable del perro: es un goce profundo, solitario, consciente, integral. Sorbe, chasca, paladea y no sabe si bebe o si come; con un pequeño sobresalto, avanza redondo y se hunde en el seno grasoso del lodo fresco; gruñe, se regocija hasta en lo más íntimo de sus tripas, guiña un ojo. Profundo conocedor de las cosas, aunque su aparato olfativo se halla siempre en acción y no deja perder nada, sus gustos no se dirigen al perfume pasajero de las flores ni de los frutos frívolos; en todo busca el alimento: le gusta suculento, fuerte, maduro, y su instinto lo ata a dos cosas, fundamental: la tierra y la basura.

¡Goloso, cochino! Si os presento este modelo, confesadlo: algo falta a vuestra satisfacción. Ni el cuerpo puede bastarse a sí mismo, ni la doctrina que nos enseña es vana. “No apliques a la verdad solamente los ojos, sino todo lo que eres, sin reservas.” La felicidad es nuestro deber y nuestro patrimonio. Una cierta posesión perfecta es dada.

-Así como el que dio a Eneas felices presagios, el encuentro de una marrana siempre me ha parecido augural, casi un emblema político. Su flanco es más oscuro que las colinas que se ven bajo la lluvia y cuando se echa para amamantar al batallón de lechoncillos que camina entre sus patas, me parece la imagen misma de esas montañas con racimos de aldeas que cuelgan de sus vertientes, no menos maciza y no menos deforme.

Añadiré finalmente que la sangre de puerco sirve para fijar el oro.



Traducción: Juan José Arreola


miércoles, 8 de octubre de 2014

Los usos del olvido




Severo Sarduy


En Royaumont, una abadía románica no lejos de París, se celebra una reunión de intelectuales de varios países sobre los usos del olvido. Entre los asistentes se encuentran Yerushalmi, Mommsen, Milner, Atlan, Vattimo, Rykwert, Tetienne, Le Goff, Gooti y otros. El marco de la abadía es tan bello, la región -donde por cierto se inventó el impresionismo- tan bucólica y el tema tan evocador, que se puede pensar en algo al borde de la melancolía decimonónica. O al borde de lo borgesco. Pero no es así. Porque en Francia, en este momento, el hecho de recordar -y hasta el hecho de olvidar- ha revestido una significación mucho más grave, precisamente cuando el país trata de devolver a la memoria colectiva lo que con frecuencia se ha travestido o anulado: los episodios de la guerra.

Ahora bien, los intelectuales aquí reunidos no tratan sólo del aspecto puramente histórico, sino más bien de la base tanto filosófica como humana, y hasta biológica, que permite el hecho de recordar, es decir, de seleccionar lo que se conserva en la memoria, como el de olvidar.

Hay civilizaciones enteras que no quieren recordar nada que no sea un relato oral y que desconfían de cualquier otro medio de transmisión y de herencia; otras que, con una meticulosidad casi compulsiva, lo archivan todo, lo microfilman y lo acumulan lo más miniaturizado que se pueda, como si esperaran salvarlo de algún apocalipsis.

Por supuesto, el hecho de celebrar este coloquio ya nos sitúa dentro de una de estas categorías. Pero hay más: ¿para qué se recuerda? ¿Para que el pasado no se repita, para activar el presente con las enseñanzas que hemos derivado de los hechos, para revitalizar la actualidad, para alimentar el presente con un pasado mítico, para ejercer la memoria, para unir a los que se reúnen con el propósito de recordar algo? Alguien dijo que el amor era el hecho de recordar juntos algo o alguien que no está.

En el curso de los encuentros se han despejado dos ideas fundamentales. La primera es política: estudiar el modo en que Alemania olvidó el nazismo y Francia el petainismo. Debate particularmente importante en este momento en que los historiadores alemanes están divididos por un conflicto extremadamente violento sobre la culpabilidad absoluta o relativa de su próximo pasado. La segunda idea es filosófica: el posmodernismo repudia, como si fuera el trazo por excelencia de la modernidad, la valorización sistemática de la novedad; de modo que se refiere a todos los valores del pasado, rechazando así todo parti-pris dogmático. Lo hace no tomando literalmente, tal y como fueron, los rasgos del pasado, sino repensándolos siempre en función del presente. Para citar la fórmula de uno de sus mentores, Gadamer, es clásico lo que del pasado puede hacerse un lugar, y hasta forzarse un lugar, en el presente, todo lo que puede reciclarse, como, por ejemplo, una perspectiva en un cuadro o una voluta en una fachada de Bofill.

Pero ¿cómo focalizar algo en el recuerdo? Los pintores saben hacerlo con un detalle de la imagen, desdibujando o dejando inacabado el resto. En los dibujos de Toulouse Lautrec, de pronto, una mano con un guante negro adquiere un relieve casi alucinante. Pero, en la memoria, si insistimos hasta la saturación en un evento, olvidando los otros, si lo repetimos día y noche, lo convertimos, paradójicamente, en algo imperceptible, como los latidos de nuestro propio corazón o como el tic-tac de un reloj vecino. La repetición anula, no es más que un heraldo de la muerte.

Nicole Loraux, una helenista francesa, sostuvo -como diría Borges- que para los griegos la memoria -se refiere en este caso a la memoria política- tenía su modelo, y casi su argumento, en la demasiado célebre cólera de Aquiles. Para nuestros ancestros en el humilde misterio de pensar, y hasta de saber pensar, la memoria era algo parecido a una pasión. Algo como, hoy día, para dar un ejemplo, el progresivo desliz, de un individuo hacia el alcohol, algo que hay que dominar. En resumen: una desmesura. Es por eso, dijo, que los griegos inventaron la idea de amnistía. Y hasta la amnistía misma.

En el año 403, después de la llamada Tiranía de los Treinta, cuando se restableció la democracia, también se inauguró en Grecia una práctica entonces escandalosa: el perdón, mas no el olvido. Ahora, bien, algunos escapaban a esta incongruente distorsión de la memoria, los propios treinta. Cada ciudadano se comprometía a no perseguir a los culpables de los desafueros que se perpetraron durante la tiranía. Cuando se padece el fervor de Buenos Aires, ¿cómo no evocar ante este ejemplo la situación argentina de hoy? Finalmente, en esta lluviosa mañana Yerushalmi desplegó la idea de que para los judíos el único olvido imposible era el de la ley, aun si se soslaya en la memoria la imagen de Dios.

Yo diría que, como en las películas de James Bond en que se recibe a veces una carta pero que no tiene nada en el sobre, nada en la página interna, ningún remitente y ningún destinatario, ya que lo único importante es el hecho de que se envíe la carta misma, así lo importante en este coloquio es la celebración del coloquio mismo, y aún más cuando el hecho de que los que lo animan sean los más aptos para hacerlo.

Francia no quiere olvidar. Más: culpabiliza el olvido. El olvido de la Historia. El olvido y su uso. Ésa es mi opinión.




El País, 5 de junio de 1987. 


El idiota





Paul Blackburn



Yo no tartamudeo
pero hablo despacio
cuando hablo.

Teniendo a menudo nada que decir,
no digo nada.
Teniendo a menudo nada que decir
a veces hablo demasiado.

Pero no hay reglas:
y a veces estoy dentro
sin gran división entre
intención y fin.

Pero sin embargo puedo ser cauteloso
casi nunca soy práctico
y el asunto queda inconcluso.




Traducción de Sergio Mondragón




Meditación VII




Carl Rakosi



¿Qué es lo que acecha
al intelecto
como un demonio de Tasmania,

insaciable
ansioso por ser grande?

En el suave planeta
del alma
donde la melodía

y el monólogo
acompañan a los elementos
en el camino

a la filosofía
y a la tierra,
como cuando Marilyn planta una mata

y siente entre sus dedos
los terrones,
yo metido:

bienvenidos al viejo prado,
bienvenidos!

¡Chelista, toca
esas hondas notas!





Traducción de Juan Alcántara




W. G. Sebald: El viajero y su lamento



Por Susan Sontag


¿Es todavía posible la grandeza literaria? Ante la decadencia implacable de la ambición literaria, la convergente ascensión del desgano, la verborrea y la crueldad insensible como asuntos normativos de la ficción, ¿qué sería en la actualidad un proyecto literario centrado en la nobleza? La obra de W. G. Sebald es una de las pocas respuestas disponibles a los lectores del idioma inglés.

Vértigo, la tercera novela de Sebald traducida al inglés, fue el punto de partida. Apareció en alemán en 1990, cuando su autor tenía 46 años; tres años después vino Los emigrantes; dos años más tarde Los anillos de Saturno. Cuando Los emigrantes se tradujo al inglés en 1996, la aclamación lindó con la reverencia. Ahí estaba un escritor magistral, maduro, inclusive otoñal en su persona y en sus temas, que había logrado un libro tan extraño como irrefutable. Su lenguaje era maravilloso: delicado, denso, inmerso en la materia de las cosas; y aunque de esto hubiera amplios antecedentes en lengua inglesa, lo que resultaba ajeno y a la vez más persuasivo era la autoridad extraordinaria de la voz de Sebald: su gravedad, sinuosidad, precisión, su libertad frente a toda cohibición debilitadora o toda ironía gratuita.

En los libros de W. G. Sebald, un narrador que lleva el nombre de W. G. Sebald -según se nos recuerda en forma ocasional- viaja para rendir cuenta de la evidencia de una moral en la naturaleza, retrocede ante las devastaciones de la modernidad, medita en torno a los secretos de vidas oscuras. En alguna jornada de investigación, lanzado por algún recuerdo o noticia de un mundo perdido sin remedio, él recuerda, invoca, alucina, lamenta.

¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía? Nacido en 1944 en un poblado alemán que en sus libros llama "W." (la cubierta lo identifica para nosotros como Wertach im Allgäu), el autor se estableció en Inglaterra durante sus primeros veinte años de edad, y con una carrera académica vigente en la enseñanza de literatura alemana moderna en la Universidad de East Anglia, incluye un puñado de alusiones a estos y algunos otros hechos, y también -con otros documentos autorreferenciales reproducidos en sus libros- un retrato con el grano abierto de él mismo, situado al frente de un enorme cedro de Líbano en Los anillos de Saturno, o la foto de su nuevo pasaporte en Vértigo.

Sin embargo, estos libros reclaman con justicia ser considerados como ficción. Y son ficción, no sólo porque hay buenas razones para creer que mucho ha sido inventado o alterado sino porque, seguramente, algo de lo que Sebald narra sucedió en efecto: nombres, lugares, fechas y demás. La ficción y la objetividad, desde luego, no se oponen. Uno de los reclamos fundadores de la novela inglesa es que la historia sea verdadera. Lo característico de una obra de ficción no es que la historia no sea verdadera -bien puede ser verdadera, en parte o en su integridad-, sino su uso o expansión de una variedad de recursos (aun documentos falsos o fraguados) que producen lo que los críticos literarios llaman "el efecto de lo real". Las ficciones de Sebald -y la ilustración visual que las acompaña- proyectan el efecto de lo real a un extremo fulgurante.

Este narrador "real" es un modelo de construcción literaria: el promeneur solitaire de muchas generaciones de literatura romántica. Un solitario, aun cuando se menciona alguna compañía (como Clara, en el párrafo inicial de Los emigrantes), el narrador está listo para salir de viaje a su antojo, a seguir algún arrebato de curiosidad acerca de una vida extinta (como los cuentos de Paul, un querido maestro de primaria en Los emigrantes, quien por primera vez lleva al narrador de vuelta a la "nueva Alemania", y como los del tío Adelwath, quien lleva al narrador a Estados Unidos). Otro motivo para el viaje se plantea en Vértigo y Los anillos de Saturno, donde resulta más evidente que el narrador es asimismo un escritor, con las inquietudes de un escritor y el gusto por la soledad de un escritor. Es frecuente que el narrador empiece el viaje cuando surge alguna crisis. Y, por lo común, el viaje es una indagación, aun cuando la naturaleza de esa indagación no se manifiesta enseguida. He aquí el principio del segundo de los cuatro relatos que conforman Vértigo: “En octubre de 1980 viajé de Inglaterra, en donde para entonces yo había vivido durante casi 25 años, en un distrito que estaba casi siempre bajo cielos grises, rumbo a Viena, con la esperanza de que un cambio de lugar me ayudaría a superar una etapa de mi vida particularmente difícil. Sin embargo, en Viena descubrí que los días me resultaban demasiado largos, ahora que no estaban ocupados por mi acostumbrada rutina de escribir y hacer trabajos de jardinería, y literalmente no sabía a dónde dirigirme. Salía temprano cada mañana y caminaba sin rumbo ni objetivo por las calles de la ciudad antigua...”

Este largo pasaje, titulado "All ´estero" ("En el extranjero"), que lleva al narrador desde Viena a varios lugares del norte de Italia, sigue al capítulo inicial -un brillante ejercicio de escritura concentrada que refiere la biografía del muy viajero Stendhal- y le sigue un tercer capítulo que relata con brevedad la jornada italiana de otro escritor, "Dr. K.", en algunos sitios visitados por Sebald durante sus viajes a Italia. El cuarto y último capítulo, tan largo como el segundo y complementario de éste, se titula "Il ritorno in patria" ("Regreso a casa"). Las cuatro narraciones de Vértigo bosquejan todos los temas principales de Sebald: los viajes; las vidas de escritores que son también viajeros; el sentirse obsesionado y el estar libre de lastres. Siempre hay visiones de la destrucción. En el primer relato, mientras se recupera de una enfermedad, Stendhal sueña en el gran incendio de Moscú; el último relato finaliza cuando Sebald se duerme sobre el diario de Samuel Pepys y sueña con Londres destruido por el Gran Incendio.

Los emigrantes emplea la misma estructura musical de cuatro movimientos donde la cuarta narración es la más extensa y poderosa. Los viajes de una u otra especie habitan el corazón de toda la narrativa de Sebald: en las peregrinaciones del propio narrador y las vidas, todas de algún modo desplazadas, que el narrador evoca. Comparemos con la primera oración de Los anillos de Saturno: "En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo."

Los anillos de Saturno es en su integridad el recuento de este viaje a pie realizado con el propósito de disipar el vacío. Pero si el viaje tradicional nos acercaba a la naturaleza, aquí mide los grados de la devastación; el principio del libro nos dice que el narrador estuvo tan abatido al descubrir "las huellas de la destrucción" que un año después de comenzar su viaje debió ingresar a un hospital de Norwich "en un estado de inmovilidad casi total".

Los viajes bajo el signo de Saturno, divisa de la melancolía, son el tema de los tres libros escritos por Sebald en la primera mitad de los noventa. Su punto primordial es la destrucción: de la naturaleza (el lamento por los árboles que destruyó un mal holandés que atacó a los olmos, y por los que destruyó el huracán de 1987 en la penúltima sección de Los anillos de Saturno); la destrucción de las ciudades; de los estilos de vida. Los emigrantes relata un viaje a Deauville en 1991, en busca tal vez de "algún residuo del pasado" para confirmar que este "lugar de veraneo alguna vez legendario, como cualquier otro lugar que uno visita ahora en cualquier país o continente, estaba agotado, arruinado sin remedio por el tráfico, las tiendas y boutiques, el instinto insaciable de la destrucción". Y el cuarto relato de Vértigo, con el regreso a casa en W. -que el narrador dice no haber revisitado desde su infancia- es una extensa recherche du temps perdu.

El clímax de Los emigrantes, cuatro relatos acerca de personas que abandonaron su tierra natal, es la evocación desoladora -supuestamente, una memoria en manuscrito- de una idílica infancia germano-judía. El narrador describe su decisión de visitar Kissingen, el pueblo donde el autor pasó su infancia, para observar las huellas que han perdurado de ésta. Dado que Sebald se estableció en lengua inglesa con Los emigrantes, y como el personaje de su último relato es un famoso pintor llamado Max Ferber, judío alemán enviado durante su niñez, fuera de la Alemania nazi, a la seguridad de Inglaterra -su madre, que murió con su padre en los campos de concentración, es la autora de la memoria-, el libro fue etiquetado rutinariamente por la mayoría de los reseñistas -sobre todo, aunque no sólo en Estados Unidos- como un ejemplo de "literatura del holocausto". Al terminar un libro de lamentación con el tema extremo de lamento, Los emigrantes pudo preparar el desencanto de muchos admiradores de Sebald por la obra que le siguió en traducción, Los anillos de Saturno. Este libro no se divide en narraciones distintas, sino que consiste en una cadena o progresión de historias: una conduce a la otra. En Los anillos de Saturno, una mente bien armada especula si acaso Sir Thomas Browne, al visitar Holanda, asistió a la lección de anatomía pintada por Rembrandt; recuerda un interludio romántico en la vida de Chateaubriand durante su exilio en Inglaterra, evoca los nobles esfuerzos de Roger Casement por divulgar las infamias del régimen de Leopoldo en el Congo, cuenta otra vez la infancia en el exilio y las primeras aventuras en el mar de Joseph Conrad: estas y muchas otras historias. En su procesión de anécdotas raras y eruditas, en sus encuentros afectuosos con gente libresca (dos conferencistas de literatura francesa, entre ellos un académico especializado en Flaubert; el traductor y poeta Michael Hamburger), Los anillos de Saturno pudo parecer -luego de la agudeza extrema de Los emigrantes- simplemente "literario".

Sería una pena que las expectativas creadas por Los emigrantes sobre la obra de Sebald influyeran también en la recepción de Vértigo, que esclarece aún más la naturaleza y la urgencia moral de sus relatos de viajes -atentos a lo histórico por sus obsesiones, pero con alcances que son de la ficción-. El viaje libera la mente para el juego de las asociaciones, para los sufrimientos (y erosiones) de la memoria, para degustar la soledad. La conciencia del narrador solitario es el verdadero protagonista de los libros de Sebald, inclusive cuando hace una de las cosas que mejor sabe hacer: contar y resumir las vidas de otros.

Vértigo es el libro donde la vida del narrador en Inglaterra es menos visible. Y todavía más que los dos libros que le siguieron, este es el autorretrato de una mente: una mente sin sosiego, insatisfecha de manera crónica; una mente atormentada; una mente proclive a las alucinaciones. Al caminar por Viena, cree reconocer al poeta Dante, desterrado de su ciudad bajo condena de ser quemado en la hoguera. En la banca posterior de un vaporetto en Venecia, ve a Ludwig II de Bavaria; al viajar en un autobús por la costa del Lago Garda hacia Riva, ve a un adolescente cuyo aspecto corresponde al de Kafka con exactitud. Este narrador, que se define a sí mismo como un extranjero -al escuchar el parloteo de algunos turistas alemanes en un hotel, él quisiera no haberlos entendido, "o sea, haber sido ciudadano de un mejor país, o de ningún país en absoluto"- es, además, una mente luctuosa. En cierto momento, el narrador afirma no saber si todavía está en la tierra de los vivos, o si ya está en algún otro lugar.

De hecho, él está en ambos: con los vivos y -si la guía es su imaginación- con los póstumos también. Un viaje es con frecuencia una nueva visita. Es el retorno a un lugar, a consecuencia de algún asunto inconcluso, para buscar el origen de un recuerdo, para repetir (o completar) una experiencia; para entregarse uno mismo -como en la cuarta narración de Los emigrantes- a las revelaciones más concluyentes y devastadoras. Estos actos heroicos del recuerdo y la búsqueda de sus orígenes traen consigo su precio. Parte del poderío de Vértigo es que atiende más el costo de este esfuerzo. (Vértigo, la palabra empleada para traducir el título alemán Schwindel. Gefühle -a grandes rasgos: Mal de altura. Sentimiento- apenas sugiere todas las clases de pánico, apatía y desorientación que narra el libro). 
Vértigo cuenta la forma como el narrador, luego de llegar a Viena, camina tanto que al regresar al hotel descubre que sus zapatos caen en pedazos. En Los anillos de Saturno, y sobre todo en Los emigrantes, la mente se concentra menos en sí misma; el narrador es más elusivo. Más que en los libros posteriores, Vértigo aborda la conciencia doliente del propio narrador. Pero en la angustia mental invocada de forma lacónica que aguijonea la tranquilidad del narrador, la conciencia inteligente nunca es solipsista, como sucede en la literatura de menor alcance.

El sostén de la conciencia fluctuante del narrador reside en el espacio y la vivacidad de los detalles. Como el viaje es el principio generador de la actividad mental en los libros de Sebald, desplazarse en el espacio brinda un estímulo kinético a sus descripciones maravillosas, en especial sus paisajes. He aquí un narrador en propulsión.

¿Dónde hemos escuchado en lengua inglesa una voz de tal exactitud y confianza, tan directa al expresar el sentimiento y sin embargo tan respetuosamente devota del registro de "lo real"? Podemos citar a D. H. Lawrence y al Naipaul de El enigma de la llegada, aunque poco hay en ellos de la desolación apasionada de la voz de Sebald. Para esto, uno debe considerar una genealogía alemana. Jean Paul, Franz Grillparzer, Adalbert Stifter, Robert Walser, el Hofmannsthal de La carta de Lord Chandos y Thomas Bernhard son algunas afinidades de este maestro contemporáneo de la literatura de lamentación y ansiedad mental. El consenso acerca de la mayor parte de la literatura inglesa del siglo pasado ha decretado que las perturbaciones líricas y elegiacas son inadecuadas para la ficción: sobrecargada, pretenciosa. (Incluso una gran novela, tan excepcional como Las olas, de Virginia Woolf, no se ha librado de estos rigores.) La literatura alemana de la posguerra, preocupada por la manera en que la grandeza del arte y la literatura del pasado -particularmente del romanticismo alemán- demostró su afinidad con la conformación de mitos del totalitarismo, sospechaba de cualquier cosa que se pareciera a la evocación romántica o nostálgica del pasado. De ahí tal vez que sólo un escritor alemán radicado en el extranjero de modo permanente, en las inmediaciones de una literatura con una predilección moderna por lo anti-sublime, pudo lograr un tono de semejante convicción y nobleza.

Además del fervor moral y los dones compasivos del narrador (aquí se aparta de Bernhard), lo que mantiene su escritura siempre fresca, y nunca meramente retórica, es el desbordamiento que nombra y visualiza en palabras; esto, más el recurso siempre sorpresivo de las ilustraciones. Imágenes de boletos de tren, la hoja desgarrada de un diario de bolsillo, dibujos, una tarjeta de visita, recortes de periódico, el detalle de un cuadro y desde luego fotografías, con el encanto y en muchos casos la imperfección de las reliquias. Así, en un momento de Vértigo, el narrador pierde su pasaporte; o, más bien, se lo pierden en el hotel. Y ahí está el documento creado por la policía de Riva, en el cual -un toque de misterio- la tinta en la G de W. G. Sebald está incompleta; y ahí está el nuevo pasaporte, con la fotografía tomada por el consulado de Alemania en Milán. (En efecto, este extranjero profesional viaja con pasaporte alemán o, por lo menos, así lo hizo en 1987.) En Los emigrantes, estos documentos visuales parecían talismanes. Y es probable que no todos fueran auténticos. En Los anillos de Saturno, con menor interés, parecen simplemente ilustrativos. Si el narrador habla de Swinburne, hay un pequeño retrato de Swinburne en medio de la página; si relata una visita a un cementerio en Suffolk, donde ha captado su atención el monumento funerario de una mujer fallecida en 1799, el cual describe en detalle, desde el empalagoso epitafio hasta los agujeros perforados en la piedra de los bordes superiores por los cuatro lados, tenemos también una pequeña y borrosa fotografía de la tumba, otra vez en medio de la página.

En Vértigo, los documentos tienen un mensaje más incisivo. Nos dicen: "lo que les hemos contado es cierto" -algo que, por lo común, el lector de ficción difícilmente espera-. Ofrecer cualquier tipo de evidencia es dotar a lo descrito con palabras de un excedente misterioso de pathos. Las fotografías y otras reliquias reproducidas en la página conforman un índice exquisito del transcurso del pasado.

En ocasiones se parece a los devaneos de Tristam Shandy: el autor está intimando con nosotros. En otros momentos, estas reliquias visuales proferidas con insistencia parecen un desafío insolente a la suficiencia de lo verbal. Con todo, como Sebald apunta en Los anillos de Saturno al describir una aparición favorita -la Sala de Lectura de los Marineros en Southwold, donde examina las anotaciones del cuaderno de bitácora de una patrulla marina anclada lejos de los muelles en el otoño de 1914-: "Cada vez que descifro uno de estos registros me asombra que un rastro desvanecido en el aire o el agua durante tanto tiempo permanezca visible en este papel." Y continúa, al cerrar la cubierta veteada del cuaderno de bitácora y considerar "la misteriosa supervivencia de la palabra escrita".




Traducción de Roberto Diego Ortega