W. G. Sebald
Y ahora, al escribir esto, vuelvo
a ver los puntitos de luz que, a cada presión sobre el disparador, saltaban
hacia mis ojos, muy abiertos. Media hora más tarde estaba sentado en el Salon
Bar del Great Eastern Hotel, en la Liverpool Street, aguardando el siguiente
tren a casa. Había escogido un rincón oscuro, porque, entretanto, me sentía
realmente mal con mi piel amarilla. Ya en el trayecto en taxi hasta allí había
pensado que el vehículo trazaba amplias curvas a través de un parque de
atracciones, de tal manera daban vueltas en el parabrisas las luces de la
ciudad, y también ahora giraban ante mis ojos los débiles globos de los
apliques, los espejos que había detrás del bar y las baterías multicolores de
botellas de bebidas alcohólicas, como si estuviera en un tiovivo. Con la cabeza
apoyada en la pared y respirando hondo y despacio cuando me venían náuseas,
llevaba observando un rato ya a los trabajadores de las minas de oro de la
City, que a esa hora temprana de la noche acudían a su abrevadero habitual, todos
parecidos, con sus trajes azul oscuro, camisas a rayas y corbatas de colores
chillones, y mientras trataba de comprender las misteriosas costumbres de
aquella especie animal no descrita en ningún bestiario, su forma de apiñarse,
su comportamiento semisociable y semiagresivo, su modo de enseñar la garganta
al vaciar el vaso, el murmullo de sus voces cada vez más excitado o la súbita
desaparición de éste o de aquél, noté de repente, al borde de aquella turba ya
tambaleante, a una persona aislada que no podía ser otra que Austerlitz, a
quien, como me di cuenta en aquel momento, echaba en falta desde hacía veinte
años. No había cambiado de aspecto, ni en su porte ni en su ropa, y hasta
llevaba todavía su mochila al hombro. Sólo el cabello rubio y ondulado, que le
brotaba igual que antes de la cabeza de un modo extraño, se había vuelto más
pálido. A pesar de ello, él, al que siempre había considerado unos diez años
mayor que yo, parecía ahora diez años más joven, ya fuera porque yo mismo
estaba mal, ya porque él pertenecía a ese tipo de solteros que conservan hasta
el fin algo juvenil. Por lo que recuerdo, estuve bastante rato totalmente
cohibido, en mi asombro por el inesperado retorno de Austerlitz; en cualquier
caso, me acuerdo de que, antes de dirigirme hacia él, pensé bastante rato en su
semejanza, que me llamaba la atención por primera vez, con Ludwig Wittgenstein,
y en la expresión de espanto que los dos tenían en la cara. Creo que fue sobre
todo la mochila, de la que Austerlitz me contó luego que, poco antes de iniciar
sus estudios, la había comprado de excedentes del ejército sueco, por diez
chelines, en un surplus-store de Charing Cross Road, y de la que afirmó
que era la única cosa realmente fiable en su vida, aquella mochila, creo, fue
la que me dio la idea, en sí disparatada, de que había cierto parecido físico
entre él, Austerlitz, y el filósofo fallecido de cáncer en 1951 en Cambridge.
Wittgenstein llevaba también
continuamente su mochila, en Puchberg y Otterthal lo mismo que cuando iba a
Noruega, o a Irlanda, o a Kazajstán, o a casa con sus hermanas para pasar la
Navidad en la Alleegase. Siempre y por todas partes, esa mochila, sobre la que
Margarete escribe una vez a su hermano que la quiere casi tanto como a él,
viajó con Wittgenstein, creo, incluso a través del Atlántico, en el Queen
Mary, y luego de Nueva York a Ithaka. Cada vez más me parece ahora, cuando
tropiezo en alguna parte con una fotografía de Wittgenstein, como si Austerlitz
me mirase desde ella o, cuando miro a Austerlitz, como si viera en él a aquel
desgraciado pensador, tan encerrado en la claridad de sus reflexiones lógicas
como en la confusión de sus sentimientos, tan notables eran las semejanzas
entre los dos, en la estatura, en la forma de estudiarlo a uno como por encima
de una barrera invisible, en su vida sólo provisionalmente organizada, en su
deseo de arreglárselas siempre con lo menos posible y en su incapacidad, no
menos característica en Austerlitz que en Wittgenstein, para demorarse en
cualquier tipo de preliminares. Así, Austerlitz, aquella noche en el bar del Great
Eastern Hotel, sin malgastar palabra en nuestro encuentro, ocurrido de forma
puramente casual después de tanto tiempo, reanudó la conversación más o menos
donde la había interrumpido. Se había pasado la tarde, dijo, echando una ojeada
al Great Eastern, que pronto sería totalmente renovado, principalmente al
templo masónico, incorporado a fines de siglo por los directores de la compañía
de ferrocarriles al hotel, que entonces acababa de terminarse y amueblarse de
la forma más lujosa. En realidad, dijo, he renunciado hace tiempo a mis
estudios arquitectónicos, pero a veces recaigo en mis viejas costumbres, aunque
ahora no tome notas ni haga dibujos ya, sino que me limite a mirar todavía con
asombro las extrañas cosas que hemos construido. No había ocurrido ese día otra
cosa, cuando su camino lo hizo pasar junto al Great Eastern y, obedeciendo a
una idea súbita, entró en el vestíbulo y allí, según resultó, fue recibido de
la forma más atenta por el gerente, un portugués llamado Pereira, a pesar de mi
petición, desde luego no muy corriente, dijo Austerlitz, y de mi peculiar
aspecto. Pereira, siguió diciendo Austerlitz, me llevó por una amplia escalera
al primer piso y abrió para mí, con una gran llave, el portal por el que se
entra en el templo, una sala revestida de losas de mármol de color beige y de
ónice marroquí rojo, con suelo ajedrezado blanco y negro y un techo abovedado,
en cuyo centro una sola estrella dorada despide sus rayos hacia las nubes
oscuras que la rodean por todas partes.
Traducción de Miguel Sáenz
De Austerlitz, Anagrama,
Barcelona, 2001.
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