miércoles, 30 de abril de 2025

Por diez chelines

 

W. G. Sebald


Y ahora, al escribir esto, vuelvo a ver los puntitos de luz que, a cada presión sobre el disparador, saltaban hacia mis ojos, muy abiertos. Media hora más tarde estaba sentado en el Salon Bar del Great Eastern Hotel, en la Liverpool Street, aguardando el siguiente tren a casa. Había escogido un rincón oscuro, porque, entretanto, me sentía realmente mal con mi piel amarilla. Ya en el trayecto en taxi hasta allí había pensado que el vehículo trazaba amplias curvas a través de un parque de atracciones, de tal manera daban vueltas en el parabrisas las luces de la ciudad, y también ahora giraban ante mis ojos los débiles globos de los apliques, los espejos que había detrás del bar y las baterías multicolores de botellas de bebidas alcohólicas, como si estuviera en un tiovivo. Con la cabeza apoyada en la pared y respirando hondo y despacio cuando me venían náuseas, llevaba observando un rato ya a los trabajadores de las minas de oro de la City, que a esa hora temprana de la noche acudían a su abrevadero habitual, todos parecidos, con sus trajes azul oscuro, camisas a rayas y corbatas de colores chillones, y mientras trataba de comprender las misteriosas costumbres de aquella especie animal no descrita en ningún bestiario, su forma de apiñarse, su comportamiento semisociable y semiagresivo, su modo de enseñar la garganta al vaciar el vaso, el murmullo de sus voces cada vez más excitado o la súbita desaparición de éste o de aquél, noté de repente, al borde de aquella turba ya tambaleante, a una persona aislada que no podía ser otra que Austerlitz, a quien, como me di cuenta en aquel momento, echaba en falta desde hacía veinte años. No había cambiado de aspecto, ni en su porte ni en su ropa, y hasta llevaba todavía su mochila al hombro. Sólo el cabello rubio y ondulado, que le brotaba igual que antes de la cabeza de un modo extraño, se había vuelto más pálido. A pesar de ello, él, al que siempre había considerado unos diez años mayor que yo, parecía ahora diez años más joven, ya fuera porque yo mismo estaba mal, ya porque él pertenecía a ese tipo de solteros que conservan hasta el fin algo juvenil. Por lo que recuerdo, estuve bastante rato totalmente cohibido, en mi asombro por el inesperado retorno de Austerlitz; en cualquier caso, me acuerdo de que, antes de dirigirme hacia él, pensé bastante rato en su semejanza, que me llamaba la atención por primera vez, con Ludwig Wittgenstein, y en la expresión de espanto que los dos tenían en la cara. Creo que fue sobre todo la mochila, de la que Austerlitz me contó luego que, poco antes de iniciar sus estudios, la había comprado de excedentes del ejército sueco, por diez chelines, en un surplus-store de Charing Cross Road, y de la que afirmó que era la única cosa realmente fiable en su vida, aquella mochila, creo, fue la que me dio la idea, en sí disparatada, de que había cierto parecido físico entre él, Austerlitz, y el filósofo fallecido de cáncer en 1951 en Cambridge.

Wittgenstein llevaba también continuamente su mochila, en Puchberg y Otterthal lo mismo que cuando iba a Noruega, o a Irlanda, o a Kazajstán, o a casa con sus hermanas para pasar la Navidad en la Alleegase. Siempre y por todas partes, esa mochila, sobre la que Margarete escribe una vez a su hermano que la quiere casi tanto como a él, viajó con Wittgenstein, creo, incluso a través del Atlántico, en el Queen Mary, y luego de Nueva York a Ithaka. Cada vez más me parece ahora, cuando tropiezo en alguna parte con una fotografía de Wittgenstein, como si Austerlitz me mirase desde ella o, cuando miro a Austerlitz, como si viera en él a aquel desgraciado pensador, tan encerrado en la claridad de sus reflexiones lógicas como en la confusión de sus sentimientos, tan notables eran las semejanzas entre los dos, en la estatura, en la forma de estudiarlo a uno como por encima de una barrera invisible, en su vida sólo provisionalmente organizada, en su deseo de arreglárselas siempre con lo menos posible y en su incapacidad, no menos característica en Austerlitz que en Wittgenstein, para demorarse en cualquier tipo de preliminares. Así, Austerlitz, aquella noche en el bar del Great Eastern Hotel, sin malgastar palabra en nuestro encuentro, ocurrido de forma puramente casual después de tanto tiempo, reanudó la conversación más o menos donde la había interrumpido. Se había pasado la tarde, dijo, echando una ojeada al Great Eastern, que pronto sería totalmente renovado, principalmente al templo masónico, incorporado a fines de siglo por los directores de la compañía de ferrocarriles al hotel, que entonces acababa de terminarse y amueblarse de la forma más lujosa. En realidad, dijo, he renunciado hace tiempo a mis estudios arquitectónicos, pero a veces recaigo en mis viejas costumbres, aunque ahora no tome notas ni haga dibujos ya, sino que me limite a mirar todavía con asombro las extrañas cosas que hemos construido. No había ocurrido ese día otra cosa, cuando su camino lo hizo pasar junto al Great Eastern y, obedeciendo a una idea súbita, entró en el vestíbulo y allí, según resultó, fue recibido de la forma más atenta por el gerente, un portugués llamado Pereira, a pesar de mi petición, desde luego no muy corriente, dijo Austerlitz, y de mi peculiar aspecto. Pereira, siguió diciendo Austerlitz, me llevó por una amplia escalera al primer piso y abrió para mí, con una gran llave, el portal por el que se entra en el templo, una sala revestida de losas de mármol de color beige y de ónice marroquí rojo, con suelo ajedrezado blanco y negro y un techo abovedado, en cuyo centro una sola estrella dorada despide sus rayos hacia las nubes oscuras que la rodean por todas partes.


Traducción de Miguel Sáenz


De Austerlitz, Anagrama, Barcelona, 2001.


No hay comentarios:

Publicar un comentario