miércoles, 1 de mayo de 2024

Ropas y músculos

 


Gabriel de Zéndegui

 

Cuando un joven sale del colegio con la cabeza llena del vaho irisado de las ilusiones y el corazón palpitante de abnegados impulsos pensando en los hombres de Plutarco, figúrase que el mundo será un anchuroso foro, cerrado por noble pórtico que detrás tiene la olímpica llanura; figúrase que los estadistas se parecerán al bello Alcibíades y los sabios a Platón de la robusta espalda; que los ciudadanos todos, discutiendo con calor sobre la industria, la guerra, la ciencia, el arte y la filosofía, agitarán desnudos brazos vigorosos, y que al sentarse dejarán entrever entre los pliegues elegantes de la toga las nervudas y blancas piernas.... Mas al cumplir los treinta años ya habrá tenido tiempo el colegial de convalecer de su error y de rectificar sus alucinaciones, de ver que la sociedad de hoy no tiene la natural grandeza de la helena, sino que más bien parece un colosal teatro Guignol en que casi todos los muñecos, estadistas y pensadores inclusive, movidos por grosero artificio, sin personalidad, chillan con la voz de falsete de Polichinela sus absurdas monsergas, sin saber ni lo que dicen, como las placas del fonógrafo; que en su mayoría esos pseudo-filósofos y políticos ocultan bajo el paño de Sedán un raquítico tórax o un vientre de batracio, y articulaciones amenazadas de tumores blancos, o de las concreciones de uratos de cal y soda, y que de este modo nada bueno podrán pensar ni disponer para los que tienen la desgracia de creerlos u obedecerlos. Ya, en fin, el colegial habrá leído libros que no se leen en la escuela, como el Sastre Sastreado de Carlyle, esa tremenda sátira de peregrinísimo estilo cuyas palabras repercuten en la inteligencia del lector como si fueran ecos de los golpes de piquetas revolucionarias violando sacras arcas y aras.

He aquí, en dos palabras, la filosofía del Sartor Resurtas, libro estupendo: todas las ceremonias, ritos, costumbres e instituciones que los hombres han creado, no son más que los vestidos que de tiempo en tiempo han arreglado para su adorno, comodidad o protección. Esos trajes, como las demás obras humanas, envejecen, se deshacen y ponen inservibles; y a pesar de los parches, remiendos y lavatorios que se le hagan, habrá que tirarlos, más tarde o más temprano, y que sustituirlos con otros nuevos. Y, por último, que muchos de los trajes que usan los hombres contemporáneos se encuentran en deplorable estado y no pueden servir por más tiempo. Esto lo escribe -¡y de qué modo!- el original profesor Teufelsdróckh (*) en un manuscrito abandonado por un desconocido en la puerta de Andrés Futteral (saco de pienso), vecino de la aldea de Eutepfuhl (charco de patos).

¡Ah! la filosofía del traje ¡qué cosa tan honda! De ella se desprende la miseria humana, su instinto adulador o de simiana imitación, cuando se deja imponer por el roi soleil, que era pequeñito de estatura, las peluconas de tres pisos y los tacones altos; y nos explicará también la correspondencia que existe entre las ideas y costumbres de un pueblo y su manera de vestirse: -cómo en las sociedades donde predomina el espíritu militar los trajes son breves y ceñidos al cuerpo, porque ese corte conviene a los hombres que deben hacer ejercicio; y que, en cambio, en las sociedades regidas por la teocracia es amplio y largo el traje, venerándose el talar más que ninguno, ya que a maravilla le sirve a gentes físicamente ociosas y abdominalmente desarrolladas....

Pero nosotros abandonamos a esas grandes inteligencias críticas, adivinadoras de la arcana relación entre los humanos actos, como las de Carlyle y Herbert Spencer, que parecen lanzar antorchas encendidas en la profundidad de una negra cripta donde se libra un combate por la luz, el trabajo de revelarnos por qué motivo, hoy, los hombres que se dicen elegantes usan esas botas puntiagudas de charol con taconazos que contrarían la anatomía y autonomía del pie, esos pantalones cuyo modelo fueron las patas del elefante, esos levitones, y esos tubos de chimenea sobre la cabeza… Dígannos esos sabios varones por qué las mujeres civilizadas se clavan aún anillos en las orejas; y se ponen esos talles de avispa -sólo el mentarlos nos estremece- y esos bultos por detrás que harían llorar de lástima, de dolor y rabia a un mozo ateniense… Queremos hoy ocuparnos de otra cosa: de la contradicción que existe entre los trajes modernos de la clase acomodada y la afición que se ha desarrollado generalmente por los ejercicios corporales.

No parece natural que quienes se visten con tantas piezas de ropa incómodas gusten al mismo tiempo de la independencia de los movimientos del cuerpo, hoy que rige la noción de la lucha por la vida, la supervivencia del más activo. Valga lo que valiere nuestra observación, vamos a ilustrarla con un ejemplo práctico. No recordamos haber visto ningún boxer inglés o americano, ni el mismo Sullivan, a ningún atleta profesional de circo, pista o gimnasio, que luciera bien en su traje de calle. Nos parecía que siempre andaban entorpecidos con sus faldones y con la pretina, que los brazos se les enredaban y las piernas se les trababan. En cambio ¡cuán gloriosos salían con kninckerbockers y nudo el torso! ¡cuánta gracia en sus movimientos al presentarse en la arena con sus jerseys ajustados, encarnados o azules, descubiertos los músculos vibrantes como apretados haces de cuerdas de violín!

Se dirá quizás que esos hombres se visten por lo general de cualquier modo y a cualquier precio en los almacenes de ropa hecha del Bowery, o en la Rag Fair de Middlesex Street de Londres. Bien, ¿y qué? Siempre su cuerpo sano, su cuerpo diestro y bello vale más que la ropa fina de los metafísicos gotosos y estadistas doctrinarios y cenceños del día. Y cuidado, que ese cuerpo así cultivado es el mismo que tanto se aplaudía en las fiestas panateneas, que se conservan cinceladas por Fidias en el friso del Partenón; ese cuerpo elástico y recio sabía entender y aplaudir a Pericles, el brioso sportsman, cuando hablaba sin dar un solo grito ni hacer un solo gesto desde las gradas de ese propio Partenón, que mandó fabricar para desesperarnos de envidia.

El profesor Teufelsdróckh tiene en su manuscrito un pasaje bellísimo donde se cotiza el precio del traje que encima nos ponemos, todo compuesto de despojos: -de la piel curtida de los becerros, del producto de la tonsura de los carneros, de la saliva de los gusanos, de la piel de perros ahogados o envenenados, con que cubrimos por vanidad, que abrigan, nuestras manos, órganos cuasi divinos, dígalo Galeno. Pregúntanos el alemán atrabiliariamente qué sería "de esas pomposas ceremonias, coronaciones regias, recepciones, etc.; etc.;" si por potencia de una varita mágica de súbito cayeran.... ¿lo digo?... las ropas todas de la compañía dramática que las representa, y los duques, los grandes, los obispos, los generales, y sus señoras, la misma personalidad ungida, todos los hijos de sus respectivas madres, quedarán de repente sin siquiera la camisa puesta? No sé si reír o llorar. Imaginaos desnudo al duque de Sopla-Pajas perorando ante una Cámara de Lores todos desnudos también y el banco de la oposición, el ministerial, las tribunas, con gente en cueros ¡Infandum! ¡infandum!...

Mal, muy mal parecería la corte de ese modo, y el Parlamento asimismo; pero nuestros atletas parecerían bien. El filósofo de la ropa, ¿cómo es que en todo su libro no ha dicho que el traje de músculos que la naturaleza ha puesto sobre el esqueleto de nuestra especie, es invariable tanto como bello? Es una inconsútil vestidura blanca y enrojecida en ocasiones por el torrente interno de la sangre: bien vale la pena de que se cuide como ningún otro traje artificial, aunque fuera bordado de oro y perlas, ya que no podemos mudarlo sino con la vida.

Y demos fin al articulillo éste diciéndole a los lectores que se vistan como les dé la gana, poco nos importa; pero ¡por Dios! que debajo del paño de Sedán o de la grosera chamarreta, se sienta un tórax firme y amplio, la plancha dura y corrugada del vientre, los brazos de hierro; y bajo la funda del pantalón de baile o de trabajo, un par de piernas como las del veloz Aquiles, el hijo de Peleo!

 

(*) Cualquiera que sepa alemán dirá lo que significa esta palabra literalmente traducida.

 

La Habana Elegante, 12 de abril de 1891, p. 7.

 

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