Gonzalo Rojas
Increíble que el poeta más joven que nos haya nacido -paradigma del espíritu nuevo entre nosotros- este cumpliendo los cien años.
Ninguno más diáfano que él, más libre y seductor, para confirmar el non omnis moriar (no me moriré del todo) del viejo Horacio, ese otro hiperlúcido de hace dos milenios.
Las efemérides no cuenta en el caso del portentoso innovador, recién ido, Darío. En efecto, cuando este último vino a morir, el dieciséis en su Nicaragua natal, el planeta empezaba a dar vueltas a una velocidad nunca sonada y los poetas mismos saltaron fuera de órbita, de un antes a un después. Justo ese 1916 Vicente Huidobro -en ese juego oscuro de pasarse la centella- público en Buenos Aires otras claves para su poeta de fundación:
-Que el verso sea como una llave que
abra mil puertas-
en su primer viaje a Paris. No fue el único, por supuesto, en la germinación de nuestra verdadera autonomía poética. Ahí la Mistral, Vallejo, Neruda, para decir tres nombres: estallaban los volcanes.
Pero no se piense que este 1993 a medio alumbrar sea el año por excelencia de Vicente Huidobro -aunque se escriba de él un rio de alabanzas-, pues ya desde esas fechas de la Primera Guerra Mundial todos los años son los años de Vicente Huidobro en nuestra lengua. Personalmente vivo un dialogo con su espejo por lo menos desde 1933 -cuando empecé a leerlo casi niño-, unos cuatro años antes de conocerlo en persona en su departamento de la cuadra 23 de la Alameda en aquel Santiago placido y remoto.
Una y otra vez, a lo largo de medio siglo, he reconocido mi filiación con el espíritu convulso y lúcido a la vez del binomio 1938-1939, con sacudón de parto hasta en el orden geológico, sin olvidar el impacto estremecedor de la Guerra Civil española entre nosotros, que nos permitió ver de veras a la madre desde su rostro ensangrentado. Sin patetismo y a favor del distanciamiento, se me aparece así ese 38 fantasmal, ano critico de su propia Utopía, distante ya de aquel otro ciclo movedizo de 1920 cuando Chile empezó a ser más Chile y el epicentro de la mudanza en lo poético fue sin duda Huidobro, antipoeta y mago por derecho propio.
Pero la imantación huidobriana llego a su plenitud en el proceso del 38 y casi todos los poetas jóvenes de esos días registramos su influjo, y fuimos literalmente atrapados por una relación dialéctica con su persona y con su obra.
Por mi parte, me enganché con el proyecto parasurrealista de Mandragora sin mayor fascinación por el experimento y por ahí entre a la casa de Huidobro sin frecuentarla demasiado, remiso como soy a los círculos de adherentes ortodoxos.
Tampoco lo fue nunca él y cuando me aparte del equipo mandragórico entendió como nadie la disidencia anarca.
Déjenlo, le dijo a uno de mis detractores, si cabe el termino, a propósito de mi intraexilio del 42 en la cordillera de Atacama. Gonzalo es un loco que necesita cumbre.
Pocos como él supieron del riesgo y el desamparo y -visto ahora desde aquí, desde este cierre del siglo- ninguno como él fue cumbre más airosa y sembró más libertad en nuestra cabeza de muchachos.
Sin Huidobro no hubiera habido acaso ninguno de nosotros; ni un Anguita ni un Lihn, por nombrar a los invisibles de repente.
Atenea. Ciencia Arte y Literatura, núm. 467, 1993, pp. 64-66.
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