Gastón Baquero
Llevaba tiempo el Nobel sin
posarse en la frente de alguien absolutamente indiscutible y exento de
presiones ambientales, raciales o políticas. Ya que parece que dejarán morir a Ezra
Pound sin el premio -en el fondo, está pagando una interpretación demasiado
literal del poema del Cid y de sus lecturas juveniles de los clásicos
españoles-, alegra que, por lo menos, el premio no vaya a uno de esos señores
de quienes hay que buscar explicaciones e intrusiones extraliterarias: que si
el año pasado dieron a Rusia su disgusto, que si la raza amarilla está disgustada,
que si a Borges no se le puede dar porque, igual que Rómulo Gallegos, no aplaude
la tiranía cubana…
Samuel Beckett es lo que podemos llamar un Nobel sin muletas, un Nobel por sí mismo, por su sola e imponente obra. Personalmente debo confesar que Samuel Beckett es una de las pocas personas que me dan miedo. Desde que vi en París “Esperando a Godot”, decidí dos cosas con este hombre: no perderme ninguno de sus libros y no permitirle nunca “entrar” en mi mundo interior. Viene de Kafka en ciertos aspectos, pero en Kafka hay siempre una teología, una grandeza del hombre, aun cuando sea víctima de fuerzas terribles e inexorables. En Beckett, la humillación del hombre ante el vacío, la aturdida condición del pobre ser humano, pedalea en torno a un absurdo tan devastador y absoluto, que resulta terriblemente penoso admitirlo.
Pero de lo que me propongo hablar en esta pequeña nota de actualidad no es del “caso” Beckett, ni de su significación en las letras contemporáneas (es uno de los autores más imitados, más saqueados y, por lo mismo, de los menos citados), sino de un aspecto poco conocido suyo: el de traductor de poesía escrita en lengua española. A Beckett se le debe nada menos que la traducción de toda una antología de poesía mexicana. Se cumplía así un deseo de la UNESCO, que encarga a grandes figuras unas traducciones, consciente de que el solo nombre de los autores hispanoparlantes, en algunos casos, no dice bastante a los lectores europeos. Así, “Enriquillo” del dominicano Galván (una de las novelas más proespañolas escritas en América) fue traducida por Robert Graves, y las poesías de Gabriela Mistral fueron traducidas por el gran poeta negro americano Langston Hughes. Para la poesía mexicana se escogió a Samuel Beckett. Estimo que sus traducciones resultan muy literales, acaso por afán de fidelidad, que éste es un problema eterno de la traducción, y más en poesía. De la meticulosidad con que trabajó este libro Beckett nos da cuenta, primero, esa fidelidad asombrosa, ese “al pie de la letra” que se observa, y luego, su declaración de que el texto fue revisado por Gerald Brenand. (A ese se le debe, como es sabido, uno de los libros más bellos sobre Andalucía, el titulado “Al sur de Granada, donde, entre otras cosas, hallamos rastros de la visita de Virginia Woolf a España.) pero la poesía es la poesía, y una traducción lo que puede entregar es una noticia del rumbo que se encierra en el poema, pero casi nunca del poema mismo.
Veamos una pequeña muestra de Beckett traductor en un fragmento del conocidísimo soneto "No me mueve mi Dios para quererte", que es habitual en América adjudicarlo a Miguel de Guevara, el michoacano. Donde el poeta pone: "No me tienes que dar porque te quiera, / pues aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera"; Beckett traduce: "I need no gift of thee to make me love thee, / for though my present hope werw all despair, / as now I love thee I should love thee still". Y otra vez comprobamos la fidelidad en el famoso piropo de don Francisco A. de Icaza a Granada: "Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada"; aquí Beckett pone: "Woman, give him alms, / for in life there is nothing / so terrible as being / eyeless in Granada." Los tropiezos mayores están, lógicamente, al llegar a poetas como Ramón López Velarde, uno de los seis u ocho poetas-poetas que ha dado nuestra América. Pero de todos los autores sale Beckett mostrando por lo menos una enorme voluntad de acertar, y una seriedad absoluta en su oficio. Creo que éstas son características constantes de toda su obra. La elección de poemas fue obra de Octavio Paz. No hay más que decir.
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