martes, 2 de abril de 2024

Octavio Paz

 

José Lezama Lima

 

En el chisporreo del remolino

el guerrero japonés pregunta por su silencio,

le responden, en el descenso a los infiernos,

los huesos orinados con sangre

de la furiosa divinidad mexicana.

El mazapán con las franjas del presagio

se iguala con la placenta de la vaca sagrada.

El pabellón de la vacuidad oprime una brisa alta

y la convierte en un caracol sangriento.

En Río el carnaval tira de la soga

y aparecemos en la sala recién iluminada.

En la Isla de San Luis la conversación,

serpiente que penetra en el costado como la lanza,

hace visible las farolas de la ciudad tibetana

y llueve, como un árbol, en los oídos.

El murciélago trinitario,

extraño sosiego en la tau insular,

con su bigote lindo humeando.

Todo aquí y allí en acecho.

Es el ciervo que ve en las respuestas del río

a la sierpe, el deslizarse naturaleza

con escamas que convocan el ritmo inaugural.

Nombrar y hacer el nombre en la ceguera palpatoria.

La voz ordenando con la máscara a los reyes de Grecia,

la sangre que no se acostumbra a la tenaza nocturnal

y vuelve a la primigenia esfera en remolino.

El sacerdote, dormido en la terraza,

despierta en cada palabra que flecha

a la perdiz caída en su espejo de metal.

El movimiento de la palabra

en el instante del desprendimiento que comienza

a desfilar en la cantidad resistente,

en la posible ciudad creada

para los moradores increados, pero ya respirantes.

Las danzas llegaron con sus disfraces

al centro del bosque, pero ya el fuego 

había desarraigado el horizonte.

La ciudad dormida evapora su lenguaje,

el incendio rodaba como agua

por los peldaños de los brazos.

La nueva ordenanza indescifrable

levantó la cabeza del náufrago que hablaba.

Sólo el incendio espejeaba

el tamaño silencioso del naufragio.



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