viernes, 12 de mayo de 2023

La carne

 


Philippe Sollers


Esta abertura se practica, no abstractamente, sino a través del cuerpo. No a través del elemento abstracto designado generalmente por esa palabra, sino en lo profundo de la masa material cuyos efectos, opacidad, resistencias y desviaciones creemos dominar. El cuerpo es lo que la idea de "hombre" no logra destruir; el cuerpo es lo que grita calladamente ante la seguridad de la razón y de la propiedad; es esa tapicería donde nuestra figura se mueve y se modifica, la tapicería del deseo y del ensueño, de la profunda vida orgánica que persigue su trabajo de muerte; es ese "continuo" del que hacemos para nosotros mismos y para los otros un discontinuo aparente, reivindicador. El cuerpo es en nosotros lo que siempre es "más" que nosotros, lo que mata en nosotros su propia representación y nos mata en silencio. De ese cuerpo podemos conocer (por medio del discurso y la ciencia) los trayectos aparentes, los accidentes, los cambios, la explotación. la palabra y, en suma, la actividad formal. Pero únicamente el erotismo nos permite acceso a su carne, es decir, no a una "sustancia", sino a la inscripción que le es propia, al exceso que es con relación a sí misma esa inscripción inasible. "La carne es la enemiga nata de todos los que están obsesionados por la prohibición cristiana, pero si, como lo creo, existe una prohibición vaga y global que se opone, en formas que dependen de los tiempos y lugares, a la libertad sexual, la carne es la expresión de esa libertad amenazadora". Dicho con otras palabras, lo que la carne le presenta al cuerpo erguido y cerrado es una "plétora impersonal", así como el lenguaje "poético" aparece ante el discurso científico como la puesta en obra, en el fondo "repugnante", del sujeto del discurso.

En "la carne" no podemos ya pretender ser sino una parte reservada, crispada contra sí misma y por encima de sí misma, lo que el acto simbólico del sacrificio tenía por función que señalar: "Lo que revelaba la violencia exterior del sacrificio era la violencia interior del ser percibida bajo la luz de la efusión de sangre y del surgimiento de los órganos. Esa sangre, esos órganos llenos de vida, no eran lo que ve la anatomía: solamente una experiencia interior, no la ciencia, podría restituir el sentimiento de los Antiguos". Una experiencia interior, es decir, una experiencia de la escritura corporal (y se podría mostrar cómo, desde Juliette hasta los Chants de Maldoror, Le Théatre et son Double y la Histoire de l'oeil), toda la literatura moderna está obsesionada por esa dimensión real hasta el punto de hacer prácticamente del cuerpo el referente fundamental de sus violaciones del discurso). Experiencia que no es accesible hoy en día sino en el lenguaje y por el lenguaje, en el cual y por el cual la sexualidad tiene que constituirse o renunciar a alcanzar lo que está hecha para "enseñar". Nuestra pérdida de contacto con el gesto, con el alimento ("sólo comemos carnes preparadas, inanimadas, separadas del hormigueo orgánico donde aparecieron al principio. El sacrificio unía el hecho de comer a la verdad de la vida revelada en la muerte"), indica aquí la distancia inconmensurable que nos separa de la desnudez explosiva de la que "provenimos". Si dispusiéramos de una historia del asco y de las repugnancias, podríamos quizá saber de cuáles posibilidades se ha separado nuestra conciencia y es esta historia la que Sade, mejor que ningún etnógrafo, se preocupó por recoger mediante únicamente la fuerza de su libertad.

En efecto, si Bataille tiene razón cuando observa que "no existe ninguna forma de repugnancia en la que yo no encuentro afinidad con el deseo", ¿cómo no ver que ignoramos nuestro deseo en proporción a las repugnancias de las que, sin que lo sospechemos, somos víctimas? ¿Cómo no distinguir en nuestra voluntad de no igualar los extremos de la atracción y de la repulsión, del placer y del dolor, la forma que asume para nosotros el límite dentro del cual pensamos y realizamos un trayecto circular y repetitivo? El pensamiento puesto en tela de juicio por Bataille es aquel que la expresión "caerse por su propio peso" es la única en poder designar. Se cae por su propio peso, en principio, que cualquier animal humano aparte la vista sin decir una palabra de ciertas situaciones, ciertos actos, ciertas sustancias: "Creemos que una deyección nos da asco debido a su hediondez. Pero, ¿hedería si antes no se hubiera convertido en objeto de nuestro asco?"... "Extraña aberración la del asco que nos afecta hasta el punto mismo del desmayo y cuyo contagio nos persigue desde los primeros hombres a través de innumerables generaciones de niños regañados"... Preferimos, muy a menudo, ignorar o negar esos elementos "bajos" ante los cuajes retrocede nuestra humanidad. Nos desembarazamos por medio de un adjetivo moral de aquellos que se dejan atrapar por ellos sin restricciones ni remordimientos. Llegamos hasta el punto de perder conciencia cuando la insistencia real se hace demasiado intensa a este respecto.

Bataille, sin embargo, no dejó nunca de hablar de ese "matrimonio" de lo alto con lo bajo, a propósito de William Blake ("este hombre nunca frunció los labios"), de Michelet (que interrumpía su trabajo para ir a respirar olores de orina) y de Proust (y del "episodio de las ratas" que los biógrafos virtuosos se dedican a presentar como algo secundario o accidental). Escribe Bataille: "No olvidaré nunca lo violento y maravilloso que se encuentra ligado a la voluntad de abrir los ojos, de ver cara a cara lo que ocurre, lo que es". "Abrir el cuerpo" -o también "hacer florecer el cuerpo" como dicen los viejos textos mexicanos- consiste pues en querer "igualarse a lo que es", no so capa de tal o cual perversión solapada, inconsciente, cómplice de su contrario, vergonzosa (la pareja dignidad vergüenza es pulverizada para siempre), sino en un desgarramiento redoblado en el que el pensamiento interviene como huella de la desgarradura misma. Es tan negativo, en resumidas cuentas, no sentir la angustia, la náusea, el horror como ser limitado por estos sentimientos. "Estos sentimientos no tienen nada enfermizo, sino que son, en la vida de un hombre, que es la crisálida para un animal perfecto. La experiencia interior del hombre aparece en el momento en que, rompiendo la crisálida, el hombre tiene conciencia de desgarrarse a sí mismo, no la resistencia opuesta desde afuera. La superación de la conciencia objetiva, que limitaban las paredes de la crisálida, está ligada a ese cambio profundo". Ahora bien, esa desgarradura no es pensamiento (escrito) a menos que asociemos deliberadamente el goce al horror en vez de creer que superamos el horror por medio de una reacción de dominio, a menos que conozcamos el precio del "respeto", confesemos nuestra participación física, confesión que refleja en la realidad una extrema "delicadeza" (según el término de Sade) que está en los antípodas del gesto criminal cuya denunciación ella representa (el verdugo real es indefectiblemente aquel que ha fracasado como verdugo simbólico, es decir, su propia víctima extasiada). "La esencia del erotismo se encuentra en la asociación inextricable del placer y la prohibición. La prohibición no aparece humanamente nunca sin la revelación del placer y nunca aparece el placer sin el sentimiento de la prohibición".

El erotismo es una contradicción irreductible (el furor simbólico-la delicadeza real), el erotismo es lo que debe ser ocultado como representación de esta contradicción absoluta, lo que debe ser excluido del sistema social fundado en la identidad v el escamoteo de los contrarios. El erotismo es la anti-materia del realismo. La prohibición y la transgresión, efectivamente, no son "idénticas" (no más de lo que lo son el goce y el horror) pero se encuentran en una relación de redoblamiento contradictorio: no "se lleva a cabo" la prohibición, no se transgrede nunca definitivamente la prohibición y es aquí donde una nueva lógica debe intervenir. La "crisis" erótica nos coloca efectivamente ante una serie de signos cuyas propiedades son inconciliables: "El desarrollo de los signos tiene una consecuencia: el erotismo, que es fusión, que mueve al interés en la dirección de una superación del ser personal y de todos los límites, es sin embargo expresado por un objeto. Nos encontramos ante esta paradoja: ante un objeto significativo de la negación de los límites de todos los objetos, ante un objeto erótico". Este objeto, en definitiva, tiene nombre: el de rodeo. rodeo del texto, rodeo escrito hacia la muerte.


 Traducción: Francisco Rivera.


 La escritura y la experiencia de los límites, Caracas, Monte Ávila Editores, 1976, pp. 137-40.


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