Rogelio Saunders
para A.I.D.
A ella, una vez más,
a ella siempre, a ella,
porque fue más valerosa
que todos nosotros
juntos.
Y mientras el tirano,
César ridículo, se bamboleaba
en su atalaya-retablo
como la escultura-
títere del Orador de
Pablo Picasso (más digna, sin duda,
de consideración y de
alabanza),
ella moría,
silenciosamente,
no contra él, ni a causa
de él,
sino ignorándolo,
con indiferencia
verdaderamente olímpica,
majestuosa como lo
Femenino Mismo.
Capaz de deslizarse, no
tan solamente
por entre las edades y
los comportamientos,
sino a través de los
cuerpos y de las voluntades,
ya que la femineidad no
es el reposo
(así como la masculinidad
no es el avance).
Nada ha sido fijado
definitivamente,
sino que todo está desde
siempre en movimiento.
Todo está desde siempre
desplazándose:
lo Masculino sobre lo
Femenino,
lo Femenino sobre lo
Masculino,
como a lo largo de un
ramillete de ejes.
Formando infinitas
figuras: todas
las geometrías posibles
(y aun las imposibles).
Lo Femenino aquí, allí.
Lo Masculino
aquí y allí también,
indecidibles.
Según la luz, según la
hora, según
el oído y el ojo o esas
presunciones
que son la base de la
verdad y de la belleza.
Indecidibles, pues, como
las piernas de Céline. En sobresalto
recorriendo los
holocaustos y los mapas.
Tía Céline con sus
muletas y su gato barcino,
agitando frenéticamente
los brazos desde el fondo de un embudo
de
tierra.
Quel
probleme.
Ella sonreía.
Ella sonreía siempre,
como la Madonna de Da Vinci.
Ella sonríe siempre como
lo Perdido.
Como lo Anhelado,
entonces, como el Presente imposible.
Ella me ha mirado fijo
con sus ojos nublados,
transparentes y oscuros
como las pupilas de la Muerte.
Partons-nous!
¡Partamos!–le
había dicho—
hacia los campos helados
de Cynara
y todo el resto será
literatura.
Pero todo el resto, como
lo sabía Shakespeare, es silencio.
Silencio sobre silencio
sobre silencio.
Y todo, así, debía
terminar por repetición,
como en las partidas de
ajedrez mediocres.
Un equilibrio que no
agradecerá nada.
Supremo ejercicio vacío
de la mente,
plenariamente vacía tras
su ejercitación suprema.
Como un vaso formándose
la sílaba,
naciendo de la nada, como
un jinete de Faulkner.
¡Oh,
Maestro! Yo estoy muerto y todos están muertos.
Sólo ella está viva:
espectro insoportable.
Espejo sin defectos, que
refleja
no tan sólo los
semblantes y los gestos,
sino el pasado y el
porvenir –y lo que hay entre ellos.
Las intenciones y las
representaciones.
Voluntad y
representación: no hay otra cosa.
Cuánta razón tenía
Schopenhauer.
El Bien y el Mal no son
más que dos caras
de un dado cuyos lados
son infinitas caras
y cuyos sobresaltos son
constelaciones.
Morfolalias fascinantes.
Holocaustos.
Universos que transmigran
y que estallan.
¡Parpadeos de los dioses!
Esto en lo que concierne
al mundo: al in-mundus.
Voluntad y
representación: cópula inconclusa.
Interminable confusión
entre la que vivimos.
Presuposición bajo la que
alentamos,
perseguimos, obramos,
representamos, huimos…
Ah, raza maldita: tu
destino era el polvo.
Salvo la absurda
confianza de la Forma.
Hölderlin hermoso,
hermoso como una
urna de Keats y como el
mismo
John Keats con un
sombrero de ala ancha,
pájaro inmortal bajo los
sauces.
Hölderlin herido por el
rayo,
llorando en el regazo
inmemorial de un carpintero.
Y Keats muerto a los
veinticinco años,
mirando la gota de sangre
única sobre la sábana.
Bring me the candle, Brown, and let me see this blood.
That drop of blood is my death-warrant.
¡Esa gota de sangre es mi
sentencia de muerte!
Keats también herido por
el rayo.
El mismo sosiego
portentoso. La misma
celestial imparcialidad;
el mismo auto anonadamiento.
Porque
dar a los otros el titulo
exorbitante de “Majestades”,
es como confundirse uno
mismo con un pájaro que picotea.
Es el colmo de la
sencillez y de la sabiduría.
Es algo sutil como un
paisaje de nieve.
Como una gota de sangre
en un paisaje de nieve.
Como la huella de un pie
desvaneciéndose en un paisaje de nieve.
¡La misma orientalidad
griega!
El mismo gran estilo que
mezclaba
la belleza y la verdad
por medio de la especie
de poderosa ingenuidad
que era su firma y su fuerza.
Su lenguaje y su encanto.
Y cuya consecuencia
fue la fusión inimitable
del gesto con la geometría.
La cohabitación asombrosa
del ethos con el infinito.
Y todo esto, imagen sin
contrarréplica,
es por ti que lo sé, mon tonneau des Danäides.
Es por ti, por ti que, en
torno a mi cabeza,
vuelan las lecturas como hojas,
como sábanas.
Sin duda, como auras
que toman por un tesoro
esta calavera indecidible.
Sin saber que nada elige,
que todo
es elegido. Y que ellas serán —un día, como en
un raptus—
mi alimento terrestre.
Esto también lo sé por ti,
por tus amados ojos
ornados por dos arcos
forjados como por orfebres
de Artajerjes, expertos
en miniaturas,
como corresponde a la
dignidad de una sacerdotisa del Asia Menor.
Así lo vio Pasolini.
Así también lo veo yo.
La tiranía de la Forma es
el instante
de elección en que la
mente (la vacía
mente
mandálico-laberíntica)
se prende (libertada-recluida)
de un punto,
como una mariposa de un
vórtice de llama
o como una luciérnaga de
un monolito mudo.
Se prende (se
des-prende), luciola, se disgrega,
en deriva, en muerte, en
rupta, ad infinitum,
y cae allí con todo lo
que sabe,
con el exceso efímero
absoluto
(ya que nada dura tanto
como la centella),
o mejor dicho con todo lo
que quiere
y que no sabe que quiere,
pues el Ser
es lo que escapa siempre
a lo que quiere
para fingir que lo
contiene todo:
el Cielo y el Infierno —y
lo que hay entre ellos.
Y tal vez el Ser es
verdaderamente todo,
sólo que en realidad
no
se trata de eso,
aunque sin duda es éste
el engaño más antiguo:
Maia, más poderosa que todos
los patriarcas de la
Historia juntos.
Más poderosa que el
Todopoderoso.
Hijo que ha olvidado su
origen o que lo ha reprimido.
En fin: todo ese loco
asunto de la Caída.
Tu impuro nombre es mi
piel. Mi sonrisa.
Mi ofrenda, mi manto, mi
altar y mi sepulcro.
Mi cáliz y mi llama.
Porque, como lo dijo
Kierkegaard,
hay que haber llegado al
fondo de la abyección y de la locura,
colmado por la culpa como
por un vino espeso,
para estar dispuesto a
emprender la aventura absoluta
del Cristianismo.
Donde lo que brillaba,
sobre todas las cosas, era la Femineidad,
antes de que los Tristes
Pensadores echaran a perder el asunto.
A ti (¿a quién, si no?), a ti,
Forma Perenne de lo que
no dura.
Moribundia eterna, como
un gesto
para nadie, un sabor de
fruta,
el olor de un cuerpo, el
sonido
de agua de un beso o el
sonido
de agua y de piedra de un
cuerpo sobre otro cuerpo.
El Olvido, en suma. Las
canciones.
Toda la música que somos
y que no somos.
La tristeza, el nudo
melancólico,
el aliento estrangulado:
todo
el idioma patético de los
pobres seres humanos.
La pobre gente de
Dostoievsky desde lo alto
hasta lo bajo y desde la
izquierda
hasta la derecha y
también en sentido contrario.
Lecturas y más lecturas
hasta que se apagan las luces,
y se secan los océanos y
desaparecen las ciudades.
Y el mundo mismo, como
una pequeña pelota,
se va saltando y
perdiéndose por entre las constelaciones
que forman el iris del
ojo y la pupila
dentro del iris de tu
ojo, Antigua.
Homenaje final al
imposible final de lo Inconcluso.
Y así como Flaubert pudo
decirles
(sabiendo muy bien lo que
decía)
a los Tristes Pensadores,
a los Maliciosos de toda
laya,
a los Astutos y a los
Ingenuos,
a los Sutiles y a los
Inconformes,
a los Inocentes y a los
Culpables: Madame
Bovary
c‘est moi, así yo puedo
hoy decir también al
polvo y al viento que lo han creado todo:
Yo
soy tú misma. Yo únicamente soy yo
por el hecho
evidente-sencillísimo de que soy tú misma.
Alma del mundo acurrucada
en el fondo ciego del ojo.
Vuelta de espaldas al
Contemplador como en aquel cuadro
famoso que creo que es de
Rembrandt,
con el pulgar en la boca
y cuyo gesto (de Rembrandt y tuyo)
divide todo espacio más
hermosamente
que ningún espejo. Porque
ese gesto (¿infantil?)
es la luz y la nieve. El
multiplicador y lo multiplicado.
El Momento, el Instante,
la Hora Perfecta
en que me vuelvo sobre ti,
mirándome.
Oscuro como la carne y la
sangre dentro de la matria oscura.
A punto de concebir y de
engendrar,
de convocar y de
comandar, de proveer y de necesitar.
A un tiempo la hoja y el
cálamo, el color y la línea,
la superficie y el punto.
La materia
y la vibración insonora
en que se resuelve la materia.
La gota y la sábana que
son el hecho y el símbolo,
el acto y el sueño, lo
terrenal y lo absoluto.
Espíritu de la creación
confundido con el seno turbio de las aguas,
en sí mismo meditando más
allá de todo pensamiento.
Caos magnífico al que me
entrego poligeométricamente,
como Ícaro al sol con las
absurdas alas desplegadas.
¿A quién, pues, si no a Ti?
Imagen, Eternidad, Sonrisa.
(28.7-16.9.1993)
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